Río
—¡Eh, usted, escuche! (No hay manera).
Oiga, Sr. barquero, sí, usted, quiere atenderme.
—Dígame, jovencito.
—¿Me lleva al otro lado del río sin
zozobra?
—A eso me dedico.
—¿Cuánto cuesta?
—La voluntad, con la voluntad me
conformo y es suficiente.
—Tenga, buen hombre, le doy todo lo que
tengo. Lléveme al otro lado.
—¿Va solo?
—No, con usted.
—Bueno, yo no cuento, es mi trabajo,
como si no existiera.
—Entonces, sí, voy solo.
—Casi siempre se cruza solo este río.
—¿Tarda mucho?
—Depende de la corriente.
—De chaval cruzaba a nado el Ebro y
llegaba a la otra orilla unos cincuenta metros más abajo.
—Aquí ocurre algo parecido, es la
resistencia de la vida.
—Hoy está el río manso, ¿no le parece?
—Sí, pero no se fíe de las apariencias,
en cualquier momento pueden abrir compuertas en la presa de Mequinenza y la
corriente volverse peligrosa.
—Me gusta oír el chapoteo del remo en el
agua, rema usted bien, con mucha armonía.
—Ya se lo he dicho, jovencito, es mi
trabajo.
—Veo mi reflejo en el agua pero, es
extraño, no veo el suyo a mi lado.
—El río ya no refleja a los barqueros,
nos tiene demasiado vistos.
—¿Y, qué me dice de este olor dulzón del
agua?
—Si he de serle sincero, jovencito, ni
lo noto.
—Es cada vez más y más y más intenso.
—Deben drenar el cauce más arriba. Hacen
lo que pueden.
—Los pulmones se me llenan del dulce de
río, ¿lo ve usted? Un remolino me engulle y me arrastra al fondo, se me lleva,
¡ayúdeme!
—No se apure, jovencito, ya llegamos al
otro lado. Pronto estará a salvo.
—Gracias, Sr. barquero, buen servicio.