martes, 25 de febrero de 2020

Relato 309


                                          Faustina

—Soy Faustina, —nos dijo— llevo más de cincuenta años trabajando aquí, me dicen que me retire pero yo me resisto, soy casi de la familia, me gusta este trabajo, lo tengo por la mano, ¿qué iba a hacer yo en casa?, ¡me aburriría, seguro!, aquí soy útil,  me distraigo y ahora me canso menos porque con toda la experiencia que tengo hago de supervisora… ¿Ven?, la chica ya se ha descuidado de ponerles las toallas, es novata. ¿Han reclamado ustedes, verdad? pues aquí las tienen, las toallas de mano que les falta. No habían venido nunca aquí, ¿verdad?
        —Pues no, —respondí rápidamente con una sonrisa franca.
    —Estaba segura, sus caras no me suenan, me acordaría. Tengo una memoria portentosa, a pesar de mi edad. Con la de clientes que pasan cada año por este balneario y yo los tengo grabados todos en mi cabeza como en un disco duro de esos. Lo siento, las chicas jóvenes tienen la cabeza en otra parte, aquí les dejo las toallas, y que tengan una feliz estancia.
        —Gracias, Faustina. —respondí con ganas de que se fuera. Acabábamos de llegar, quería darme una ducha antes de bajar al comedor, las tripas me rechinaban desde hacía horas en el coche, pero no pudo ser.
        —Tiene usted razón, señora, —empezó mi mujer— el trabajo deja de ser trabajo cuando se hace a gusto, se convierte en una ocupación lúdica y de servicio social, aunque los años no perdonan. Ley de vida —añadió— haciendo una mueca amable con la boca.
        —Yo me siento joven y activa, es cierto que pesan los años y las arrugas y las fuerzas se debilitan y me cuesta más levantarme por las mañanas, pero mi espíritu es juvenil y alegre. Siempre he estado haciendo lo mismo, sabe usted, señora, y me parece que si dejara esta ocupación y me jubilara, aparte de quedarme una miseria, no sabría qué hacer, me moriría enseguida. Aquí estoy viva, me necesitan y me conozco el balneario como la palma de mi mano.
        —Lo que se hace con entusiasmo, no cansa, y a usted se la ve contenta, no deje este trabajo mientras pueda, estoy completamente de acuerdo con usted, Faustina. Aquí la necesitan. —prosiguió la cháchara de mi mujer ajena a mis miradas reprobatorias.
        —¿A qué hora es la comida? —intervine para ir acortando el rollo.
        —Como han llegado ahora a ustedes les corresponde el segundo turno, el de las dos, que ya ha comenzado. No quiero entretenerles más, que acaban de llegar y tendrán que hacer. Adiós.
        ―Adiós.
        —Qué mujer tan especial, parece de circo, pequeña de altura, arrugada como una pasa. Se aferra al trabajo como quien se aferra a un hálito de vida.
        —Y tú dándole conversación. No me da tiempo de ducharme. Mejor bajamos aun no nos van a dar de comer.
        —¿Lo dejamos todo así?
        —Bajemos.
        —¿Cojo la llave?
        —Cógela.

A la mañana siguiente, después del desayuno.
        —¿Llevas un par de monedas de euro?
        —Déjame ver. Tenlas. No te entretengas que no quiero llegar tarde.
        —A ver como va esta máquina. Aquí meto el euro, selecciono el código de la botella. ¿Agua, verdad?
—Sí, claro. De ese tipo, la de mayor tamaño.
—Eso es, pulso el botón, y ya debería estar la cosa en marcha. Sí, mira ¿ves, como gira la cremallera?, ¿ves como desplaza el carril y arrastra la botella?, ¡fíjate!, la va a volcar, mira, mira, ya está, ya ha caído en la tronera. Espera, que pongo la otra moneda, para ti, otra botella.
—Date prisa —me acucia mi mujer —que no quiero perderme el desfile de coches antiguos. Pasan por dos calles arriba, espabila. Ya están a punto. Podrías haber sacado las botellas en otro momento, ¿no?
Justo entonces un viejo carromato repleto de sábanas y toallas blancas arrolla a mi mujer situada a mi lado que se desploma al suelo quejándose de dolor, el carromato le ha golpeado el talón del pie derecho y le mana sangre, el golpe ha sido inesperado, brutal e intenso.
Antes de desmayarse me dijo que pudo oír la voz conocida de una señora escondida tras la montaña de ropa blanca que decía: ¡Uf, señora, lo siento, no la he visto!   

martes, 18 de febrero de 2020

Relato 308


                              Silencio (1)

No se escucha nada, salvo el silencio.
     
    Más despacio, por favor, háblame más despacio, déjame escuchar el silencio entre las líneas de tus labios.
       
      ¡Por Dios, una taladradora! Tanto silencio me pone de los nervios...

martes, 11 de febrero de 2020

Relato 307


                        Resbalón
        
        Todo empezó con un resbalón, el resbalón de la puerta.
―No se retrae, lo ven, y al no recuperar algún día me puedo quedar en la calle ―les dije.
―Efectivamente, dijeron, sin embargo este tipo de cerradura ya no se fabrica… La podemos reparar, es una opción, en el taller tenemos recambios. Le haremos presupuesto.
―¿Quedará bien? ―pregunté.
―Por supuesto, respondieron.  
Pero no. Después de pagar lo que me pidieron (que era todo el dinero que me quedaba) el resbalón retraía, sí,  pero empezó a agarrotarse el bombín. Girar la llave de la puerta era cada vez más difícil.
―El bombín estaba bien, oigan, y ahora va duro como una roca, ¿no me quedaré en la calle?
―Le aseguramos que en la calle no se quedará. Lo hemos engrasado. Cuesta un poco, es cierto, se habrá roto algún muelle del bombín, tiene tantos, pero no hay peligro. Usted podrá entrar en su casa sin problema, se lo aseguramos.

       Y aquí estoy en este banco de la Ciudadela, a la intemperie por causa de un resbalón, mientras busco un caco experto que quiera abrirme la puerta de casa por un plato de lentejas.

martes, 4 de febrero de 2020

Relato 306


                                               Lago

Olga no soy yo, podría ser tú o cualquiera mujercita soñadora de treinta y tantos. Olga está en la biblioteca Central de Barcelona, en uno de los bancos laterales más alejado de la calle. Necesita silencio, todos necesitamos silencio, un silencio necesario para emprender una transformación en la vida. Olga, sentada, tensionada, tiene los ojos cerrados (acaba de cerrarlos) y un volumen de geografía fantástica abierto ante sí, por la página noventa y nueve. Está en el límite, a punto de cruzar la frontera de lo verosímil, a punto de llenarse de ceros y de sumergirse en el misterioso lago de la página cien que la pretende y seduce.  ¿Estará preparada?
        —¿Estás preparada? —le pregunto.
        —Tú, ¿quién eres?
        —Soy el narrador, estoy aquí para narrar tu hazaña, la hazaña que estás a punto de emprender. Para que no se quede en el anonimato.
        Olga, sin moverse ni abrir los ojos, susurra algo parecido a...
        —¿Te parece buen momento para bucear por el gran ojo terráqueo?
        —Tú decides, mi niña, yo no importo, eres tú la que te has de sumergir, las condiciones son idóneas, la luna es nueva, es importante que no haya luna reflejada en la lámina del lago, no ha de haber más testigo que este cronista. Tú has de elegir el mejor momento, yo sólo escribo, te sigo y estoy a punto...
        Olga no lleva vestido de baño, sino un camisón de dormir blanco, de esos hasta los pies, que recuerda mucho a las hadas de los cuentos, si llevara una varita mágica sería igualita, pero Olga no lleva varita mágica, sus manos en el regazo, Olga lleva algo más poderoso, determinación para llevar su existencia a una vida con sentido, demasiados años viviendo en el hueco de la escalera.
        Olga parece sonámbula, se mueve en el filo terrible del duermevela, ahora está relajada, completamente, respira profundo y sin más se decide, da un impulso y se sumerge en el lago misterioso de los espejos, cruza la página cien, se atreve con el desafío de los ceros, la abruman, la cercan, la oprimen, le llenan de agua dulce la boca, los pulmones y… sin aspavientos Olga se va hacia el fondo (yo no percibí que hiciera ninguna resistencia, la verdad) y desaparece. 
        Lo puedo escribir en esta nota de prensa porque estaba ahí y me salí un poco antes de que Olga se esfumara. Cumplió su anhelo, sólo por eso la admiro, sólo por eso testifico su hazaña póstuma. Sin embargo, urge señalar que esa noche no había luz en la luna y mi vista, cansada por los años no es la que era, y añadiría que aún estando tan oscuro me pareció entrever Algo, una sombra, tal vez una quimera que emergía por un extremo del lago, una figura impersonal...
         Fuera lo que fuera, Algo totalmente distinto a la Olga que yo conocí.