martes, 24 de junio de 2014

Relato 13

                                                 Trece

         ─Buenas.
         ─Buenos días, señor.
         ─¿Es de fiar ese pescao?
         ─Por supuesto, señor, es fresco, todo es fresco, de hoy.
         ─Vale, pues, póngame unas gambas, ¿a cuánto están?
         ─A cincuenta y dos el kilo, señor, recién traídas, son de buen tamaño, mírelas Ud. mismo, señor, aún se mueven.
        Vale, pues, póngame una bolsa de esas, llena hasta la boca.
        Sí señor.
        Y de esas pescaillas, ¿qué me dice, señora?
        Merluzas, señor, son frescas, mírele Ud. los ojos, ve como brillan, fíjese en las agallas, ve, están rojas, recién pescadas, completamente rojas.
        Vale, pues, póngame un puñao.
        Un puñado, señor, ¿cómo cuántas?
        Una docena, venga, que hoy estamos de fiesta.
        ¿De fiesta, señor?
        Sí, he prometido a mi hija Dolores, por fin, vale, le he conseguio un buen partio, ¡ea, que la niña se lo merece!
        Me alegro, señor ¿Le quito las tripas?
        Vale, ¡pa qué las quiero! Es la que me quedaba por colocar, vale, ahora ya tiene el camino despejao, la muy jodia.
        Lo celebro mucho, señor, sinceramente.
        ─Trece años, vale, trece, muy bien llevaos, se lo aseguro, señora, es la más guapa de las tres, la más apañá, un cielito de muxaxa.
        ─¡Cuánto hemos de hacer los padres por los hijos, ya lo creo, ya lo puede Ud. decir, sí señor!
        Póngame también cigalas, señora, ¿a cómo están?
        A treinta y nueve, señor, a treinta y nueve euros el kilo.
        Vale, pues, póngame un kilillo, qué carajo, que ese festejo sólo ocurre una vez en la vida.
        Sí señor, ya lo creo.
        Y esos mejillones también y esas almejas ,póngalas todas, ¡qué carajo!
        Como Ud. diga, señor.
        Es un payo bien colocao, vale, un hijo de esos de los Mironda, ya sabe,  de los supermecaos, el mediano, Lorenso, un buen chaval.
        Por supuesto, señor, cuánto me alegro, felicidades a todos Ustedes, yo compro precisamente la fruta y la verdura en una tienda Mironda, aquí cerca, en la calle Bailón, muy agradables por cierto, ya me conocen, venden calidad, ya lo creo, calidad a buen precio.
        Vale, sí, la conozco, son buena gente. Lola estará bien, vale mucho pa vender, si le he de ser sincero es mi hija preferida, ¡ea!, ja lo sabe.
        Qué suerte tiene Ud. señor, se nota que es un buen padre, ya lo creo.
        Se hace lo que se puede, ¿no? Ya está, sí, sí, vale, ¿cuánto sube eso?
        —Son ciento dieciocho con sesenta, ciento dieciocho para Ud. señor que me ha caio muy bien, ya lo creo.
        —Tenga doscientos.
        —Aquí tiene el cambio, señor, y las tres bolsas, gracias por comprar aquí y que acabe de tener un buen día, que tengan una buena fiesta y les deseo especialmente a su hija Dolores lo mejor del mundo.
        —Vale, que así sea, adiós, señora.
        El hombre salió de la pescadería con su sombrero calado, encendió un puro, empezó a andar pausadamente y en el primer contenedor que se encontró tiró las tres bolsas de la compra.                                        

martes, 17 de junio de 2014

Relato 12

                             Fiesta                                                      

La música está alta, el bum-bum reiterativo, molesta, la noche se acerca, hay risas, bullicio, bailoteo, música de los ochenta. Unos jóvenes beben, hablan, gritan y disfrutan en un terrado cercano, ajenos a la escandalera que están montando. El vecindario con las espadas en alto, les echan miradas asesinas, pero nadie osa de momento decirles nada, todavía no son las once, la hora frontera para la guardia urbana, todavía queda un rato más de fiesta ajena.  
Una mujer mayor les mira por la ventana y menea la cabeza, le cuesta redactar una dedicatoria para el regalo de su nieta. Antes los guateques los hacíamos los sábados por la noche en la tienda de alguna amiga, musita en voz baja. 
Un hombre con camiseta imperio, que se está preparando una enorme tortilla de espárragos, sube el volumen del televisor para poder seguir el partido de fútbol y murmura palabras ininteligibles tal vez porque su equipo está perdiendo por 0-1. Desde su casa no puede verlos, pero sí oírlos.
 Una mujer sentada en un balancín amamanta a su hijo y se balancea frente la ventana donde la luna llena y unos rayos tenues iluminan su rostro. La música se desplaza por el aire y acompasa sus movimientos. 
Un muchacho sale de la ducha, se contempla desnudo ante el espejo y mueve sus caderas al ritmo de la música que viene de fuera. Una joven de treinta años se repinta los labios de rojo, se cuelga una gargantilla de plata y se alisa la falda de su vestido de flores. Son casi las nueve, hora de salir, hora de librarse de la juerga de los vecinos del ático. La música resuena por el patio interior elevando a tope el volumen. 
Hasta el niño sordo del cuarto segunda menea la cabeza siguiendo el ritmo. Su madre está reparando un enchufe y ha cortado la luz por seguridad y se ilumina con una linterna de ledes. La fiesta continúa a toda marcha, cada vez se vuelve más estridente. 
A punto de cumplirse las once, todo el vecindario están a punto para llamar a la autoridad. La señora de cabello blanco ya ha preparado el escrito y el regalo, el hombre soltero se ha comido la  tortilla y su equipo ha empatado, el bebé hambriento se remueve intranquilo en la cuna, el muchacho homosexual galopa en el sofá con los auriculares puestos, la joven sin novio cena al final en casa con una amiga. 
Todos pendientes de llamar, cuando la fiesta se acaba de golpe, apagón general, algo ha pasado en el cuarto segunda.

martes, 10 de junio de 2014

Relato 11

                                          Corazón

Lo siento, Ana, en el dolor, te acompaño. Gracias, Carmen, inesperado, su corazón, infarto fulminante, el anterior lo superó, éste, no. Amé mucho, lo sabes. Juntos, una vida, gran hombre, cincuenta años casados, mucho. Y él. Lo sé, Ana. Se os veía felices, un prodigio, hoy día. En el otro, a tiempo, se derrumbó ante mí, 112, dóblele la cara, ̶ me dijeron,  ambulancia, rápidos,  desfibrilador, masaje cardíaco, vuelta en sí, desmayo, camilla, traslado, sirenas, UVI. Como muerto, palidez. Quédese fuera señora, él dentro, yo fuera, ya le avisaremos, dos horas. Me carcomía. Lo sé, Ana, estuve. Puede pasar, sólo usted, lleno de tubos, monitorizado, inconsciente, sedado, lloré. Me acerqué, me senté a su lado, le dije ya estoy aquí, cariño. Él, inmutable, lloré, le quité la máscara, un instante, le besé en los labios, dulcemente, repuse la máscara. El monitor se alarmó. Entraron enfermera, médico, raudos, tensos, alterados. La frecuencia cardiaca, disparada. Disparada por un beso. Juntos, cincuenta años.      

martes, 3 de junio de 2014

Relato 10

                                     Juicio

        ─La maté, es cierto, fue un arrebato de celos, lo siento, señoría, lo siento muchísimo, no lo volveré a hacer. Se echa a llorar. El sol se filtra por uno de los ventanales que da al Este y se pueden ver con claridad las partículas de polvo en suspensión flotando caprichosamente por la sala. Salvo el lloro desconsolado  de la acusada no se escucha nada más, si acaso el cansino latido de un reloj de péndulo colgado en la pared del fondo, junto a la puerta de emergencia. La sala está llena, es un caso de asesinato que ha movilizado la prensa y la opinión pública. 
        Me engañaba, llevaba meses engañándome, no lo pude soportar, lo siento, señoría, lo siento muchísimo, no lo volveré a hacer.
         Se limpia las lágrimas con la mano libre, el juez le pasa una caja de pañuelos de papel, coge algunos, se seca las mejillas, se restriega los ojos, no puede levantar la vista, el auditorio le da miedo no puede soportar su mirada condenatoria, vuelve a llorar, ahora en silencio. Se oyen murmullos que no cesan, que van en aumento, el reloj señala las doce y cuarto, el filtro del aire condicionado echa aire caliente que revoluciona las partículas en suspensión, una mujer tose, otra estornuda, alguien se suena la nariz y se oye el choque de un móvil cayéndose al suelo.
         Silencio en la sala ordena el juez. Afuera el tráfico, los cláxones, las sirenas, el bullicio de la muchedumbre caminando, la indiferencia, todo se escucha desde dentro, amortiguado.
         Yo la amaba, no sé cómo pudo pasarme una cosa así, estábamos bien, éramos felices, no lo entiendo, no me acuerdo, señoría, no me acuerdo de nada, esa noche, en la cocina, no sé, me debí volver loca. 
        Una mujer de las primeras filas envuelta en un abrigo blanco se levanta de entre el público con algo pequeño pero reluciente en su mano derecha, apunta diligentemente y dispara. El reloj señala exactamente las doce y veintitrés.