martes, 25 de septiembre de 2018

Relato 235


                                                Glorieta
          —¡Aquí!
          —¿Aquí?
          —Sí, aquí irá la glorieta.
        Luisa señaló una pequeña elevación del terreno en la montaña de Collserola con Barcelona a los pies y una hermosa vista al mar Mediterráneo.
        —Y aquí pondremos el banco de piedra, el que vimos ayer, pero con cojines estampados de azul. Nada ni nadie podrá ocultarnos esta panorámica. Aquí no sentaremos tú y yo cuando seamos mayores, nos estrecharemos las manos y veremos juntos cómo se van apagando las luces de los barcos, las de la ciudad y se encienden las estrellas al anochecer.
        Puede que sea porque no tenemos hijos el caso es que Luisa sueña con algo así desde hace años, viene ahorrando desde que nos casamos, pero su tienda de bolsos da para poco más que ir viviendo y yo me gano la vida como mecánico de coches, me gusta mi trabajo, pero la gente joven empuja fuerte con la informática. Llevo mucho tiempo en el oficio, soy un experto en embragues, frenos, dirección asistida y puesta a punto de cualquier vehículo, tengo un sexto sentido, no me hacen falta las máquinas de test, que, sin embargo,  sí utilizan los jóvenes.
        —Y allí construiremos la casita, una de planta baja, con un porche que la rodee completamente.
        Luisa se dio la vuelta y miró hacia el oeste donde el terreno es más llano, repleto de maleza y arbustos bajos, con algunos pinos y encinas, un terreno susceptible de ser nivelado, aunque —pensé— habrá que eliminar casi todos los árboles para levantar la pequeña casa de montaña que ella desea.  
        —¿Un porche que la rodee?
        —Sí, que rodee la casa, y nos iremos cambiando de sitio a medida que el sol cambie, para evitarlo en verano y disfrutarlo en invierno. Sí, Raimon, es la casa que quiero para nosotros dos y ahora podemos, ahora haré realidad este sueño gracias a  mi querido tío Alfonsín, ¡menuda suerte hemos tenido!
        Efectivamente, su tío Alfonso emigró a Venezuela en busca de fortuna, cuando Luisita era una cría (y ahora ha cumplido los cuarenta y seis) y si bien es cierto que era su sobrina preferida, nunca más se supo de él hasta ahora, cuando el notario nos avisó de su muerte y nos confirmó que en el testamento había otorgado a Luisa el terrenito de Collserola, (único bien que tenía, de casi una hectárea, que heredó de su madre) para regocijo de mi esposa que saltaba de alegría.   
        Luego pasamos tres años largos ahorrando más, sacrificándonos y construyendo la casa, el dinero se iba rápido entre planos y arquitectos, aparejadores, obras y permisos. La aparejadora jefa tenía un BMW, lo llevaba al taller, me cuidaba personalmente, incluso en más de una ocasión lo probamos juntos. Estaba encantada conmigo y yo con ella, parecía que nos conociéramos desde hacía mucho. Intimamos, tal vez demasiado, bueno sí, ya se sabe estas cosas pasan. Yo me cuidaba de los elementos más técnicos de la casa como el número de enchufes y su posición mientras que mi mujer del aprovechamiento del espacio, de la decoración y de la distribución de habitaciones. Quería que hubieran tres dormitorios, dos baños completos y una sala de estar con chimenea en el centro, redonda, y una cocina con arcón frigorífico. Y que el porche circunvalara la casa con columnas jónicas. Luisa y yo nos pasamos muchas horas sentados en el peñasco donde iba a erigirse el dichoso cenador hablando de nosotros, dibujando, imaginando, discutiendo del proyecto de la casa y de nuestro futuro.
         Se dejó para el final la edificación de la glorieta en el promontorio con el banco de piedra que Luisa quería, en el mismo donde nos íbamos a sentar de mayores con nuestras manos entrelazadas para ver juntos el anochecer. Nunca llegó a verlo terminado. Una lástima, no pudo ser, todo sucedió muy rápido, sin pensar, ella pasó un tiempo en el arcón frigorífico que tanto quiso y ahora está aquí conmigo, enterrada en el centro de la glorieta, mientras yo, solo, sentado en este banco de piedra con cojines azules que nunca me gustaron contemplo junto a ella lo que un día pudo haber sido y nunca fue, apagarse las luces de los barcos, de las casas y de las estrellas de este mi último y seguramente postrer atardecer.      

martes, 18 de septiembre de 2018

Relato 234


                              Farra

Asomando la cabeza por el balcón del séptimo les dijo a sus vecinos del lado: podéis dejar de hablar tan alto, por favor, y hablar más bajito, son las tres de la madrugada, estáis montando una farra de escándalo, no me dejáis dormir y resulta que mañana he de ir a trabajar. ¿Queréis?
        Fueron sus últimas palabras.

martes, 11 de septiembre de 2018

Relato 233

                           
                                   Investigación
       
Veamos:
Hechos: El bar de copas de la calle Gaudí de Barcelona tiene desde hace un mes y medio las persianas cerradas con un rótulo de imprenta que dice: cerrado por asuntos personales.
Conjetura 1: el dueño o dueña se ha puesto enfermo gravemente o alguno de ellos o ambos han tenido un grave accidente.
Conjetura 2: una profunda depresión ha alejado al dueño/a del local.
Conjetura 3: el dueño y la dueña se han discutido entre sí  y están en pleitos.
Conjetura 4: quien se ha puesto enfermo o ha tenido un accidente es un familiar, ya el hijo/a, el padre o la madre o algún allegado y no mejora.
Conjetura 5: problemas con Hacienda, impuestos no pagados, pocos ingresos, dificultades económicas que han obligado al cierre y a la huida precipitada.
Conjetura 6: que el dueño o dueña se ha tenido que desplazar a otra ciudad, temporalmente, por algún asunto urgente no publicable.
Conjetura 7: una ruptura con el socio del negocio, caso de ser una sociedad.
Conjetura 8: un lío de faldas, una infidelidad del dueño o de la dueña, que ha provocado tal vez una crisis matrimonial y una ruptura de la relación afectiva.
Hechos: Hace dos semanas alguien escribió a mano debajo del letrero el siguiente mensaje: no te rindas nunca ni espiritual ni físicamente.
Conjetura 1: Se trata de un cliente o clienta que conocía al dueño/a y que estaba al corriente de la problemática que tenían y les da ánimos.
Conjetura 2: se trata de una persona muy cercana, tal vez un amante.
Hechos: según nuestro grafólogo se trata con una probabilidad cercana al 82% de letra de mujer.
 Conjetura 3: la clienta o amante estaba al día de lo que acontecía en el bar de copas. Debía ser una clienta habitual y de confianza del dueño o dueña.
Conjetura 4: después de un mes del cierre la clienta sigue infundiendo ánimos, a él o a ella, lo que la hace suponer que el dueño o dueña continúan vivos.
Hechos: Nadie sabe nada del paradero de los dueños desde el cierre del local. Nadie les echa en falta. A fecha de hoy no nos ha llegado ninguna denuncia por desaparición.
Conjetura 5: están de viaje o simplemente han huido al extranjero.
Hechos: Una vecina del inmueble de la calle Gaudí requiere nuestra presencia por ruidos en el bar cerrado.
Hechos: enviamos una patrulla que contacta con la denunciante. Los agentes comprueban que efectivamente se perciben sonidos extraños dentro del bar, como canicas corriendo por el suelo. Requieren el servicio de los bomberos.
Hechos: los bomberos proceden a levantar la persiana del bar. No hay luz, el subministro está cortado, encienden las linternas, huele raro como a podrido, las botellas en los estantes llenas de polvo, el mostrador sucio, grasiento, los bomberos caminan sobre un suelo que crepita, son hombres con experiencia, intuyen problemas, enfocan la linterna hacia abajo, aquello está lleno, repleto de algo extraño, como enormes lentejas negras, son cagadas de ratas, hay a millones, a medida que se adentran en el local pueden sentir que están rodeados de ojos observándolos, ojos de grandes ratas de cloaca al acecho, de largas colas, están por todas partes dispuestas a saltar sobre ellos en cualquier momento, son ojos enrojecidos, rabiosos, achinados, los bomberos retroceden, la olor es cada vez más hedienta, nauseabunda, respirar les cuesta, temen por sus vidas, van a por máscaras y a por agua y raticida líquido, apesta a muerto.
Hechos: Los bomberos aplican agua a presión con raticida para exterminar la mayor parte de la población roedora que se rebela amenazante y en medio de la pestilencia y del asco, entre los gruesos cadáveres de ratas flotando, jadeando, babeando, los bomberos avanzan con impermeables botas, con máscaras protectoras y encuentran en el fondo del local unos restos que parecen humanos, sin poder especificar si de hombre o mujer o de ambos, pues están despedazados, roídos, desmembrados, en un estado de avanzada descomposición. Queda para la científica.
Veamos:
Conjetura 1: El dueño mató a la dueña o al revés usando todo el raticida que tenían en el local por alguna causa a investigar.
Conjetura 2: Alguno o alguna de Uds. frecuentaba el local.
Hechos:   Pues, entonces, ¿quién puso el letrero en la persiana?      

martes, 4 de septiembre de 2018

Relato 232


                                      Ahogamiento

Nada hacia presagiar el ahogamiento. Ayer a la tarde. Nada ni nadie.  La mar, en calma, el sol, menguante, la playa, repleta de bañistas, el bochorno, asfixiante, la bandera, verde, los socorristas, en su caseta. Con todo, la señora, de piel blanca, voluminosa, de unos setenta años, se ahogó a eso de las seis de la tarde. Lo vimos desde el balcón del apartamento alquilado, primera línea de mar. Aún nos dura el tembleque, como si sucediera ahora. Un hombre con bañador oscuro sale del mar con una mujer en brazos. El hombre, alterado, la mujer, inconsciente. Se abre paso entre el gentío, a ella le cuelgan los brazos, la deposita en la arena, cae a plomo, lleva un bañador de flores, no se mueve. El hombre se arrodilla ante ella, le ladea la cabeza, con la mirada pide ayuda, alguien usa un móvil, mira hacia la caseta, el hombre une sus manos, fricciona el pecho de la señora una y otra vez, se forma un pequeño corro en su derredor, el hombre ni para ni levanta la cabeza, ella no responde. Nadie más cerca, ningún familiar. Vemos como el cuerpo de la yacente se balancea en la arena, las manos plegadas del hombre se aceleran, se hunden rítmicamente en el pecho, arriba, abajo, ella no reacciona, él no abandona.
        La playa se ha quedado quieta, una fotografía. Nadie nada, nadie habla, nadie hace nada, todos pendientes de lo que ocurre en la arena, allí donde tratan de salvar a una ahogada. De un edificio cercano sale una mujer joven, morena, lleva una cinta ancha en el pelo, atraviesa el paseo, se les acerca corriendo, cruza el corrillo, habla con el hombre, se arrodilla ante la señora, le sustituye, masajea el pecho, vigorosa, un tiempo largo, de vez en cuando revisa su boca, no vomita agua, sigue hundiendo sus manos en la carne de la señora, se la ve segura. El hombre se ha puesto de pie, se pasea el brazo por la frente, pide al corrillo que se abra, hace gestos, aire para la ahogada, mira la caseta.
        A la carrera vienen dos socorristas, uno lleva gafas, va tan rápido que se deja caer, con los pies les echa arena encima. Sustituye a la mujer de la cinta, presiona el pecho de la ahogada con fuerza, golpea con desespero, le retira la parte superior del bañador, de vez en cuando ladea el cuerpo, no vomita agua, continua con las manos, casi puños, fuera de sí. Le practica el boca a boca. Se le va. Insiste. Él debía estar ahí, en la bahía, vigilando y no en la caseta.       Cada vez hay más gente mirando, incluso del paseo, el otro socorrista les pide que se alejen, retira sombrillas, toallas, las lanza lejos, se oyen sirenas, una camioneta de la Cruz roja viene por la arena, se para junto a la ahogada, el conductor descarga una camilla y espera. Llega la policía, primero un coche, luego otros. Establecen un cordón de seguridad de unos diez metros alrededor del salvamento, más tarde lo amplían, cortan el acceso al paseo, levantan lonas verdes de unos dos metros, despliegan cinta de prohibido el paso, evitan que los bañistas se acerquen por el mar, el hombre del bañador oscuro releva al socorrista, luego, la joven de la cinta blanca, luego, otros. En lo que nosotros vimos el corazón de la ahogada estuvo siempre estimulado.
        Más sirenas, ensordecen, se acercan dos ambulancias, luego, otras dos, enorme expectación, la fotografía continua, diligentes, descargan unas maletas metálicas, amarillas, cruzan el murete, acceden veloces a la arena, donde el siniestro, aplican sobre el cuerpo yerto de la señora unos aparatos con cables, eso son desfribiladores, dice mi esposa, ¿electroshock? pregunta mi madre, sí, parecido, para activar la circulación sanguínea, lo vemos por encima de la lona verde, siguen con el masaje manual, le aplican los electrodos, una vez y otra, el cuerpo de la señora permanece inerte, caras de desánimo, los médicos hablan entre ellos, se les acerca el hombre del bañador negro, explica cómo la ha sacado del agua, hace gestos, flotaba en la playa repleta de bañistas, nadie se había fijado en ella, sobresalía sin vida. Insisten con otro desfribilador, insisten, insisten, insisten... Alguien prepara una inyección, se la inyectan por un vial en el brazo, sostienen en alto un frasco con un tubito transparente, se la llevan con el gota a gota montada en una camilla en una de las ambulancias. Un brazo le cuelga por debajo de la sábana blanca, rodeada de médicos y enfermeros. Ya han dejado de masajearla. Los socorristas arrían la bandera verde. La gente empieza a moverse, el hechizo se rompe.   
        La señora del bañador de flores no reacciona, su corazón no responde. Lo hemos visto, estamos consternados: han estado más de una hora y media intentando salvar la vida de una ahogada que tal vez ha sufrido un paro cardíaco dentro del agua o un corte de digestión o simplemente había decidido suicidarse a las seis de la tarde en una bahía tranquila. Nunca lo sabremos.
        Cuando al poco bajamos al paseo mi mujer y yo quisimos desaparecer del lugar, no mi madre que con noventa y un años y curiosidad de jovencita se acercó a preguntar a un guardia. La vimos regresar, sonriente, sabéis se ha salvado, nos dijo.