martes, 28 de febrero de 2017

Relato 153

                                     Embarrancado

Anthony pensó que de aquella no saldría. Le sorprendió el ímpetu del agua, del agua sucia de barro, piedras y ramas que se desató de golpe en el río, en el río Pangani, en el noreste de Tanzania. Habitualmente tranquilo, fácil de cruzar, de sesenta metros de anchura, pero ahora enloquecido, una torrentera con más de noventa, según su experiencia, su larga experiencia de aventurero. Calcula que le faltan unos quince para llegar al otro lado, está sujeto, atrapado dentro del feroz río, aferrado a un tronquito embarrancado, no osa ni moverse, no por los cocodrilos que ahora no hay, sino por el agua enfurecida que lo balancea de un lado a otro, la madera cruje, sus dientes crujen, todo a su alrededor cruje, para salvarse necesita alcanzar el saliente de una roca en forma de peana, de la roca que frena un lado del leño, apenas le queda un poco, palpa, tienta, tiembla, tienta y palpa. Desde allí podría no sin dificultad alcanzar el otro lado del río.  
        El tronco no va a resistir, ve que se está yendo de la sujeción del centro, la fuerza del río va a arrastrarle a él y al madero providencial hacia el abismo, el caudal crece, se incrementa como una oleada inhumana, como un monstruo resbaladizo que devora aventureros. Sin duda —Anthony aún piensa rápido— este súbito crecimiento debe ser por lluvia monzónica en la cabecera, eso no lo preví y si no hago algo y pronto irremediablemente me va a empujar hacia la gran cascada. La cascada, que oye romper estruendosa a sus espaldas, a unos cien metros, es un salto de ochenta y algo, de ahí no se salvaría, no se salvaría ni un fantasma, ni dos ni diez. Le horroriza morir estrellado contra las rocas del fondo, le paraliza el verse arrastrado hacia aquel sumidero, se le eriza la piel reblandecida, tirita de miedo al imaginar ser engullido por la catarata, como un remolino más.      
        Anthony traga saliva, consigue desentumecer y mover unos centímetros su mano derecha los suficientes como para alcanzar el saliente mellado de la roca, escurridizo, musgoso y frío, y hundir con ansia sus dedos inflados y rojos que se clavan y calan en la espesura de la hierba, siente el dolor en sus yemas y la dureza pétrea de la roca, la dureza de la pétrea soledad. Aunque ha ido con cuidado, al moverse, el tronco que le sostiene también se ha movido y al poco se resquebraja, el chasquido le reblandece los sesos, la madera corroída por la podredumbre y la humedad cede y el madero se parte y la fuerza de la corriente lo engulle hacia el fondo ruidosamente como un pelele de burbujas, como un pelele, río abajo, por los rápidos.
        Anthony, al verlo, siente que se le va el corazón espumante, que el ojo del monstruo le reclama para sí, para su estómago, que ante el envite del agua poco puede hacer, y ,espantado, se apercibe que su cuerpo no pesa nada, que fluctúa como una hoja, que la horrible serpiente intenta voltearlo y él se resiste, tensa músculos de brazos y piernas, rigidez absoluta, se resiste con ahínco. De conseguirlo, si perdiera su único agarre sería su fin, estaría perdido, quedaría en manos de la aguada muerte. De la aguada muerte en mayúsculas.
        En una reacción instintiva, difícil de explicar, atiranta todo su estragado cuerpo y levanta la cabeza, respira trabajosamente, el agua le salpica por todas partes, se le lleva la mochila, la Explorer del pie derecho, el salacot lo perdió hace rato,  sólo quiere sobrevivir, seguir viviendo como sea. La mano derecha, con los dedos hinchados, anclada a la roca, mientras que el cieno, las ramas, animales muertos se los lleva el río hacia la cascada, no va a poder aguantar más, le parece que no puede. Será arrastrado por la cruel Naturaleza desatada. Rezar es algo que no había hecho desde niño, se vuelve niño, reza y llora.
        De su interior, no sabe como, le surge algo inédito, llamémosle coraje, con la habilidad propia de los desesperados lanza su mano izquierda como si fuera un arpón y la fija en la roca escabrosa, cerca de la otra mano, mientras su cuerpo en bandolera oscila a merced de la trompa de agua, y consigue casi por milagro escudarse en la roca, zafarse de la caída, zafarse. Aguanta un poco, aguanta, gracias, Dios mío, gracias,  el pobre se da ánimos en voz alta.
        Ahí se mantiene estable con los dedos atiesados, ensangrentados, en el saliente de la roca en forma de peana con ambas manos acalambradas que le resguardan y provisionalmente le soportan. A ratos arrecia la lluvia y le azota el rostro, le ciega los ojos, y el torbellino del río le tapa a borbotones la boca y le ahoga, escupe y tose con dificultad, los dedos, ateridos, le tiemblan, no puede evitarlo, es algo involuntario, mayor que su voluntad de vivir, mayor. Los rápidos se incrementan. Cuánto le gustaría —desesperado— acabar con todo, salir o ceder, dejarse llevar por la serpiente impetuosa, rendir cuentas en el gran salto que le aguarda más abajo o volar, quien puede decirlo, de un brinco hasta tierra firme y salvarse. Saltarse la muerte por primera vez en su vida, quien pudiera.
        ¿Qué le espera? No lo sabe, ni tampoco qué hacer, ni cuánto más va a poder soportar esta angustia, se le antoja difícil, muy difícil. Nunca antes había vivido una situación semejante. Salvo su amigo del campamento, su colega y espeleólogo Robert Usher, nadie sabe nada de su expedición, absolutamente nadie le va a echar en falta, nadie. Hace cinco horas que salió de Zaherid, a los pies del Kilimanjaro, su amigo le esperaba a media tarde, como se haga de noche en el río será su fin, vendrán las fieras salvajes, las tinieblas, no tendrá ninguna posibilidad, si pudiera al menos alcanzar la orilla, son sólo unos quince metros, pero, ¿sin cuerdas, qué? Está condenado. Y no se le ocurre nada, nada.  No puede pensar, eso es lo que le sucede, que ya no puede.
        El agotamiento y el río acabarán con él, exhausto como está, el agua fría coagulará su sangre, no podrá seguir sumergido mucho tiempo, sometido al azote continuo de la furia del agua, sube el nivel del río, se enrarece, se vuelve más turbio y espeso, ya cubre casi la roca donde se aferra, le obliga a estirar el cuello para respirar, cada vez le cuesta más, a pesar de la lluvia tiene la boca reseca, salvo un prodigio en forma de tronco o de cocodrilos pasarela, una liana providencial de Tarzán o un helicóptero, salvo eso, nada ni nadie podrá evitar su desfallecimiento, derrumbe y muerte, nadie.
        Y lo que es peor para Anthony, para un aventurero como él, estrellarse y ser devorado por el monstruo del fondo como un pobre infeliz entre burbujas pegadizas. La muerte parece inevitable, empieza a sentirla en su interior. El rugido de la cascada retumba y le ensordece, con todo, algo aviva su oído, algo que parece provenir del cielo lejano, un sonido familiar, algo que vuela bajo.
       
        —Antonio, prepara la mesa.
        Antonio pone el punto en la página que lee, suspira, cierra el libro. ¡Plaf!        —Voy.

martes, 21 de febrero de 2017

Relato 152

                                              Espriu

Et vaig conèixer al teu pis de Barcelona, jo era jove i exaltat, tu, home cabdal de les lletres catalanes, seriós i distant. Sempre estaves assegut davant la gran taula de caoba que donava al carrer Gran de Gràcia, envoltat de llibres de dret i poesia. El soroll del trànsit s'endinsava per l'enorme finestral ovalat que tenies al darrera, i des de la meva posició podia veure les capçades dels llargaruts plataners escampats pel jardinet del davant, bandejant-se per les sacsades de l'aire primaveral. Sovint tenies les cortines descorregudes per il·luminar aquell despatx que consideraves massa fosc. De tant en tant t'alçaves, en un gest d'esma, donaves un gir i guaitaves per la finestra per veure com la pell de brau remugava per l'avinguda Diagonal. Restaves immòbil amb els ulls tancats, de vegades uns minuts llargs, per obrir-los sense més ni més i t'asseies veloç i escrivies amb la ploma Inoxcrom el que se t'acabava d'acudir. Estaves cansat de tants anys de mirar aquesta desolada i estimada terra, de tantes paraules d'esperança que havies bolcat en infinitat de poemes, de la fotesa humana que no aprèn més que des de l'experiència personal menysvalorant la Història. La Grècia clàssica, Catalunya, els compatriotes lliures, —la congregació que tu deies—, la vida i la mort eren les fonts de la teva inspiració. Sempre era i és el mateix rum-rum, la filosa que no cessa mai.
         I ara Espriu que fa trenta-dos anys que passeges lliure entre els xiprers verds del teu estimat cementeri de Sinera amb vistes al mar percudit encara per les mans de la por, deixa'm dir-te que per aquí la situació ha canviat força des que vas marxar a despertar els morts, n'estic segur, amb bells mots en el turó que planeja a l'altre costat de la carena. Tu que detestaves les paraules de llautó s'han convertit en la xavalla amb la que molts polítics no fan més que engreixar-se les butxaques convertint-les en or. La democràcia que vares conèixer s'ha transformat en una mena d'aristocràcia amb dret al safareig i a les reclamacions, on els medis de comunicació i les empreses multinacionals copen el lliure comerç, duent el timó del món ric i condemnant el pobre a més pobresa. La classe mitjana que coneixies s'ha escolat per la negra gola de la crisi financera. La corrupció política s'ha generalitzat i amb l'ajut de la opacitat dels paradisos fiscals una minoria poderosa està duent sense escrúpols el planeta a la misèria. És desballestadora la pèrdua de valors ètics actuals, els genets negres del segle XX cavalquen de nou en aquests temps, el desequilibri del món és impossible de sostenir, no ho podrem resistir  gaire més. S'han incrementat les discriminacions de moltes minories i encara que el somni revolucionari continua sent viu, és més cansat i envellit. Més cansats i envellits. El jovent no ha conegut altra opció i prou feina té en trobar feina, malvivint amb els pares sense poder emancipar-se i un futur incert.                                        
        La independència és ara una paraula que s'ha posat de moda, Catalunya sona com una nació que vol ser reconeguda com a Estat propi. Segur que gaudiries, segur que sí. Els afanys nacionalistes, tan quimèrics i inconsistents quan tu vivies, han irromput amb força a tot el país. Tothom n'hi va ple. L'actual classe política s'ha tornar populista i ha il·lusionat a una societat civil que ha promogut el canvi pacífic a pesar d'algunes faccions tradicionals que l'usen per fomentar la confrontació, emprant-lo com una eina per separar i fer fum, i no com un dret legítim i consensuat per créixer units, en respecte i en pau. Il·lusionats. A fora hi ha por, por a perdre's a l'Àfrica negra, por a quedar-se sense entrada a Europa, por a no disposar dels calés catalans. Domina la crispació,tothom es queixa. Darrera de cadascú batega una covardia diferent de la que tu vares conèixer, però les mancances humanes i l'avarícia continuen actives per endur-se dels eraris públics el que més els hi escau. L'ideal s'ha gairebé banalitzat, s'ha fet cosa per bescanviar, ha passat a ser una paraula per escopir més en la nostra inestable quotidianitat. Encara així no pot desaparèixer el seu sentit original, el que tu vas airejar. L'ideal retorna eternament perquè sense un més enllà el d'aquí resulta massa dolorós.
        Així, poeta de somni, captiu del càntic, el teu esforç no ha estat inútil (com havia de ser-ho!), les teves petjades són vives, som molts els que encara avui, en els trenta-dos anys de la teva mort, et recordem i ens fem forts, rellegint encoratjats els teus poemes de combat. Gràcies, poeta.


PD: Salvador Espriu va morir el 22 de febrer de 1985

martes, 14 de febrero de 2017

Relato 151

                                              Libro

Escuche, amigo, si abre esta puerta, morirá. Se estremeció. Esto es un principio amenazante, pensó. Volvió a leer la frase y se detuve en su última palabra: morirá. En unos segundos se acordó de los muertos que había conocido. Había perdido la cuenta. Antonio Salvat fue el primero. Aún yacía en la cama cuando tuve la osadía de darle en la frente un beso de despedida, musita, complacido. Al diablo, pensó, un mierda menos en el mundo. Estaba frío como un bloque de hielo seco. Morirá, relee de nuevo, todo un aviso para uno a quien le emocionan los libros de miedo, notó que sus labios temblaban y se helaban como cuando besó treinta años atrás al enemigo muerto. Se los mordió. Luego inevitablemente vinieron muchas más muertes, pero no volvió a besar a ningún otro. Con una impresión había tenido bastante.
        Tal vez porque intenta demostrarse a sí mismo que puede superar aquel frío glacial le gusten tanto los relatos de terror y se siente victorioso cuando los concluye sano y salvo. Un tipo de desafío que le pone a prueba, como sucede en este nuevo libro que empieza a leer esta noche. Siempre lee antes de acostarse, siguiendo una costumbre de la infancia. El libro es Alguien (Editorial Hill, octubre 2016, varios autores, traducido del inglés por A. Frías, original Somebody). Gente de su confianza, sabedores de su pasión por los libros de misterio se lo han regalado esta tarde, adelantándose a su aniversario y santo. El próximo dieciséis de febrero cumplirá 64 años. Sus padres le pusieron de nombre Onésimo como el santo del día en que nació. El regalo iba envuelto en papel rojo y anudado en el centro con una pequeña calavera como adorno. Es un regalo precioso, es un libro diferente, dijo a sus amigos. No es cuadrado ni rectangular, sino circular. Efectivamente, distinto. Debe tener unas cien páginas y contiene (se lee en la solapa) cien historias breves de terror, una por página. Relatos breves para dormir intranquilo, pensó.
        Escuche amigo, si abre esta puerta, morirá, es el primer cuento y le pareció un principio amenazante, incluso prometedor. Onésimo, repantigado entre almohadones en la cama, con su lamparilla de noche iluminándole la página, a punto de descorchar el misterio del primer relato, vio de refilón que la puerta del dormitorio oscilaba ligeramente, estaba oscuro allí, la oyó chirriar y quedarse quieta. Aguzó el oído, afuera llovía y soplaba viento, se oía, es el viento, se tranquilizó. Se quedó observando la puerta en modo disimulo por unos segundos y no se movió más. Tonterías, pensó. Regresó al placer del cuento, pero la puerta volvió a inquietarle, juraría que se está moviendo, se está balanceando, no puede haber nadie, estoy solo, no quiero asustarme. A mí nadie ni nada me asusta. Es la tormenta, seguro.
        Efectivamente estaba cayendo una de buena en la calle Rosales. Ráfagas de aire, truenos tremebundos, y qué relámpagos, farfulló, ajustándose los quevedos. Aquí estoy calentito. Retornó al relato, determinado a no distraerse más. El olor de la tinta impresa le enamoraba, la redondez del libro le seducía. Nunca habías tenido hasta ahora un libro circular, Onésimo, repitió en voz alta. Estaba feliz. Para ver de qué iban las narraciones y en contra de su costumbre empezó por el final, leyó el último relato. Muy corto. Decía: amigo, esto se acabó. Poco original, musitó.
         A los pocos minutos, notó que le temblaba el libro en su regazo, que palpitaba, que tomaba velocidad circular, algo inusitado, que se aceleraba, le quemaba las yemas de los dedos, se descontrolaba, el libro tomaba vida y enloquecía, se estaba activando, se le escapaba de las manos, le pareció que tomaba vida prestada, que alguien, oculto tras la puerta, controlaba el libro a distancia como si fuera un dron. Le pareció ver una sombra conocida echándole una especie de reprimenda, como si él, el gran Onésimo, hubiera cometido un sacrilegio, un error inaceptable. Absurdas reacciones del libro, de la puerta y de la sombra que no venían al caso, al tratarse de relatos independientes, de autores distintos, desconocidos entre sí y sin motivos aparentes para cometer venganza alguna ni hacer daño a nadie. Aparentemente.

         A la mañana siguiente en la prensa local apareció el siguiente suelto: el famoso detective Onésimo Prieto Alfaro ha aparecido muerto esta mañana en su domicilio de Madrid en extrañas circunstancias. Tenía en sus manos un libro circular y el cuello seccionado. Estaban empapados en sangre junto a unos quevedos entre almohadones. 

martes, 7 de febrero de 2017

Relato 150

                                           Xaranga

Un, dos, tres la xaranga, un, dos, tres ara entres tu, un, dos, tres la xaranga, un, dos tres ara hi surts; un, dos tres, la xaranga..., m’entusiasmava saltar a la corda, Finita en un costat, de l’altra Pepita; jugàvem al carrer de terra encara, un, dos tres, la xaranga, uns deu anys, un, dos, tres ara saltes tu; la pols s’alçava a cada fuetada i quan bufava vent una lleugera polseguera se’ns posava als ulls i aleshores la corda ens atrapava i tocava canvi. Em posava enlloc de la Finita, esvelta Finita, nou anys, amb un senyal al front d’una varicel·la borda mal curada; un, dos, tres la xaranga, un, dos, tres ara hi surts, i entraven més nenes. Era un carrer de terra i de nenes, les meves amiguetes, i jugava al joc que triaven, un, dos, tres la xaranga, com sempre, un, dos tres, ara saltes tu; i passava l’estona amb pantalons curts i suàvem, i les faldilles de la Pepi, curtes, s’alçaven i se li veien les calcetes blanques; en canvi a Finita no, amb el que m’hagués agradat! Un, dos, tres la xaranga, ara entren veloces dos alhora, un, dos, tres, esbossen rialles matineres, jo també ric i sóc feliç, mostro sense adonar-me aquells aparells a les dents que duia vergonyós, i més colla vingué i s’afegí la Rosa, més gran, rossa. Feia xiuli, molt bé. Heu provat de fer xiuli? Era un repte, m’encanten els reptes, m’encantava fer xiuli, saltar-lo i fer tibar la corda, accelerant-la, espetegar contra el terra i alçar fumera a l’aire, engrescar-me, fer volar a la Rosa per veure-li ses calcetes rosses. Un, dos, tres la xaranga, un, dos, tres ara entres tu, un, dos, tres ara hi surts...

        I així entre nenes i cordes, rialles i carrers polsosos de poble va transcórrer ma infància a Móra d'Ebre.