martes, 29 de noviembre de 2016

Relato 140

                                            Absència

 Queia la tarda. Les ombres s’anaven acomodant pels racons de la casa. Immensa, tota per a ella sola. Neguitosa guaita pel balcó, el carrer és solitari. S’esgarrifa, té frescor, es plega de braços; així s’abriga. El bufet és un santuari. Fotos dels qui no hi són, moltes, rialles desaparegudes, espelmes enceses, s’olora el silenci; una casa enorme tota per a ella sola i se li cau a sobre, sencera, com la tarda. Les cadires alineades davant la taula del menjador, buides. S’hi asseu en una sense esma. Des fa temps el rellotge de paret no funciona. Resta aturat, quiet, com un estaquirot, com ella, ma padrina. Enfosqueix.
            Una daga blava, afilada, un clarobscur del cel s’escola per la balconada i se li clava al cor. Encara el veu assegut en la seva butaca preferida. El veu. Pere! ―exclama, esparverada, però no respon ningú. És absurd, no hi ha Pere, fa mesos que no hi és, li està parlant a la foscor; amb tot, allí hi veu la seva rialla comprensiva, el seu rostre alegre, sa tendresa de bon jan, hi veu al company de tota la seva vida, i per uns segons es reconforta i sospira, però sap que és sola, sola i gran, gran i vídua, vídua i sola i a fosques plora i l’espelma pampallugueja i la casa se li cau a sobre; i des de l’ombra ell somriu, li somriu immòbil amb les cames creuades assegudet en la seva butaca preferida; li sembla atent i ella li parla: “un ram de flors ―li diu ―t’he dut un ramet de flors silvestres, violetes, roses i blauets, i t’he netejat la làpida de les fulles mortes, i a més del que t’he contant aquest matí m’ha passat això, això i això...Què et sembla què he de fer?” I ell l’aconsella en silenci i li fa companyia i li dóna vida. Li dóna vida. Y ella l’escolta en la foscor i li va fent cas mentre a poc a poc va sentint dintre seu com li creix una serpent agra i llefiscosa que li estreny el coll, i li fa mal, és llavors quan com un volcà explota tota la ràbia continguda, quan fora de sí li escridassa: “Carnús, que ets un carnús, per què vas haver d’anar-te’n abans que jo? Per què?, ets un maleït carnús. No havíem fet tu i jo un pacte! Mira que marxar tu abans”.
            I ma padrina deixa de donar cops a l'aire, baixa els braços, s'enfonsa, cansada i plora. Animosa per naturalesa, se sent fluixa, des fa uns mesos no val res, li fa mal el cap, el cor, el ventre, els genolls, la vida. Li pesa la vida, sobretot la vida absent. No sap què més pot fer per seguir amb el seu home, i panteixa i gemega en silenci com cada tarda, com cada dia, desconsolada, gairebé com un espectre en dol.

             Mentre, la nit, impertorbable, es va apoderant de la casa sencera que tota sola se li cau a sobre, immensa, aclaparadora, com una negra llosa.                            

martes, 22 de noviembre de 2016

Relato 139

                                                 Lágrimas
        
        —Desnúdate —le dijo.
          No fue una orden tajante ni una súplica. Yo, que estaba allí, les puedo asegurar que se trató más bien de un deseo vehemente expresado con ternura por un hombre seguro y obviamente acostumbrado a mandar. Ella se tomó su tiempo. No le dijo nada, simplemente le echó un vistazo, le sonrió pícaramente y se puso ante el espejo del armario, mirándose y mirándolo a él reflejado, que en aquel momento ya se había  sentado en la cama. Iba pulcramente vestido con un traje azul marengo y una corbata con jirafitas amarillas. No dejaba de observarla. Ella sonreía y empezó a quitarse la primera prenda, la chaqueta. Abrió el armario y la colgó con sutileza, contorsionándose una exageración encima de sus tacones altos. Movía el culo insinuante como si fuera un saltamontes al acecho, mientras repasaba la chaqueta con la mano para eliminar toda arruga. Reparé que fue entonces cuando el hombre empezó a tocarse la entrepierna por primera vez. Ella cerró de un golpe suave el armario y se dio la vuelta. Estaría a unos dos metros de él y abría y cerraba coquetamente sus pestañas postizas como si fuera un parabrisas y lo mismo hacía con sus torneadas piernas, recubiertas todavía por una medias negras, de rayas, que se abrían y cerraban, acompasadas. Él no decía nada, simplemente miraba y se tocaba. Ella se dejaba admirar y se reía y exhibía unos dientes blanquísimos, insinuantes, y entreabría sus labios rojos, exquisitamente perfilados.
         El hombre se desabrochó la bragueta y hurgó dentro, por los calzoncillos (eran boxers largos y azulados) hasta poder liberar el miembro. Intentó decir algo, pero ella le hizo callar poniéndose los dedos a la altura de la boca, moviéndolos de un lado a otro, incluso introduciéndose uno de ellos ligeramente en la boca, dentro y fuera, por unos segundos. Él, medio cerraba los ojos, se removía en el asiento y aceleraba su mano derecha. ¡Y eso que ella aún estaba vestida! ¡Aún vestida! Empezó a quitarse la blusa transparente (debajo eran evidentes las dos enormes protuberancias que tenía como pechos semiocultos bajo un sostén negro, de punto, con redondeles bordados). Empezó a quitarse —digo— la blusa por el botón del escote, liberando una tras otra las dos bolas que se tambaleaban como gelatina recién flameada y se adivinaban pezones prominentes con una guinda de adorno. La piel blanca apareció de repente helando la mirada, y luego el ombligo, y las curvas de la cadera, quedando de arriba desnuda. Se abrió de brazos para deshacerse graciosamente de la blusa y sus pechos apuntaban desafiantes y tersos directos hacia aquel fascinado hombre.
        Le vi palidecer, incluso temblar, no paraba de agitarse y eso sin moverse del pie de la cama. Tenían reservada la habitación para unas dos horas y como siempre la ventana estaba cerrada, sólo una lámpara de araña en el centro de la sala, colgando del techo y las lamparillas de las dos mesitas. Querían intimidad. Él estaba casado. Ella también, pero con otro hombre. Le gustaban los encargos especiales, sólo era eso. 

        Yo les observaba en silencio, gozaba, yo lo sabía todo. Cuando mi mujer empezó a quitarse delicadamente las medias sólo pudimos oír un profundo jadeo, un suspiro largo, agónico y desesperado, y fijarnos como un sarpullido lechoso salía disparado de aquel hombre hacia el techo manchando la lámpara de lágrimas blancas.

martes, 15 de noviembre de 2016

Relato 138

                                             Trayecto
      
         —Lamento repetírselo, Sr. Narváez, pero debe usted dejar de conducir.
        —Por favor, doctora, se lo ruego, no me pida eso, por lo que más quiera.
        —En la anterior visita le dije muy claramente que usted no estaba en condiciones de conducir, me dijo que de acuerdo, incluso me dio su palabra y sin embargo me acaba de decir que sigue conduciendo.  
        —Tenga en cuenta que siempre hago el mismo trayecto, de Barcelona a Lloret y de Lloret a Barcelona, que voy por la autopista, de día, que voy con mucho cuidado, que me lo conozco de memoria, que necesito ir a Lloret. ¿Me entiende, usted, doctora? Para otros recorridos, por supuesto que voy siempre con mi hijo (y me señalo a mí), sino me perdería. ¿Entiende, doctora?
        —Perfectamente, Sr. Narváez, pero mire usted, este es el problema: la memoria. A su edad no puede conducir bajo ninguna condición, así de simple, sus reflejos no son los necesarios, su vista tampoco, le puede surgir cualquier imprevisto y entonces todos tendremos que lamentarlo (y me miró a mí), debe dejarlo definitivamente por su bien y el bien ajeno, se lo aseguro, Sr. Narváez. Si no me hace caso tendré que avisar a tráfico, puedo hacerlo y debería hacerlo.
        Padre calló, me miró, le brillaban los ojos, le vi apretar las mandíbulas y repasarse los labios con la lengua como si buscara palabras para responderle. Estoy seguro que en aquel momento estaba lamentando haberle dicho a la neuróloga la verdad, haberle dicho que aún conducía, estoy seguro. Podría haberle dicho, por ejemplo: No, no conduzco. No lo he hecho desde que usted me lo prohibió y entonces me señalaría a mí y añadiría: aquí está mi hijo para corroborarlo, siempre que necesito desplazarme y él está disponible, conduce mi hijo, sí, eso es, mi hijo es quien me lleva a todas partes, y entonces me preguntaría ¿verdad, Alex?, y yo asentiría y padre continuaría: pues yo ya no puedo conducir, como usted me dijo. Seguro que estaba pensando que de haberle dicho todo esto se habría ahorrado la bronca y la humillación de esta jovencita de treinta y pocos que con bata blanca y aires de suficiencia le estaba amenazando con denunciarle a Tráfico, a él, un conductor modélico. Se habría ahorrado tragarse las palabras y pasar esta vergüenza ante su hijo. Tenía las manos cogidas y apoyadas sobre el regazo, y se estrujaba los dedos como si quisiera desnudarse la piel. Hubo un silencio largo.
         Reparé entonces en mi padre. Calvo desde hacía mucho tenía manchas oscuras en la piel de la cabeza, llevaba el traje de siempre, el de chevió verdoso con chaleco y una corbata rayada a juego. ¿Será también este traje el que le pongan cuando esté en la caja?, pensé en aquel momento, aunque sé que es un disparate. Con todo, ochenta y ocho años no dan para mucho más. No he conocido a nadie más fuerte que mi padre, ni más trabajador, ni más activo. Sin embargo, debo reconocerlo, ahí sentado con su trajecito verde me pareció de repente un pobre anciano, un desvalido, alguien amado que me estaba implorando con una mirada medio perdida que dijera algo, que le defendiera ante aquella joven insensible que le quería arrebatar la única libertad que le quedaba.
        —Doctora Royo, —dije— no se preocupe, padre no va a conducir más. No hace falta que avise a Trafico, yo le llevaré a todas partes, incluso a Lloret, todas las veces que hagan falta. Sabe usted, allí está la tumba de su esposa, de mi madre, recientemente fallecida. No padezca por nada, le agradecemos su interés, gracias.

        Y levantándonos nos fuimos sin darnos la vuelta. Padre me miraba como cuando yo era su amado niño en Lloret, y me sonreía pícaramente.

martes, 8 de noviembre de 2016

Relato 137

                                        Quizás

Dijo que el espacio y el tiempo absolutos de Newton se habían acabado, que desde Einstein el espacio y el tiempo configuraban una nueva dimensión, la cuarta, y que dependía de la materia y de la energía. Que lo absoluto se nos está acabando a medida que avanza la ciencia —enfatizó— y que actualmente lo único que se mantiene absoluto es la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo de la luz. 
        Me encontraba en la segunda fila de la sala, junto a una columna de mármol muy cerca de la puerta de salida. El local estaba abarrotado y tenía la intención de irme tan pronto terminara la charla. Mi pequeña Ángela me esperaba, la había dejado con una canguro y no disponía de mucho tiempo. Había hecho lo imposible para asistir a esta conferencia y tomaba notas de lo  que decía la mujer que la estaba dando, una mujer sabia, doctora en física y química, muy respetada en el paraninfo y que iba desgranando una especie de lección magistral mientras deambulaba de un lado al otro de la tarima con el micro pegado en la boca, sonriendo y empleando el tono afable y didáctico de quien está acostumbrada a dar clases. 
        Dijo que Einstein había dado el segundo paso hacia la liberación de los absolutos y situó el primero en la revolución copernicana, cuando el ser humano dejó de ser el centro del universo. Explicó que el tiempo es una noción subjetiva, como decía Kant —apuntó— y que es un concepto científicamente necesario, pero cuestionado.  Dijo que habían voces reconocidas —citó al físico Barbour, de Oxford— que sostienen que hasta la propia noción del tiempo es una falacia y pronosticó con buen humor que con el tiempo se llegará a demostrar que el tiempo no existe, e hizo una pausa y todos reímos la ocurrencia, sin duda para distender la charla. Luego adujo que no era más que un concepto matemático, todavía útil, pero irreal y que el universo era ajeno al tiempo subjetivo y a los intereses humanos, y que simplemente fluye como en una película y que como tal algún día será posible rebobinarlo. Nos aclaró que la distancia más corta en el espacio-tiempo no es la línea recta, sino la línea que se pliega y nos habló de la teoría de las cuerdas, de la que era una defensora. Esta teoría aún en fase de investigación —recalcó— pretende aunar en una sola las teorías gravitacional y cuántica y considera que el Universo posee muchas más dimensiones de las que ahora se le suponen, y que tanto las partículas físicas como las ondas no son más que simples vibraciones de cuerdas increíblemente minúsculas con capacidad para vibrar y transmitir información, que dijo era el valor más universal posible, otro absoluto, señaló, y todos reímos de nuevo la gracia de los absolutos.     
        Fue entonces, en esta pausa, cuando se me vino a la cabeza la frase inicial del Génesis, aquella de que  En el principio fue el verbo y pensé: ¿qué era la palabra sino información?
        —Perdone, doctora, —le pregunté —¿Dónde sitúa la teoría de  las cuerdas a Dios?
        Se produjo ruido de voces, oí hasta chasquidos de lengua y noté miradas de desaprobación seguido de un silencio espeso, casi insultante.
        —Dios es una hipótesis que situamos en la resultante de las vibraciones de las cuerdas, en la música de la gran orquesta, un producto final: la sinfonía. Dios no estaría en el principio, Dios no es creador ni ordenador de nada, Dios, dentro de nuestra teoría, no es más que un encuentro, una consecuencia inevitable de la correcta alineación o comunicación entre diversas capas o dimensiones vibratorias hasta obtener por ensayo y error la vibración más armónica, la suprema vibración armónica. No es un absoluto, sino un producto final —concluyó.

         Cuando reanudó la conferencia, miré el reloj, tenía que irme, me levanté y discretamente me fui. Afuera, la noche cubría el cielo con un manto espeso y húmedo, plagado de estrellas. Encendí un cigarrillo y observé cómo el humo se adentraba en la niebla. Avancé ligero hacia el Metro con las manos metidas en los bolsillos del anorak, echando de vez en cuando caladas y vistazos furtivos a la sotana estrellada e inmensa que cubría mi cabeza. Ahí reside interconectado, columpiándose en infinitas cuerdas invisibles el pasado de toda la humanidad, de los que viven y de los que han muerto, puede incluso de los que han de venir —me dije,  mirando al cielo sin detenerme— y también nuestro pasado, el de mi Ángela, y el de su madre, y tal vez algún día, se me ocurrió de pronto mientras fluía veloz como una sombra entre vehículos aparcados, quizás algún día tenga la oportunidad de poder enmendarlo. 

martes, 1 de noviembre de 2016

Relato 136

                                         Oscuro

La callejuela estaba poco iluminada, tal vez  porque algunas farolas tenían las bombillas fundidas, rotas o desconectadas, lo que fuera, pero eso era algo que a él no le inquietaba. Me refiero a mi amigo Enrique Gracia Montes, de sesenta y seis años, enviudado recientemente, que abordó el callejón oscuro despacio y con los ojos pegados al suelo, caminando muy atento a los desconchados del adoquinado y a sus agujeros, con las manos metidas en el abrigo, un cigarrillo negro humeante entre los labios y una gorra vieja de marinero como sombrero. Si la escasa luz lo permitiera, si pudierais verle de cerca, verías un rostro demacrado, hendido por profundas arrugas, una nariz sobresaliente y unos ojos pequeños,  chispeantes de anís, hundidos en el fondo de unas cuencas de piel abarquillada. Si pudierais verlo de cerca verías la viva sombra de un hombre descoyuntado, eso es lo que, sin duda alguna, veríais. Juan se detuvo ante unos zapatos rojos con hebilla, de tacón alto y medias de malla, negras. Levantó la vista lentamente, escupió de modo rutinario el cigarrillo tras una larga calada, retuvo el aire unos instantes  y luego, evitando echarle el humo a la cara, le preguntó:
       
            —¿Cuánto?

        No sé qué le respondió la joven, sólo que él hizo un gesto con los hombros como si pensara “qué diablos” y apresurando el paso por la estrecha callejuela, aún con las manos en el bolsillo, se vinieron  a mi apartamento.