martes, 24 de marzo de 2015

Relato 52




                                         Cartelito

Quiero referiros una experiencia que me sucedió el pasado veintiuno de marzo en la plaza Rovira del barrio barcelonés de Gracia. Ya os avanzo que no es nada extraordinario y que, si decidís dejar de leer aquí mismo, me hago cargo, con todo os digo que en mis setenta y siete años nunca había visto antes nada semejante. De hecho me complació. De ahí mi interés en querer compartirlo con vosotros.
       Aquella mañana fue la primera en la que el sol lució con toda su esplendor después de días de frío intenso, lluvias, cielos opacos, grises, en fin, de mal tiempo. Llevaba sin salir de casa semanas, un jubilado necesita poco y esa mañana fue espléndida, tenía tantas ganas de airearme, de tomar el sol y de conversar con mis amigos en la plaza Rovira, que decidí sin más vestirme y salir a la calle. El aire era caliente, el tránsito relajado, la gente sonreía aliviada y todos parecíamos despertar de un crudo letargo. La sombra acariciaba todavía algunos portales y anduve calmado con mi bastón por el lado de la acera iluminada hacia la granja Zeus, en donde desayuné un par de magdalenas con tropezones de chocolate y un espumoso café con leche. La bonanza climatológica era el tema estrella en las mesas. “ya era hora”, decían unos “el invierno no ha terminado, hay que ir con precaución, pueden haber sorpresas,” respondían otros. “¿Aún quieres más frío?” preguntaba con ironía alguien del fondo. “No, gracias”, se oía entre risas. Y así todo el rato.
          A la Sra. Encarnación del quiosco de la plaza le compré La Vanguardia  después de intercambiar algunas palabras amables.
          —Cuanto tiempo sin vernos, Sr. Antonio.
          —Tú verás, con la que estaba cayendo.
          —Claro, claro, pero esto ha cambiado y dicen que va a durar días, que lo peor ya ha pasado.
          —Ojalá sea así, mañana volveré a por el diario, Encarna.
          —Vale, Sr. Antonio, hasta entonces. Oye, te veo muy bien.
          —Se hace lo que se puede, gracias.
        De La Vanguardia  me interesan los crucigramas en castellano del Fortuny, los del catalán del Serra y también los 3 sudokus y el problema de ajedrez. No se me resiste casi ninguno, porfío hasta resolverlos, y cuando no, tengo la solución al día siguiente. Aunque ahora hacía tiempo que no salía. Como aún no habían venido mis amigos, me senté en un banco soleado de la plaza Rovira, provisto de mi boli negro, para abordar el cruci, cuando advertí al otro lado de la plaza, tirado en el suelo, a un mendigo que pedía limosna, ayudándose de un viejo sombrero raído y un cartelito enfrente suyo.  
      El tipo llevaba gafas oscuras, chaqueta marengo, camisa a cuadros y pantalones desgastados de pana. No se movía del sitio, entre el portal de la casa ocupada y la galería. De vez en cuando sus gafas destellaban espejuelos de luz que me deslumbraban. “Uno más”, pensé, la crisis ha llevado a mucha gente a perder el empleo, a no poder pagar la vivienda, al desahucio y a la calle. 
     El hombre parecía tranquilo, ahí tumbado al sol con su cartel y su sombrerillo boca arriba, pidiendo. Supuse que diría lo de siempre: “por favor algo para comer, sin trabajo, mujer y cuatro hijos, por favor, ayúdenme, Dios y yo se lo agradecemos, muchas gracias.” Desde donde me encontraba no podía leer lo que decía, pero sí me fijé que las mujeres que pasaban por delante suyo, se detenían un momento, observaban el cartel, y en seguida abrían sus monederos y dejaban ir alguna monedita al sombrero. Y así muchas veces, incluso hombres. El calor apretaba, me quité la gorra y pensé que al tipo se le estarían asando las piernas con la pana, pero nada, quieto, como si no le afectara. 
      Ya tenía el cruci bastante avanzado: en la tres horizontal se me resistía una palabra de nueve letras que empezaba por p y terminaba por a y la cuarta era una m. Cuando encontrara la vertical caería enseguida. Un vuelo de palomas me hizo perder la concentración y descubrí con asombro que ante el hombre se había formado un corrillo de gente y que hablaban entre sí. Incluso Encarna dejó el quiosco un momento y se acercó a ver que pasaba.         La vi comentar algo con el resto del grupo, sonreír, gesticular con los brazos y señalar el letrerito y al hombre del suelo y depositar también ella alguna moneda, tal vez un euro por el ruido que hizo al caer. Una muchacha vestida con uniforme verde se le acercó con un carrito de limpieza y la escoba, pero se fue sin barrer y esbozando una ligera sonrisa que a mí me pareció irónica. Los altos plátanos de la plaza Rovira desparramaban sutiles sombras sobre el pavimento cruzando la calzada sin precaución alguna. El bus treinta  y nueve pasó dejando una estela de humo al rebasar la plaza, justo después de arrancar de la parada. Le seguían algunos turismos pacientes. La agente que vigilaba los aparcamientos de la zona azul también se le acercó, le repasó con la mirada, hizo lo propio con el anuncio escrito y sin más les hizo un par de fotos con su cámara. “Deformación profesional” pensé.
      El tipo, imperturbable entre el  gentío,  de vez en cuando agachaba la cabeza, agradecido y recuperaba su porte. Me picaba la curiosidad, lo admito, había resuelto el problema de ajedrez fácilmente y sólo me quedaba encontrar la tercera horizontal para concluir el cruci, pero eso podía esperar, tenía que saber que ocurría con ese hombre y su cartelito, que tanto llamaban la atención. Esperé a que la aglomeración pasara y me aproximé. Mi sombra se entrelazó con la de las grandes ramas de los árboles, parecían ensamblar un gran tablero de ajedrez. El tipo intuyó mi presencia y esbozó una ligera sonrisa. Leí el reclamo. No decía lo que había aventurado. 
     Me conmovió y hasta se me humedecieron los ojos, lo admito. También yo deposité un euro en el cuarteado sombrero y al chocar con las otras monedas sonó como un chascadillo de agua hirviendo. Gracias, buen hombre ―me dijo, haciendo una leve reverencia, y pensé cómo demonios habría adivinado que era un hombre y además bueno, siendo como era él una persona ciega.
        En el cartelito ponía: Hoy empieza la primavera y yo no puedo verla.
      ―Impactante, ¿verdad? Como os he dicho, me quedé perplejo y todavía más cuando al instante descubrí que la palabra que me faltaba de nueve letras en el cruci era justamente: primavera.  
                                   

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