Posesivos
—Sabes, Anna, mi amigo Juan es un tipo
raro. Le conozco desde hace muchos años, pero últimamente está como una cabra.
Cada vez que hablo con él insiste en que no le cite por sus apellidos
verdaderos (Ramos Garcés) sino que los simplifique por el de Ego. Además dice
que los posesivos deberían casi desaparecer del diccionario y dejarlos sólo
como indicativos en el uso cotidiano y también los pronombres personales, pero yo
le digo que cómo haremos para diferenciar lo que es de uno de lo que es de
otro. Dice que esto carece de importancia, que nadie tiene derecho a poseer
nada, pues el sustento común es el planeta y de hecho —se empecina— todo
pertenece al fin y al cabo al planeta. Yo alucino. Pero él está empeñado y
siempre me dice: que sí, Adolfo Ego (insiste también en llamarme así) que los
posesivos no existen, que son partículas del lenguaje para comunicarnos y
diferenciar responsabilidades, un invento del fisco, pero que no denotan
posesión de nada, que nadie puede poseer porque nada es de alguien. Que el
error nace con el lenguaje que está contaminado, pues vamos a ver (y entonces
se pone muy serio) una cosa es la palabra y otra muy distinta el objeto
denotado.
—Mira— y me señala la mesa —ves, esto es
una mesa.
—Sí, claro, —le contesto.
—Y, ¿por qué es una mesa?
—Pues porqué en castellano nos hemos
puesto de acuerdo en llamar a esta cosa, mesa, al igual que hacen los franceses
o los ingleses cuando le nombran table, o aquí en Cataluña cuando le
decimos taula. Son convenciones para entendernos y por eso tenemos una
Real Academia de la Lengua para ir actualizando vocablos a medida que van
apareciendo nuevos objetos. ¿Sí o no,
Juan Ego?
—Sí y no, amigo Adolfo Ego, sí y no es un
oximorón. A ver, esta mesa está aquí, ambos la estamos viendo con toda
claridad, cuadrada, con sus vetas marrones y sus cantos redondeados, de
acuerdo, es una mesa, tenemos muchas imágenes distintas de mesa en nuestras
cabezas tantas como experiencias respectivas y con todo podemos detectar que
esta cosa que tenemos aquí delante se parece al prototipo mental presente en el
cerebro de cada cual y decimos mesa, de acuerdo, pero vamos a ver, señálame un mi o un tuyo
o siquiera un yo.
—Yo soy yo, y tú eres tú y esta mesa
es de este bar, de su propietario, para ser exactos, del Sr. Alquezar.
—Pero no te das cuenta, amigo Adolfo
Ego, que estás haciendo un uso inapropiado del lenguaje. La mesa está aquí, la
vemos, la tocamos, sostiene estas cervezas, de acuerdo, pero el yo y el tú y
tantas y tantas partículas como las preposiciones y las conjunciones y muchos
otros elementos del lenguaje no tienen cuerpo físico, no existen en la realidad
cotidiana, son puras entelequias mentales. Uno no va caminando por la calle y
se encuentra un qué interrogativo preguntándote por el bar Alquezar, por
ponerte un ejemplo.
—¿Y eso a donde nos lleva?
—Simple, que salvo los objetos físicos
tangibles nada es lo que parece y aún éstos depende de quien y cuando se miran.
En principio hay muchas cosas del lenguaje que no tiene correspondencia con la
realidad, que no existen, que son un invento humano. Además, las palabras que
se corresponden con objetos van cargadas por la emoción particular con las que
cada cual las ha asimilado en su memoria. Cada objeto incide diferente en cada
persona, emociona distinto, impresiona distinto. Cada uno crea en su cerebro
una imagen mental propia, y aún así, somos capaces de ponernos de acuerdo sobre
algún objeto físico que ambos estamos percibiendo al unísono y esto es algo
fantástico.
—Pero tú estás hablando del
nominalismo, ¿verdad, Juan Ego?
—No exactamente. Cuando salgamos del
bar la mesa seguirá estando aquí, aunque nosotros no la percibamos, tal vez
algún día deje de estar, pero de momento no es previsible, nada es seguro,
claro, pero presumiblemente continuará. Los nominalistas decían que dejaba de
existir por el simple hecho de que la dejaban de ver. En otras palabras negaban
la posibilidad de la abstracción, de referirse a algo no presente físicamente.
Si cerramos los ojos podemos imaginar esta mesa, incluso las cervezas o podemos
hablar sin verlo del mostacho del Sr. Alquezar o de su delantal a cuadros tan
manchado. ¿Verdad que podemos hacerlo sin que nos sea necesario percibirlo
ahora mismo físicamente?
—Claro, porque tenemos la imagen de
este hombre gordinflón en nuestras cabezas, porque hemos hablado con él en ocasiones anteriores y la memoria nos
ayuda a describirlo en un sencillo ejercicio de abstracción.
—Es decir, Adolfo Ego, gracias a la
memoria, la abstracción es posible. Sostengo que sólo podemos abstraer aquello
que recordamos, de forma que la abstracción de lo que no está en la memoria no es accesible a nuestra mente y
todo intento de ir más allá y dar rienda suelta a la imaginación es un error.
—La abstracción no es sólo una imagen
mental simplificada de algo propio percibido exteriormente o sentido internamente,
ya que podemos abstraer cosas que no existen, imaginar fantasías, dar veracidad
a ideas divinas. La abstracción de algo no experimentado por la mente es
factible pero no verdadero, pensamos con
palabras, no con objetos, no podemos ir más allá de las palabras sin riesgo de
equivocarnos. La metafísica no es posible pensarla, sólo sentirla. ¿Es eso lo
que quieres decir?
—Ahí está el problema, Adolfo Ego, que
concedemos realidad a palabras que no las tienen y entonces es un todo vale. De
ahí el lío monumental en que la sociedad se mueve, otorgando verdad a
partículas auxiliares del lenguaje que carecen de entidad real y a
abstracciones mentales que no tiene ningún soporte físico. De ahí mi rechazo
frontal a todo uso del lenguaje que vaya más allá del indicativo y
especialmente con el abuso de pronombres personales y posesivos, verdadero
bastión del egoísmo humano. Son muchísimas las personas que se creen poseer
realmente cosas y hasta seres vivos cuando ni siquiera se poseen a sí mismos y
todo porque están cegados por un uso aberrante del lenguaje. ¿Cómo que no lo
ves? El exceso de importancia que se concede a los posesivos alimenta y nutre
el ego de cada persona y para clarificar los términos es por lo sugiero llamar
a cada cual por su ficticio apellido, el del ego, el auténtico motivador de los
actos humanos en su buena mayoría.
—¿Y las emociones, qué sucede con las
emociones, pues no hay que yo vea emociones corriendo por la acera o cruzando
el semáforo, acaso no existen las emociones, Juan Ego?
—Entonces, Anna, es cuando se apasiona,
se me queda mirando fijamente y alzando un poco la voz vuelve al rollo de
siempre: que la emoción es una cosa distinta de la palabra emoción, que la
emoción existe sencillamente porque se manifiesta irrefrenablemente, pero que
están adulteradas por el abusivo uso del lenguaje, que el lenguaje ha
cosificado las emociones hasta lo increíble, que ya nadie sabe lo que es el
amor o la caridad o el respeto y que sucede igual con los sentimientos que se
han vuelto prosaicos, que el mal uso del lenguaje ha brutalizado el mundo y ha
vuelto insensibles e inclementes a los seres vivos pensantes o no, enfermando a
la sociedad. Vivimos demasiado aprisa para recaer en la importancia de los
detalles y nos matamos por palabras que en muchas ocasiones sólo señalan. No se
ve aún que las palabras son meras auxiliadoras de la realidad con un carácter
limitativo y sin entidad propia.
—En fin, Anna, te podría seguir y seguir
hablando de él pero es un pesado de mucho cuidado, siempre está repitiendo lo
mismo, ya me tiene aburrido. No quise discutirle, ni le propuse nada más, me
acabé la cerveza, le dije que había quedado contigo, con Anna Ego, sonreí y
salí, dejando cuatro euros sobre la mesa. Cada vez tengo más claro que Juan Ego
no tiene remedio, aunque sí, es cierto eso de que nos tomamos las palabras
demasiado en serio ¡A mí me están afectando! Creo que un día de estos dejaré de
verlo, no vaya a querer quitarme también el nombre y me enferme al quedarme
únicamente en el estoico anonimato (que también es un nombre, por cierto).