martes, 28 de mayo de 2019

Relato 270 (finalista concurs Metro Barcelona 2019)


                                  Improvisacions

        —Parli'ns del funicular, té dos minuts.
        L'home, alguns en dirien nan, es posà dret al vagó del Metro i començà a parlar, mentre la resta de companys l'escoltaren asseguts en els bancs.
        —Va ser en el funicular de les dotze i quart. Ella, la Glòria, va sentir una emoció desconeguda i un intens dolor en el pit quan començà a observar com s'anava eixamplant la ciutat de Barcelona, la seva ciutat natal, en el seu viatge al cel.— El nan va fer una pausa, es mirà l'auditori amb parsimònia; li suaven les mans i se les refregava. Continuà: L'home del bigoti fi que l'acompanyava no va poder fer res més que sostenir-la en els braços, mig esglaiat.
        —Bé, gràcies, es pot asseure.— El nan es va asseure, alguns aplaudiren.
        A continuació, el professor va triar una alumna d'un banc de la finestra.
         —Vostè, senyoreta Lídia, parli'ns del Metro, té dos minuts.
          Duia pantalons a quadres, devia tenir uns quaranta anys, cara prima i cabell recollit amb cua, era la primera vegada que assistia al vagó escola del soterrani del vestíbul de la andana de Universitat.
        —En un vagó com aquest vaig rebre el primer bes del meu primer amor. No el puc oblidar perquè va ser el darrer. Quan arribarem al destí ell em digué: Lídia, no suporto la teva mala olor de boca. I tapant-se el nas amb les mans va marxar corrents escales amunt. —L'halitosi ha marcat ma vida i ma soledat. —afegí, tota compungida.
        —Bé, gràcies, no se'ns apropi gaire, pot asseure's—. Tothom va riure.
        —Algun voluntari o voluntària?
        No se sentia ni una mosca i molts alumnes miraven al terra, com si busquessin alguna moneda perduda. El mestre es va quedar expectant una estona i com ningú alçava les mans s'esperà, mentre tabolejava la taula amb els dits la melodia de Cavalleria Rusticana.
        —Ningú?
        Un home calb d'un banc allunyat s'alçà i digué: jo mateix. La veu li tremolava i es balancejava com si seguís el repicar dels dits del Sr. Alcàsser. 
        —Parli'ns del bus, d'alguna experiència, l'hagi viscut o no. Té dos minuts.
        —Agafo sovint el bus H-12 per tornar de la feina, treballo en un centre de discapacitats. M'agraden aquests busos moderns, són confortables, em trobo amb pares que van al centre a recollir els seus nens, la mare d'un d'ells, la Rosa, em va dir que esperava que el Pere no se'n sortís... pel seu propi bé. No ho puc oblidar, em va saber greu, i he volgut compartir-ho amb vosaltres.
        L'home va fer un gest com de reverència i la sala es quedà en un silenci respectuós, només se sentí el soroll del seus peus quan va asseure's.
        El sr. Alcasser mirà el rellotge de la capçalera del vagó, es repassà les celles i es refregà l'ull esquerre, no havia dormit bé la nit anterior, tenia son. Era un antic maquinista, afeccionat al teatre, reciclat per l'ensenyança.
        —A veure, vostè mateixa, Mercè, parli'ns del telefèric, té dos minuts.
        La dona s'alçà i se situà al mig del vagó i dels companys de classe.
        —El matí del dotze de març de 1976 va ser un divendres ventós i gris. Els meus pares, de visita a Barcelona es varen entossudir a pesar del mal temps en pujar al telefèric del port  i a la cabina octogonal, a cent metres d'altura, vaig néixer jo, gronxada pel vent de mestral, sostinguda pels cables, assistida pel pare i per unes alemanyes de pas. Va ser molt fort, encara ens escrivim.
        —Gràcies, Mercè, pot tornar al teu lloc. Demà continuarem.
        El vagó es buidà en pocs segons i només quedà un flaire improvisat. Al carrer el zoo humà s'esforçava per no fer tard a la comèdia diària.
       

martes, 21 de mayo de 2019

Relato 269


                                        Pozo         

Al principio caer en la casilla treinta y uno del juego de la Oca le supuso una contrariedad evidente que no se molestó en ocultar ni siquiera cuando intentó colar el cinco por un seis y, descubierto a tiempo, enfadado, estrelló el dado contra el suelo, haciéndolo añicos. Empezó: pues, vaya suerte la mía, si tengo que esperar que caiga uno de vosotros, voy apañado. Esta reacción de enfado causó cierto estupor y risas entre sus compañeros de juego, centenares, que no paraban de mirarse con sorna, mientras comentaban burlones: no siempre se puede ganar, ya era hora de que cayeras en el pozo, llevamos años perdiendo. No siempre se puede ir de oca en oca, dejándose llevar por la corriente.
        Como si el perder o el ganar dependiera de los otros.
       Sin embargo, ellos, lo entendían así, son las reglas del juego, el caído no se libera hasta que no es relevado por algún otro compañero, evento que no sucedió en esta partida por una baza del azar. Al principio, fue algo horrible, gritaba: ayuda, ayuda. Nadie reparaba en él, nadie quería rescatarle, dejó de tener esperanzas de salir unas cuantas jugadas más adelante cuando veía las fichas saltar por encima del pozo, todos los dados les salían afortunados, qué desgracia la suya, bajó la cabeza y mirándose en los reflejos fugitivos del agua oscura musitó: mejor me acomodo aquí, ya caerá alguien, ilusos que quieran ganar y acaben perdiendo siempre quedarán, es el mismo impulso, la misma energía.
        El eco cavernoso de su voz se elevaba por el telescopio del pozo hacia el quinqué del cielo.
      Resignado, no le quedó más remedio que acostumbrarse a vivir en el pozo, a su humedad constante, a los cambios bruscos del nivel del agua por las corrientes freáticas que irrumpían frías en especial en los días que llovía. Pues había ciertamente un dentro y un fuera, él vivía en el fondo de la tierra y el resto de los felices mortales sobre la boyante heredad. 
       Aprendió a ver el mundo a través del ojo del pozo, a distinguir con nitidez la oscuridad interior de la luminosidad exterior o en días apagados, la luminosidad interior del gríseo exterior. En su mundo la temperatura era constante, sin sobresaltos,  le pareció cierto aquello de que en el fondo cualquiera es una buena persona, él se sentía una de peculiar, cercano a sí mismo y con el tiempo hasta pensó que tampoco lo tenía tan mal. Agua potable no le faltaría y la naturaleza proveía a través de la fauna y flora de las paredes de roca caliza, rezumantes, del pozo. Como tenía tiempo libre dedicó una parte al silencio contemplativo y otra a examinar con atención la construcción artesanal de su habitáculo, de cantos redondeados, el pozo tendría unos cuarenta metros de altura y uno de diámetro."Con menos viven afuera", y su voz cavernosa fluía mansamente por la chimenea.
        De cuando en cuando y cada vez con mayor frecuencia hacía ejercicios de nado y se sumergía profundo, aguantaba minutos la respiración, hasta diez, se hizo todo un experto en el arte del zambullimiento y se dio cuenta por una extraña finta del azar que habían otros pozos cercanos, que no estaba solo, que la misma agua subterránea alimentaba a muchos otros y que tratar de rebajar la piedra con el cubilete, lo único que le quedaba del mundo exterior, no era tan buena idea como había creído al principio.   

martes, 14 de mayo de 2019

Relato 268


                                       Tarzán

        —¿Qué tal fue el ensayo, Javier?
        —Al principio...me sorprendió, sus voces reverberaban demasiado, era algo así:       
        —Fueeeee aquiiiiiií —decía uno. ¿Aquiiiiiiií? —contestaba el otro.
        —Qué tontería, ¿no?
        —Luego, Mario dijo: Parad, esto no funciona, no se oye nada, demasiada reverberación, vale que estamos en una cueva, pero no hay que exagerar, por favor, técnico de sonido, quita toda resonancia. Gracias. Empezad de nuevo.
        —¿Qué tal Mario Gras?
        —Enérgico, gordinflón, buen tipo, a mi me cae bien, su sobrina mejor.
        —Ya.
        —Gracias a ella estuve en el ensayo, me dio un pase.
        —¿Cómo se llama?
        —Aurora.
        —Bonito nombre para una obra de teatro.
        —Aurora es su sobrina, ¿creí que ya lo sabías?
        —No, no lo sabía.
        — Pues si estuviera Mario escuchándonos diría que he dado información al lector...
        —Yo no lo sabía, te lo aseguro, o no lo recordaba. ¿Y cómo fue?   
        —Más natural, ambos personajes declamaban, yo los oía bien. Decían:
        —Fue aquí.
        —¿Aquí?
        —Sí, aquí empezó el mundo, en esta protuberancia pétrea.
        —¿Aquí? En esta grieta ahuecada con forma de huevo cósmico.
        —Sí, aquí. Esto que tenemos delante es el impacto del grito original, el de Tarzán, el que dio origen al Big Bang, al nacimiento del todo. Al principio fue el Verbo, ¿recuerdas?
        —¿Seguro?
        —Segurísimo, trece mil ochocientos millones de años nos contemplan, testado rigurosamente con Carbono 13'80, mucho más preciso que el carbono 14. Aquí empezó todo, querido amigo, con el atronador grito de Tarzán de los monos.
        —Vaya vozarrón, tío. ¿Y luego, qué, Javier?
        —Todo el escenario se queda a media luz, en silencio, no se oye nada más que el fluir de la conciencia, ese riachuelo interior. Los dos actores permanecen quietos como estatuas, giran lentamente los rostros y se quedan mirando al foso de las butacas, y expectantes, todos guardamos silencio. Mario quiere que ese mutismo se contagie al espectador, que acalle el murmureo y el público lo escuche, es el momento trascendental de la obra.
        —Debe ser electrizante.
        —De carne de gallina. Unos largos segundos. Mario sostiene que nada mejor que el silencio para hablarnos desde el ombligo del mundo. Así termina la obra en un fundido interminable.
        —Pues, vaya, Javier, no hacía falta que me dijeras cómo termina, me has fastidiado el final. No sé si iré, bueno por aprovechar tus entradas, y por Nuria. Luego cenamos los cuatro en La Cova, ¿vale?
        —Claro, ya he reservado.
        —¿A qué hora quedamos?
        —A las nueve.
        —Hasta luego, invito yo.

martes, 7 de mayo de 2019

Relato 267


                                        Jardín

La sorpresa se la llevará él cuando al final eche un vistazo a la calle desde el torreón.
         Por encima del murete de piedra que rodea el risco sobresale un letrero blanco y elegante que dice: Se alquila torre + jardín. Razón aquí, los martes todo el día. Fincas Edén. Es un anuncio recurrente, de cada primavera.
        Ellos no lo han visto todavía, pero hoy es martes.
        —Ve despacio, cielo, esta zona me encanta. Fíjate qué mansiones. Vivir aquí debe de ser el paraíso. 
        —Esto es Pedralbes, querida, aquí está lo mejor de Barcelona.
        Circulan en un Mercedes C-420, verde metalizado por la avenida Pearson a 30 por hora y la mañana es gris. El tipo, de 55 años, fuma un habano y tira la ceniza por la ventanilla. Los coches de atrás le tocan el claxon por la lentitud con que circula, pero él ni se inmuta, con la mano del puro les hace un gesto de que adelanten, aunque no hay espacio.
        —Para aquí, cielo, hay un letrero en alquiler.
        Paran. Ella sale del coche y se alisa la falda azul turquesa. Cielo sube el Mercedes en la acera, los transeúntes se lo recriminan, pero él sin alterarse, saca un cartel de la guantera que dice: averiado y lo coloca en el parabrisas, en el lado del conductor. Activa las luces de emergencia. Le adelantan los coches tocándole el claxon y haciéndole la peineta. Tira el puro al lado de una papelera y se retoca el corbatín. Se miran y ríen. Ella pulsa el timbre de la puerta del torreón, no para de dar saltitos y mientras esperan le besa en los labios, manchándole de carmín rosa.
        —Adelante. Soy Gloria, de fincas Edén, pasen por favor.
        —Gracias.
        —¿Por dónde quieren empezar?
        —Empecemos por el jardín, ¿verdad, cielo?
        —Perfecto, señorita. Hoy están replantando algunos árboles. Ya sabe, trabajos de mantenimiento. Vayan con cuidado. Síganme.
        El jardín es de estilo inglés, lleno de césped ondulante que recubre la colina de gelatina lustrosa. Abajo, el estanque elíptico rodeado de sauces que lloran. Unos operarios han hecho con una excavadora un enorme boquete para plantar un ciprés Lawson que tienen preparado en un gran contenedor negro. El césped está salpicado de cipreses Lawson estratégicamente distanciados para dar una sensación de libertad. Muy del estilo inglés.
        —¡Maravilloso, cielo, maravilloso! —exclama la enamorada feliz.
        El sol se impone al gris y enciende el verde de la ladera sur. Recorren el jardín poco a poco. Los operarios los miran, hablan entre ellos y fuman. Las palas están en el suelo, junto al hoyo. Fuman, miran y hablan entre ellos.
        —Ven, querida, acerquémonos al agujero.
        —Maravilloso, cielo, maravilloso —dice, dando vueltas sobre sí misma.
        Están muy cerca del hueco, unos gorriones merodean entre las ramas del ciprés por trasplantar, mientras que en el estanque una bandada de cuervos bebe agua y crascita ruidosamente. Como si presintieran algo.
        —Maravilloso, cielo, maravilloso —repite, extasiada.
        Un palazo la manda al fondo de la cavidad. Algo impactante y rápido. El golpe aún resuene por el jardín inglés cuando el de la excavadora empieza a echar tierra sobre la mujer de la falda azul turquesa. Seguramente aún respira. Inconsciente, seguro. El nuevo ciprés Lawson ocupa su lugar. Crecerá vigoroso como todos los demás, el abono orgánico es de primera calidad.
        —Gracias, amor. Ya no podía soportarla más.  
        —Siempre he de ser yo quien te saque del atolladero.     
        Cuando los obreros se retiraron, Gloria y su esposo hicieron salvajemente el amor sobre el césped húmedo. Como en la primavera pasada  o aún mejor.
        Al quitar el letrero blanco y elegante del muro el tipo se da cuenta de que a pesar de todas las precauciones la grúa se le ha llevado el Mercedes.