martes, 25 de octubre de 2016

Relato 135

                                      Posesivos

        —Sabes, Anna, mi amigo Juan es un tipo raro. Le conozco desde hace muchos años, pero últimamente está como una cabra. Cada vez que hablo con él insiste en que no le cite por sus apellidos verdaderos (Ramos Garcés) sino que los simplifique por el de Ego. Además dice que los posesivos deberían casi desaparecer del diccionario y dejarlos sólo como indicativos en el uso cotidiano y también los pronombres personales, pero yo le digo que cómo haremos para diferenciar lo que es de uno de lo que es de otro. Dice que esto carece de importancia, que nadie tiene derecho a poseer nada, pues el sustento común es el planeta y de hecho —se empecina— todo pertenece al fin y al cabo al planeta. Yo alucino. Pero él está empeñado y siempre me dice: que sí, Adolfo Ego (insiste también en llamarme así) que los posesivos no existen, que son partículas del lenguaje para comunicarnos y diferenciar responsabilidades, un invento del fisco, pero que no denotan posesión de nada, que nadie puede poseer porque nada es de alguien. Que el error nace con el lenguaje que está contaminado, pues vamos a ver (y entonces se pone muy serio) una cosa es la palabra y otra muy distinta el objeto denotado. 
         —Mira— y me señala la mesa —ves, esto es una mesa.
         —Sí, claro, —le contesto.
  —Y, ¿por qué es una mesa?
         —Pues porqué en castellano nos hemos puesto de acuerdo en llamar a esta cosa, mesa, al igual que hacen los franceses o los ingleses cuando le nombran table, o aquí en Cataluña cuando le decimos taula. Son convenciones para entendernos y por eso tenemos una Real Academia de la Lengua para ir actualizando vocablos a medida que van apareciendo nuevos objetos.  ¿Sí o no, Juan Ego?
         —Sí y no, amigo Adolfo Ego, sí y no es un oximorón. A ver, esta mesa está aquí, ambos la estamos viendo con toda claridad, cuadrada, con sus vetas marrones y sus cantos redondeados, de acuerdo, es una mesa, tenemos muchas imágenes distintas de mesa en nuestras cabezas tantas como experiencias respectivas y con todo podemos detectar que esta cosa que tenemos aquí delante se parece al prototipo mental presente en el cerebro de cada cual y decimos mesa, de acuerdo,  pero vamos a ver, señálame un mi o un tuyo o siquiera un yo.
         —Yo soy yo, y tú eres tú y esta mesa es de este bar, de su propietario, para ser exactos, del Sr. Alquezar.
        —Pero no te das cuenta, amigo Adolfo Ego, que estás haciendo un uso inapropiado del lenguaje. La mesa está aquí, la vemos, la tocamos, sostiene estas cervezas, de acuerdo, pero el yo y el tú y tantas y tantas partículas como las preposiciones y las conjunciones y muchos otros elementos del lenguaje no tienen cuerpo físico, no existen en la realidad cotidiana, son puras entelequias mentales. Uno no va caminando por la calle y se encuentra un qué interrogativo preguntándote por el bar Alquezar, por ponerte un ejemplo.      
        —¿Y eso a donde nos lleva?
        —Simple, que salvo los objetos físicos tangibles nada es lo que parece y aún éstos depende de quien y cuando se miran. En principio hay muchas cosas del lenguaje que no tiene correspondencia con la realidad, que no existen, que son un invento humano. Además, las palabras que se corresponden con objetos van cargadas por la emoción particular con las que cada cual las ha asimilado en su memoria. Cada objeto incide diferente en cada persona, emociona distinto, impresiona distinto. Cada uno crea en su cerebro una imagen mental propia, y aún así, somos capaces de ponernos de acuerdo sobre algún objeto físico que ambos estamos percibiendo al unísono y esto es algo fantástico.
        —Pero tú estás hablando del nominalismo, ¿verdad, Juan Ego?
        —No exactamente. Cuando salgamos del bar la mesa seguirá estando aquí, aunque nosotros no la percibamos, tal vez algún día deje de estar, pero de momento no es previsible, nada es seguro, claro, pero presumiblemente continuará. Los nominalistas decían que dejaba de existir por el simple hecho de que la dejaban de ver. En otras palabras negaban la posibilidad de la abstracción, de referirse a algo no presente físicamente. Si cerramos los ojos podemos imaginar esta mesa, incluso las cervezas o podemos hablar sin verlo del mostacho del Sr. Alquezar o de su delantal a cuadros tan manchado. ¿Verdad que podemos hacerlo sin que nos sea necesario percibirlo ahora mismo físicamente?
        —Claro, porque tenemos la imagen de este hombre gordinflón en nuestras cabezas, porque hemos hablado con él  en ocasiones anteriores y la memoria nos ayuda a describirlo en un sencillo ejercicio de abstracción.
        —Es decir, Adolfo Ego, gracias a la memoria, la abstracción es posible. Sostengo que sólo podemos abstraer aquello que recordamos, de forma que la abstracción de lo que no está en la  memoria no es accesible a nuestra mente y todo intento de ir más allá y dar rienda suelta a la imaginación es un error.
        —La abstracción no es sólo una imagen mental simplificada de algo propio percibido exteriormente o sentido internamente, ya que podemos abstraer cosas que no existen, imaginar fantasías, dar veracidad a ideas divinas. La abstracción de algo no experimentado por la mente es factible pero no verdadero,  pensamos con palabras, no con objetos, no podemos ir más allá de las palabras sin riesgo de equivocarnos. La metafísica no es posible pensarla, sólo sentirla. ¿Es eso lo que quieres decir?
        —Ahí está el problema, Adolfo Ego, que concedemos realidad a palabras que no las tienen y entonces es un todo vale. De ahí el lío monumental en que la sociedad se mueve, otorgando verdad a partículas auxiliares del lenguaje que carecen de entidad real y a abstracciones mentales que no tiene ningún soporte físico. De ahí mi rechazo frontal a todo uso del lenguaje que vaya más allá del indicativo y especialmente con el abuso de pronombres personales y posesivos, verdadero bastión del egoísmo humano. Son muchísimas las personas que se creen poseer realmente cosas y hasta seres vivos cuando ni siquiera se poseen a sí mismos y todo porque están cegados por un uso aberrante del lenguaje. ¿Cómo que no lo ves? El exceso de importancia que se concede a los posesivos alimenta y nutre el ego de cada persona y para clarificar los términos es por lo sugiero llamar a cada cual por su ficticio apellido, el del ego, el auténtico motivador de los actos humanos en su buena mayoría. 
        —¿Y las emociones, qué sucede con las emociones, pues no hay que yo vea emociones corriendo por la acera o cruzando el semáforo, acaso no existen las emociones, Juan Ego?     
        —Entonces, Anna, es cuando se apasiona, se me queda mirando fijamente y alzando un poco la voz vuelve al rollo de siempre: que la emoción es una cosa distinta de la palabra emoción, que la emoción existe sencillamente porque se manifiesta irrefrenablemente, pero que están adulteradas por el abusivo uso del lenguaje, que el lenguaje ha cosificado las emociones hasta lo increíble, que ya nadie sabe lo que es el amor o la caridad o el respeto y que sucede igual con los sentimientos que se han vuelto prosaicos, que el mal uso del lenguaje ha brutalizado el mundo y ha vuelto insensibles e inclementes a los seres vivos pensantes o no, enfermando a la sociedad. Vivimos demasiado aprisa para recaer en la importancia de los detalles y nos matamos por palabras que en muchas ocasiones sólo señalan. No se ve aún que las palabras son meras auxiliadoras de la realidad con un carácter limitativo y sin entidad propia.

        —En fin, Anna, te podría seguir y seguir hablando de él pero es un pesado de mucho cuidado, siempre está repitiendo lo mismo, ya me tiene aburrido. No quise discutirle, ni le propuse nada más, me acabé la cerveza, le dije que había quedado contigo, con Anna Ego, sonreí y salí, dejando cuatro euros sobre la mesa. Cada vez tengo más claro que Juan Ego no tiene remedio, aunque sí, es cierto eso de que nos tomamos las palabras demasiado en serio ¡A mí me están afectando! Creo que un día de estos dejaré de verlo, no vaya a querer quitarme también el nombre y me enferme al quedarme únicamente en el estoico anonimato (que también es un nombre, por cierto). 

martes, 18 de octubre de 2016

Relato 134

                                         Rebanadas
       
         —¿Integral o blanco?
        —Tanto da con tal que no se rompan.
        —¿Oye, Lidia?, a ver, en este de integrales, de Siluetas, dice en letras de molde que no se rompen, claro que de la publicidad no puedes fiarte.
        —Pues de algo habrá que fiarse. Coge dos paquetes de esta marca. ¡Ah, Carlos!, coge también uno de azúcar de kilo y uno pequeño de maicena, y a ver si encuentras canela en rama. Me voy al pescado, que veo poca cola.
        —Vale. ¿Oye, qué vas a hacer crema?
        —Sí, claro, el domingo, para cuando vengan tus padres, que les encanta.
        —¡Ah, es verdad!, mis padres.
        —He pensado que si encuentro cuatro lenguados nos irá perfecto. Lo haré a la plancha y le pondré unos cuantos níscalos que seguro les gustará. De entrantes un aperitivo con vermú, un poco de ensalada mixta y comida resuelta.
        —Recuerda que a padre no le van las espinas.
        —Ya. La última vez comimos rape y con el lenguado sólo hay que tener cuidado con las espinas de los lados, la del medio es grande. Si hace falta, hasta se las puedo quitar. ¿Como lo ves, Carlos?
        —Vale. La última vez fue cuando hablaron de aquello, ¿verdad, Lidia?
        —Sí.
        —Ya me gustaría tener el valor que ellos demuestran.
        —Y a mí, Carlos, y a mí. Pero igual la edad influye. Yo creo que sí.
        —84 años, y van y nos dicen que han firmado un testamento vital ante notario. Da yuyo ¿verdad? Y que me han nombrado albacea. ¡Madre mía!
        —Sí, pero algún día nos lo tendremos que plantear también nosotros. Tu madre tiene mucha razón cuando dice que ella no quiere vivir si no puede ser ella misma. ¿Qué sentido tiene prolongar artificialmente una vida conectándola a una máquina? ¿Dónde está ahí la dignidad humana? ¿Has encontrado la canela?
        —Sí, pero no suelta, ahora la venden envasada en un frasquito que van unas cuatro o cinco ramitas. No sé, Lidia, si tuviera un accidente y me quedara en coma no estoy seguro de que quisiera que me desconectarais, soy todavía bastante joven, podría tener esperanza, pues la investigación del cerebro está avanzando mucho, no sé.   
        —Me imagino, Carlos, que vivir como un vegetal no es vivir como un ser humano. ¿Quién es la última? Ah usted, ¡gracias! Somos jóvenes pero hemos de planteárnoslo. Creo que hay que pensar en uno mismo y en los demás, pues si al que le ocurre el accidente se queda que no puede decidir, entonces, ¿quién decide por él? ¿Quién decide si vive o no? Quién habla con el médico y en qué se apoya. En cambio ahora, gracias a la antelación de tus padres, tú dispones de un documento firmado por ellos donde expresan libremente su voluntad de no querer seguir viviendo si ha de ser de modo artificial. Sólo se trata de eso, de saber quien les resuelve la tostada, de cuando se rompe o no.
        —Como en las rebanadas de pan,¿verdad, Lidia?, integrales o blancas.
        —Eso mismo, como en las rebanadas. ¡A mí!, me toca a mí, cuatro lenguados,  por favor, bien frescos.

martes, 11 de octubre de 2016

Relato 133

                                     Venecia  (7)     (Ver relato 122)


Pues, sí, Angelina Doneta (¡con una t, si'l vous plait!) es una mujer romántica, como no, siendo veneciana, me gusta volar y soltar la imaginación y como tú dices "estoy inoculada con el virus del platonismo". ¿Te extrañas? No ves que por mis venas corre sangre salitrosa de Venecia. Y muy satisfecha. Además por alguna parte he leído que la filosofía occidental es anotaciones al margen de la gran obra de Platón. Pa que aprendas, chaval. También realista, no te rías, aunque no pise tierra firme en una isla. Me gusta, Albert, me gusta el cariz que va tomando la historia de las fotos que llevaste a revelar. Así que te quedaste pasmado al descubrir que todos los carretes contienen fotos de la misma mujer, una de mediana edad, de los años cincuenta, que pasea por esta piazza y por todas partes de Venecia siempre sola. ¿Cómo puede salir siempre sola, quien le hace las fotos? Me dices que te fascina su rostro y quieres saber más de ella, quién es, como se llama o se llamaba, qué hacía, en fin, reconstruir su biografía. ¿Cómo lo harás? Lo veo complicado, Albert, pero muy romántico, qué quieres que te diga. Además, ves como seguimos viviendo en los ojos de quien mira las fotos con ganas de verlas. Ves como no es tan descabellado lo que te decía en una postal. Ahora yo estoy en la piazza, sentada de nuevo en una mesa del Florián tomándome otro Spritz, me entona, hoy hace una humedad exagerada (ya empezamos, ¿hoy, cuándo es hoy, Angelina?, la humedad bochornosa debe ser una constante allí, hoy debe ser allí cada día) y si entrecierro los ojos casi veo a la mujer de tu foto, con la sonrisa helada, el abrigo largo a media pierna y su bolso negro como tú la describes y su pelo, claro, abombado, años cincuenta, la veo ahora y veo a mi madre. De pequeña, Albert, venía con ella, me traía aquí a jugar. Reseguía a peu coix (decís) el dibujo geométrico de este pavimento que ahora mismo piso: son losas de piedra de Istria. En el centro de la piazza unas bandas decorativas en blanco y negro forman el rectángulo que yo saltaba a la pata coja. Llevaba trenzas, aún recuerdo la presillas naranjas y los turistas, al verme, se apartaban para dejarme paso. Madre reía, mientras hacía punto. Tengo tiempo, un par de horas, los franceses están visitando la basílica, del interior se encarga la guía local, yo del resto. Esta semana, franceses, la pasada ingleses, la próxima españoles, y tú ¿cuándo vas a venir tú? (Ya veré, no me lo pintas nada bonito, lo de las mosquitas me aterroriza, si Angelina supiera cómo se me pone la piel de las picaduras, hasta he de recurrir a la cortisona, quita, quita, cuando fumiguen la ciudad). Esta piazza fue reconstruida a finales del XIX elevándola un poco y con una ligera pendiente hacia el centro, donde yo hice de tiovivo un día, hace tiempo. Tiene forma de cuenco para facilitar la recogida y drenaje del agua de lluvia, lugar donde paradójicamente por reflujo se inunda la plaza. En fin. En la foto de la postal puedes ver la basílica, creo que aún no te he hablado de la basílica, ¿verdad? (pues, no, de la basílica no, aún no y ya tengo ganas antes de que se hunda). Te lo explico en la próxima, no me cabe ni una coma, Besos, Ciao! X X                Continuará...

martes, 4 de octubre de 2016

Relato 132

                                









                                    Extrañamiento

Una vez le preguntaron a Picasso a propósito del Guernica si el toro simbolizaba la España profunda, celtíbera y el Levantamiento. Cansado, respondió que el toro era un toro y la mujer una mujer. Con estas precauciones me acerco al cuadro de Hopper de más arriba. Ignoro en principio el título que le puso, que podría serme una pista para indagar en el espíritu creador del artista. Abordo, pues, el análisis de la obra desde mi propia percepción. Lo que veo es una mujer sola, de medio lado, desnuda, bien peinada, pelirroja, con un paño en las manos, la cama deshecha, cerca de un ventanal iluminado, hacia donde mira. Parece absorta mirando la calle, en contemplación. Fuera está la luz. Es un paisaje urbano, se ve la cornisa de un edificio clásico, una ciudad que se difumina y el cielo azul. Colores tenues, contrastes suaves, dominan los grises cálidos. Representa un dormitorio tan desnudo como ella. Sin mesita, sin lámpara, sin silla, sin compañía.  Bajo el ángulo oscuro, casi en el centro de la composición una cama con dos almohadas, la que se ve, muy arrugada. Sigue un trozo de pared gradualmente iluminada, donde dominan los violetas y amarillos y un dintel de colores quebrados. Más allá, una puerta estrecha se aleja en perspectiva en lo que parece un pasillo en penumbra. Si dividimos el cuadro en tres partes iguales y verticales se observará que la figura femenina ocupa la central muy cerca del tercio izquierdo, hacia donde dirige la vista, es decir, hacia donde Hopper quiere focalizar la mirada del espectador.  La mujer está de pie, el frontal iluminado, su reverso en sombra. No se le ven los pies, pues de mitad de pantorrillas hacia abajo no entran en la escena. El suelo es de las partes más oscuras, junto con las ventanitas del edificio de fuera. Bajo la ventana, cerca de un cojín, un azul oscuro quiebra la oscuridad. El cortinaje de una verticalidad imponente descansa entre pliegues a su lado. De donde vienen las cortinas no se ve. En el alféizar del ventanal es donde Hopper sitúa la máxima luz del cuadro. Nos dice que lo que importa se encuentra en el tercio izquierdo, o sea, en el futuro. El central es el presente y el derecho el pasado. Ella mira hacia el futuro luminoso y da la espalda al pasado en sombra. Se encuentra en un cruce, en un momento decisivo, en estado de contemplación. Parece cavilar acerca de su futuro y lo hace desde lo que a mi me parece un doble extrañamiento. De un lado echa de menos la luz, la añora (sólo se puede añorar lo que se ha conocido)  la busca en la ciudad clásica, en el orden, en la amplitud. Anhela la seguridad de la tradición.  Atrás queda un largo camino (pasillo) tenebroso, angosto, oscuro. El presente se limita a ser sólo un sueño inquieto, (almohada revuelta) se siente prisionera, ausente y  traza un anhelo: liberarse, y alumbra  en su mirada perdida un ansia: despertar.

         En el otro sentido de extrañamiento se sabe en un lugar extraño, la habitación vacía es todo su mundo, (parecido al Bertleby de Neville), el suelo oscuro, los pies no pisan suelo, no pisa este mundo, le es ajeno. Es un alma desnuda, apenas lleva un trozo de ropa blanca, en busca de alojamiento. Semblante serio, expectante, anhela la iluminación. Es un tránsito solitario. Añorante. Sabe de qué habla, la ha conocido. Intuye que existe más allá de este mundo cautivo, que la esclaviza. La luz del conocimiento es una vieja llamada: he aquí el nervio central. A mi entender es un cuadro sutil que homenajea la verticalidad, lo espiritual. Aborda la verdad con poca carga. Sabe intuitivamente que está ahí delante, ante nuestros ojos y Hopper nos lo muestra con colores tenues y sin estridencias. Intenta desproveerse de todo condicionamiento del mundo, centrando su mirada más allá del ventanal, más allá de lo material y efímero. Pero este es el drama y la gran paradoja del género humano: que no puede. No puede abandonar la balsa mientras está cruzando el río. Materia y espíritu conviven en desarmonía. De ahí el desasosiego humano. Eso me parece quiere reflejar Hopper con este cuadro.