martes, 30 de agosto de 2016

Relato 127

                
                                      Agatha

Su repentina muerte cayó como un jarrón de agua helada sobre la ya de por sí fría, húmeda y desapacible ciudad de Londres. Provocó una especie de conmoción general entre la clase aristocrática de una ciudad que se afanó en difundir rápidamente el triste deceso entre sus allegados, amigos y sirvientes. De modo que cuando la noticia del fallecimiento del famoso detective Hércules Poirot ocupó la primera página de los principales diarios londinenses, y la mayor parte de los rotativos europeos en ediciones extraordinarias, casi todo el mundo en la ciudad estaba al corriente del fatal desenlace. Hasta The New York Times publicó una esquela muy sentida al día siguiente, el seis de agosto de 1975. El rumor de tan luctuoso suceso se había extendido como densa niebla por las calles de Londres y nadie parecía ignorarlo, desencadenando una enorme polémica. Eran pocos los que daban crédito al informe preliminar que, según el Times y citando fuentes policiales, “situaba como la causa más probable de la muerte del Sr. Poirot a un fallo cardíaco acaecido mientras dormía en su residencia de Thorny Bridge.” 
          Yo tampoco me lo pude creer, entre otras cosas porqué Hércules Poirot era amigo mío desde hacía mucho tiempo, desde que servimos juntos en el ejercito, cuando yo aún era teniente. Gracias a él pude resolver infinidad de casos de asesinatos de una complejidad inusitada a lo largo de los últimos treinta años. Aún siendo una persona exquisita de modales, incluso humilde pese a la fama universal de que gozaba, no me cabía duda de que, en su dilatada carrera contra el mal, se habría creado también enemigos capaces de buscar venganza del modo que fuera y hasta de asesinarlo. Él decía que la verdad acaba triunfando siempre a través del esclarecimiento de los hechos y esto fue precisamente lo que me dispuse a hacer a fin de  dilucidar si murió de muerte natural como afirmaba el forense o si fue asesinado como intuía, aunque no supiera por donde empezar. "Ojalá estuviera Hércules ahora conmigo, investigando este caso con sus pequeñas células grises, ojalá estuviera vivo, pues sin él, resolver este misterio se me antoja difícil”. Quise ser minucioso y empecé repasando los hechos.
          En la noche anterior a su muerte estuvimos cenando juntos en Gourmet, su restaurante preferido, donde comimos la especialidad de la casa: le  salmonelle a la belgue con pasas regado con un caldo francés, blanco y extremadamente dulzón de la Borgoña, y en el que pasamos una velada sumamente cordial con sus ingeniosas ocurrencias acerca de cómo diferenciar le salmon de le salmonelle. Acudimos al teatro para ver una obra titulada Telón y luego le acompañe con mi auto, dejándolo frente a su residencia en Cholmes street. Cuando alcé el brazo para decirle adiós, sonaban las doce en el campanario de la torre de Londres. Nunca hubiera imaginado que aquella iba a ser la última vez que vería con vida a mon ami. Fue una pérdida irreparable, todavía no me lo podía creer, Poirot muerto, Poirot asesinado, Poirot hallado cadáver en su dormitorio con la puerta cerrada y la llave por dentro. No lograba explicarme cómo habrían hecho para franquearla sin percatarse y asesinarlo sin dejar huellas.
         El forense certificó que su muerte tuvo lugar entre las cuatro y las cinco de la madrugada. El cuerpo lo descubrió la Sra. Rhisciet, su ama de llaves hacia las diez de la mañana, según constaba en su declaración jurada: “ abrí después de extrañarme de que el Sr. Poirot no se hubiera levantado ni dado ninguna señal de respuesta a las insistentes demandas que le había hecho llegar a través de la puerta, temiendo que estuviera enfermo”. En los más de treinta años que llevaba a su servicio  aquella había sido la primera vez que no le había visto levantado antes de las ocho y media. Durante todo este tiempo, la Sra Rhisciet en su calidad de ama de llaves y jefa del servicio de la mansión, había sido su mano derecha y la persona de confianza más cercana, la que con la dedicación y esmero más diligentes se ocupaba de resolver los numerosos pequeños detalles, algunos de enojosos, del día a día del Sr. Poirot, manteniéndose siempre en un segundo plano, discreto, pero imprescindible. Insistió que era un hombre muy meticuloso con el horario sin que importara que se acostara tarde y escrupuloso con sus costumbres que mantenía por encima de las modas pasajeras.
        Cuando entré en el dormitorio no se había movido nada por expresa orden mía.  Lo primero que me llamó la atención fue que mi amigo estaba acostado mirando hacia arriba, con los ojos cerrados, el semblante relajado, la cara oblonga de siempre, y su bigotito rizado enroscado por las guías y protegido por una especie de celofán. Era evidente que para mantener este protector de bigote mon ami se veía obligado a dormir toda la noche en posición supina. De modo que tuvo que ver al asesino y si lo hubiera visto habría hecho alguna cosa y en tal caso no se hubiera quedado reclinado en la cama tan plácido como ciertamente aparentaba. Además el dobladillo de las sábanas que le cubrían hasta el pecho estaba perfectamente planchado sin una sola arruga que denunciara ningún tipo de violencia. Fuera quien fuera quien le había asesinado, si es que había sido un asesinato, lo había hecho sin causarle prácticamente ninguna molestia. No había tampoco movido ninguna prenda, su traje de lino gris y su chaleco estaban colgados impecablemente en el perchero del armario de caoba y sus dos puertas, adornadas con incrustaciones de nácar formando cuadraditos, entreabiertas. Pude distinguir la perfecta alineación de un gran número de trajes, todos a juego, algunos recordaba habérselos visto puestos, de diferentes tejidos, de gran elegancia, bien planchados y clasificados por colores, gruesos y texturas. En un estante del armario había un extraordinario surtido de corbatas de lazo, corbatines y pajaritas ordenados por conjuntos y numerosos sombreros guardados en cajas de cartón plisado. Encima del aparador de líneas rectilíneas tenía dispuestas la pajarita y el sombrero hongo que había utilizado en la cena del día anterior conmigo. Los zapatos de charol, relucientes, debajo de la mesita y al lado, simétricas, las pantuflas. Su monóculo de leer sobre un libro cerrado con un grabado oscuro en la portada y  una señal de lectura entre las primeras páginas. Era de Simenon, un autor reciente.
         Había en la sala una enorme dignidad a pesar de que mi amigo estaba acostado de cuerpo presente y todos los pequeños detalles que veía en la amplia sala me seguían hablaban de él.  El bastón con empuñadura dorada, representando la cabeza de un león reposaba junto a la puerta, la botella de anís en el licorero perfectamente ordenadas con otras bebidas dulces, y sobre un estante de vidrio brillaban una docena de copas de cristal reluciente. Observé que  la ventana que daba al jardín estaba atrancada por dentro, los cristales pulcros y las cortinas blancas con una parte de visillo en la zona central impolutas y almidonadas. La propia cama donde reposaba el cadáver de mi amigo era un rectángulo perfecto, en la que él ocupaba todo su centro. La estancia estaba limpia y bien acondicionada para el descanso y no faltaba nada ni había ningún objeto fuera de lugar como me confirmó la Sra Rhisciet. 
         El robo quedó descartado de inmediato. Encima de la otra mesita había un frasco y una cucharita. La misma Sra. Rhisciet me explicó que era la medicina que el Sr. Poirot se tomaba antes de acostarse. Había adquirido el hábito de tomársela sólo en los días pares para mantener su estómago protegido y libre de ardores. Examiné el frasco, leí Digestin, todo parecía normal, aquella noche era un doce de modo que mon ami se habría tomado su cucharadita de día par. Recordé que era muy excéntrico como suelen ser los genios. Hice examinar el producto en el laboratorio y me confirmaron que se trataba de un antiácido natural sin ningún riesgo para la salud, aunque favorecía el sueño. Los análisis de sangre habían resultado normales, la inspección visual del cadáver también, de modo que todo parecía indicar que mi amigo había fallecido de un ataque al corazón.
          Pero yo me resistía a aceptarlo. Cierto que últimamente había engordado mucho, pero jamás le oí quejarse de ningún problema cardíaco. Había algo que se me escapaba, no lo entendía. Volví a explorar el cadáver. Llevaba puesto un pijama de seda floreado de azul que contrastaba con su semblante blanquecino y rollizo, y me acordé de lo mucho que detestaba el sol. Me aproximé a revisar el punteado de su bolsillo donde lucía un escudo floral y me puse muy cerca de él. De respirar casi podría haber sentido su aliento. Algo me llamó la atención: tenía el primer botón de la camisola, empezando por arriba, desabrochado. No tenía sentido, hubiera sido imposible que se lo hubiera soltado él mismo. Debajo se encontraba el corazón, el causante de su muerte súbita. Le descubrí un poco el pecho y no aprecié ninguna señal extraña, salvo la mancha de nacimiento que, con gran pudor me mostró un día, situado en la misma aureola de la tetilla izquierda. Allí estaba como siempre y me quedé unos segundos mirándola como pensando, ¿cómo podía haberse parado aquel corazón tan de sopetón con toda la generosidad que mon cher ami había ofrecido siempre a tanta gente incluso a  muchos a los que no llegaría a conocer nunca? Entonces tuve un presentimiento al ver una minúscula sombra en la parte inferior de la mácula.
          Necesité una lupa para cerciorarme. Allí había un microscópico orificio tiznado que se disimulaba fácilmente con la marca general. Parecía un pinchazo. Avisé a mis colegas de la científica quienes después de minuciosos análisis concluyeron que eran restos de tinta china muy poco común, de una de elaboración muy reciente y tóxica, que fabrican en Taiwán, y que resulta invisible al ojo humano, ya que se evapora con el aire y desaparece en segundos. Por alguna razón desconocida o precisament como diría mi querido amigo en su pecho había quedado inscrita la huella de su asesinato.
          Respecto al tipo de objeto punzante que podía haber utilizado el asesino no se pusieron de acuerdo los de la especial, pero coincidieron en que debía ser una especie de estilete con la mortífera carga de tinta invisible en la punta. Inoculada certeramente en el ventrículo izquierdo entraría en el torrente sanguíneo, bloqueando la circulación durante el tiempo que tardara la tinta en evaporarse sin dejar rastro. Eso le provocaría un paro cardíaco fulminante sin que pudiéramos en los análisis detectar restos físicos del agente letal en la sangre. Entonces la muerte sería instantánea, casi sin que el muerto se diera cuenta.
         La minúscula punción demostraba, pues, que lo habían asesinado, y según el modo descrito. Sólo quedaba localizar al asesino. Fue sencillo. Nadie salvo la ama de llaves podía haber entrado en el dormitorio por la noche, era la única que disponía de un juego completo de llavines para acceder a su interior.  Cuando intenté localizarla se había esfumado como la tinta china, y por eso dicté inmediata orden de búsqueda y captura internacional. — ¿Capitán Hastings?— preguntaron por teléfono, —Díganme— contesté. La Sra. Rhisciet había sido localizada en el aeropuerto de Healthrow cuando intentaba huir del país disfrazada burdamente de Agatha Christie, siendo en seguida detenida y arrestada.
          Confesó su crimen en las mismas dependencias policiales donde la trasladaron después del  breve interrogatorio a la que le sometí. Fue la Sra. Agatha Rhisciet quien acabó con la vida de mi buen amigo Poirot en la madrugada del cinco de agosto de 1975. No podía soportar todo la fama que había conseguido, le envidaba el reconocimiento social y los éxitos que como detective había logrado en el mundo entero. Le había servido con eficacia a lo largo de más de treinta años y siempre a la sombra de sus hazañas, siempre ignorada. No quería continuar en el anonimato. Quiso reparar esa gran injusticia para la Historia. Aquella noche, a las 4 y media, entró en el dormitorio a hurtadillas, él dormía profundamente por el medicamento y roncaba, le desabrochó un botón de su camisola de dormir y le clavó con precisión la pluma de escribir cargada con la tinta asesina justo donde tenía la señal de nacimiento para ocultar la punzada. Nunca pensé en quedar impune, nunca, —confesó, sin pudor.

         Declaró que Hércules Poirot murió sin siquiera pestañear, con una gran dignidad como había vivido y se quedó muerto, con los ojos cerrados, mirando al techo con el celofán pegado entre los labios.                                        

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