martes, 26 de diciembre de 2017

Relato 196

                         Navidad
       
        —Sorprendente lo que le pasó a mi sobrina Ariadna...
        —Lo que no le suceda a ella...
        —Nos lo contó ayer, en Navidad, en la mesa, en los entrantes...
        —Como aperitivo, típico de ella, no puede contenerse...
        —No se puede ser tan guapa...
        —Ni presumida...
        —Es que hizo de modelo para una firma famosa...
        —Cuerpo e inteligencia, dos en uno, así es Ariadna...
        —Una vez la siguió un perturbado, yo estaba...
        —¿Ah sí? ¿Cuándo?
        —Ayer hizo un año...
        —El mundo está lleno de locos...
        —No tan loco, un tipo peligroso...
        —¿Peligroso?
        —La esperaba delante de su casa y la seguía...
        —¿Qué dices?
        —De cuando en cuando se le acercaba y le decía si quería irse con él...
        —¡Ostras!
        —Estaba asustada, le daba miedo salir...
        —Figúrate...
        —Yo es que me muero...
        —Y ella no comentaba nada en casa...
        —Pobre chiquilla...
        —Es que su padre...
        —Yo le doy con el bolso...
        —Y yo me pongo a gritar en medio de la calle...¡Policía, policía!
        —!Como mínimo...! Y eso no se puede denunciar...
        —Se supone que sí...
        —Andar por la calle no está aún penado, que yo sepa...
        —Pero que te sigan, mosquea...
        —Nos lo dijo en los postres, muy atemorizada, miraba por la ventana...
        —Pobre criatura...
        —¡Ostras!
        —Me asomé...
        —¿Le viste?
        —Ahí estaba, apoyado en una farola delante de su casa, esperándola...
        —¡Qué sinvergüenza! ¿Cómo era?
        —Unos cuarenta años, delgado, piel morena, con boina.
        —¡Qué miedo! ¡Qué te estén esperando...!
        —Llevaba semanas...
        —¡Ostras!
        —Esa noche la acompañamos, era la Navidad de hace un año.
        —¿Y?
        —Empezó también a seguirnos...
        —A todos vosotros?
        —Sí, a todos, como si nada...
        —¿Y qué hicisteis?
        —Yo me giré ostensiblemente y me lo quedé mirando...
        —¿Y?
        —Disimuló, pasó por nuestro lado como si no nos viera...
        —¿Y tú?
        —Me encaré, me temblaban las piernas...
        —¿Qué le dijiste?
        —Que se olvidara de mi sobrina, que sabía donde vivía e iría a por él...
        —¿Y lo sabías?
        —Me tiré un farol, ¡qué voy a saber!
        —¿Y qué contestó?
        —Hizo como si no me entendiera, siguió andando con pasos lentos...
        —¿Y?
        —Hubiera ido a por él, pero mi sobrina me dijo que no lo complicara...
        —Mejor, no te ibas a poner a su nivel...
        —Hiciste bien, no sabes con qué te puedes encontrar...
        —Al final, acaba recibiendo quien de buena fe se pone en medio...
        —Pensé, mejor actúa con astucia y me adelanté...
        —¿Y si hubiera sacado una navaja?
        —No le perdía ojo por el rabillo, eran las ocho de la tarda, la calle llena...
        —¿Y?
        —Cuando le rebasé, me giré y le hice una foto con el móvil...
        —¡Qué bueno!
        —Se quedó aturdido, no se lo esperaba, entonces desapareció...
        —Lo de la foto fue una buena ocurrencia...
        —Sí, aún me temblaban las piernas...
        —No me extraña, a mí me tiemblan ahora...
        —¿Y sirvió de algo?
        —Se asustó, dejó de seguirla, no lo vio más...
        —Lo debería encontrar a faltar...
        —Al principio sospechaba de todos, buscaba en cada esquina...
        —No se puede ser tan guapa...
        —Colgó su foto en Facebook...
        —Un buen recurso...¿Le conocían?
        —En seguida supo de él, era un proxeneta...
        —¿Qué dices?
        —Lo que oís.
        —Mosquea.
        —Pondría en alerta a la comunidad...
        —Hicieron un grupo de seguimiento por WhatsApp...
        —Los jóvenes son muy buenos en organizarse...
        —Subieron muchas fotos... el tipo salía desde todos los ángulos...
        —¿Lo denunciaron?
        —Sí, los Mossos le detuvieron por acoso...Le abrieron expediente...
        —¿Igual estaba fichado...?
        —Reclutaba bellezas para un mafioso de un bar cercano a casa de Ari...
        —¿Qué dices?
        —Lo que oyes. El local lo clausuraron por trata de blancas... Ayer seguía cerrado...
        —No se puede ser tan guapa...
        —Arma de mujer... Eso abre muchas puertas...
        —También encasilla...
        —Tiene más ventajas que inconvenientes...
        —El trabajo le va que ni pintado...
        —¿De qué trabaja ahora?
        —Montó una boutique de ropa de hombres... De ropa cara...
        —¿Qué dices?
        —¿No lo sabías? Pues le va de fábula...
        —¿Ah, sí?
        —Tiene clientes ricos, rusos y del Éste...
        —¿Ostras!
        —Al parecer se dejan cantidad de pasta...
        —Mucho petróleo y mucha mafia...
        —¡Y que lo digas!
        —Los enamora con sus grandes ojos y su aire inocente...
        —Más de uno le ha hecho propuestas deshonestas...Ella siempre dice no.
        —A los hombres les van este tipo de mujeres...
        —Y si tienen veintiún años, mejor, tú dirás...
        —Veintidós, son veintidós.
        —No se puede ser tan guapa...
        —Ni presumida...
        —Ni inteligente...
        —Dejadme que os explique...
        —¿El qué?
        —Lo que le pasó a Ariadna en la boutique... ayer me lo contó...
        —¡Ah sí!, cuenta, cuenta...

martes, 19 de diciembre de 2017

Relato 195


                                          Recortes

Ayer estuve, padre, en la casa del pueblo, la que heredaste de tu madre, sigue deshabitada, tal como la dejaste. Hacía años que no iba. No me atrevía. Me temblaban las manos cuando tanteé con la llave la cerradura, te veía a mi lado con La Vanguardia bajo el brazo diciéndome ahora no sé si es la plana o la redonda. Es la plana. Ya no está el carro de las cocas, como tú lo llamabas, el carro con el que de pequeño ibas a venderlas con tu padre a los mercados de pueblos cercanos. ¡Cocas de anís recién horneadas, vengan señoras, vengan y compren que ya llega el pastelero!, voceabas, avergonzado. No sé si te lo dije o ya habías perdido la memoria, el carro me lo pidió Ana, la hija de tu amigo Domingo, quédatelo, no puede estar en mejores manos, le dije, se lo llevó para restaurarlo y guardarlo como una pieza de museo. Olía a rancio, padre, como si quedara aceite reseco de ochenta años atrás.
        Arriba, todo sigue igual, con más polvo, intocado, casi intocable. Sin agua, sin luz, lo diste todo de baja al morir tu madre. No sabías qué hacer con esta casa, padre, yo tampoco. Subí las persianas de las dos ventanas y apareció el pasado como un fantasma, la cocina económica con una botella de butano, oxidada, el fregadero de porcelana, desconchado, el delantal a rayas detrás de la puerta, el candil enganchado a una viga, el crucifijo en la pared, tu cama, la de tu madre con la colcha de puntillas blancas como recién lavada con jabón de Marsella. No te atreviste a descolgar de la cabecera de la cama el cuadro de mirada dulce de tu madre, ni siquiera a tocar el rosario de la mesita de noche ni la mantilla. Recorro despacio el pasillo y os veo a ti y a tu madre, quédate a comer, no, no puedo, me marcho, he quedado, y vuestra decepción. Siguen faltando las dos lágrimas que se perdieron de la lámpara del techo y en la cómoda de nogal continúan atrancándose los cinco cajones. La última vez, recuerdas, intentamos abrirlos entre los dos en vano. Ayer los abrí uno a uno, con cuidado bajo la atenta mirada de tu retrato ovalado, raído y amarillento por el tiempo, el que con nueve años y la crencha del cabello a un lado, preside la cómoda. El retrato que tampoco te quisiste llevar. No nos parecemos tanto como la gente dice, padre. Guardáis material tierno en esos cajones, papeles enmohecidos, fotografías anónimas, documentos frágiles, todo un mundo que os perteneció y que ya no existe. Se me caen de las manos, cenizas de vida. Siento dolor, pena, una enorme pena. Cerré los cajones a porrazos.
        Estamos recortados en el tiempo y zurcidos por hilos de nilón invisibles que hilvanan generaciones, hoy me pesan los recuerdos, la casa, no sé qué voy a hacer. En esta vieja cómoda encontré, padre, en el cajón de abajo aquella cartera de mano de piel rozada, la que iba contigo a todas partes y cerrabas con un cinturón acartonado. Hasta ahora no me había atrevido a revisarla nunca. Hasta ahora. Me ha desconcertado. Aún me desconciertas. Está llena de recortes apergaminados de días concretos, ¿qué significa esto, padre?
        Son recortes de necrológicas de La Vanguardia, recortes desgastados de nombres que subrayabas de negro con esmero, onomásticas, listas de personas fallecidas que recogiste durante años, los nombres de tus amigos muertos. Cuando salían publicados en el diario, tú los recortabas y guardabas en secreto.
        Yo también tengo ahora mismo entre los dedos el recorte del periódico de ayer, padre, con tu nombre completo, bajo el epígrafe de Hoy hace dos años. Quizás sí que nos parecemos más de lo que estaba dispuesto a aceptar.
       
Antes de salir puse un cartel de EN VENTA en cada ventana de la casa.

martes, 12 de diciembre de 2017

Relato 194

                                          ¿Verbo?

 En la sombra de tu sonrisa una mueca triste de hilo de araña, una mariposa de alas apergaminadas entre rojizas, rosas y amarillas, un esbozo elocuente de silencio, desaliento, menosprecio, y un beso sin verbo, ni lengua, ni maquillaje, sin labios casi, de eterna despedida. 

martes, 5 de diciembre de 2017

Relato 193

                                           Destino
         —¿De verdad quiere usted saberlo? Las cartas no mienten y no está dentro de mi ética personal decírselo.            
         —Insisto, no tiene porqué preocuparse. A mí no me va a suceder nada, nada que no pueda evitar. Mi libertad supera cualquier juego adivinatorio.  Soy dueño de mi destino y no creo en quimeras.
         Formado en informática Nicanor es un escéptico integral. Considera que pululan por el mundo aprovechados que en nombre de las fuerzas ocultas te vacían los bolsillos y te llenan la cabeza de mentiras y miedos injustificados. Después de soportar durante meses la insistencia de Gregor, su amigo de despacho, ha aceptado su recomendación de acudir a la consulta de la famosa cartomántica, doña  Flor. Nicanor  va a la vidente tanto para satisfacer a su amigo (un fanático seguidor del ocultismo) como también para demostrarle la falsedad de adherirse a una creencia ciega. Hay además una apuesta: si el oráculo se cumple Nicanor se iniciará en unas sesiones de espiritismo con su amigo, y si no, Gregor abandonará toda fe en lo intangible, aterrizará
         —Está seguro? Piense que luego no habrá marcha atrás. ¿De qué le va a servir saber el momento de su muerte? Según mi experiencia, de nada.
         Nicanor tiene ganas de desenmascararla, mostrar al mundo que nadie puede marcar el destino de su vida. Es algo personal. Además está el acuerdo suscrito con su amigo. Sea  quien sea quien triunfe, barrunta, el vencedor será, sin duda alguna, la verdad. Está seguro que siempre podrá reconducir cualquier situación, usando el sentido común y evitando el miedo.  
         —Bien, como usted quiera. No sé si hago bien en saltarme una regla básica de la deontología profesional, es usted tan testarudo, se lo voy a decir. Observe la posición invertida de esta carta, la del loco, que concurre con la carta dieciocho del Tarot, la del esqueleto con la guadaña, una concurrencia desafortunada y colindante a la carta trece, la de la torre que se desmorona con la luna en lo alto, también caída del revés. Esta maléfica conjunción sucede, fíjese bien, en el primer tercio del segundo cuadrante de las dieciséis cartas extendidas en la mesa..., y esto es un mal presagio, lo lamento.
         La pitonisa se detuvo un momento y valoró con la mirada si debía continuar o no. Su cliente la escuchaba con atención e incluso le pareció percibir cierta afectación. El anuncio era grave y su consultante en cambio se mostraba impertérrito, relajado, casi sonriente. Sin lograr adivinar el alcance de su propósito, doña Flor prosiguió:
         —Este cuadrante es el presente inmediato (y señaló el segundo), éste es el pasado (y señaló el primero) y estos de aquí abajo son el futuro (señalando los dos cuadrantes restantes) y lamentablemente no hay futuro. Se detuvo un momento para beber agua y continuó: en el cuadrante del presente su vida se trunca. Hizo un silencio pero Nicanor la instó a seguir. El tiempo que le queda lo indica la posición de la luna de la carta trece, que al estar boca abajo señala un tiempo máximo de una lunación. Ahora estamos en menguante, de modo que cuando la luna alcance su punto álgido, dentro de dieciocho días, la luna llena señalará que usted ya no estará vivo en el planeta. La muerte, las cartas lo anuncian, le sobrevendrá por un accidente, observe ésta de la calavera, ve cómo se inclina hacia la torre que se derrumba, símbolo de un vehículo. Recuerde que los astros inclinan pero no obligan y le recomiendo vivamente que evite tomar automóvil propio o ajeno durante un tiempo prudencial  no inferior a veinte días para su seguridad.  El riesgo de un accidente de tráfico es elevado en las dos o tres próximas semanas, ésta es mi advertencia y mi consejo, ahora disponga usted lo que mejor le convenga.
         Nicanor se quedó impresionado por la contundencia de la sentencia y sobretodo por la desfachatez por decírselo de modo tan poco delicado. En cierta forma de lo había buscado, tenía avidez de conocer el futuro pero no se imaginaba que el veredicto fuera tan breve. Tal vez mejor así —pensó— no tendré que perder tiempo dedicándome a cuidados personales. Tomaré precauciones, tampoco quiero tentar a la mala suerte, reflexionaba mientras descendía por el ascensor. Doña Flor, con su turbante blanco, le había parecido una mujer sincera, en especial cuando se le despidió en la puerta derramando unas lagrimitas que disimuló en seguida con un pañuelo de seda que extrajo de su túnica anaranjada. Sincera pero equivocada. ¡Cómo puede leerse el futuro cuando el futuro le pertenece a cada mortal!, exclamaba Nicanor y atribuyó el engaño al error y no a la mala fe, pues la primera engañada era la propia Flor. Y su amigo Gregorio también, por supuesto —repetía con sorna— y él también.
         Naturalmente en los días que siguieron a la consulta el buen hombre evitó desplazarse con su coche al trabajo y aunque eso les suponía levantarse casi una hora antes cada día y una hora más de retraso para volver a casa, Nicanor lo hacía a gusto y con buen criterio racional. Evitar la ocasión era obviamente evitar el accidente, y el  “por si acaso” siempre aparecía como la solución más idónea. Tampoco tenía que estar demasiado tiempo dedicado a estas tonterías, sólo se trataba de unos veinte días y luego podría aclarar a su amigo que la vaticinadora era una farsante contumaz y que todo aquel ambiente de incienso y de luces tenues no era más que un engañabobos para incautos. Y evidenciaría que confiar en lo intangible es un absurdo muy próximo a una mentalidad infantil que se niega a asumir la responsabilidad para vivir libremente.
         Con treinta y nueve años y un estado de salud envidiable, Nicanor continuó usando el Metro para desplazarse a la oficina sin que pudiera evitar los comentarios divertidos de sus compañeros de planta en especial de Gregor. Muchas precauciones para un hombre tan liberal como tú —le decía, empleando un tono burlón—. A lo que él se limitaba a sonreír y callar. Aquel fin de semana dejó en el garaje el deportivo rojo con el que en cierta ocasión llevó al máximo, a ciento noventa por la autopista, en un tramo libre de radares según el navegador. Correr era su pasión desde muy joven, le hubiera encantado pilotar un fórmula 1 pero cuando intentó enrolarse como mecánico de coche en el Staff del Brahms le dijeron que con veintidós años era demasiado mayor y además que su dominio del inglés no era suficiente. Siempre le quedó esta espina clavada en su espíritu competitivo que trataba de compensar con su Ferrari rojo y el perfeccionamiento del inglés en el Hispano americano. 
         En el siguiente fin de semana (trece días después del anuncio del presunto inevitable accidente) tenía que desplazarse a Zaragoza por una cuestión laboral (asesorar para abrir una franquicia del negocio informático) y aunque al principio estaba decidido a ir con su coche, recapacitó, decidiéndose finalmente por la opción del tren. Desde Barcelona el AVE le pondría en el centro de Zaragoza en tres horas, cómodamente sentado y sin correr ningún  peligro. Evitando la ocasión se reducen los riesgos —se decía.
         Efectivamente, viajó en tren y dentro de la ciudad aragonesa se desplazó a pie, evitando tomar taxis y transporte urbano. El domingo aceptó a regañadientes una invitación en coche particular a un restaurante. Puso como condición que se desplazaran lentamente. Como excusa dijo que quería conocer la ciudad. De la adivina ni pío, claro está. Se desvivieron con él, llevándolo en volandas por todas partes.  En el cruce con la avenida Agustina sin embargo casi sufren un percance al saltarse un autobús de línea un semáforo en rojo. Aparte de este susto no sucedió nada más. A las seis en punto lo dejaron en la estación de Delicias, donde tomó el Ave de regreso a Barcelona sin nada a destacar.
         Nicanor llegó sano y salvo a su casa y ahí se quedó por espacio de tres días compensando el tiempo gastado en Zaragoza. Hacía tiempo que no se pagaban horas extras en el trabajo. Evite el vehículo, cualquier tipo, era una frase de la adivina que le resonaba de vez en cuando por la cabeza. El próximo sábado se cumpliría el plazo máximo y podría recuperar su vida normal, tenía ganas. Le fastidiaba tener que someterse a tantas precauciones por una absurda predicción. En su interior de persona juiciosa se reproducía la misma lucha: la libertad enfrentada a la disciplina impuesta.
         Los siguientes días transcurrieron con absoluta normalidad. Llegó por fin el sábado y la luna llena. Nicanor la contemplaba satisfecho con una copa de güisqui en la mano desde el balcón de su apartamento en un segundo piso.¡Qué absurdo su comportamiento, cuanto temor por una bobada de una vidente loca! ¡Qué vergüenza! Lo que había hecho para protegerse de un sortilegio irracional. Se reía, al principio casi sin mover los labios, luego a carcajadas pensando en la cara que pondría Gregor. Se sentía poderoso, un triunfador libre, había vencido al destino y se asomaba al vacío de la noche desafiante. Volvió a rellenarse la copa. La luna llena sobre el horizonte le parecía una enorme hostia inmaculada, tan blanca como el turbante de la Sra. Flor. Incluso le recordó un cometa que le había hecho su madre con restos de papel, cola y unas varillas de madera cuando él tenía once años. Incluso eso le recordaba.
         Y sin proponérselo Nicanor se emocionó al acordarse de su madre y dejó de reír y se puso a llorar como una criatura. Y sintió la ausencia y la banalidad de vivir sin alguien a quien amar y proteger y en esa luna, grande y sola, vio el rostro de su madre muerta. Notó una opresión aguda en el pecho y que le faltaba aire, abrió la boca, asustado, se ahogaba. De la mano se le fue la copa al suelo, tambaleó, se apoyó en el murete, perdió la noche, el equilibrio, trató de cogerse a algo o alguien, en vano, por la barandilla cayó a la calle. El golpe fue seco, ¡plaf! Sangraba por la cabeza y se había lastimado el pie derecho, no podía andar, el talón se le iba hinchando. Trató de incorporarse sin conseguirlo. Se desmayó. Alguien avisó al 112. Unos brazos fuertes le acomodaron en una camilla de ambulancia.

        La ambulancia se fue acelerando por la calle estrecha, la luz naranja de la sirena contrastaba con la luna blanca y ambas pintarrajaban los adoquines de tinieblas. Antes de perderse en la lejanía la ambulancia se detuvo de golpe en un cruce. Un camión de la basura le salió al paso. De la ambulancia no sobrevivió nadie. Sin saberlo ni buscarlo, Nicanor había cumplido libremente con su destino, intentando evitarlo.

martes, 28 de noviembre de 2017

Relato 192

                                         Equilibrio

Tan pronto leyó la consigna en el móvil se lanzó al escritorio a escribir acerca del equilibrio. Naturalmente, fracasó.

martes, 21 de noviembre de 2017

Relato 191

                                Pierre

        —¿Eres el presidente, verdad?
        —Sí, este año, así es.
        —Soy Pierre, acabo de venir al tercero, el de la terraza.
        —Bienvenido, Pierre. Yo soy Albert. (y le da la mano)
        —Gracias. ¿Te puedo pedir una cosa, Albert?
        —Dime.
        —Las llaves del cuarto del contador de la luz. Para tomar la lectura y el consumo actual.
        —Uf, me pillas en mal momento, voy tarde, a la noche lo miramos, ¿vale?
        —A la noche no estaré, ¡lástima!, ¿no me la puedes dejar y te la pongo luego en el buzón? Me harías un favor, Al.
        —Ten, no la pierdas, no tengo otra. (la saca del llavero y se la entrega)
        —Gracias, Al. No te preocupes, te la dejo luego en el buzón.
        —Adiós.
        Al cabo de un rato, Pierre abre el cuarto, localiza el contador de luz del tercero, con un destornillador quita la tapa, los fusibles y los cables, los cuales pontea uno a uno con una regleta gruesa y transparente, repone los fusibles, oculta la trampa con un adhesivo que lleva preparado en una cartera, uno que dice: subministro interrumpido por falta de pago. Coloca de nuevo la tapa, revisa el conjunto, asiente, sonríe y cierra la puerta del cuarto. Antes de dejar la llave en el buzón de Albert hace una copia en la ferretería.
       
        Así estuvo quince años, con luz pero con el subministro interrumpido.

        —Tu nuevo vecino tiene mucha cara, ve con cuidado, va de dandy, a nosotros ya nos debe varios encargos. No te fíes. Pide con su carita de niño abandonado y luego se le ve en el bar con sus whiskys garlando como un cosaco y a nosotros que nos zurzan. Que lo aguante su puta madre rica.
        —Parece amable, la comunidad no tiene queja ni yo tampoco.
        —¿Sabes que hace catorce años que no paga el alquiler? Pagó el primero y se acabó. A la propietaria, la Sra. Valdés, le da lástima echarlo, eso dice, pero yo creo y que eso quede entre tú y yo, que se la está beneficiando. Como ella es viuda y mayor y él, joven, apuesto y con tanta labia, pues eso, que cada vez que viene para cobrar el alquiler se lo cobra en especies y todos tan contentos. Pero aquí ese pájaro ya no viene a comprar, se la tenemos jurada, el dinero por delante, Pierre, aquí no se te fía.  
        —Ahora se le ve con una mallorquina jovencísima.
        —¿No oíste el otro día la tunda de palos que le dio? Si resonaba el edificio. Me lo dijo la vecina de enfrente. La pobre quedó desfigurada, vino cojeando a por unas alitas de pollo para ponérselas en la cara. Ya no la hemos visto más. Aparte de cabrón yo creo que ese tío es un macarra. Siempre se le ve con tías buenísimas paseando como un papichulo por el barrio con su acento francés y aire aristocrático.
        —Sí, es verdad, pero también tiene amigos. A veces organizan fiestas en la terraza, alguna vez he tenido que avisarles por la escandalera, nada más.
        —Pa mí, que es bisexual, porqué sí, se le ve con tíos y tías a todas horas.
        —No seáis tan mal pensados, exageráis.
        —Mal piensa y acertarás.
        —No siempre es así, creo yo.
       
         Doce años más tarde.
       
        —¿Te acuerdas del sinvergüenza de Pierre?
        —¿El vecino que desahuciaron hace quince años?
        —Sí, ese, el franchute. Se cambió de barrio, fue a la Ribera, vivió un tiempo como proxeneta, ya te lo decía, lo vi el otro día, va con muletas, delgado como un espino, calvo, seguramente sidoso, casi no lo reconocí, él sí, agachó la cabeza.
        —Un tipo tan seductor, de buena familia y con un final tan mísero.
        —Pregunté, sabes, me dijeron que pasó una temporada en la cárcel donde se dedicó al tráfico de drogas, un tipo de la peor calaña. Y que unos mallorquines le dieron de hostias hasta dejarlo por muerto. Que cada vez que se recuperaba lo molían de nuevo, un castigo eterno como le pasó a un tal Prometeo, de la mitología, me dijeron. En fin, que se lo merecía. ¡Qué coño!, tipos así no deben existir. Uno recoge lo que siembra, ¿no te parece, Albert?

        —Sí, claro, lo que siembra. 

martes, 14 de noviembre de 2017

Relato 190

                                      Atrapat


L'home va aparcar el cotxe, un Toledo blanc, va parar el motor, va recolzar els braços i les mans a sobre del volant i es va posar a plorar. Així s'hi va estar uns minuts, potser vint. La riera que tenia al davant anava plena i no semblava que la pluja s'hagués d'acabar mai. Almenys, a ell no li semblava. Va deixar que s'entelessin el parabrises, les seves ulleres graduades i tots els vidres del vehicle, fins a quedar-se envoltat del vapor blanc del seu alè, enxubat per les llàgrimes. Amb la calefacció no podia comptar, no havia funcionat mai, en segons qui no es pot comptar, ho sap prou bé. Al seient de pell de tant desgastat se li enganxaven els pantalons, mentre que la gana, els tremolins i la humitat li regiraven els budells, podia sentir el forat dintre seu. Un filet d'aigua freda s'escolava per dalt, feia camí pel davantal del cotxe, remullava les fotos dels seus fills Marc i Lluís, no pas de la seva dona, que no en tenia, i continuava  relliscant fins formar un toll circular a sobre la estora del sòl. L'home remenà el cap i es tragué les ulleres. El semàfor bategava vermell, il·luminant-li el seu rostre envellit, rugós, desesperat. Almenys, ell es veia desesperat. Estic atrapat, un cop més en la meva vida em sento atrapat i sense solucions. Almenys, a ell li semblava que no en tenia. L'animà la trencadissa d'unes gotes gruixudes contra el sostre del Toledo que li provocaren esgarrifances, repicaven com campanes sobre el seu cervell igual que les maleïdes paraules del gerent: Sr. Rossell, està acomiada't, demà no cal que torni, demà no cal. Acomiada't, ressonava dintre del seu cap, potser queia calamarsa i ell no la veia, potser sí, potser sí que tenia por, potser sí que pedregava i l'havien acomiadat. Va continuar movent el cap fins a recolzar-lo també sobre el volant. Potser sí que aquell dia de tardor no hauria de tornar mai més, potser sí. Aleshores es va quedar adormit, entelat enmig de la boira, sobre el volant, potser sí que estava cansat, molt cansat i que no hauria de tornar mai més a la feina. 
          Potser sí, li semblà, que li feia falta un llarg descans.           

martes, 7 de noviembre de 2017

Relato 189


                                          Singulares 

Estoy paseando con mi sobrina por una avenida ancha de Barcelona. Topamos con un edificio modernista que redondea la esquina y bifurca la avenida en dos calles en forma de Y griega. El edificio es hermoso con un gran balcón curvo con muchos adornos. Del balcón asoma un personaje elegante, vestido de frac con sombrero de copa, como un mago salido de un espectáculo circense, que se muestra divertido, simpático y nos sonríe. Saca un reloj artístico y lo coloca en la fachada, ajustando  la hora. Nosotros observamos lo que hace y al poco, seguimos andando, tomamos la calle que abre a nuestra izquierda. Los edificios son también modernistas, con balconadas preciosas y con una característica peculiar: a distancias equidistantes destellan unos relojes muy fastos, verdaderas obras de arte. Cada uno con estilo propio, de diferentes épocas, algunos de sol, de redondos, elípticos, ovalados, con cornucopias más o menos barrocas, labradas en oro y en brillantes, distintos tipos de manecillas, de blandas, de duras, con forma de flecha o de aguja, en fin, todos los relojes cuelgan de las fachadas con una gracia exquisita. Sin embargo, y esto es lo que más nos sorprende, todos marcan horas diferentes aún yendo por la misma calle. Mi sobrina pregunta, ¿por qué, tía? Claro,  ̶ le contesto ̶  son de países distintos con horarios y estilos desiguales, todos singulares y exactos, todos dotados de precisión y hermosura.                  

martes, 31 de octubre de 2017

Relato 188

                                 Venecia  (12)  (ver relato 177)

Así que has puesto una foto de la señora desconocida en el diario preguntando si alguien conoce a esta mujer. Bueno, a varios diarios de tiraje nacional, y que de momento nadie te ha llamado. Ya te llamaran, Albert, ni que esté muerta alguien ha de conocerla ni que fuera soltera o viuda o yo que sé. Seguro que tendrás noticias pronto. Me carcome la espera, como a ti. Te prometí hablarte de la fachada de la basílica de san Marcos, (Angelina sigue ahora en verde, me sorprende lo ordenada que se ha vuelto) la tienes en primera línea de la postal y allá voy: se llama así porque alberga obviamente los restos del evangelista. Por lo tanto es católica, con cinco cúpulas enormes, doradas, de cruz latina (en forma de cruz, para que no te líes, tonto).(Mira, en esto acierta, cruz latina, cruz griega, vaya follón, ahora lo tengo más claro) y el león con alas, símbolo de Venecia, preside y brilla en el frontón de la fachada. Más abajo la composición en cerámica del Cristo que ves y justo encima de la puerta central de bronce están los cuatro caballos majestuosos de san Marcos. De pequeña y no tanto me imaginaba montada en la cuadriga, y galopar a tutto vapore sobrevolando los canales convertida en amazona astronauta y abrazar el globo chiquitito como una colomba mensajera y enviarlo a pedir ayuda al universo inteligente, que el de aquí no lo es, pero como son estatuas no iba a ningún lado. Napoleón porfió por estos caballos, incluso se los llevó por un tiempo a Francia, son de origen romano, están quietos, sí,  pero han viajado mucho. Los actuales son copias, de cobre dorado y representan la fuerza estatal. Los originales están en la galería de la basílica. La fachada es un jaleo de estilos, espejo de la diversidad de turistas que la contemplan, una mezcla de románico bizantino y de gótico. Los bajorrelieves de la arquería central representan las profesiones, y en el portón central están los signos del zodiaco, los doce, en piedra, en el centro el mío, Bilancia (Balança decís) además está el Baptisterio y los Tetrarcas en las esquinas como puedes ver. Dentro (en las fotos pequeñas) destacan el retablo de oro, el tesoro, los mosaicos del atrio y las cúpulas de la Ascensión y del Pentecostés, revestidas de mosaicos dorados. Son más bizantinos que el mismo Bizancio. Detrás del altar mayor se encuentra la Pala de oro, (la foto grande) que es el altar regio, un magnífico trabajo de orfebrería bizantina y veneciana del X al XIV y es el retablo más bello que hayas visto nunca, Albert, hecho de esmaltes engastados en oro y plata adornados con pedrería preciosa, lugar obligado de peregrinación para todo turista que se precie. Ahora hay un nutrido grupo de franceses visitándolo, yo no me cuido, se encarga Gia, la guía local. Hoy te escribo desde los jardines reales, rodeada de árboles que te encantarían como el ciclamor con sus flores rosas y el avellano con sus amentos en flor, sentada en un banco anaranjado, frente a la dársena de los vaporetti, (ahí para el 1, que te comenté un día) corre aire fresco del Adriático, estoy terminando un gelato de nueces con ron, y se me deshace en la boca por la calor. ¡Qué rico! Me lo como a lametazos como tu merengue. (A vueltas con lo del merengue. Es cierto que nos dio mucho juego y fue divertido, pero es algo pasado). Ya sé que no trabajas de pastelero, mi dulce caramelo, que te has graduado en filosofía y que estás haciendo oposiciones al instituto no se qué. ¿Cómo te va? Yo, en cambio, sigo con lo mismo, de guía turística, cansada, cual sirena atrapada en las aguas venecianas. (Esta postal debe tener unos ocho años, cuando aprobé la oposición al Berenguer, y es de las últimas. Y aún sigo sin ir a verte, Angelina, sin ir a Venecia. Todavía). Termino, Besos, Ciao! X X X     (continuará)

martes, 24 de octubre de 2017

Relato 187

                                         Humo 

        —La ayahuasca me transporta a un mundo magnífico, donde el dolor no existe. Todo se ralentiza, los minutos parecen horas, el tiempo se estira y se encoge como un chicle cósmico y me ancla en un instante eterno. Nada tiene importancia, sólo la experiencia catártica, la sublime experiencia de la comunión con el entorno vivo. Dejo de existir, de notarme, de pensar, de interferir, dejo de ser algo separado para estar unido a algo enorme, diferente, mucho más sublime, me fusiono con el Ser. Ni protecciones, ni defensas, ni miedos, ni huidas, ni falsedades, todo se derrumba, emerge la verdad desnuda de lo que es, de lo que siempre ha sido y será, el Ser. Las separaciones caen, el otro es mi hermano, mi hermana, me uno con el otro, los otros, ¡qué extraño término!, dejan de ser antagónicos, me veo recorrer la misma vía Láctea, me uno amorosamente, el deseo sexual desaparece, muta, se convierte en ternura, en afecto profundo, en respeto supremo. Mi vieja identidad, ¡ay, Fernando!, se disuelve, la veo luchar, competir, defenderse, aferrarse a la atávica costumbre, adherirse como una lapa a los antiguos y decrépitos recursos, justificarse, sobre todo justificarse con un bla-bla-bla incesante, que causa dolor de cabeza.
         Sin embargo, —continuó— este mundo tal como lo conocemos es un mundo virtual, tiene los días contados. Se están derrumbando los falsos valores que lo sostienen ¡Vedlo con vuestro propios ojos en derredor!  Este mundo agoniza, se va por la alcantarilla, no representa más que un arquetipo nocharniego de la historia humana, cuatro días para la historia del planeta, mera anécdota.
        Hizo una pausa, examinando nuestros rostros y prosiguió:   
        —Cuando el efecto de la ayahuasca se debilita vuelve a apoderarse de mí la pesantez de la gravedad y vuelvo a sentir el peso del tiempo y de la historia, el peso del drama colectivo acumulado, un peso cada vez menor; pues ahora he visto con los ojos y he sentido con el espíritu que formo parte de un ente global superior y que este individuo que tanto me esfuerzo en defender se vuelve nítido en lo que aparenta ser: un fantasma, un ridículo fantasma. Los sentidos se agudizan, los colores se avivan, veo la energía de las personas hacerse transparente para mí, todo se vuelve real de otra manera.
        Guarda unos segundos de silencio y continua en tono confidente:
        —Mi experiencia en la selva amazónica abrió mi mente y transformó mi vida. Otros mundos coexisten con éste, más verdaderos y pacíficos, no os lo podéis aún imaginar, os aseguro que hay una pluralidad de universos latiendo con nosotros aquí y ahora al mismo tiempo, abrid vuestras mentes, una tecla resuena eternamente, os invito a descubrirlos, explorarlos y transitarlos.
         Hablaba bajito como si le saliera del corazón y gesticulaba poco.
        —Por mi parte, gracias a la experiencia psicodélica, ahora sé que el mundo visible está gobernado por el invisible y lo tengo muy en cuenta. Mi etapa con el brebaje de la ayahuasca ha pasado, es cierto, en su día me permitió avanzar y descubrir que había mucho más que lo obvio, y ahora abordar otro estilo de vida, digamos más natural y genuino.

        En la sobremesa Fernando se calla, nos mira y sonríe alegremente. Estamos estupefactos. Apuramos el whisky. Sus palabras han creado una atmósfera de sosiego, propicia a la meditación, de otro mundo o mundos desconocidos. El único humo que asciende es el del incienso. 

martes, 17 de octubre de 2017

Relato 186

                                        Hijo

Hojea un libro pequeño y arrugado junto a la lámpara de la mesita de noche, abierto por la página veinte. Una colección de cuentos breves de un autor desconocido, de hace años. Está en el tercero. El cuento habla de un hombre gordo y calvo que trabajaba en una agencia de transportes por carretera y de un chico que un día fue a llevar un paquete para enviar al pueblo. El muchacho —dice el texto— tenía quince años y era como cualquier adolescente, díscolo. Estaba harto de que todos le dijeran lo que tenía que hacer y lo que no, cansado de que todos le mandaran y ese día, treinta de junio, no fue una excepción. El paquete contenía cocas de san Pedro, cocas que habían sobrado del día anterior y que sus padres, pasteleros de profesión, enviaban a su familia del pueblo para que las aprovecharan y como señal de cariño.
        —Lleva este paquete ahora mismo antes de que se vaya el camión, que sale a las doce y falta poco.  —le ordenó  su padre, tajante.
        Se trataba de una caja de cartón voluminosa envuelta con un par de vueltas de cuerda trenzada, que iba precintada con cinta adhesiva y que le pesaba bastante.
        —Ten, llévate este dinero. —añadió, tras rebuscar en un cajón, y al no encontrar pequeño le dio un billete grande.
        —Vete rápido antes de que salga el recadero, sino habrá que esperar hasta el próximo martes y las cocas se van a poner secas.  —le gritó su padre desde el obrador, mientras sacaba, bañado en sudor, unas latas del horno.
        Fue un junio muy caluroso. De malas pulgas el chico dejó lo que estaba haciendo, se cargó el fardo al hombro y se fue a la agencia que estaba a unas manzanas de la pastelería. Cuando llegó, jadeante, el tipo gordo y calvo estaba atareado, muy ocupado, distribuyendo paquetes según su destino bajo unos letreros grandes. Apestaba a sudor, no le podía atender.
        —Un momento, hijo, en seguida estoy contigo. —le atizó velozmente, casi sin mirarle, pero siguió sin tenerle en cuenta mientras atendía a otros clientes que llegaron después de él. "Bueno al menos estoy aquí, un poco de paciencia tampoco me va a ir mal, el camión no se va a ir sin el paquete, este tipo gordo me cae como un culo, me está ninguneando porque se cree que soy un crío, mira que decirme hijo, pero qué se ha creído este calvo repugnante", pensaba el muchacho mientras le echaba miradas asesinas. Al cabo de una rato el tipo se le acercó y le dijo: A ver, hijo, ¿a dónde va? Eso de hijo le volvió a sentar como una ijada en sus partes, pero no le replicó. A Mora. —le contestó, secamente. —A Mora, ¿de qué, hijo? Lo volvió a hacer y encima meneando la cabeza. —De Ebro. —respondió el mozalbete, resoplando. El tipo cogió el bulto, lo puso encima de una báscula, alineó el fiador, apuntó el peso y le dijo: son ciento veinticinco pesetas. El muchacho le alargó el billete, uno de mil, el que le había dado su padre.
        —No tengo cambio, hijo, esto es demasiado grande, prueba de ir a la farmacia de aquí al lado y que te lo cambien o sino al bar. ¿Quieres, hijo? —le espetó el hombre con la cara más amable de que disponía en aquel momento.
         "Encima de haber tenido que esperar y que atendiera a otros clientes antes que a mí ahora pretende que vaya a buscarle cambio porqué no tiene, esto es el colmo y además lo ha vuelto a hacer, el muy cabrito me ha llamado hijo otra vez", pensó el chaval.
         —El cambio se lo va a buscar usted que es a quien le hace falta y no me vuelva a llamar hijo que no soy familia suya y ni puta gracia me hace, que ya tengo padre y con uno me basta y sobra, pero usted qué se ha creído ¿lo ha entendido? —gritó enfurruñado el adolescente, mientras su rostro enrojecía de vergüenza y de cólera.
        El tipo se quedó de piedra, si le pinchan no le sale sangre, se rebotó, empezó a vociferar, daba vueltas por la agencia en círculos ovalados, mirando a la clientela, a los transportistas, buscando una salida decorosa, una respuesta, no se podía creer la actitud insolente de aquel mocoso. Al final se le acercó, iba en camiseta, se puso muy cerca, olía aún más pestilente, a sudor rancio, de hecho todo el almacén olía a rancio, le puso el paquete a los pies y alzándole la voz para que todos se enteraran le vomitó en pleno rostro: o me traes el cambio como te he pedido amablemente o ya te puedes ir tú y este paquete a donde te dé la real gana, ¿lo has entendido, hijo? Y se quedó plantificado, enorme como un ogro, delante suyo arqueando las cejas y repitiendo el muy capullo varias veces seguidas eso de ¿lo has entendido, hijo?
        Ya lo creo que lo entendió, aquello le sonó claro y distinto, contundente como un ultimátum. Al chaval —seguía el texto—le empezó a temblar el cuerpo, algo incontrolable, no sabía qué hacer, todos le miraban, seguía con la cara encendida, balbuceaba, seguro que si en aquel momento decía algo se hubiera atrabancado, así que optó por guardar silencio y no moverse del sitio. Pero algo tenía que hacer, se había desbravado, es cierto y esto le satisfacía, pero ahora tenía que actuar, salir del embrollo donde la testosterona le había metido, tenía que atenerse a las consecuencias, el camión estaba a punto de partir, no podía volver con el paquete a casa, su padre le hubiera crucificado.
         En la farmacia le dieron cambio, pagó las ciento veinticinco pesetas con toda la dignidad que pudo, dejó el paquete y se fue con las piernas palpitando hacia la pastelería. Atrás suyo le pareció escuchar un coro de risotadas, aunque no giró la vista. Había sido la primera vez que como adolescente se había rebelado contra la autoridad y se había tenido que comer el orgullo con las cocas de san Pedro. Todo es empezar, farfullaba, hinchado por la hazaña, todo es empezar. Había desafiado el miedo. Hubo un Pedro —concluía el cuento a modo de moraleja— que negó tres veces seguidas el nombre de Cristo, aún amándolo, y sobre este Pedro la Iglesia edificó un Estado. De eso hacía dos mil años y la Historia como una elipse infinita no para de repetirse.  

        El hombre calvo y gordo cierra el libro, extiende la mano y apaga la luz de la mesita de noche, sonríe sórdidamente, se acuesta y recuerda que hace años, cuando él regentaba una agencia de trasportes por carretera, le pasó algo parecido con un muchacho imbécil. 

martes, 10 de octubre de 2017

Relato 185

                                          Oficial

Uno de octubre de 2017, Barcelona.

22h. He vuelto al camarote a las nueve, me han relevado, un domingo duro, para olvidar, no me siento las piernas ni las manos, estoy agotado. He pasado media hora en la ducha, el agua ya salía fría, lo necesitaba, para quitarme toda la mierda de encima, purificarme o algo así. No lo he conseguido, continuo con tensión. Antes he intentado hablar con Dolores, ahora, otra vez, pero las líneas siguen saturadas, esto es una locura, ni se imaginan en casa. Me preocupa  Manolito, ¿qué le habrá dicho el médico?, ¿será leucemia? Dios no lo quiera. ¡Dios mío, ayúdanos!  A por ellos, decían, qué fácil decirlo, qué distintas se ven las cosas desde casa, a por ellos hemos ido, vaya que sí, alguien ha de encargarse del trabajo sucio. Acato órdenes y como oficial he de hacerlas cumplir. Me va el sustento. Hemos dado palos que ni te cuento, me duele todo el cuerpo, pero esa pobre gente erre que erre. Tiemblo.


23,30h. ¡Gracias, Dios mío! Dolores dice que los médicos han descartado leucemia, que es una bacteria en los pulmones que no deja respirar a mi niño, que estemos tranquilos, que ha empezado un tratamiento y se pondrá bien. ¡Gracias! Le he dicho la verdad, que estoy molido, que tengo ganas de volver a verla, pero que no sé cuándo, que esto se ha descontrolado, los catalanes dan por bueno el sí del referéndum, ya es oficial el resultado y van a proclamar la independencia de Cataluña en las próximas semanas. ¡Dios mío, ayúdame! No sé cuándo podré volver a verte, amor. 

martes, 3 de octubre de 2017

Relato 184

                                                 Huida

Te diste la vuelta, ensoberbecida, sí, y te fuiste azacaneando, a regañadientes y amenazadora con tu tocado de eñe pintarrajeado e intransigente por la añeja acera de la muy derecha, oscilando tu seboso trasero de asalta montes, del que cuelga, siniestra, una oscura cabellera, de estela babosa, láctica, brillante.
         
           Huye, tú, maltratadora de paces, de porras entre piernas, has de saber que no somos tu capricho ni tu posesión ni tu saco expiatorio, te has quedado desenmascarada, huye, has perdido nuestro respeto, lo has perdido todo. No te queremos por indigna, entérate, castigadora, huye avergonzada por la raja del tiempo, esfúmate, esperpento violento, en el vacío aciago de la pesada noche.
         
         Imágenes inhumanas y deplorables que quiebran el caparazón de las estrellas fugaces y tú, tumultuosa y titilante hopalanda, te escurres como quien suda sangre por la manchada bayeta represora, gota a gota. Huye a tu refugio carpetovetónico, con tus banderas amigas, lame siglos de agravios, zurce si lo deseas heridas tatuadas, huye, vociferante, con la barbarie adiestrada.
       
           Nosotros elegimos vivir en paz la huida definitiva.      

martes, 26 de septiembre de 2017

Relato 183

                                                    Kàtia

        ―Dus un pentinat molt maco, Anna, m’agrada.
―Ah! Gràcies, Carlota, acabo de sortir de la perruqueria.
―Se’t nota. De la Kàtia’s Estil?
―Sí.
―Ho fa molt bé, és una noia excel·lent. Tinc hora per la setmana que ve. Per cert, continua tan prima?
―Sí. Ella ens deia que eren nervis de la feina, però nosaltres no ens ho creiem, te'n recordes? Alguna cosa més li passa.
―Segur. No potser que menjant de tot i molt, com assegura, no s’engreixi. Em preocupa veure-la cada vegada més feta un secall.
―D’això et volia parlar, Carlota. Aquest matí en un moment de confidència se m'ha posat a plorar y m’ha explicat quelcom que et vull comentar. Ens necessita.
―A nosaltres?
―Sí, a nosaltres, com a testimonis.
―Per què?
―Té problemes de parella.
―Millor això que tenir la tènia!
―No facis broma, Carlota, la noia ho està passant malament.
—Vaig arribar a pensar-ho, no t'ho perdis.
—Té una situació complicada.
―Ens asseiem en aquell banc?
―D’acord.
―I, aleshores, què li passa a la Kàtia, què t'ha comentat?
―És el seu marit, la maltracta física i psicològicament!
―Què dius! Que li fot les mans a sobre! No m'ho hagués imaginat mai.  Recordo que una vegada em va dir que el seu marit era alt i ferm, encara que poc tolerant i que s’havia de fer sempre el que ell deia. Jo no vaig voler preguntar-li més.
—Kàtia pensa que només la vol pels diners i pel llit, i li comença a fer fàstic; no se sent estimada, només utilitzada, explotada. Ell està a l'atur des fa anys, sense ofici ni benefici. Òbviament tampoc està bé.
—I, què més?
―Que està farta del Mario, que la convivència se li fa impossible, que darrerament s’ha tornat més obsessiu, la vigila dia i nit, li revisa el mòbil, les despeses, el que compra i amb qui es troba, i de tant en tant envia amigues a la perruqueria per controlar-la. Malfia de la seva dóna.
―Serà barrut! Què em dius, Anna? Malfiar-se de la Kàtia, és ben boig!
―Ha decidit separar-se del Mario.
―Separar-s’hi? Normal.
―Això mateix, Carlota, s’ha acabat el bròquil! Kàtia el vol deixar, està perdent-li la por.
―La vella i trista historia de sempre. Una pena.
―Es veu que els esbroncs a casa seva són a diari, per això passa tantes hores a la feina; li sap greu pel Dani, que amb vuit anys, l’abraça i plora, no entén res. Ho ha vingut suportant fins ara pel crio, però  ja no pot més...
—Això no ho suporta ni ho ha de suportar ningú.
— Exacte. A més, la Kàtia està perdent la salut. Les proves mèdiques indiquen una possible leucèmia, m’ho ha confessat, entristida, aquest matí. Ha d'actuar i canviar de vida. Ens necessita.
―El que sigui menester. En què la podem ajudar, nosaltres?
―Em va demanar si podríem acompanyar-la al jutjat, per recolzar-la i fer-li de testimonis si se'ns demana. Vol presentar una denúncia per maltractament i iniciar el procés de separació del Mario. Per ella és important, que l'acompanyem, se sentirà reconfortada.
―Per mi d’acord, Anna. La Kàtia és una noia íntegra, tota la clientela li faria costat, n'estic segura. No la deixarem sola.
―Sabia que podia comptar amb tu, Carlota.
―Quan té previst anar-hi?
―El proper u d’octubre a les nou del matí.