martes, 31 de marzo de 2015

Relato 53


                                 Autobiografía


Nací ayer, amigos, aunque han pasado sesenta y dos años y fue en Tánger, pero en eso no tuve nada que ver. Padres, deseosos de abrir una pastelería café al estilo de Rick en Casablanca, se fueron a Tánger en 1953 cuando esta ciudad bullía en vida, internacional y  rica, llevándome madre en su barriga. Una tarde de abril, ayer, mientras madre daba vueltas a la mesa del comedor, asomé mi cabecita entre sus bragas negras y caí al suelo envuelto en sollozos, sangre y placenta. Padre me cortó el cordón aún no sabe cómo. Enseguida me di cuenta de que entraba en un mundo oscuro y peliagudo. Como siempre estaban trabajando me buscaron un compañero de juego: una monita. Nos lo pasábamos de risa, empecé a hablar como ella y cuando se murió de un empache de melón me quedé mudo, creo que de pena, fue entonces cuando según mis padres empecé a escribir. Desde entonces no he parado. Escribo cada día y publico los martes en un blog, os invito a ser los primeros seguidores. La aventura africana se fue al garete en pocos años y volvimos a España para que nacieran mi hermano y hermana en Barcelona. Por la noche estudié, he sido maestro pastelero, artista del pincel, ingeniero, bohemio y filósofo y me he ganado la vida un poco con todo ello. He sobrevivido y ahora vivo. Esta mañana he pasado unos años en la India con un gurú dedicado al misterio de la vida y la muerte, y otras sandeces y después de enamorarme mucho, de todas y de todo este mediodía me he casado por lo civil con la mujer que amo y conozco desde hace milenios según el gurú. Soy muy feliz, a pesar del loco mundo. Hemos tenido un par de hijos que ya son más mayores que yo. Esta tarde he cumplido sesenta y dos y un día, el tiempo pasa absolutamente veloz, ya lo dijo el relativo Albert. En fin, amigos, si no os gusta esta autobiografía, puedo redactar otra, tengo muchas, gracias.

martes, 24 de marzo de 2015

Relato 52




                                         Cartelito

Quiero referiros una experiencia que me sucedió el pasado veintiuno de marzo en la plaza Rovira del barrio barcelonés de Gracia. Ya os avanzo que no es nada extraordinario y que, si decidís dejar de leer aquí mismo, me hago cargo, con todo os digo que en mis setenta y siete años nunca había visto antes nada semejante. De hecho me complació. De ahí mi interés en querer compartirlo con vosotros.
       Aquella mañana fue la primera en la que el sol lució con toda su esplendor después de días de frío intenso, lluvias, cielos opacos, grises, en fin, de mal tiempo. Llevaba sin salir de casa semanas, un jubilado necesita poco y esa mañana fue espléndida, tenía tantas ganas de airearme, de tomar el sol y de conversar con mis amigos en la plaza Rovira, que decidí sin más vestirme y salir a la calle. El aire era caliente, el tránsito relajado, la gente sonreía aliviada y todos parecíamos despertar de un crudo letargo. La sombra acariciaba todavía algunos portales y anduve calmado con mi bastón por el lado de la acera iluminada hacia la granja Zeus, en donde desayuné un par de magdalenas con tropezones de chocolate y un espumoso café con leche. La bonanza climatológica era el tema estrella en las mesas. “ya era hora”, decían unos “el invierno no ha terminado, hay que ir con precaución, pueden haber sorpresas,” respondían otros. “¿Aún quieres más frío?” preguntaba con ironía alguien del fondo. “No, gracias”, se oía entre risas. Y así todo el rato.
          A la Sra. Encarnación del quiosco de la plaza le compré La Vanguardia  después de intercambiar algunas palabras amables.
          —Cuanto tiempo sin vernos, Sr. Antonio.
          —Tú verás, con la que estaba cayendo.
          —Claro, claro, pero esto ha cambiado y dicen que va a durar días, que lo peor ya ha pasado.
          —Ojalá sea así, mañana volveré a por el diario, Encarna.
          —Vale, Sr. Antonio, hasta entonces. Oye, te veo muy bien.
          —Se hace lo que se puede, gracias.
        De La Vanguardia  me interesan los crucigramas en castellano del Fortuny, los del catalán del Serra y también los 3 sudokus y el problema de ajedrez. No se me resiste casi ninguno, porfío hasta resolverlos, y cuando no, tengo la solución al día siguiente. Aunque ahora hacía tiempo que no salía. Como aún no habían venido mis amigos, me senté en un banco soleado de la plaza Rovira, provisto de mi boli negro, para abordar el cruci, cuando advertí al otro lado de la plaza, tirado en el suelo, a un mendigo que pedía limosna, ayudándose de un viejo sombrero raído y un cartelito enfrente suyo.  
      El tipo llevaba gafas oscuras, chaqueta marengo, camisa a cuadros y pantalones desgastados de pana. No se movía del sitio, entre el portal de la casa ocupada y la galería. De vez en cuando sus gafas destellaban espejuelos de luz que me deslumbraban. “Uno más”, pensé, la crisis ha llevado a mucha gente a perder el empleo, a no poder pagar la vivienda, al desahucio y a la calle. 
     El hombre parecía tranquilo, ahí tumbado al sol con su cartel y su sombrerillo boca arriba, pidiendo. Supuse que diría lo de siempre: “por favor algo para comer, sin trabajo, mujer y cuatro hijos, por favor, ayúdenme, Dios y yo se lo agradecemos, muchas gracias.” Desde donde me encontraba no podía leer lo que decía, pero sí me fijé que las mujeres que pasaban por delante suyo, se detenían un momento, observaban el cartel, y en seguida abrían sus monederos y dejaban ir alguna monedita al sombrero. Y así muchas veces, incluso hombres. El calor apretaba, me quité la gorra y pensé que al tipo se le estarían asando las piernas con la pana, pero nada, quieto, como si no le afectara. 
      Ya tenía el cruci bastante avanzado: en la tres horizontal se me resistía una palabra de nueve letras que empezaba por p y terminaba por a y la cuarta era una m. Cuando encontrara la vertical caería enseguida. Un vuelo de palomas me hizo perder la concentración y descubrí con asombro que ante el hombre se había formado un corrillo de gente y que hablaban entre sí. Incluso Encarna dejó el quiosco un momento y se acercó a ver que pasaba.         La vi comentar algo con el resto del grupo, sonreír, gesticular con los brazos y señalar el letrerito y al hombre del suelo y depositar también ella alguna moneda, tal vez un euro por el ruido que hizo al caer. Una muchacha vestida con uniforme verde se le acercó con un carrito de limpieza y la escoba, pero se fue sin barrer y esbozando una ligera sonrisa que a mí me pareció irónica. Los altos plátanos de la plaza Rovira desparramaban sutiles sombras sobre el pavimento cruzando la calzada sin precaución alguna. El bus treinta  y nueve pasó dejando una estela de humo al rebasar la plaza, justo después de arrancar de la parada. Le seguían algunos turismos pacientes. La agente que vigilaba los aparcamientos de la zona azul también se le acercó, le repasó con la mirada, hizo lo propio con el anuncio escrito y sin más les hizo un par de fotos con su cámara. “Deformación profesional” pensé.
      El tipo, imperturbable entre el  gentío,  de vez en cuando agachaba la cabeza, agradecido y recuperaba su porte. Me picaba la curiosidad, lo admito, había resuelto el problema de ajedrez fácilmente y sólo me quedaba encontrar la tercera horizontal para concluir el cruci, pero eso podía esperar, tenía que saber que ocurría con ese hombre y su cartelito, que tanto llamaban la atención. Esperé a que la aglomeración pasara y me aproximé. Mi sombra se entrelazó con la de las grandes ramas de los árboles, parecían ensamblar un gran tablero de ajedrez. El tipo intuyó mi presencia y esbozó una ligera sonrisa. Leí el reclamo. No decía lo que había aventurado. 
     Me conmovió y hasta se me humedecieron los ojos, lo admito. También yo deposité un euro en el cuarteado sombrero y al chocar con las otras monedas sonó como un chascadillo de agua hirviendo. Gracias, buen hombre ―me dijo, haciendo una leve reverencia, y pensé cómo demonios habría adivinado que era un hombre y además bueno, siendo como era él una persona ciega.
        En el cartelito ponía: Hoy empieza la primavera y yo no puedo verla.
      ―Impactante, ¿verdad? Como os he dicho, me quedé perplejo y todavía más cuando al instante descubrí que la palabra que me faltaba de nueve letras en el cruci era justamente: primavera.  
                                   

martes, 17 de marzo de 2015

Relato 51


                                          Bolsa

Agarra la bolsa, neneco, sobretodo, agárrala bien —le repetí usando un tono severo y exigente y él obedeció o así me lo pareció con desgana. Yo iba delante, abriendo el paso. Estábamos perdidos en medio de un desierto desconocido, y tratábamos de alcanzar la cima de una montañita calcárea desde donde poder orientarnos. La senda era muy estrecha con precipicios a ambos lados, y de vez en cuando lascas sueltas se descorrían cayendo al abismo. Las burras se habían despeñado hacía rato y todo lo que nos quedaba estaba en aquella pequeña bolsa. Ambos estábamos al límite, sedientos, hartos y extenuados. El día se nos hacía muy largo, veníamos arrastrándonos (de hecho, huíamos) por aquella senda pedregosa bajo un sol achicharrador que nos quemaba inmisericorde la cara y los ojos. Y además estaba el viento, un viento de arena fina, silbante y racheada que nos sacudía de improviso y nos cegaba, desorientándonos.
             —Agárrala fuerte, sobre todo, neneco —le grité desesperado.

          Justo al doblar un recodo de un tramo sinuoso un golpe de viento me hizo tambalear, perdí pie y me precipité al vacío. Aún pude ver en la caída  como el chico me estaba mirando sonriente con la bolsa sujeta entre las manos. Había obedecido.

martes, 10 de marzo de 2015

Relato 50

  
                                             Usted     

 "Ahí no, ¡vaya! Aquí llevo las llaves, las castañas, el móvil y  el monedero, eso es. De modo que el Walkman y la cinta están en este otro bolsillo. Exacto. Bien. Todo en orden. Espero sea puntual. Hemos quedado a la hora en punto. Ya casi lo es. No podrá tardar. A mi edad la paciencia es una virtud y una necesidad. Tampoco tengo nada mejor que hacer. Estaremos tranquilos, hay poca gente en el bar. Confío sea de su agrado. Me siento algo nervioso. Claro. No estoy nada habituado a compartir confidencias, francamente. Y menos a personas que no conozco. Será hombre, será mujer, ¿quién puede saberlo? Pero ésta le gustará, creo. Me encantaría. Yo la encuentro de una ternura increíble. Aunque si no le gusta, tampoco pasará mucho ¿Qué se le va hacer? Eso sí, habremos compartido una experiencia verdadera y mitigado juntos por un rato nuestra soledad. Al menos la mía, una soledad impuesta. Cosas de los años. Ella se fue para siempre. No sé si sobrevivir es mejor a morirse. De todo se aprende. Necesito que venga. No puede tardar. Mejor le espero fuera. ¡Ah!, ahí viene."
         —Muchas gracias por venir, ha sido usted muy amable. Confío no le haga perder el tiempo, que no lo vea como una chochada de viejo. Veo que le gusta la puntualidad, a mí también. Es un buen principio, ¿no le parece?  Pero pase, por favor, pase y siéntese donde usted quiera. Tengo la mesa reservada. Es aquella del rincón ¿Le va bien esta silla? Yo me sentaré en ésta otra, la de siempre. Gracias, muy amable ¿Ve, esa mesa? Sí, la rectangular. Pues es donde ellos se reúnen.
          —Buenos días, Sr. Ambrosio, ahí tiene su cafetito y su botellín de agua sin gas, como de costumbre.
          —Y, usted, ¿tomará algo?
          —Le recomiendo el café en cualquiera de sus variantes. Añaden una chocolatina deliciosa. Y si lo quiere con leche la espuma está de muerte. Usted mismo.
          —Pues eso. Tráigale lo que ha pedido y me lo pones a mi cuenta  ¿Vale? Gracias Alfredo.                
          —Como le decía, ellos se agrupan siempre en torno a esa mesa. Son cinco, tres hombres y dos mujeres. Los miércoles por la tarde. En cada ocasión uno distinto expone un caso clínico. El resto escucha. Luego debaten. Trabajan en un centro de salud cercano al bar. A mi parecer, tienen un alto contenido humanístico. Por eso le he citado aquí. Yo, les escucho y discretamente les grabo. Deseo compartir con usted una de estas grabaciones. Del pasado miércoles veintiocho de marzo. Especialmente emotiva. Escuche, por favor: Cric.
“Gregor se esfumó de mi presencia como una minúscula pompa de jabón que empezó a crecer y a crecer hasta reventar contra mi pecho. Fue horrible.  Es razonable pensar que uno puede perderse, pero, ¿cómo entender que alguien que está a tu cargo desaparezca así tan de repente sin dejar más que una mancha acuosa?
         —Ahí tiene, señorita Luisa, su café con leche con sacarina y su croissant. Ahora mismito les traigo lo suyo, caballeros. Y unas patatitas para la señora Ana, con su cervecita bien fría.
         —Gracias, Al.”  Crac.
         —Luisa, la que habla, sabe usted, es una mujer resuelta. Lleva el cabello corto y roza la cuarentena. Está separada. Dedica muchas horas a su trabajo. Se lo lleva a casa. Sin hijos, creo. Cric.
         “¿Cómo pudo ser? Acabábamos de cruzar la verja de la calle y en el ascensor desapareció de repente de mis brazos. ¡Mi Gregor! En el espejo sólo vi una mujer con los ojos muy abiertos, atónita, colmada de desesperanza. Espantoso, se me pone la piel de gallina. Era una pesadilla, no caí. Tampoco en que fuera una precognición.” Crac.
         —Todos ellos son maestros de educación especial, sabe usted. No como yo que me pasé la vida explicando Platón y Espinosa a muchos  adolescentes alocados, más atentos a las chicas que a la filosofía. Luisa es educadora de niños pluridiscapacitados. Son criaturas que sufren graves trastornos psíquicos y físicos. Luisa toca la realidad del día a día. Cada vez hay más. Los tratan de muy pequeños. Atención precoz le llaman. Un día le oí decir que promovían el mayor progreso posible con la mayor dedicación posible e imposible. Cric.
         “Me descubrí impotente, devaluada, me veía dar vueltas girando en una noria desenfrenada ante un espejo que me acusaba y me señalaba como culpable. En el suelo, una corriente absorbente me empezó a engullir lentamente como si fuera el estómago de un voraz agujero negro.” Crac
         —Luisa estaba agitada. Se la veía nerviosa. Atropellada. Removía vehementemente la cucharilla en el café mientras hablaba. Cric.
         “Sentí que me ahogaba, que me arrastraba la profundidad hacia lo desconocido. Allí todo estaba oscuro, sin afectos, tenebroso. Algo insoportable. Quise regresar. Sudaba. Temblaba. Espoleada por la misma angustia imaginé que estaba soñando. No podía ser verdad tanto miedo. Traté de imaginar un nuevo sueño, de hacer algo que me lo hiciera soportable. Lo busqué. Me debatí. Imploré. Gregor apareció sano y salvo, acunado en el sueño cual luna calmante al arrullo de las estrellas. Entonces desperté.” Crac.
         Recuerdo que hizo una breve pausa, relajó los hombros, suspiró y mordisqueó uno de los cuernos de la pasta. Aproveché para dar la vuelta a la cinta, ve usted, como hago ahora, y poder seguir grabando la conversación. Ya sé que usted considera esto una antigualla, pero por favor, siga escuchando. Cric.
         “Cuando a la mañana de ese día volví al trabajo me tranquilizó ver entrar de nuevo a la sala a Gregor. Me acerqué a él y en voz bajita le dije: Gregor, querido Gregor no te vayas, por favor, no te mueras sin decírmelo antes. Teníamos los ojos a la misma altura, me miró largamente inexpresivo y sin decirme nada esbozó algo así como una sonrisa. Intuí que me pedía con su manita que le bajara al suelo.
         —Hijo de puta, pero habrase visto hijo de la gran puta. Cómo se le ocurre pitar a eso falta. De dónde han sacado a este atajo de árbitros. Anda que si esto es penalti que venga Dios y lo vea. No me extraña así gana cualquiera, con el árbitro jugando con ellos. Será cabro…” Crac.
         —Perdóneme usted por esta grosería. Se me olvidó parar la grabadora. Los miércoles dan fútbol por la tele y la peña se pone que no veas. Por cierto, el penalti, sabe usted, lo fallaron. Los locales acabarían ganando el partido pero la tranquilidad no volvería al bar hasta muy tarde. Bueno sí, pero eso es normal, el ruido de las fichas por la mesa, claro, y el tintineo de las tragaperras, eso son sonidos soportables. Incluso deseables, diría. Forman parte del rumor del mar, pero escrito con <b>, ya me entiende. Cric.
         “Entonces le abracé fuertemente contra mi, como si quisiera sellar con él un acuerdo secreto, algo entre él y yo. Se dice que vivir y morir conforman las dos caras de la misma moneda, pero Gregor me enseñó en su silencio que en el canto de la moneda ni se vive ni se muere. Se está en un equilibrio inestable, donde todo adquiere una dimensión crítica, simple, tal vez más cierta.” Crac
         Perdóneme usted esta nueva interrupción pero me parece de cierta importancia. Un día le oí comentar a Luisa que Gregor sufre una enfermedad degenerativa, sabe usted, desde su nacimiento. Los médicos le llaman síndrome de Alexander y no tiene solución. Le pronosticaron dos años de vida. Para sus padres fue un mazazo. Hoy el pequeño tiene cuatro, pero su estado es crítico, muy crítico. Luisa no puede, comprende usted, dejar de pensar en esta criatura ni de día ni de noche. Le resulta imposible. Cric.
         “Que hay que ejercitarse para morir algo cada día, como hace Gregor, para acceder a una vida con más amor, con mayor sentido.” Crac.
         —En cierta ocasión, discúlpeme usted de nuevo, Luisa dijo que había gente, generalmente ajena a esta problemática, que se mostraba partidaria de acabar con estas personitas, con la excusa de acortarles el sufrimiento. Esto le parece a Luisa una estupidez. En mi larga experiencia —dijo— jamás me he sentido tan humana, tan arraigada a lo que en verdad importa. Nunca he recibido tanto como cuando estoy con ellos, mis amigos del alma. Cric
         “Juntos crecíamos por dentro mientras él iba desapareciendo, como si se estuviera entrenando para la representación del eterno juego del escondite cósmico. Ahora sabía que no se iría sin avisarme, que no me dejaría sin compañero de vida y de muerte, sin cómplice, sin tiempo.” Crac.

         No hay más grabación, lo siento. Luego estalló una algarabía en el bar y tuve que interrumpirla. Habían marcado un gol al parecer en fuera de juego en la segunda parte y los ánimos se encresparon otra vez. Algo escandaloso. Fue una lástima. No sabremos qué les dijeron sus amigos a Luisa. Puedo, eso sí, decirle qué pasó luego. Le tomaron de la mano y con infinita ternura le hablaban y  consolaban en voz baja. Ella lloraba y escuchaba. A mí me conmovió, a qué negárselo. Sabe usted, me he pasado la vida enseñando filosofía desde la razón y ahora en la vejez, paradojas de la vida, aprendo filosofía escuchando desde el corazón.  Grabar sus palabras, verlos gesticular, observar el afecto que se dispensan constituye mi mayor y casi única distracción, qué quiere que le diga. Compartirla con usted, un privilegio. De corazón se lo digo. Sabe, escribir no puedo. Con lo que me ha gustado. El reuma me tiene molido los dedos y practico con las castañas, abriendo y cerrando continuamente la mano derecha, pero sinceramente avanzo poco. Qué se le va a hacer. La vida es demasiado corta para cambiarla y demasiado larga para abrazarla. Aún así, seguiré intentándolo. Tengo todo el tiempo del mundo, ¿no le parece? Muchas gracias por acompañarme hasta aquí. Ha sido usted muy gentil.  

martes, 3 de marzo de 2015

Relato 49

                                Desconnectat       

        ―Judit?
        ―Hola, amor, on sou?, com és que encara no esteu aquí, estic patint.
        ―Per això et truco, estem en un embús, atrapats al carrer Aragó, una marxa lenta i pacífica baixa per Balmes per allò de l'atemptat de París i això de Copenhaguen, no sé quan acabarà, no pot trigar gaire, vida meva, t'ho volia dir.
        ―David és amb tu, Josep?
        ―Sí, es clar, l'he recollit del gimnàs.
        ―Aneu en compte, el sopar és a taula, us espero.
        ―Escolta, Judit, vull demanar-te una cosa.
        ―Digues, amor.
        ―Pots programar la pel·li de les 8 pel canal Plus, la dels camins del Tolrà?, em temo que no arribaré a temps.
        ―D'acord, no trigueu i sobretot aneu amb compte.
        ―T'estimo, t'estimem, diu el David, fins ara i gràcies.
        Judit engega la tele, estan fent una tertúlia política, posa el vídeo i programa la pel·li per les vuit. De sobte la imatge dels tertulians desapareix i en el seu lloc entren les notícies de darrera hora:
        "S'ha produït una atemptat suïcida a Barcelona, a la confluència del carrer Balmes amb Aragó, un camió carregat d'explosius s'ha estavellat contra la cua d'uns manifestants produint-se una gran explosió. Tot sembla indicar que es tracta d'un atac jihadista."  
        ―Déu meu, Josep, David!
        Judit salta del sofà, es llança a sobre del mòbil, li tremolen les mans, no fa més que repetir, Déu meu, Déu meu, marca uns dígits, espera el to de trucada, camina amunt i avall pel davant la tele, una trucada, dos, tres, Per l'amor de Déu, Josep, contesta!, quatre, cinc, Josep!

        ―El mòbil al que truca està desconnectat o fora de cobertura.