Agatha
Su
repentina muerte cayó como un jarrón de agua helada sobre la ya de por sí fría,
húmeda y desapacible ciudad de Londres. Provocó una especie de conmoción
general entre la clase aristocrática de una ciudad que se afanó en difundir
rápidamente el triste deceso entre sus allegados, amigos y sirvientes. De modo
que cuando la noticia del fallecimiento del famoso detective Hércules Poirot
ocupó la primera página de los principales diarios londinenses, y la mayor
parte de los rotativos europeos en ediciones extraordinarias, casi todo el
mundo en la ciudad estaba al corriente del fatal desenlace. Hasta The New York Times publicó una esquela muy
sentida al día siguiente, el seis de agosto de 1975. El rumor de tan luctuoso
suceso se había extendido como densa niebla por las calles de Londres y nadie parecía
ignorarlo, desencadenando una enorme polémica. Eran pocos los que daban crédito
al informe preliminar que, según el Times y citando fuentes policiales,
“situaba como la causa más probable de la muerte del Sr. Poirot a un fallo
cardíaco acaecido mientras dormía en su residencia de Thorny Bridge.”
Yo tampoco me lo pude creer, entre
otras cosas porqué Hércules Poirot era amigo mío desde hacía mucho tiempo,
desde que servimos juntos en el ejercito, cuando yo aún era teniente. Gracias a
él pude resolver infinidad de casos de asesinatos de una complejidad inusitada
a lo largo de los últimos treinta años. Aún siendo una persona exquisita de
modales, incluso humilde pese a la fama universal de que gozaba, no me cabía
duda de que, en su dilatada carrera contra el mal, se habría creado también
enemigos capaces de buscar venganza del modo que fuera y hasta de asesinarlo.
Él decía que la verdad acaba triunfando siempre a través del esclarecimiento de
los hechos y esto fue precisamente lo que me dispuse a hacer a fin de dilucidar si murió de muerte natural como
afirmaba el forense o si fue asesinado como intuía, aunque no supiera por donde
empezar. "Ojalá estuviera Hércules ahora conmigo, investigando este caso
con sus pequeñas células grises, ojalá estuviera vivo, pues sin él, resolver
este misterio se me antoja difícil”. Quise ser minucioso y empecé repasando los
hechos.
En la noche anterior a su muerte estuvimos
cenando juntos en Gourmet, su restaurante preferido, donde comimos la
especialidad de la casa: le salmonelle a
la belgue con pasas regado con un caldo francés, blanco y extremadamente dulzón
de la Borgoña, y en el que pasamos una velada sumamente cordial con sus
ingeniosas ocurrencias acerca de cómo diferenciar le salmon de le salmonelle. Acudimos
al teatro para ver una obra titulada Telón
y luego le acompañe con mi auto, dejándolo frente a su residencia en Cholmes
street. Cuando alcé el brazo para decirle adiós, sonaban las doce en el
campanario de la torre de Londres. Nunca hubiera imaginado que aquella iba a
ser la última vez que vería con vida a mon ami. Fue una pérdida irreparable,
todavía no me lo podía creer, Poirot muerto, Poirot asesinado, Poirot hallado
cadáver en su dormitorio con la puerta cerrada y la llave por dentro. No
lograba explicarme cómo habrían hecho para franquearla sin percatarse y
asesinarlo sin dejar huellas.
El forense certificó que su muerte
tuvo lugar entre las cuatro y las cinco de la madrugada. El cuerpo lo descubrió la Sra.
Rhisciet, su ama de llaves hacia las diez de la mañana, según constaba en su
declaración jurada: “ abrí después de extrañarme de que el Sr. Poirot no se
hubiera levantado ni dado ninguna señal de respuesta a las insistentes demandas
que le había hecho llegar a través de la puerta, temiendo que estuviera
enfermo”. En los más de treinta años que llevaba a su servicio aquella había sido la primera vez que no le
había visto levantado antes de las ocho y media. Durante todo este tiempo, la
Sra Rhisciet en su calidad de ama de llaves y jefa del servicio de la mansión,
había sido su mano derecha y la persona de confianza más cercana, la que con la
dedicación y esmero más diligentes se ocupaba de resolver los numerosos
pequeños detalles, algunos de enojosos, del día a día del Sr. Poirot,
manteniéndose siempre en un segundo plano, discreto, pero imprescindible.
Insistió que era un hombre muy meticuloso con el horario sin que importara que
se acostara tarde y escrupuloso con sus costumbres que mantenía por encima de
las modas pasajeras.
Cuando entré en el dormitorio no se había
movido nada por expresa orden mía. Lo
primero que me llamó la atención fue que mi amigo estaba acostado mirando hacia
arriba, con los ojos cerrados, el semblante relajado, la cara oblonga de
siempre, y su bigotito rizado enroscado por las guías y protegido por una
especie de celofán. Era evidente que para mantener este protector de bigote mon
ami se veía obligado a dormir toda la noche en posición supina. De modo que
tuvo que ver al asesino y si lo hubiera visto habría hecho alguna cosa y en tal
caso no se hubiera quedado reclinado en la cama tan plácido como ciertamente
aparentaba. Además el dobladillo de las sábanas que le cubrían hasta el pecho
estaba perfectamente planchado sin una sola arruga que denunciara ningún tipo
de violencia. Fuera quien fuera quien le había asesinado, si es que había sido
un asesinato, lo había hecho sin causarle prácticamente ninguna molestia. No
había tampoco movido ninguna prenda, su traje de lino gris y su chaleco estaban
colgados impecablemente en el perchero del armario de caoba y sus dos puertas,
adornadas con incrustaciones de nácar formando cuadraditos, entreabiertas. Pude
distinguir la perfecta alineación de un gran número de trajes, todos a juego,
algunos recordaba habérselos visto puestos, de diferentes tejidos, de gran
elegancia, bien planchados y clasificados por colores, gruesos y texturas. En
un estante del armario había un extraordinario surtido de corbatas de lazo,
corbatines y pajaritas ordenados por conjuntos y numerosos sombreros guardados
en cajas de cartón plisado. Encima del aparador de líneas rectilíneas tenía
dispuestas la pajarita y el sombrero hongo que había utilizado en la cena del
día anterior conmigo. Los zapatos de charol, relucientes, debajo de la mesita y
al lado, simétricas, las pantuflas. Su monóculo de leer sobre un libro cerrado
con un grabado oscuro en la portada y
una señal de lectura entre las primeras páginas. Era de Simenon, un
autor reciente.
Había en la sala una enorme dignidad a pesar
de que mi amigo estaba acostado de cuerpo presente y todos los pequeños
detalles que veía en la amplia sala me seguían hablaban de él. El bastón con empuñadura dorada, representando
la cabeza de un león reposaba junto a la puerta, la botella de anís en el
licorero perfectamente ordenadas con otras bebidas dulces, y sobre un estante
de vidrio brillaban una docena de copas de cristal reluciente. Observé que la ventana que daba al jardín estaba
atrancada por dentro, los cristales pulcros y las cortinas blancas con una
parte de visillo en la zona central impolutas y almidonadas. La propia cama
donde reposaba el cadáver de mi amigo era un rectángulo perfecto, en la que él
ocupaba todo su centro. La estancia estaba limpia y bien acondicionada para el
descanso y no faltaba nada ni había ningún objeto fuera de lugar como me
confirmó la Sra Rhisciet.
El robo quedó descartado de inmediato.
Encima de la otra mesita había un frasco y una cucharita. La misma Sra.
Rhisciet me explicó que era la medicina que el Sr. Poirot se tomaba antes de
acostarse. Había adquirido el hábito de tomársela sólo en los días pares para
mantener su estómago protegido y libre de ardores. Examiné el frasco, leí Digestin, todo parecía normal, aquella
noche era un doce de modo que mon ami se habría tomado su cucharadita de día
par. Recordé que era muy excéntrico como suelen ser los genios. Hice examinar
el producto en el laboratorio y me confirmaron que se trataba de un antiácido
natural sin ningún riesgo para la salud, aunque favorecía el sueño. Los
análisis de sangre habían resultado normales, la inspección visual del cadáver
también, de modo que todo parecía indicar que mi amigo había fallecido de un ataque
al corazón.
Pero yo me resistía a aceptarlo.
Cierto que últimamente había engordado mucho, pero jamás le oí quejarse de
ningún problema cardíaco. Había algo que se me escapaba, no lo entendía. Volví
a explorar el cadáver. Llevaba puesto un pijama de seda floreado de azul que
contrastaba con su semblante blanquecino y rollizo, y me acordé de lo mucho que
detestaba el sol. Me aproximé a revisar el punteado de su bolsillo donde lucía
un escudo floral y me puse muy cerca de él. De respirar casi podría haber
sentido su aliento. Algo me llamó la atención: tenía el primer botón de la
camisola, empezando por arriba, desabrochado. No tenía sentido, hubiera sido
imposible que se lo hubiera soltado él mismo. Debajo se encontraba el corazón,
el causante de su muerte súbita. Le descubrí un poco el pecho y no aprecié
ninguna señal extraña, salvo la mancha de nacimiento que, con gran pudor me
mostró un día, situado en la misma aureola de la tetilla izquierda. Allí estaba
como siempre y me quedé unos segundos mirándola como pensando, ¿cómo podía
haberse parado aquel corazón tan de sopetón con toda la generosidad que mon
cher ami había ofrecido siempre a tanta gente incluso a muchos a los que no llegaría a conocer nunca?
Entonces tuve un presentimiento al ver una minúscula sombra en la parte
inferior de la mácula.
Necesité una lupa para cerciorarme. Allí había
un microscópico orificio tiznado que se disimulaba fácilmente con la marca
general. Parecía un pinchazo. Avisé a mis colegas de la científica quienes
después de minuciosos análisis concluyeron que eran restos de tinta china muy
poco común, de una de elaboración muy reciente y tóxica, que fabrican en Taiwán,
y que resulta invisible al ojo humano, ya que se evapora con el aire y
desaparece en segundos. Por alguna razón desconocida o precisament como diría
mi querido amigo en su pecho había quedado inscrita la huella de su asesinato.
Respecto al tipo de objeto punzante que podía
haber utilizado el asesino no se pusieron de acuerdo los de la especial, pero
coincidieron en que debía ser una especie de estilete con la mortífera carga de
tinta invisible en la punta. Inoculada certeramente en el ventrículo izquierdo
entraría en el torrente sanguíneo, bloqueando la circulación durante el tiempo que
tardara la tinta en evaporarse sin dejar rastro. Eso le provocaría un paro
cardíaco fulminante sin que pudiéramos en los análisis detectar restos físicos
del agente letal en la sangre. Entonces la muerte sería instantánea, casi sin
que el muerto se diera cuenta.
La minúscula punción demostraba, pues,
que lo habían asesinado, y según el modo descrito. Sólo quedaba localizar al
asesino. Fue sencillo. Nadie salvo la ama de llaves podía haber entrado en el
dormitorio por la noche, era la única que disponía de un juego completo de
llavines para acceder a su interior.
Cuando intenté localizarla se había esfumado como la tinta china, y por
eso dicté inmediata orden de búsqueda y captura internacional. — ¿Capitán
Hastings?— preguntaron por teléfono, —Díganme— contesté. La Sra. Rhisciet había
sido localizada en el aeropuerto de Healthrow cuando intentaba huir del país
disfrazada burdamente de Agatha Christie, siendo en seguida detenida y
arrestada.
Confesó su crimen en las mismas dependencias policiales
donde la trasladaron después del breve
interrogatorio a la que le sometí. Fue la Sra. Agatha Rhisciet quien acabó con
la vida de mi buen amigo Poirot en la madrugada del cinco de agosto de 1975. No
podía soportar todo la fama que había conseguido, le envidaba el reconocimiento
social y los éxitos que como detective había logrado en el mundo entero. Le
había servido con eficacia a lo largo de más de treinta años y siempre a la
sombra de sus hazañas, siempre ignorada. No quería continuar en el anonimato. Quiso
reparar esa gran injusticia para la Historia. Aquella noche, a las 4 y media,
entró en el dormitorio a hurtadillas, él dormía profundamente por el
medicamento y roncaba, le desabrochó un botón de su camisola de dormir y le
clavó con precisión la pluma de escribir cargada con la tinta asesina justo
donde tenía la señal de nacimiento para ocultar la punzada. Nunca pensé en
quedar impune, nunca, —confesó, sin pudor.
Declaró que Hércules Poirot murió sin
siquiera pestañear, con una gran dignidad como había vivido y se quedó muerto,
con los ojos cerrados, mirando al techo con el celofán pegado entre los
labios.