martes, 30 de agosto de 2016

Relato 127

                
                                      Agatha

Su repentina muerte cayó como un jarrón de agua helada sobre la ya de por sí fría, húmeda y desapacible ciudad de Londres. Provocó una especie de conmoción general entre la clase aristocrática de una ciudad que se afanó en difundir rápidamente el triste deceso entre sus allegados, amigos y sirvientes. De modo que cuando la noticia del fallecimiento del famoso detective Hércules Poirot ocupó la primera página de los principales diarios londinenses, y la mayor parte de los rotativos europeos en ediciones extraordinarias, casi todo el mundo en la ciudad estaba al corriente del fatal desenlace. Hasta The New York Times publicó una esquela muy sentida al día siguiente, el seis de agosto de 1975. El rumor de tan luctuoso suceso se había extendido como densa niebla por las calles de Londres y nadie parecía ignorarlo, desencadenando una enorme polémica. Eran pocos los que daban crédito al informe preliminar que, según el Times y citando fuentes policiales, “situaba como la causa más probable de la muerte del Sr. Poirot a un fallo cardíaco acaecido mientras dormía en su residencia de Thorny Bridge.” 
          Yo tampoco me lo pude creer, entre otras cosas porqué Hércules Poirot era amigo mío desde hacía mucho tiempo, desde que servimos juntos en el ejercito, cuando yo aún era teniente. Gracias a él pude resolver infinidad de casos de asesinatos de una complejidad inusitada a lo largo de los últimos treinta años. Aún siendo una persona exquisita de modales, incluso humilde pese a la fama universal de que gozaba, no me cabía duda de que, en su dilatada carrera contra el mal, se habría creado también enemigos capaces de buscar venganza del modo que fuera y hasta de asesinarlo. Él decía que la verdad acaba triunfando siempre a través del esclarecimiento de los hechos y esto fue precisamente lo que me dispuse a hacer a fin de  dilucidar si murió de muerte natural como afirmaba el forense o si fue asesinado como intuía, aunque no supiera por donde empezar. "Ojalá estuviera Hércules ahora conmigo, investigando este caso con sus pequeñas células grises, ojalá estuviera vivo, pues sin él, resolver este misterio se me antoja difícil”. Quise ser minucioso y empecé repasando los hechos.
          En la noche anterior a su muerte estuvimos cenando juntos en Gourmet, su restaurante preferido, donde comimos la especialidad de la casa: le  salmonelle a la belgue con pasas regado con un caldo francés, blanco y extremadamente dulzón de la Borgoña, y en el que pasamos una velada sumamente cordial con sus ingeniosas ocurrencias acerca de cómo diferenciar le salmon de le salmonelle. Acudimos al teatro para ver una obra titulada Telón y luego le acompañe con mi auto, dejándolo frente a su residencia en Cholmes street. Cuando alcé el brazo para decirle adiós, sonaban las doce en el campanario de la torre de Londres. Nunca hubiera imaginado que aquella iba a ser la última vez que vería con vida a mon ami. Fue una pérdida irreparable, todavía no me lo podía creer, Poirot muerto, Poirot asesinado, Poirot hallado cadáver en su dormitorio con la puerta cerrada y la llave por dentro. No lograba explicarme cómo habrían hecho para franquearla sin percatarse y asesinarlo sin dejar huellas.
         El forense certificó que su muerte tuvo lugar entre las cuatro y las cinco de la madrugada. El cuerpo lo descubrió la Sra. Rhisciet, su ama de llaves hacia las diez de la mañana, según constaba en su declaración jurada: “ abrí después de extrañarme de que el Sr. Poirot no se hubiera levantado ni dado ninguna señal de respuesta a las insistentes demandas que le había hecho llegar a través de la puerta, temiendo que estuviera enfermo”. En los más de treinta años que llevaba a su servicio  aquella había sido la primera vez que no le había visto levantado antes de las ocho y media. Durante todo este tiempo, la Sra Rhisciet en su calidad de ama de llaves y jefa del servicio de la mansión, había sido su mano derecha y la persona de confianza más cercana, la que con la dedicación y esmero más diligentes se ocupaba de resolver los numerosos pequeños detalles, algunos de enojosos, del día a día del Sr. Poirot, manteniéndose siempre en un segundo plano, discreto, pero imprescindible. Insistió que era un hombre muy meticuloso con el horario sin que importara que se acostara tarde y escrupuloso con sus costumbres que mantenía por encima de las modas pasajeras.
        Cuando entré en el dormitorio no se había movido nada por expresa orden mía.  Lo primero que me llamó la atención fue que mi amigo estaba acostado mirando hacia arriba, con los ojos cerrados, el semblante relajado, la cara oblonga de siempre, y su bigotito rizado enroscado por las guías y protegido por una especie de celofán. Era evidente que para mantener este protector de bigote mon ami se veía obligado a dormir toda la noche en posición supina. De modo que tuvo que ver al asesino y si lo hubiera visto habría hecho alguna cosa y en tal caso no se hubiera quedado reclinado en la cama tan plácido como ciertamente aparentaba. Además el dobladillo de las sábanas que le cubrían hasta el pecho estaba perfectamente planchado sin una sola arruga que denunciara ningún tipo de violencia. Fuera quien fuera quien le había asesinado, si es que había sido un asesinato, lo había hecho sin causarle prácticamente ninguna molestia. No había tampoco movido ninguna prenda, su traje de lino gris y su chaleco estaban colgados impecablemente en el perchero del armario de caoba y sus dos puertas, adornadas con incrustaciones de nácar formando cuadraditos, entreabiertas. Pude distinguir la perfecta alineación de un gran número de trajes, todos a juego, algunos recordaba habérselos visto puestos, de diferentes tejidos, de gran elegancia, bien planchados y clasificados por colores, gruesos y texturas. En un estante del armario había un extraordinario surtido de corbatas de lazo, corbatines y pajaritas ordenados por conjuntos y numerosos sombreros guardados en cajas de cartón plisado. Encima del aparador de líneas rectilíneas tenía dispuestas la pajarita y el sombrero hongo que había utilizado en la cena del día anterior conmigo. Los zapatos de charol, relucientes, debajo de la mesita y al lado, simétricas, las pantuflas. Su monóculo de leer sobre un libro cerrado con un grabado oscuro en la portada y  una señal de lectura entre las primeras páginas. Era de Simenon, un autor reciente.
         Había en la sala una enorme dignidad a pesar de que mi amigo estaba acostado de cuerpo presente y todos los pequeños detalles que veía en la amplia sala me seguían hablaban de él.  El bastón con empuñadura dorada, representando la cabeza de un león reposaba junto a la puerta, la botella de anís en el licorero perfectamente ordenadas con otras bebidas dulces, y sobre un estante de vidrio brillaban una docena de copas de cristal reluciente. Observé que  la ventana que daba al jardín estaba atrancada por dentro, los cristales pulcros y las cortinas blancas con una parte de visillo en la zona central impolutas y almidonadas. La propia cama donde reposaba el cadáver de mi amigo era un rectángulo perfecto, en la que él ocupaba todo su centro. La estancia estaba limpia y bien acondicionada para el descanso y no faltaba nada ni había ningún objeto fuera de lugar como me confirmó la Sra Rhisciet. 
         El robo quedó descartado de inmediato. Encima de la otra mesita había un frasco y una cucharita. La misma Sra. Rhisciet me explicó que era la medicina que el Sr. Poirot se tomaba antes de acostarse. Había adquirido el hábito de tomársela sólo en los días pares para mantener su estómago protegido y libre de ardores. Examiné el frasco, leí Digestin, todo parecía normal, aquella noche era un doce de modo que mon ami se habría tomado su cucharadita de día par. Recordé que era muy excéntrico como suelen ser los genios. Hice examinar el producto en el laboratorio y me confirmaron que se trataba de un antiácido natural sin ningún riesgo para la salud, aunque favorecía el sueño. Los análisis de sangre habían resultado normales, la inspección visual del cadáver también, de modo que todo parecía indicar que mi amigo había fallecido de un ataque al corazón.
          Pero yo me resistía a aceptarlo. Cierto que últimamente había engordado mucho, pero jamás le oí quejarse de ningún problema cardíaco. Había algo que se me escapaba, no lo entendía. Volví a explorar el cadáver. Llevaba puesto un pijama de seda floreado de azul que contrastaba con su semblante blanquecino y rollizo, y me acordé de lo mucho que detestaba el sol. Me aproximé a revisar el punteado de su bolsillo donde lucía un escudo floral y me puse muy cerca de él. De respirar casi podría haber sentido su aliento. Algo me llamó la atención: tenía el primer botón de la camisola, empezando por arriba, desabrochado. No tenía sentido, hubiera sido imposible que se lo hubiera soltado él mismo. Debajo se encontraba el corazón, el causante de su muerte súbita. Le descubrí un poco el pecho y no aprecié ninguna señal extraña, salvo la mancha de nacimiento que, con gran pudor me mostró un día, situado en la misma aureola de la tetilla izquierda. Allí estaba como siempre y me quedé unos segundos mirándola como pensando, ¿cómo podía haberse parado aquel corazón tan de sopetón con toda la generosidad que mon cher ami había ofrecido siempre a tanta gente incluso a  muchos a los que no llegaría a conocer nunca? Entonces tuve un presentimiento al ver una minúscula sombra en la parte inferior de la mácula.
          Necesité una lupa para cerciorarme. Allí había un microscópico orificio tiznado que se disimulaba fácilmente con la marca general. Parecía un pinchazo. Avisé a mis colegas de la científica quienes después de minuciosos análisis concluyeron que eran restos de tinta china muy poco común, de una de elaboración muy reciente y tóxica, que fabrican en Taiwán, y que resulta invisible al ojo humano, ya que se evapora con el aire y desaparece en segundos. Por alguna razón desconocida o precisament como diría mi querido amigo en su pecho había quedado inscrita la huella de su asesinato.
          Respecto al tipo de objeto punzante que podía haber utilizado el asesino no se pusieron de acuerdo los de la especial, pero coincidieron en que debía ser una especie de estilete con la mortífera carga de tinta invisible en la punta. Inoculada certeramente en el ventrículo izquierdo entraría en el torrente sanguíneo, bloqueando la circulación durante el tiempo que tardara la tinta en evaporarse sin dejar rastro. Eso le provocaría un paro cardíaco fulminante sin que pudiéramos en los análisis detectar restos físicos del agente letal en la sangre. Entonces la muerte sería instantánea, casi sin que el muerto se diera cuenta.
         La minúscula punción demostraba, pues, que lo habían asesinado, y según el modo descrito. Sólo quedaba localizar al asesino. Fue sencillo. Nadie salvo la ama de llaves podía haber entrado en el dormitorio por la noche, era la única que disponía de un juego completo de llavines para acceder a su interior.  Cuando intenté localizarla se había esfumado como la tinta china, y por eso dicté inmediata orden de búsqueda y captura internacional. — ¿Capitán Hastings?— preguntaron por teléfono, —Díganme— contesté. La Sra. Rhisciet había sido localizada en el aeropuerto de Healthrow cuando intentaba huir del país disfrazada burdamente de Agatha Christie, siendo en seguida detenida y arrestada.
          Confesó su crimen en las mismas dependencias policiales donde la trasladaron después del  breve interrogatorio a la que le sometí. Fue la Sra. Agatha Rhisciet quien acabó con la vida de mi buen amigo Poirot en la madrugada del cinco de agosto de 1975. No podía soportar todo la fama que había conseguido, le envidaba el reconocimiento social y los éxitos que como detective había logrado en el mundo entero. Le había servido con eficacia a lo largo de más de treinta años y siempre a la sombra de sus hazañas, siempre ignorada. No quería continuar en el anonimato. Quiso reparar esa gran injusticia para la Historia. Aquella noche, a las 4 y media, entró en el dormitorio a hurtadillas, él dormía profundamente por el medicamento y roncaba, le desabrochó un botón de su camisola de dormir y le clavó con precisión la pluma de escribir cargada con la tinta asesina justo donde tenía la señal de nacimiento para ocultar la punzada. Nunca pensé en quedar impune, nunca, —confesó, sin pudor.

         Declaró que Hércules Poirot murió sin siquiera pestañear, con una gran dignidad como había vivido y se quedó muerto, con los ojos cerrados, mirando al techo con el celofán pegado entre los labios.                                        

martes, 23 de agosto de 2016

Relato 126




                                            Insomnio      

Hace tiempo que dejó de tomar café, incluso descafeinado, supone él que algo de cafeína llevará, por poco que sea, demasiado. Y es que ha comprobado que el café le excita, a veces hasta la taquicardia y le altera gravemente el sueño nocturno. No es ninguna novedad, le pasa a mucha gente. Tanto da cuando se lo tome. Si con el desayuno, luego a la noche, oye una vocecita interior que le dice: es por el café que te tomaste a la mañana, Víctor, que no te deja dormir. Mi hombre está convencido que el cuerpo guarda memoria de esta droga para recordárselo luego y se lo suelta mientras intenta dormirse. Tampoco toma refrescos de cola por el mismo motivo. La última vez que tomó una Coca-Cola, y fue apenas un sorbo de media tarde, pasó la noche pulcramente en blanco. Al día siguiente, el pobre, no vale ni para rastrillar. Se le caen el móvil de la mano, los párpados, las cejas, los ojos. Se arrastra por la oficina sin dejar de bostezar, se mueve como un buzo, no coordina ni lo que dice ni lo que hace, todo se le mezcla en la cabeza y sólo le apetece un rincón para cerrar los ojos y descansar. —Vaya nochecita de farra que has pasado, tío —le dice Pascual, su compañero de mesa. Si tú supieras —le contesta— sin especificar, para mantener la fama de noctámbulo juerguista que él mismo ha confabulado. Cuando antes salía de noche lo hacía con un amigo quien a todas horas bebía Coca-Cola, de las de verdad, que por entonces no habían tantos gustos. No bebía agua para nada, sólo este refresco yanqui siempre bien frío y con cualquier tipo de comida. Ricardo, que así es como se llamaba ese colega suyo, (hace años que no se han visto, lo sé a ciencia cierta) era un adicto a la cafeína, no le afectaba para nada, dormía y hacía el amor plácidamente y el único síntoma que tenía era el de estar todo el tiempo balanceando ambas piernas, de aquí para allá, incluso sentado. Tenía lo que ahora se conoce como síndrome de piernas inquietas. Tal vez Ricardo estuviera enfermo, aunque no le afectara el sueño. (En realidad de enfermo, nada de nada). En cuanto a Víctor, acostumbra a tomarse antes de acostarse una infusión de Valeriana, que le hace de somnífero natural. Adora la Valeriana. Se la imagina mujer de mirada seductora, como yo, de larga cabellera rizada, pelirroja y de ademán simple, montada en una bicicleta e invitándole a ir a la campiña. Como sacada de un cartel de Mucha. Suerte tiene de la amiga Valeriana. Sin embargo, esta noche no le está ayudando a dormir, bien al contrario, aquí está en la cama con los ojos como velones encendidos, dando vueltas de un lado a otro, irritado, desvelado, jodiendo. No se lo explica, no hay ninguna preocupación a la vista (supongo) y sin embargo, la mirada al techo, tenso e inmóvil, pensando, retando al desvelo, en posición supina. Posición supina, ¡qué gracia!, así le llamaba el instructor de gimnasia cuando en 4º practicaban la tabla sueca en el suelo pasando de la posición prono a la susodicha. Víctor las diferenciaba porque la supina es, como su propio nombre indica, con el “pino” hacia arriba. Era un tipo fornido el profe, campeón olímpico de anillas, un atleta muy completo. Se imagina ser un gimnasta desafiando el insomnio a las supinas altas horas de la noche y, montado en una bicicleta con anillas voladoras sobrevolando el mar de las Bahamas con la dulce Valeriana, sintiendo la cálida brisa nocturna, cuando sin más el océano se convierte en un huracán de categoría cuatro y femenino de nombre. Resulta frustrante dar tumbos por el catre sin poder conciliar el sueño cuando más lo ansias. Se produce entonces un fenómeno paradójico: cuanto más desea uno dormir menos lo consigue. Su propio empeño se convierte en el mayor obstáculo. Así que Víctor trata de relajarse y de centrarse en la respiración del vientre, pues en cierta ocasión leyó que por la noche practicamos la respiración ventral de modo inconsciente, y en un intento desesperado por dormirse trata de acompasar su respiración a un movimiento imperceptible, con los ojos cerrados, quieto, como si estuviera durmiendo. Así transcurren unos minutos, no sé, bastantes, son ya cerca de las 2, por el rato que hace que nos acostamos. Procura meterse dentro de la respiración, ser aire que entra y sale de ese cuerpo que yace tendido en la cama cara arriba. Adentro, afuera, adentro, afuera, eso es, sosegadamente, muy bien Víctor —farfulla y sigue estático con los brazos extendidos junto al cuerpo. Todo va suave cuando oye un siseo perturbador de la ventana, ¿qué será? y acucia el oído, y otra vez y, ¡gran error!, abre los ojos: ha empezado a llover, ¡maldita sea!, ve el resplandor de un relámpago y se desvela, ¡Oh, no, por favor, sólo quiero dormir!  ¡Hasta el cielo lo tengo en contra! Se le ocurre que al cerebro, siempre alerta, no se le puede engañar con un mero simulacro de sueño. He de probar de nuevo —se dice— ahora con una técnica: la de la meditación. —Eso es— y se  anima. Sin moverse ni una coma, cierra de nuevo los ojos y vuelve a intentarlo, situándose mentalmente en los pies para visualizar cada parte de su cuerpo desde ahí a la cabeza, siguiendo el método de relajación. Sabe bien que el cerebro consume el 40% de la energía total del organismo, de modo que si logra distanciarse con la mente empezando por los pies, ¡qué fríos!, podrá dormirse a medida que las partes de su cuerpo se vayan durmiendo. Concentrado, Víctor los contempla con los ojos cerrados, mientras respira rítmicamente como un fuelle. Ahora tiene la ayuda extra del monótono picoteo de la lluvia contra el cristal. Siempre le ha gustado ver y escuchar el goteo de una tormenta discreta, pacífica, casi callada. Se nota cómodo y en apenas unos minutos ya se encuentra por los tobillos, acercándose a las rodillas y con los pies calientes. Al ascender por las pantorrillas nota un picor en el centro de la mejilla izquierda, debo proseguir inmóvil —musita, centrado en lo mío, la picazón acucia, pero al poco remite y sigue con el pensamiento hasta el vientre. Lo observa subir y bajar con  lentitud y se siente relajado. Lo voy a conseguir  —dice para sus adentros— voy a poder dormirme en seguida, y procura no fomentar ansiedad alguna para no desvelarse. Ahora nota que le pica la nariz, ¡cómo le pica!, le causa más enojo que cuando lo de la mejilla, ¿qué hago?, y para desviar la atención aprieta el entrecejo centrándose más en el sube y baja de la barriga. En estos momentos de tensión se acuerda de una frase del profesor atleta. Decía: el éxito se basa en la disciplina y quien insiste consigue siempre su propósito. Se carcajeaba, lucía bíceps voluminosos y  pectorales de esfinge. Recordarlo le ha dado confianza. Percibe como el picazón de la nariz se ha extendido hasta ocupar parte del labio superior y el filtro, lo observa con detalle, le hace compañía un rato, ¡qué remedio! resiste a moverse y al cabo de unos segundos largos el comezón se va. Sonríe satisfecho. Esto promete,—se dice, y ya casi se ve durmiendo, va a conseguirlo. Escucha las tres y media. En seguida centra su atención en el pecho, observa el latir de su corazón retumbando suave en el hueco de las costillas e imagina la ubicación de los pulmones: los ve hincharse y  aflojarse, acompasados, enormes, gelatinosos, y todo el cuerpo de Víctor se afloja sobre la cama como un pelele y siente la levedad del ser que se hunde en un espumoso colchón, envuelto en sábanas azules y flotando en el cielo. En ese momento crítico percibe un febril hormigueo en los dedos de manos y pies, incluso el inicio de un calambre en el dedo gordo del pie derecho, pero ya nada le afecta, ha tomado carrerilla y ha cruzado el umbral de los sentidos ruidosos. Muy centrado en la respiración ventral escucha el tintineo de la lluvia que se mezcla con el regular batir del corazón, y se convierte en un flamante bergantín de vapor suspendido en el mar que avanza silencioso a cada vaivén del pistón, arriba y abajo, arriba y abajo, a ritmo de cada respiración, mientras echa humo oscuro por una chimenea azul. Y entonces lo consigue, Víctor se duerme.
         Luego un ruido ensordecedor de la calle transforma el buque de vapor cerúleo en un camión de recogida de basuras gris merengue y cabreado decide levantarse e ir a su despacho, a eso de las cuatro, a escribir sobre el insomnio, despertándome.
        
        ¿Os lo podéis creer? Rematadamente jodido y absurdo. (Con Ricardo eso no me ha sucedido nunca). 

martes, 16 de agosto de 2016

Relato 125

                                     Nietzsche ( y 2)   (Ver relato 115)

Ni la ciencia ni la filosofía ni la religión tienen verdades objetivas, son meras herramientas de dominio. Dionisio es la fuerza vital creadora ¿Qué es la razón humana frente a esa fuerza imponente? —te preguntas, retóricamente. ¿Qué dirías hoy de las grandes corporaciones que controlan el mundo a su antojo? El conocimiento es algo falso, una elaboración mental, nada frente al poder del instinto. Tu filosofía, Friedrich, quiere invertir todos los valores tradicionales que sustentan tu época y la civilización occidental, es avasalladora, novedosa, lúcida, también destructiva, corrosiva, antisocial, desarrollas una crítica feroz sin una alternativa viable para la mayoría. Tampoco pretendes mostrar el camino a nadie, es cierto, sólo darle un par de hostias. Conmocionas las conciencias individuales, nos quitas el suelo, nos lanzas al mundo a vivir sin argumentos. Detrás de ti, nada permanece igual, levantas sospecha de toda actitud humana. Todos nos movemos por el instinto de la voluntad de poder, nos demos cuenta o no, lo disfracemos con lenguaje o no, lo asumamos o no. Rebelas el fondo de la psicología humana. Luego vendría Freud. Afirmas de modo corpulento y sanguíneo que el instinto merece más autoridad que la razón y te tomas la historia tan a pecho igual que si la vivieras y sufrieras personalmente. Para ti, la muerte de Dios significa acabar con toda moral de opresión, justificada filosóficamente a lo largo de los siglos y significa también acabar con el cristianismo en sus variantes y con el idealismo. Muertos todos lo dioses, que sea el superhombre. Tú lo anuncias. El hombre debe ser superado, es un eslabón entre la bestia y el superhombre.
         El superhombre es un proyecto humano diferente. No es una raza nueva ni un nuevo Dios. Nada que ver con el uso político que devengó con el nazismo. El superhombre es el que llega a ser líder de sí mismo, el que transmuta la moral corriente, el legislador y dominador con libertad de espíritu más allá de la mediocridad. Sus virtudes no tienen nada que ver con la de los demás mortales atrapados en la mentira de la moral y es quien desprecia todo movimiento democrático que lleva —aduces— siempre a una decadencia. El superhombre que prefiguras, Friedrich, es el hombre elevado, el filósofo del futuro, el profeta de una nueva humanidad fundada en valores vitales, que pertenecen a todos los seres vivos y han de despertar. El superhombre es fuerte, independiente, poderoso, libre, semejante a un dios epicúreo capaz de aceptar con valentía el universo y la vida tal como es. El superhombre supera la mezquindad de la vida, es el lúcido que conoce su cruel verdad (sólo es voluntad de poder, imponiéndose al otro) y la sobrelleva con un pesimismo estoico y certero. A mi entender, tu superhombre, Friedrich, fue mal interpretado y preparó la llegada de un líder irracional, un líder político que se tomó tus palabras como anillo al dedo, Hitler. Aún a pesar que sustentas que no hay que adherirse a ninguna persona, patria, a ninguna compasión ni ciencia pues cada individuo es completo. La voluntad de poder es su horizonte, sin más límite que el peso de un pasado que asumes como propio. El superhombre vive afirmando la vida y su vida con exaltación en cada acto, aceptando su soledad existencial, el nihilismo y la no trascendencia con naturalidad, no es compasivo ni moralista, sino un entusiasta adherido a la naturaleza viva que toma su vida como una especie de obra de arte en perpetuo presente igual que si fuera un juego o una fiesta divertida para su disfrute. La vida está para vivirla, no para pensarla. Tu proyecto fue de tal calado que seguramente superó tu delicada sensibilidad. Admirablemente trágico. Y acabaste loco.
         La Vida (de todos) no tiene finalidad alguna aunque sí necesidad de perpetuarse como vida por su voluntad de poder y de regresar infinitas veces sin que se produzca nada nuevo, en la misma sucesión y en el mismo orden, en un círculo eterno. Ni resurrección ni reencarnación, porque no hay nada que sobreviva a la muerte, es la naturaleza actuando sin otra necesidad que la de repetirse. Influido por Goethe y su sentido pagano de la tierra, de la admiración por un tipo idílico de naturaleza. La naturaleza —afirmas— es derrochadora e indiferente, carece de piedad y de justicia, de intenciones y miramientos, es incierta y cruel, ¿cómo se puede aspirar a vivir así? Vivir es querer ser distinto a esa naturaleza salvaje y despiadada. La vida misma es voluntad de poder y la auto conservación una de sus consecuencias. Vivir y auto conservarse más allá del otro me suena a mí a una especie de imperativo vital egocéntrico, natural, sí, pero muy poco socializador. Así como —afirmas—en la naturaleza retornan las hojas de los árboles que son iguales y al mismo tiempo diferentes, así todo es eterno y nada del pasado no deja de retornar. La vida del superhombre ama tanto la vida que supera el tiempo y se convierte en un eterno presente. La materia se recompone por la voluntad intrínseca para hacer el mismo individuo, que va a repetir eternamente la misma vida y el mismo proceso vital. La vida se expresa a través de la vida individual, continuamente, a eso le llamas el eterno retorno, si lo entiendo bien. La vida se exalta a sí misma, se auto acepta en el mundo, expresando material y cósmicamente el poder de la voluntad de la vida de reafirmarse en un círculo repetitivo, una circunvalación no evolutiva. Algo que parece desde mi punto de vista, Friedrich, desesperante.  Y acabaste loco.
        Consideras el arte como el refugio del hombre en su vida de sufrimiento. Afirmas que es la expresión más alta del hombre. La vida es dolor, pesimismo y búsqueda de disfrute y el arte en general y la escritura en particular te la hacen soportable. Está condicionado por un sentimiento de fuerza instintiva y el arte no engaña, es mentira manifiesta y esto lo hace acreedor de verdad. La vida es pesar y el arte medicina  para el hombre.
        Y así, Friedrich, fue como culminaste tu vida más allá de razones y palabras, más allá de ti mismo, de tu voluntad de vivir, según el modo que más o menos voluntariamente elegiste ante una filosofía de tanta disolución: acabar loco. Seriamente enfermo de sífilis abandonaste la universidad de Basilea en 1882, para instalarte en Italia donde aparte de conocer en Roma a la joven rusa Lou Salomé de veintiún años y enamorarte con treinta y ocho años como un poseso, (y no como un superhombre) y después que ella rechazara tu proposición de un amor a tres bandas y se casara con el tercero en discordia, el amigo común Pablo Ree (tú lo tomaste como alta traición)  te dedicaste a escribir y editar tus libros en Turín hasta un par de años antes de tu muerte, cuando perdiste la cabeza. Te refugiaste en la creación literaria. Siempre te creíste un tipo elegido, alguien especial y crítico para despertar las consciencias de mundo. Además de filólogo, fuiste teólogo, mas que filósofo, propiamente hablando. Desapareciste en 1900 a la edad de cincuenta y seis años, sin saber (o quizá sí) que tus ideas retumbarían poderosamente durante el siglo XX y que ya nada, absolutamente nada sería lo mismo. Un abrazo. 

martes, 9 de agosto de 2016

Relato 124

                                    Siesta

         —¿Sexo sin pagar?¿A tu edad? ¡No me lo creo!
        —Como te lo digo, dos franchutas, la mar de buenas, una rubia, la otra morena, venían por ese camino, iban perdidas, buscaban una granja que está al otro lado del valle, me vieron aireando la paja con la horca y no sé qué les entró al verme, tal vez porque iba descamisado, que vinieron directas a por mí.
        —Sí, hombre, a por ti, con setenta y nueve años.
        —Setenta y ocho, aún me quedan dos meses, no como a ti. Uno que es atractivo.
        —Y, ¿qué pasó?
        —Venían sudadas y cansadas, les ofrecí beber agüita fría de mi cántaro.
        —¿Me lo pasas?
        —Ten.
        —Y, qué más?
        —Se sentaron ahí en la sombra, en el poyo ese, les ofrecí el agua, sus camisetas de colores vivos transpiraban y se transparentaban sus senos. Eran firmes, del tamaño justo de las copas de champagne. Yo las miraba entre incrédulo y sorprendido y se conoce que a ellas mi desconcierto les gustó y no paraban de reírse y de mirarse divertidas. Como si se burlaran o estuvieran coqueteando conmigo, te lo juro, Raimundo, estaban para comérselas, pero no para mi boca hambrienta, por supuesto. Estoy seguro que les debí parecer un viejo demonio con mi horca y mis pantalones rojos.
        —Y, ¿cuándo fue eso, Teofilo?
        —Hace unos días, a principio del pasado mes de julio, a media mañana, el calor era sofocante, me acababa de duchar y ya estaba casi sudando; lo que más me apetecía era acabar con el pajar y volver a la ducha.
        —Y esas supuestas francesillas, ¿cómo eran?        
        —De película. Vestían shorts ajustados, sandalias de cuerda y camisetas: una naranja y la otra verdosa. No debían tener más de veinticinco, eso es seguro. Mientras bebían les caía el agua por la canalera, yo creo que lo hacían a posta o casi y a mí se me caía la baba. Estaban sedientas y juguetonas. Se echaban miraditas sin parar y se reían como si estuvieran en un plató de esos. Yo pensé: esas son bolleras. Luego cuando preguntaron por la granja sin quitar ojo a mi entrepierna, lo reconsideré. Con todo no podía sospechar lo que iba a ocurrir después. Incluso ahora pienso que tal vez no ocurriera nada y todo fue un delirio mío, porqué lo que recuerdo que pasó es literalmente increíble. Ellas estaban muy cerca de mi. Olían a lavanda fresca, el mismo perfume o a mí me lo pareció que usaba mi mujer, que en paz descanse.     
        —¿Y os entendías en francés?
        —No nos hizo falta. La rubia me metió mano al paquete. Así, como te lo digo con toda la naturalidad del mundo, mientras la morena me desabrochaba el cinturón.
        —¡Hala, tío!, que no me lo creo, ya te lo he dicho. Y tú, ¿qué hiciste?
        —¿Qué iba a hacer?, Al principio me resistí, luego, lo acepté. Me apoyé en esa columna, sin decirles nada, cerré los ojos y les dejé hacer.
        —¿Y, entonces?
        —Me bajaron los pantalones, hurgaron por mis calzoncillos y sacaron a la luz el artefacto. Se conoce que tenían mucha práctica, luego pensé que serían actrices porno por lo bien que manejaron la situación. No dejaron ni una gota, realmente estaban sedientas. 
         —No me lo creo, Teofilo, no me creo que te la limpiaran.
         —Ni yo, Raimundo, ni yo. Ya te digo que puede que todo fuera fruto de mi imaginación. Lo que sí es cierto es que me tiré luego una siesta de día entero y sin pizca de calor.

martes, 2 de agosto de 2016

Relato 123

                                Contraseña                        A María Cinta

        —Ve a por unos caracoles, Toni, que los pondremos a las patatas, que me he quedado sin bacalao.
        —Voy, tío.
        Antonio deja los soldaditos de plomo con los que estaba jugando en el suelo, descuelga hábilmente de un clavo una gorra verde con las iniciales DDT, baja las escaleras sin barandilla de dos en dos, cruza la cortina de plástico, da un silbido, viene Estrella meneando la cola y se van afuera, a buscar caracoles por los márgenes de piedra y en las zonas húmedas cercanas al pozo del segundo bancal. Es domingo, mediodía y el sol abrasa. No dejan trabajar, ni segar ni trillar en domingo. Los domingos son fiestas de guardar. Vuelve sudando.
        —He traído diez, tío, dos son blanquillas.
        —Dámelos, lavémoslos un poco.
        Pedro, que así se llama el tío de Antonio, tiene preparado un cubo con un poco de agua de la cisterna, toma los caracoles entre las manos, los refriega enérgicamente en el agua y los echa tal cual a la olla del fuego, donde además de las patatas hierven un par de dientes de ajos y  una cebolla cortada.
        La chimenea es enorme, aún cuelga la cadena de la llar del caldero pero ahora usan el trébede, más práctico y la olla, de barro recocido, gotea un poco por una grieta del culo. Junto al fuego hay ramas y algunos troncos de olivo y en un estante mugriento tres lámparas de aceite con sus mechas desgastadas y dos de carburo, de aluminio brillante. 
        —Enseguida estarán, prepara la mesa.
        Antonio toma dos platos hondos del trinchero, son de barro esmaltado con un gallo policromado en el fondo, y los deja sobre el hule de la mesa y pone un par de cubiertos de alpaca. De servilletas utilizan el pañuelo.
        Pedro ha preparado una ensalada a base de lechuga cortada, dos tomates y aceituna negras que ha cogido de la tinaja de cosecha propia con un cucharón agujereado de madera. Sirve las patatas y los caracoles.
        —A comer.       
        Se sientan en las dos sillas de anea disponibles. De la rama han improvisado dos palillos. Comen con hambre. Ambos visten pantalón corto y camiseta raída, el hombre calza albarcas, el chaval chanclas. Se ha levantado un poco de ábrego y golpea la persiana que da a la era. Se escuchan las cigarras y el trasiego de los gorriones y el golpeo de las pezuñas de la mula de la cuadra de abajo.
        —Está bueno.
        —Sí.
        —Ponemos el transistor, tío.
        —Luego, cuando termine el parte.
        El transistor es un Marconi, de la medida de una pastilla de jabón Lagarto, pero más delgado, con una funda de piel desgastada, con un orificio grande para el altavoz. Lleva una antena telescópica pero no girante, hay que mover el aparato para sintonizar las emisoras. 
        —Tío.
        —¿Qué?   
        —¿Ponemos la radio?, que van a empezar el programa de las canciones dedicadas.
        —Vale.
        Antonio pone en marcha el aparato, hay que cambiar pronto las pilas, tío —dice en voz alta y tantea con finura el dial donde la emisora se oye mejor hasta encontrarla.
        El programa radiofónico acaba de empezar y precisamente la primera canción que suena es para ellos dos. Iniciamos la emisión de hoy, 4 de agosto de 1963 —dice el locutor— con una canción que sus familiares dedican con mucho cariño al Sr. Pedro Masip y a su sobrino Antonio que se encuentran en las afueras de Mora de Ebro en un día muy, pero que muy especial para toda la familia. La canción que le dedican con todo su amor es El Pireo.
        —¡El Pireo, tío, es una niña, he tenido una hermanita, tío, una hermanita!
        —¿Pero, no era la de los cuatro muleros?
        —No, tío, esa era por si nacía un niño, la del Pireo era para una niña, esta es la contraseña, tío, he tenido una hermanita y le llevaré 10 años, tío, ¡qué alegría!

        Y se pusieron a saltar y a abrazarse y a rodear la mesa de júbilo, y Estrella subió de la entrada y empezó a ladrar y a brincar loca de contenta en torno a ellos. Llevaban seis días en aquella masía remota, Perles, y aún les quedaban tres para regresar al pueblo con el carro y la mula, dos horas de camino, y poder llamar desde una centralita a Barcelona para asegurarse y celebrar así la excelente noticia ¡Menuda impaciencia!