martes, 25 de agosto de 2020

Relato 335


                                              Río
       
        —¡Eh, usted, escuche! (No hay manera). Oiga, Sr. barquero, sí, usted, quiere atenderme.
        —Dígame, jovencito.
        —¿Me lleva al otro lado del río sin zozobra?
        —A eso me dedico.
        —¿Cuánto cuesta?
        —La voluntad, con la voluntad me conformo y es suficiente.
        —Tenga, buen hombre, le doy todo lo que tengo. Lléveme al otro lado.
        —¿Va solo?
        —No, con usted.
        —Bueno, yo no cuento, es mi trabajo, como si no existiera.
        —Entonces, sí, voy solo.
        —Casi siempre se cruza solo este río.
        —¿Tarda mucho?
        —Depende de la corriente.
      —De chaval cruzaba a nado el Ebro y llegaba a la otra orilla unos cincuenta metros más abajo.
        —Aquí ocurre algo parecido, es la resistencia de la vida.
        —Hoy está el río manso, ¿no le parece?
       —Sí, pero no se fíe de las apariencias, en cualquier momento pueden abrir compuertas en la presa de Mequinenza y la corriente volverse peligrosa.
        —Me gusta oír el chapoteo del remo en el agua, rema usted bien, con mucha armonía.
        —Ya se lo he dicho, jovencito, es mi trabajo.
        —Veo mi reflejo en el agua pero, es extraño, no veo el suyo a mi lado.
        —El río ya no refleja a los barqueros, nos tiene demasiado vistos.
        —¿Y, qué me dice de este olor dulzón del agua?
        —Si he de serle sincero, jovencito, ni lo noto.
        —Es cada vez más y más y más intenso.
        —Deben drenar el cauce más arriba. Hacen lo que pueden.
        —Los pulmones se me llenan del dulce de río, ¿lo ve usted? Un remolino me engulle y me arrastra al fondo, se me lleva, ¡ayúdeme!
        —No se apure, jovencito, ya llegamos al otro lado. Pronto estará a salvo.
        —Gracias, Sr. barquero, buen servicio.

martes, 18 de agosto de 2020

Relato 334


                               Bitácora

No me arrepiento de haberla seguido hasta el malecón del viejo puerto, ni de haber subido a este infame navío y camuflarme a sus ojos, ni de haber zarpado con ella, pero sin ella, sin saber a dónde iba ni a dónde me llevaba. Fui tras ella como prendido en un alfiler por su encanto y me dejé arrastrar dándome igual si era al cielo o al infierno, hipnotizado por su bello rostro, por su seductora figura, incluso por su indiferencia, lo hice por ella, lo juro.
        Me fui tras ella, pero sin ella, a este océano de locura, a este sube baja inexorable, y no me arrepiento ni ahora ni nunca aún en medio de la zozobra ni con esta mar extraviada, medio mareado, escribiendo a latigazos en este cuaderno de tinta acuosa, a punto de naufragar, dando tumbos por la cubierta de un cascarón que se hunde bajo la tormenta y yo con ella, pero sin ella.
        Los golpes de mar son cada vez más intensos, sobrevuelan la chalupa, destrozan la buzarda, saltan los batientes y las cimbras, ni las barcas salvavidas están disponibles, las maderas crujen como las meninges y me castañean los dientes. Me descubro temblando, temblando y escribiendo cuando una ola enorme revienta el puente y desarbola la mayor. Ni la almiranta ni nadie puede evitar el naufragio, el palo se derrumba a mi lado. Lo hice por ella, pero sin ella.
        ¿Dónde estás, amada mía? Te he perdido en el trueno de la noche y ni te veo ni te oigo. Un barrido de lluvia ha azotado la cubierta y la ha destrozado. En medio del derrumbe me ha parecido oír tu voz: ―Ayúdame ―has gritado.
        Creí que no existía para ti y me has nombrado, amada mía. Tu voz esquiva sigue resonando en mi interior, lo viene haciendo desde el fondo de los tiempos, te he reconocido, seguirte ha sido y es mi bitácora.
 Cuando todo se me derrumba tú me ayudas, nada soy sin ti, escritura.

martes, 11 de agosto de 2020

Relato 333


                                       Peca

María Engracia tenía una peca muy graciosa en la mejilla izquierda. Cada día se la cuidaba con mimo  y la realzaba con maquillaje. La mayoría de los hombres iniciaban la conversación con ella tomando como excusa la peca que lucía hermosa en su bello rostro.
Cuando al cabo de los años la peca empezó a cambiar de color se negó a ir al dermatólogo porque la peca era suya y le daba identidad. No se imaginaba una vida sin su amada peca en la mejilla izquierda.
Descanse en paz.

martes, 4 de agosto de 2020

Relato 332



                                       Subir

Fueron ellas, las procesionarias. No para de repetir lo mismo y de rascarse pies, manos y pantorrillas. Hasta tiene fiebre y le cuesta respirar. Subir o no subir al  singular pino: la cuestión diaria de Pablito. Esas bolsas blancuzcas ¿serían aquello? El médico, rutinario, atiende sus quejas y le inyecta antihistamínicos. Te pondrás bien, muchacho. Se parece al pederasta del cuarto y al de Biología, con su cara anchicorta y sus ojos abovedados.
        “La procesionaria del pino es un lepidóptero aunque no os lo parezca, chicos, con desarrollo holometábolo, acordaros, muda para crecer, pasa por las fases de embrión, oruga, crisálida y mariposa. Sí, una mariposa grisácea que apenas vive unos días y se aparea todo el tiempo, una plaga que se da también en cedros y abetos. Atención: no debéis tocarlas en su fase larvaria, producen urticaria, alergias y hasta os pueden dejar secuelas para toda la vida.”
        Sí que tarda en producir efecto. Jadea, no se detiene, sigue subiendo la cuesta, ¿la cuesta interminable? No, hasta el Everest tiene cima. Valía la pena. Lo bueno de la subida es la conquista de la bajada. Subir o no subir dejó de ser la cuestión fundamental de Pablito ese día de primavera tardía. Su hermana sube a pie, le da miedo el ascensor. Una miedica. Con sus trenzas rosas. La vida es un continuo rompe piernas, dice su padre cuando regresa los domingos de su vuelta ciclista. Hay contaminación atmosférica, el polen, la procesionaria. Estornuda antes de meterse en la ducha. 
        “Las orugas tienen un comportamiento social, chicos, forman mullidas colonias y construyen refugios de invierno como nosotros, pero en bolsones de seda suspendidos en las ramas, entre las acículas. En primavera, cabeceadas por una hembra, descienden en fila india y por eso se les llama procesionarias. No os fiéis ni las toquéis, sus pelos urticantes son peligrosos. Ciegamente se siguen, guiadas por las feromonas, protegiéndose las cabezas de los pájaros, sus depredadores. Después del paseo al sol se enrollan para ocultar la cabeza y pronto regresan a sus casas flotantes. Son voraces y resistentes, acaban con todo. Ni los pesticidas sirven.”
        Voraces y resistentes, no te fíes, no las toques, ocultan su cabeza, se enrollan, se guían por las feromonas, ni los pesticidas sirven, son una plaga, acuérdate, holometábolo, no delires, seas quien seas ahora, el ciclo de la vida, mutación constante, cambio que no cambia, ese bicho pinchudo un lepidóptero, antes un huevo, luego una efímera mariposa, no te fíes de las apariencias, por completo querrás decir, ay, esta fiebre que no cesa. Ni la esperanza.
        Las escaleras de caracol son tornillos sin fin y subir a las Tres Cruces del monte Güell era algo parecido, le resultaba cada vez más difícil olvidar. Su bosque de pinares preferido. No se detenía, correr significa no pararse, ni mirar para atrás ni lejos, si acaso mirar arriba. Subir al cielo y bajar lentamente. No entendía que el Sol no girara, que fuera la Tierra, y no se mareara, que no nos mareáramos, los antiguos tampoco lo entendían. Ni el titilar de las estrellas.
        Levántese el acusado, nadie se levantó pues el acusado era el pueblo. En el juicio el humo y el escozor ascendían hacia las nubes. Era la fiebre, seguro. Subir al cielo y bajar lentamente, disfrutar del orgasmo. Él me obligó.
        ¿Subes? La ciudad a tus pies. Prefiero la escalera como mi hermana.
        Una escalera de caracol sin fin.
        Como la procesionaria.