martes, 25 de agosto de 2015

Relato 74

                                        Árbitros

Hablaban de fútbol, los de la mesa del lado. Eran tres hombres. El tres es un número excelente en una tertulia pues siempre hay dos que se ponen de acuerdo en contra del otro. En este caso no, en este caso el consenso era completo, los tres coincidían con ligeros matices en que los árbitros son unos mequetrefes. Llevaba un rato sentado, había acabado el segundo repaso al periódico, resuelto los crucigramas y los tres sudokus y como la conversación del lado se estaba animando pedí otra clara, en jarra.
         ―Se creen los amos del terreno de juego, hacen lo que les da la gana y aunque se equivoquen jamás rectifican. Se creen por encima del bien y del mal, como si fueran imparciales, ¿tú, te crees?, imparciales esos tíos, cuando les tiran los colores de su equipo más que a un hincha y yo creo que hasta llegan al extremo del odio o de envidiar a algún jugador. Basta con que éste haga o diga algo que se le antoja negativo para que le expulse con la tarjeta roja.  
         Hablaban del Barça, de un partido reciente, la final de una copa con el Bilbao y que el Barça perdió o el Bilbao ganó, según quien lo dijera. Al parecer el árbitro expulsó a un defensa central  de modo exagerado y arbitrario y que ese atropello sucedió en un momento clave del partido y fue decisivo para la derrota de su equipo. Aducían que el árbitro tenía y tiene manía a este jugador, un tal Piqué, y que actuó vengativamente con alevosía y rencor, abusando de galones, -hacía gestos tocándose los hombros- pues ya se las había tenido con este jugador unos años atrás. Dos eran seguidores apasionados del Barcelona, mientras que el otro era más del Bilbao.
         ―Que mequetrefes ni ocho cuartos, son unos maricones, de tanto llevar el pito en la boca todo se pega, eso es lo que son: unos maricones. No me gusta insultar pero alguien ha de cargar con mi malhumor―sentenció el más fervoroso de ellos, y se bebió el resto de su cerveza de un largo trago, riéndose ostentosamente luego.
         Debo ser de los pocos hombres a los que el fútbol no nos dice nada, lo reconozco. Me pasa, como a algunas mujeres, que aún nos cuesta entender los fueras de juego. Si está fuera, ¿cómo puede seguir jugando? Un galimatías. El deporte que más me gusta es montar crucigramas y el ajedrez, aunque puede que no se considere deporte a esas actividades, solamente juegos, no sé.
         ―Hoy en día carece de sentido que unos cuantos tipos vestidos de negro decidan jugadas complicadas, porque el error es humano y siempre posible. No tiene sentido con la tecnología actual, con todas las cámaras siguiendo el juego. ¿Acaso no sería mucho mejor recurrir al arbitrio de un grupo de expertos que estuvieran ante una pantalla y pudiera resolver los lances complicados, en vez de dejarlo todo a la decisión de una sola persona? Éste no puede ni debería poder asumir tal responsabilidad, en según qué partidos, obviamente. ¿No os parece más lógico y moderno, más razonable? Seguro que habría mucho menos debate, seguro ―enfatizó― pero eso en realidad no interesa a nadie, ya lo veis, interesa crear corrientes de opinión, que haya discusiones de café entre amigos, como ahora mismo nosotros, ¿no creéis? En diciendo esto el partidario del Bilbao se ajustó las gafas, estiró el brazo y ensartó con el palillo las últimas aceitunas de la cazoleta del centro de la mesita de mármol.
         ―Lo que pasa es que se ponen calientes y los jugadores –no olvidemos que son unos profesionales- dicen o hacen cosas que bien podrían evitarlas. Son finales, más que partidos y los nervios van a flor de piel y eso los árbitros deberían tenerlo en cuenta, -ellos también están en tensión permanente, el reto les supera-  y yo creo que deberían recurrir más a la advertencia o a la amarilla que a la dura sanción de la expulsión. Es evidente que cuando los árbitros toman la decisión de expulsar del terreno de juego a un jugador sin una razón bien meditada desequilibran arrogantemente las fuerzas de un equipo en beneficio del otro, lesionando el corazón, el estado de ánimo y la emotividad de sus seguidores, además del resultado del encuentro. Tal decisión no se puede dejar en manos subjetivas, hay demasiado riesgo en juego. Hoy en día con la gran difusión del fútbol, con todo el dinero  y fervor que lleva, podrían derivarse reclamaciones por daños y perjuicios a según qué decisiones arbitrales. Además, surgen tirrias particulares, muy humanas, como os decía antes, y a veces no son ni tan inconscientes ni tan inocentes, que hay intereses creados, también en el fútbol, creedme. Detrás de todo este enorme negocio están los colores del equipo predilecto, sí, pero también el afán de protagonismo y el dinero.
         ―Yo creo ―apunta el menos exaltado de los dos del Barça ―que los entrenadores tienen mucho que decir en este asunto, bastaría con recomendar efusivamente a sus jugadores que no protestaran ninguna jugada a los árbitros. Así de sencillo. Por muy injusta que sea, nada de nada, ninguna. Más bien al contrario, felicitarles por todas las decisiones que tomen, por erróneas que sean, no importa, incluso aplaudirlas, mostrarse de acuerdo, eso sí, sin reírse en sus caras, pues aún se molestarían. Podrían tomar esos actos aprobatorios como una ironía o una burla inteligente y ser sancionados con una tarjeta morada.
         Creo que dijo morada, pero no estoy seguro. El caso es que se pusieron todos a reír a mandíbula batiente y se levantaron de un bote, ágilmente, y les vi alejarse brazo sobre brazo como compinches luciendo cada cual en la espalda la camiseta de su equipo amado. Los del Barça invitaban a cenar a los del Bilbao, iban a por sus esposas, creí entender, entre felicitaciones, carcajadas y alirones al flamante y merecido nuevo campeón de la Supercopa 2015.     
                                                 



martes, 18 de agosto de 2015

Relato 73



                                        Fantasmal

 Debe tener más o menos la misma edad que tendría mi hermano Víctor, unos setenta. En invierno suele llevar abrigo marengo con solapas levantadas y guantes de lana azulina. Por primavera, una chaqueta vieja, raída y gris, bolsillos desbocados y las manos dentro. Ahora, en verano, le da por vestir camisas lisas, blancas y con las mangas remangadas. Siempre las mismas gafas de sol, oscuras, haga el tiempo que haga, los mismos pantalones largos, sin dobladillo, barba de días, cabello ralo, desaliñado.
       Anda tieso, con la mirada recta, hacia adelante, lejos, muy lejos. A veces agacha la cabeza, y mira el suelo, en especial cuando viene gente, para evitarla. Nunca saluda, siempre hace el mismo camino y los mismos gestos mecánicamente, incluso cuando se desvía para tirar una pequeña bolsa negra en una papelera del paseo, también entonces se repite. Resulta previsible y eso me llama la atención, lo veo raro, enigmático, verle pasar por delante de mi casa, decaído, con ese ritmo pausado y  ademán cansino, si pudiera verse en una película él mismo, creo, se sorprendería. Vive en el edificio de al lado, igual que el mío, el que compartía con mi hermano, frente al paseo marítimo, y desde hace unos tres años le veo rondar con este aire lánguido cada mañana, hacia las once, por delante del balcón. 
     Parsimonioso, llega a la esquina, se para, mira arriba y abajo y si no hay coches cruza la calle raudo hasta desvanecerse de mi vista. Como una escena ensayada, ya perfecta. Llevo meses preguntándome qué le pasa, a dónde va, el por qué. En más de una ocasión he estado tentado de bajar a preguntarle, pero no, no me atrevo, puede que tema saberlo o que me contagie algo, yo que sé, la soledad o la muerte por ejemplo. No es que me sienta amenazado, me incomoda, me recuerda a Víctor, también él era taciturno y huraño y verle pasar cada día como si fuera un cadáver viviente me produce escalofríos. Es algo instintivo, mi cuerpo se tensa, siente su desprecio, como si pasara de todos y de todo, como si la vida le importara un bledo. Hacia las tres vuelve por el mismo camino, anda a trompicones, esquivando las palmeras del paseo con habilidad, por el mismo sitio, como sonámbulo. De su mano derecha cuelga una bolsa transparente con tres o cuatro cervezas de lata, San Miguel, leo, y lleva además algo alargado envuelto en papel de aluminio, parece un bocadillo. Así cada día. 
     Cuando llega a la altura de su edificio se sienta en el banco que tiene delante, se sienta cuando no está ocupado,(cuando lo está lo hace en el siguiente) y se deja caer pesadamente. Se remueve en el asiento, busca el mejor apoyo, se acomoda en el respaldo, se toma su tiempo, la bolsa entre las piernas, levanta el mentón, eleva ligeramente los hombros, suspira, se ajusta las gafas oscuras, luego otro soplido, más suave, siempre lo mismo y se queda pasmado mirando el mar, más allá de los espigones, con la cara altiva y sus gafas oscuras, hipnotizado por la lejanía, como si inspeccionara el horizonte y se preguntara qué hace ahí él sentado en un banco del paseo, solo, triste y ciego y sin nada más que hacer. 
     Al cabo de unos diez minutos se despierta del trance, se agacha, parece más animado, recoge la bolsa, se pone de pie de un golpe y se da la vuelta. Y se va a su casa, clavada a la mía, zigzagueando, con su abrigo marengo en invierno y su camisa blanca arremangada en verano, pero siempre, siempre con ese aire suyo tan infinitamente fantasmal. 
     Como mi hermano Víctor.

martes, 11 de agosto de 2015

Relato 72



                                Intruso (y 2)

Al día siguiente, sábado, trabajé todo el día, medio zombi, en la tienda de ropa de una cadena muy conocida en Barcelona, ninguna compañera se podía creer lo que me había sucedido con el dichoso murciélago. Imposible ―me decían― entre grandes carcajadas, ―te lo estás inventando. Ojalá hubiera sido una invención mía, ojalá. 
    A la noche llegué a casa otra vez agotada, aquello era un horno, me puse ligera de ropa y tras ducharme repetí la misma operación del día anterior, abrí la puerta de la galería, la del lavabo, la tele, la luz de la lámpara, y en esta ocasión el ventilador recién comprado y sin más me tumbé en el sofá, frente al frescor de las aspas que me daban la ilusión de estar en el polo sur, a pesar que seguía sudando por todos los poros de mi cuerpo. Al poco estaba durmiendo. No transcurrieron ni cinco minutos cuando una sombra pasó por delante de mis ojos cerrados, lo juro, algo volaba muy cerca, algo batía sus alas peludas, algo que se confundía con la monótona vibración del ventilador.       Sabía que el intruso estaba de nuevo allí, el movimiento del aire me había secado el rostro un poco, aunque seguía con las manos húmedas y volví a sentir el mismo estremecimiento de la noche anterior. Me armé de valor, pensé vuelvo a estar en la misma pesadilla, entreabrí los ojos y era verdad, de nuevo, el murciélago, el mismo, mirándome, otra vez, como si fuera parte de su familia, como si quisiera algo de mí. Temblé otra vez, pero no grité, me lo quedé mirando, él seguía ante mí como un ovni, balanceándose hacia un lado y hacia el otro, yo creo que estaba calculando el ángulo para atacarme. Con lentitud me fui escurriendo al suelo, sin dejar de mirarle, y juro que él seguía lo que hacía con sus vidriosos ojos y entonces se me ocurrió hacer algo que seguro que el mamón (es un mamífero, dicen) no se esperaba, ni yo. Di una palmada fuerte, luego otra con mayor brío, el bicho se quedó suspendido en el aire, aturdido, como si le doliera los oídos, ya sé que es una tontería, pero plegaba las alas, tapándose las orejas redondeadas, como si le dolieran de verdad. Aproveché este desconcierto suyo para refugiarme en el lavabo, cerrando la puerta. Sudaba de nuevo. Afuera el ventilador me impedía oír nada más. Presté atención, más, muy concentrada y creí captar el aleteo de un animal que al poco cesaba. Se habrá marchado, pensé, por el mismo sitio que ha entrado sencillamente se ha ido, al fin y al cabo ya conoce el camino, es el mismo de la noche anterior. A todo eso ya eran las doce y veinte de la noche, yo seguía cansada y sin hambre. Esperé un tiempo razonable, como cinco minutos y salí. El ventilador girando a un lado y al otro, la tele en marcha, la lámpara, encendida, nada en el techo, nada en el suelo, todo parecía tranquilo, me fui a la galería y cerré la puerta. Por fin volvía a estar sola. Eso me reconfortó y sonreí, hasta me habían venido ganas de cenar.
     Me estaba preparando un sándwich de jamón y queso, cuando al mirar la pantalla de la lámpara, vi algo oscuro dentro, junto a la bombilla. ¿Os lo podéis creer? Pues, creedlo, me acerqué cautelosa, en mi mano derecha el bocadillo con Parkinson, en la izquierda el cuchillo untado de mantequilla, allí estaba colgado de un alambre del interior de la lámpara, el murciélago, cabeza abajo, durmiendo. Parecía tan indefenso, tan repugnante y al mismo tiempo tan tierno. No sé qué me dio pero en ese momento sentí pena y asco, de existir la palabra sería penasco
    Lo observé con detenimiento, sus alas son muy finas, de piel elástica, van desde la barriga y la espalda hasta las patas y la cola, recubiertas de fibras musculares, conductos sanguíneos bien visibles y nervios. Su pelaje es pardo rojizo con el vientre más pálido. Los dos caninos asomaban amenazantes por el hocico triangular. Por lo demás el animal yacía acurrucado, oscilaba ligeramente como un péndulo y su cuerpecito de apenas unos gramos daba sacudidas, bateaba al ritmo de su corazón, que latía, seguro, a mayor velocidad que el mío. Era un animal asustado, eso es lo que sucedía, tan asustado como yo, un animal que buscaba compañía, un mamífero como yo y como tú, pero mucho más feo, que buscaba refugio en mi casa y entonces ocurrió algo increíble, algo inesperado, una locura: decidí adoptarlo. 
     Abrí la puerta de la galería, corría algo de aire, y me puse a cenar tan a gusto, mirándolo sin pestañear. Le puse Penasco de nombre (él ya se reconoce) y guarda casa cuando salgo y al llegar cansada por la noche, la estancia está limpia de mosquitos, polillas, arañas y de las indeseables hormigas que invadían antes mi cocina. A cambio le permito dormir dentro, en la lámpara, y fuera, en la galería, entre las sábanas blancas colgadas del tendedero. 
     Es un animal atípico: duerme de noche y caza de día. Le he enseñado a defecar en un cubilete gris, su guano es saludable para mis plantas. Cuando está despierto, ya no me espanta verlo voltear por el apartamento. Le doy a beber leche y come carne trinchadita con algo de sangre. Con frecuencia miramos la tele juntos, mientras él revolotea por la pantalla buscando alimento fresco y yo le digo que se aparte que no veo. Una compañía adorable, mi Pipistrellus pipistrellus (así se llama su especie, me he informado) un auténtico y peliagudo mamífero como tú y yo, más o menos. 

martes, 4 de agosto de 2015

Relato 71



                                          Intruso (1)

Sobreviví, sólo que, recordarlo ahora me pone los pelos de punta. Lo que relato a continuación puede que suene increíble, incluso gracioso, pero para mí que vivo sola fue una experiencia dramática e intensa. 
     Sucedió hace unas semanas, el pasado viernes veintiséis de junio del año en curso, 2015, cuando después de una jornada laboral agotadora llegué a casa, un minúsculo apartamento de las afueras de Barcelona que tengo alquilado a un precio demasiado alto. Es un primero y lo tenía todo cerrado, la calor era sofocante, así que abrí todas las puertas habidas y por haber, (fundamentalmente la de la galería, que da a la calle para que corriera algo de aire, que no corría y la del lavabo), encendí la tele y una pequeña lámpara de pie y me dejé caer rendida en el sofá sin ganas ni de cenar. A los pocos segundos estaba dormitando, incluso soñando pues no me explico como vi pasar por delante de mis ojos cerrados la sombra de algo huidizo, un destello fugaz, incluso sentí una corriente de aire. Abrí los ojos y no había nada, la tele seguía con las noticias de siempre, y la calor insoportable, pero me puse en alerta. Volví a cerrarlos y al principio nada, pero al poco de nuevo volví a oír un ruido parecido al aleteo de un pájaro muy próximo a mi rostro, podía notar el movimiento del aire delante de mis ojos, allí había algo o  alguien, alguien que me estaba observando, empecé a sudar de miedo, no me atrevía a abrir los ojos, pensé que tal vez estaba soñando, pero no, el aleteo continuaba, estaba aún más cerca, no sabía qué hacer, casi podía sentir el aliento del intruso soplando en mi nariz, el miedo me paralizaba las manos, me las mojaba, resbalaba en el asiento, no sé cómo me atreví a abrir los ojos, lo hice poco a poco, ¡Dios mío, no me lo podía creer!, no me podía creer lo que tenía delante, mirándome con sus ojitos peludos, batiendo las alas pelosas a toda velocidad, era un murciélago repelente que me estaba observando a punto de atacarme. 
    El grito que salió de mi garganta despertó al vecindario, hasta el mismo bicho empezó a volar asustado por todo el apartamento a media altura, me escurrí al suelo, lo esquivaba andando agachada, manchando las losetas con el sudor de mis manos, parecía una enferma deambulando a cuatro patas, retemblando, la cosa esa volaba a vuelo rasante, buscándome, protegiéndome la cabeza con un trapo huí rápidamente al lavabo, me encerré, horrorizada. Desde el otro lado oía al animal revolotear desesperado buscando una salida sin encontrarla, yo tiritaba, acerté a marcar el número de un amigo, eso a las doce de la noche, no se lo podía creer, me dijo que venía enseguida, seguía oyendo al animal dando tumbos por el otro lado de la puerta hasta que de golpe percibí un ruido seco y se acabó. 
    Me quedé un rato escuchando en el lavabo, no se oía nada, temí estuviera colgado, esperándome al salir en algún lugar, agazapado, esperé un poco más que me pareció suficiente, no se oía nada y me atreví a salir con el albornoz encima de protector. La tele encendida, la lámpara de pie, también, inspeccioné el lugar, todo parecía en orden por el techo pero cuando miré delante de la puerta de la galería, le vi, allí estaba, aturdido en el suelo, en su intento de huida precipitada se había estrellado contra el cristal de la puerta. Me acerqué con precauciones, llevaba una escoba en la mano, no se movía, me aproximé aún más y lo contemplé de cerca, es un bicho asqueroso, con pinchos en las alas y carita de pollo. Fui a por una linterna y le enfoqué el rostro, comprobé que al girar la linterna giraba los ojos, aunque creía que son ciegos, eso hacía. 
     Así que no estaba muerto, pero me hacía asco verlo, siquiera tocarlo, además yo sabía que estos animales transmiten la rabia si te muerden, sólo me faltaría eso después de un día de trabajo tan duro. Me sorprendí a mi misma diciéndome que eso no me estaba pasando, que debía estar en la pesadilla de un sueño, que algo así era imposible, pero no, el murciélago seguía ahí, atolondrado en el mosaico, medio muerto, pero vivo. Debía hacer algo antes que se espabilara, entonces llegó Edu, mi salvador. Lo primero que hizo fue echarse las manos a la cabeza. Lo segundo coger la pala y la escoba y tratar de barrerlo allí mismo. En el tercer intento el animal se despertó o lo que fuera, anduvo un poco por el suelo dando botes sobre sus alas pegajosas hasta alcanzar un plafón de madera que tengo en la galería, entonces reptó por él en un santiamén y se quedo colgado boca abajo al llegar arriba, durmiendo. 
     Sólo quería dormir, el muy murciélago, y eso a las tres y media de la noche. Cerré la puerta de la galería y lo dejamos durmiendo fuera. Naturalmente pude dormir muy poco, ni cuando Edu se fue. Al levantarme por la mañana, el animalillo había desaparecido. Por precaución dejé todo cerrado cuando salí a trabajar. Otra nochecita así no la podría soportar ¿No la podría soportar?   (continuará)