Faustina
—Soy Faustina, —nos dijo— llevo más de
cincuenta años trabajando aquí, me dicen que me retire pero yo me resisto, soy
casi de la familia, me gusta este trabajo, lo tengo por la mano, ¿qué iba a
hacer yo en casa?, ¡me aburriría, seguro!, aquí soy útil, me distraigo y ahora me canso menos porque
con toda la experiencia que tengo hago de supervisora… ¿Ven?, la chica ya se ha
descuidado de ponerles las toallas, es novata. ¿Han reclamado ustedes, verdad?
pues aquí las tienen, las toallas de mano que les falta. No habían venido nunca
aquí, ¿verdad?
—Pues no,
—respondí rápidamente con una sonrisa franca.
—Estaba
segura, sus caras no me suenan, me acordaría. Tengo una memoria portentosa, a
pesar de mi edad. Con la de clientes que pasan cada año por este balneario y yo
los tengo grabados todos en mi cabeza como en un disco duro de esos. Lo siento,
las chicas jóvenes tienen la cabeza en otra parte, aquí les dejo las toallas, y
que tengan una feliz estancia.
—Gracias,
Faustina. —respondí con ganas de que se fuera. Acabábamos de llegar, quería
darme una ducha antes de bajar al comedor, las tripas me rechinaban desde hacía
horas en el coche, pero no pudo ser.
—Tiene
usted razón, señora, —empezó mi mujer— el trabajo deja de ser trabajo cuando se
hace a gusto, se convierte en una ocupación lúdica y de servicio social, aunque
los años no perdonan. Ley de vida —añadió— haciendo una mueca amable con la
boca.
—Yo me
siento joven y activa, es cierto que pesan los años y las arrugas y las fuerzas
se debilitan y me cuesta más levantarme por las mañanas, pero mi espíritu es
juvenil y alegre. Siempre he estado haciendo lo mismo, sabe usted, señora, y me
parece que si dejara esta ocupación y me jubilara, aparte de quedarme una
miseria, no sabría qué hacer, me moriría enseguida. Aquí estoy viva, me
necesitan y me conozco el balneario como la palma de mi mano.
—Lo que se
hace con entusiasmo, no cansa, y a usted se la ve contenta, no deje este
trabajo mientras pueda, estoy completamente de acuerdo con usted, Faustina.
Aquí la necesitan. —prosiguió la cháchara de mi mujer ajena a mis miradas
reprobatorias.
—¿A qué
hora es la comida? —intervine para ir acortando el rollo.
—Como han
llegado ahora a ustedes les corresponde el segundo turno, el de las dos, que ya
ha comenzado. No quiero entretenerles más, que acaban de llegar y tendrán que
hacer. Adiós.
―Adiós.
—Qué mujer
tan especial, parece de circo, pequeña de altura, arrugada como una pasa. Se
aferra al trabajo como quien se aferra a un hálito de vida.
—Y tú
dándole conversación. No me da tiempo de ducharme. Mejor bajamos aun no nos van
a dar de comer.
—¿Lo
dejamos todo así?
—Bajemos.
—¿Cojo la
llave?
—Cógela.
A la mañana siguiente, después del desayuno.
—¿Llevas un
par de monedas de euro?
—Déjame
ver. Tenlas. No te entretengas que no quiero llegar tarde.
—A ver como
va esta máquina. Aquí meto el euro, selecciono el código de la botella. ¿Agua,
verdad?
—Sí, claro. De ese tipo, la de mayor
tamaño.
—Eso es, pulso el botón, y ya debería
estar la cosa en marcha. Sí, mira ¿ves, como gira la cremallera?, ¿ves como
desplaza el carril y arrastra la botella?, ¡fíjate!, la va a volcar, mira,
mira, ya está, ya ha caído en la tronera. Espera, que pongo la otra moneda, para
ti, otra botella.
—Date prisa —me acucia mi mujer —que no
quiero perderme el desfile de coches antiguos. Pasan por dos calles arriba,
espabila. Ya están a punto. Podrías haber sacado las botellas en otro momento,
¿no?
Justo entonces un viejo carromato
repleto de sábanas y toallas blancas arrolla a mi mujer situada a mi lado que
se desploma al suelo quejándose de dolor, el carromato le ha golpeado el talón
del pie derecho y le mana sangre, el golpe ha sido inesperado, brutal e
intenso.
Antes de desmayarse me dijo que pudo
oír la voz conocida de una señora escondida tras la montaña de ropa blanca que
decía: ¡Uf, señora, lo siento, no la he visto!