Migrantes
Mohamed
Alfolí está enterrando a su madre siguiendo el rito cristiano, como ella
deseaba, en el cementerio de Collserola, en Barcelona. Le acompañan sus dos
hijas, su esposa Fátima y un buen número de amistades de la colonia marroquí de
la ciudad. Su madre, Amina, acababa de cumplir los sesenta y cinco cuando la
muerte la sorprendió de camino al mercado de Sant Antonio en una esquina del
Paral·lel atropellada por un patinete eléctrico. Sucedió todo muy rápido, Amina
no tuvo tiempo de reaccionar, el golpe fue brutal, salió despedida hacia la
calzada y su cabeza impactó contra el bordillo y un reguero de sangre empezó a
manchar el asfalto. Amina no se movía. El servicio médico de la ambulancia no
pudo más que certificar su muerte instantánea. En la caída se había fracturado
el cuello.
—Mohamed Alfolí?
—Sí, dígame.
—Lo sentimos mucho, soy la Dra. Cid, del
servicio móvil de urgencias del Clínic, tenemos una mala noticia, su madre ha
sufrido un accidente y está herida de gravedad...lo sentimos.
—¿Cómo? ¿Amina? Si he hablado con ella
hace un momento, iba al mercado.
—Lo sentimos, Sr. Alfolí.
—¿Cómo se encuentra?
A Mohamed le temblaba la voz, herida
grave, decían, su madre. ¿Qué significaba eso en boca de una médica? Se temía
lo peor, no quiso seguir preguntando.
Unos operarios están elevando el ataúd
de Amina hacia al nicho 3408, que ha sido previamente ahuecado y retirada la
losa de piedra que lo cubría. La mañana es fría y llovizna suavemente, no se
oye nada salvo el gorgoteo de algunos gorriones entre los conos de los
cipreses, y el ruido sordo del motor del camión elevador.
Amina quería vivir en Barcelona, quería
que sus hijos crecieran en Barcelona, quería una vida digna en Barcelona. Huyó
de Marruecos en una patera junto con otras mujeres, todas mujeres huyendo de
los abusos y de la miseria. Estaba embarazada, la mar en el Estrecho se
encrespó, cuántas veces nos lo contaste, madre, “las olas rompían contra el casco
de madera y lo cuarteaba, hacíamos lo que podíamos, remábamos con empuje, en
especial yo, hijo, estaba fuerte a los treinta, te llevaba en el vientre, tú
eras por lo que luchaba, por tu futuro, lo que me pasara a mí ya no tenía
importancia, lo importante eras tú, hijo, te llevaba a ti, estaba fuerte a los
treinta.” Me llevaba a mí...cuántas veces me lo contaste, madre, cuántas, sentados
en un banco del parque de la Universidad, comiendo a disgusto la merienda que
me traías y el premio de las pasas dulces una a una, cuántas...
“...Tú me distes fuerzas, hijo mío, para
seguir remando en aquel infierno de agua, fuiste tú quien remabas insuflando
energía en mis brazos y piernas, en mi corazón, fuiste tú, lo hice por ti,
naciste en la patera, hijo mío, remaba y a cada palada un sobresalto en la
barriga me acercaba a ti, no podíamos parar, a cada sacudida, coronabas... Tú y
yo en el horror del mediterráneo nos liberamos de la oscuridad cerca de la
costa, sobrevivimos, hijo mío, tus lloros se mezclaron con los míos, seguimos
remando juntos de puro desespero, no me dolían ni las lágrimas, remar y remar,
sólo pensaba en remar... Tu fuerza nos salvó, los guardacostas nos rescataron
cuando la barca medio hundida acabó zozobrando en el arrecife de Tarifa...Fue
espantoso, espantoso... Cuando te tuvieron en brazos, hijo mío, envuelto en
aquella manta térmica de color naranja eléctrico, cuando te vi en manos
seguras, no pude más y me desmayé.” Cuántas veces me lo has contado, madre,
cuántas...
Los paletas están cubriendo el nicho 3408
con la misma losa de piedra que había y de unos ganchos oxidados cuelgan una
corona de flores con un lazo rosa que reza: te queremos, madre, siempre te
querremos.
De otro gancho retorcido agarran un trocito de
casco de madera, viejo y resquebrajado.