Bolsa
Agarra la bolsa, neneco, sobretodo, agárrala bien —le repetí usando un tono severo y exigente y él obedeció o así me lo pareció con desgana. Yo iba delante, abriendo el paso. Estábamos perdidos en medio de un desierto desconocido, y tratábamos de alcanzar la cima de una montañita calcárea desde donde poder orientarnos. La senda era muy estrecha con precipicios a ambos lados, y de vez en cuando lascas sueltas se descorrían cayendo al abismo. Las burras se habían despeñado hacía rato y todo lo que nos quedaba estaba en aquella pequeña bolsa. Ambos estábamos al límite, sedientos, hartos y extenuados. El día se nos hacía muy largo, veníamos arrastrándonos (de hecho, huíamos) por aquella senda pedregosa bajo un sol achicharrador que nos quemaba inmisericorde la cara y los ojos. Y además estaba el viento, un viento de arena fina, silbante y racheada que nos sacudía de improviso y nos cegaba, desorientándonos.
—Agárrala fuerte, sobre todo, neneco —le
grité desesperado.
Justo al doblar un recodo de un tramo
sinuoso un golpe de viento me hizo tambalear, perdí pie y me precipité al
vacío. Aún pude ver en la caída como el
chico me estaba mirando sonriente con la bolsa sujeta entre las manos. Había
obedecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario