Cecile
—Gare
de Nîmes : trente minutes d'arrêt.
Son las cuatro de la madrugada, no ha
pegado ojo, entre el traqueteo del tren y los ronquidos del de abajo, y a las
nueve en París, llegará hecho un guiñapo, seguro. Y encima, esta litera
horrenda que me destroza las lumbares, ¿cuantas vueltas habré dado?, tantas como
la estación internacional, por lo menos. Tiene media hora y ¿si bajo a estirar un
poco las piernas y tomo algo caliente?, ¿dónde he guardado la linterna? Por el
que ronca no hay problema, pero no quiere jorobar a los otros dos. Con los
labios pegados apenas puede pensar, la lengua seca, sin agua en el botellín y
sudando, todo le incomoda, le ahoga el aire viciado del compartimento, apestan
los calcetines de camembert derretidos por la calefacción. Es excesiva la calor,
estos franceses, no puede quitarse nada más, se asfixio, ¡si voy en
calzoncillos!, exclama.
¿Qué hago encerrado en un tren nocturno
un treinta y uno de diciembre, medio intoxicado y sin sueño? No lo sé, se lo
preguntaré a mi hermano, cuando llegue. Necesita bajar, desentumecer los
músculos, echar unas caladas, respirar aire puro, beber, sobre todo beber, afuera
esté nevando. El frío le frena, si hace ruido seguro que los de enfrente se despiertan.
Ha de moverse con delicadeza. Hermosa palabra, delicadeza. En el compartimento domina
el solo del roncador incansable, los otros dos se turnan con sus soplidos en la
peculiar orquesta de viento. El gabán lo tengo en la percha, la ropa al pie de
la cama, orinar me iría bien, claro, ahora que lo noto, muy bien. Mejor me
levanto, aún se me pasará la media hora y aquí seguiré quebrando mi suerte, que
si sí, que si no.
Paúl se incorpora del catre y se da sin
querer un coscorrón con el techo del vagón, ¡hostia!, suelta bajito. A tientas
y con la linterna encendida, busca la ropa, se medio viste como puede y
desciende la escalerilla. A la altura del suelo el olor se hace más pestilente.
Aguanta el aire cerrando la boca, coge las botas, la cartera, el móvil y el gabán, y con la linterna aún encendida sale
sigiloso como una sombra del departamento. Tras la puerta, los brontosauros
callan, respira aliviado, la luz de fuera le espabila. Se acaba de vestir en el
pasillo, se abrocha el gabán, se enrosca en el cuello la bufanda amarilla que
le regaló Cecile y se enfunda los guantes de piel. Aún así el pasamanos sigue helado,
los cristales empañados, con topos de nieve pegados por fuera, deshaciéndose.
No le gusta Nîmes, no le gusta que del anfiteatro romano hayan hecho una plaza
de toros. Huye del pasillo reconvertido en burladero buscando la salida. Pulsa
el botón de la puerta, que se abre a trompicones por la nieve acumulada en el
estribo, un chasquido escarchado le da en toda la espinada, siente el cortante
metal del estilete que parece seccionarle la médula como en un descabello. ¡Hostia!,
¡qué latigazo! Paúl desciende tembloroso al andén. Sigue nevando.
¡Hostia!, ¡qué frío!, camina encogido,
mira el suelo, la nieve cruje a sus pies, las botas se hunden medio palmo,
camina con dificultad, tampoco queda lejos la cantina, ningún pasajero. Se
detiene y respira hondo, siente el aire frío adentrarse en sus pulmones, se
toma unos segundos, humea el aire que expulsa de su boca, los copos de nieve le
cubren como un cucurucho de nata, abre las manos y se colma los guantes de
nieve, se los friega por la cara, siente el frescor, le revitaliza, ¡qué
sabrosa la nieve!, exclama. Levanta la cabeza, abre la boca como si fuera una
ballena, cierra los ojos y engulle maná del cielo, vistiéndose de copos
nacarados, glaciares y espesos. Huele intenso a petróleo y a creosota, piel de
gallina, qué rápida la memoria olfativa, en un instante ha vuelto al andén de
su infancia. Pero ahora no puede perder el tiempo le urge y mucho beber y
orinar.
Como
sea que sigue solo, allí mismo orina. Sale vapor del chorrito amarillento, que
salpica en la nieve y hace un agujerito donde impacta, como un cráter o un coso
hirviente. Se aleja unos metros y se guarece bajo un tejadillo metálico donde
de una máquina expendedora extrae una botella de litro y medio de agua. Se la
bebe de un trago. La necesitaba, compra otra para completar el viaje y un
paquete de galletas con chocolate. Lleva las solapas levantadas, la capucha puesta,
con las manos entumecidas rompe el precinto y mordisquea las galletas, algo reblandecidas. Luego
enciende el cigarrillo, un Winston, anda un poco, pendiente del reloj y de no
resbalarse. Si no fuera por Cecile, ¿de qué hubiera aceptado la invitación de
mi hermano? ¿De qué entrar juntos el nuevo año? Te presento a Cecile, le dijo
hace un tiempo en Barcelona, es mi novia, nos casaremos. ¿Quieres ser tú
nuestro padrino de bodas?
Y lo fue a regañadientes. Su hermano no
se entera de nada, inocentón como es, no se la puedo jugar, no por una mujer,
ni por Cecile. Lo que siente por ella es impronunciable, demasiado hermoso para
rebajarlo a la arena de las palabras; desde el primer día, cuando se la
presentó. Una fascinación que le supera. Creo que ella intuye algo, pero no
puedo hacerle esta faena, a mi hermano, no.
El temporal de nieve amaina, un viento crudo
y racheado embiste ahora, bate carteles, levanta nevisca que le salpica en los
ojos, echándole polvillo que le hace lloriquear. No le da tiempo de tomarse
nada caliente, para nada, ni un mísero coñac. Apura el pitillo que se incendia empitonado,
y se protege del gélido aire encogiéndose bajo el gabán. Tirita el bravo toro
congelado de la noche con sus banderillas ensangrentadas. Paúl aplasta la
colilla en la nieve. Cecile aguarda, los dinosaurios aguardan, hasta el nuevo
año aguarda.
―Passagers à bord du train.