martes, 31 de octubre de 2017

Relato 188

                                 Venecia  (12)  (ver relato 177)

Así que has puesto una foto de la señora desconocida en el diario preguntando si alguien conoce a esta mujer. Bueno, a varios diarios de tiraje nacional, y que de momento nadie te ha llamado. Ya te llamaran, Albert, ni que esté muerta alguien ha de conocerla ni que fuera soltera o viuda o yo que sé. Seguro que tendrás noticias pronto. Me carcome la espera, como a ti. Te prometí hablarte de la fachada de la basílica de san Marcos, (Angelina sigue ahora en verde, me sorprende lo ordenada que se ha vuelto) la tienes en primera línea de la postal y allá voy: se llama así porque alberga obviamente los restos del evangelista. Por lo tanto es católica, con cinco cúpulas enormes, doradas, de cruz latina (en forma de cruz, para que no te líes, tonto).(Mira, en esto acierta, cruz latina, cruz griega, vaya follón, ahora lo tengo más claro) y el león con alas, símbolo de Venecia, preside y brilla en el frontón de la fachada. Más abajo la composición en cerámica del Cristo que ves y justo encima de la puerta central de bronce están los cuatro caballos majestuosos de san Marcos. De pequeña y no tanto me imaginaba montada en la cuadriga, y galopar a tutto vapore sobrevolando los canales convertida en amazona astronauta y abrazar el globo chiquitito como una colomba mensajera y enviarlo a pedir ayuda al universo inteligente, que el de aquí no lo es, pero como son estatuas no iba a ningún lado. Napoleón porfió por estos caballos, incluso se los llevó por un tiempo a Francia, son de origen romano, están quietos, sí,  pero han viajado mucho. Los actuales son copias, de cobre dorado y representan la fuerza estatal. Los originales están en la galería de la basílica. La fachada es un jaleo de estilos, espejo de la diversidad de turistas que la contemplan, una mezcla de románico bizantino y de gótico. Los bajorrelieves de la arquería central representan las profesiones, y en el portón central están los signos del zodiaco, los doce, en piedra, en el centro el mío, Bilancia (Balança decís) además está el Baptisterio y los Tetrarcas en las esquinas como puedes ver. Dentro (en las fotos pequeñas) destacan el retablo de oro, el tesoro, los mosaicos del atrio y las cúpulas de la Ascensión y del Pentecostés, revestidas de mosaicos dorados. Son más bizantinos que el mismo Bizancio. Detrás del altar mayor se encuentra la Pala de oro, (la foto grande) que es el altar regio, un magnífico trabajo de orfebrería bizantina y veneciana del X al XIV y es el retablo más bello que hayas visto nunca, Albert, hecho de esmaltes engastados en oro y plata adornados con pedrería preciosa, lugar obligado de peregrinación para todo turista que se precie. Ahora hay un nutrido grupo de franceses visitándolo, yo no me cuido, se encarga Gia, la guía local. Hoy te escribo desde los jardines reales, rodeada de árboles que te encantarían como el ciclamor con sus flores rosas y el avellano con sus amentos en flor, sentada en un banco anaranjado, frente a la dársena de los vaporetti, (ahí para el 1, que te comenté un día) corre aire fresco del Adriático, estoy terminando un gelato de nueces con ron, y se me deshace en la boca por la calor. ¡Qué rico! Me lo como a lametazos como tu merengue. (A vueltas con lo del merengue. Es cierto que nos dio mucho juego y fue divertido, pero es algo pasado). Ya sé que no trabajas de pastelero, mi dulce caramelo, que te has graduado en filosofía y que estás haciendo oposiciones al instituto no se qué. ¿Cómo te va? Yo, en cambio, sigo con lo mismo, de guía turística, cansada, cual sirena atrapada en las aguas venecianas. (Esta postal debe tener unos ocho años, cuando aprobé la oposición al Berenguer, y es de las últimas. Y aún sigo sin ir a verte, Angelina, sin ir a Venecia. Todavía). Termino, Besos, Ciao! X X X     (continuará)

martes, 24 de octubre de 2017

Relato 187

                                         Humo 

        —La ayahuasca me transporta a un mundo magnífico, donde el dolor no existe. Todo se ralentiza, los minutos parecen horas, el tiempo se estira y se encoge como un chicle cósmico y me ancla en un instante eterno. Nada tiene importancia, sólo la experiencia catártica, la sublime experiencia de la comunión con el entorno vivo. Dejo de existir, de notarme, de pensar, de interferir, dejo de ser algo separado para estar unido a algo enorme, diferente, mucho más sublime, me fusiono con el Ser. Ni protecciones, ni defensas, ni miedos, ni huidas, ni falsedades, todo se derrumba, emerge la verdad desnuda de lo que es, de lo que siempre ha sido y será, el Ser. Las separaciones caen, el otro es mi hermano, mi hermana, me uno con el otro, los otros, ¡qué extraño término!, dejan de ser antagónicos, me veo recorrer la misma vía Láctea, me uno amorosamente, el deseo sexual desaparece, muta, se convierte en ternura, en afecto profundo, en respeto supremo. Mi vieja identidad, ¡ay, Fernando!, se disuelve, la veo luchar, competir, defenderse, aferrarse a la atávica costumbre, adherirse como una lapa a los antiguos y decrépitos recursos, justificarse, sobre todo justificarse con un bla-bla-bla incesante, que causa dolor de cabeza.
         Sin embargo, —continuó— este mundo tal como lo conocemos es un mundo virtual, tiene los días contados. Se están derrumbando los falsos valores que lo sostienen ¡Vedlo con vuestro propios ojos en derredor!  Este mundo agoniza, se va por la alcantarilla, no representa más que un arquetipo nocharniego de la historia humana, cuatro días para la historia del planeta, mera anécdota.
        Hizo una pausa, examinando nuestros rostros y prosiguió:   
        —Cuando el efecto de la ayahuasca se debilita vuelve a apoderarse de mí la pesantez de la gravedad y vuelvo a sentir el peso del tiempo y de la historia, el peso del drama colectivo acumulado, un peso cada vez menor; pues ahora he visto con los ojos y he sentido con el espíritu que formo parte de un ente global superior y que este individuo que tanto me esfuerzo en defender se vuelve nítido en lo que aparenta ser: un fantasma, un ridículo fantasma. Los sentidos se agudizan, los colores se avivan, veo la energía de las personas hacerse transparente para mí, todo se vuelve real de otra manera.
        Guarda unos segundos de silencio y continua en tono confidente:
        —Mi experiencia en la selva amazónica abrió mi mente y transformó mi vida. Otros mundos coexisten con éste, más verdaderos y pacíficos, no os lo podéis aún imaginar, os aseguro que hay una pluralidad de universos latiendo con nosotros aquí y ahora al mismo tiempo, abrid vuestras mentes, una tecla resuena eternamente, os invito a descubrirlos, explorarlos y transitarlos.
         Hablaba bajito como si le saliera del corazón y gesticulaba poco.
        —Por mi parte, gracias a la experiencia psicodélica, ahora sé que el mundo visible está gobernado por el invisible y lo tengo muy en cuenta. Mi etapa con el brebaje de la ayahuasca ha pasado, es cierto, en su día me permitió avanzar y descubrir que había mucho más que lo obvio, y ahora abordar otro estilo de vida, digamos más natural y genuino.

        En la sobremesa Fernando se calla, nos mira y sonríe alegremente. Estamos estupefactos. Apuramos el whisky. Sus palabras han creado una atmósfera de sosiego, propicia a la meditación, de otro mundo o mundos desconocidos. El único humo que asciende es el del incienso. 

martes, 17 de octubre de 2017

Relato 186

                                        Hijo

Hojea un libro pequeño y arrugado junto a la lámpara de la mesita de noche, abierto por la página veinte. Una colección de cuentos breves de un autor desconocido, de hace años. Está en el tercero. El cuento habla de un hombre gordo y calvo que trabajaba en una agencia de transportes por carretera y de un chico que un día fue a llevar un paquete para enviar al pueblo. El muchacho —dice el texto— tenía quince años y era como cualquier adolescente, díscolo. Estaba harto de que todos le dijeran lo que tenía que hacer y lo que no, cansado de que todos le mandaran y ese día, treinta de junio, no fue una excepción. El paquete contenía cocas de san Pedro, cocas que habían sobrado del día anterior y que sus padres, pasteleros de profesión, enviaban a su familia del pueblo para que las aprovecharan y como señal de cariño.
        —Lleva este paquete ahora mismo antes de que se vaya el camión, que sale a las doce y falta poco.  —le ordenó  su padre, tajante.
        Se trataba de una caja de cartón voluminosa envuelta con un par de vueltas de cuerda trenzada, que iba precintada con cinta adhesiva y que le pesaba bastante.
        —Ten, llévate este dinero. —añadió, tras rebuscar en un cajón, y al no encontrar pequeño le dio un billete grande.
        —Vete rápido antes de que salga el recadero, sino habrá que esperar hasta el próximo martes y las cocas se van a poner secas.  —le gritó su padre desde el obrador, mientras sacaba, bañado en sudor, unas latas del horno.
        Fue un junio muy caluroso. De malas pulgas el chico dejó lo que estaba haciendo, se cargó el fardo al hombro y se fue a la agencia que estaba a unas manzanas de la pastelería. Cuando llegó, jadeante, el tipo gordo y calvo estaba atareado, muy ocupado, distribuyendo paquetes según su destino bajo unos letreros grandes. Apestaba a sudor, no le podía atender.
        —Un momento, hijo, en seguida estoy contigo. —le atizó velozmente, casi sin mirarle, pero siguió sin tenerle en cuenta mientras atendía a otros clientes que llegaron después de él. "Bueno al menos estoy aquí, un poco de paciencia tampoco me va a ir mal, el camión no se va a ir sin el paquete, este tipo gordo me cae como un culo, me está ninguneando porque se cree que soy un crío, mira que decirme hijo, pero qué se ha creído este calvo repugnante", pensaba el muchacho mientras le echaba miradas asesinas. Al cabo de una rato el tipo se le acercó y le dijo: A ver, hijo, ¿a dónde va? Eso de hijo le volvió a sentar como una ijada en sus partes, pero no le replicó. A Mora. —le contestó, secamente. —A Mora, ¿de qué, hijo? Lo volvió a hacer y encima meneando la cabeza. —De Ebro. —respondió el mozalbete, resoplando. El tipo cogió el bulto, lo puso encima de una báscula, alineó el fiador, apuntó el peso y le dijo: son ciento veinticinco pesetas. El muchacho le alargó el billete, uno de mil, el que le había dado su padre.
        —No tengo cambio, hijo, esto es demasiado grande, prueba de ir a la farmacia de aquí al lado y que te lo cambien o sino al bar. ¿Quieres, hijo? —le espetó el hombre con la cara más amable de que disponía en aquel momento.
         "Encima de haber tenido que esperar y que atendiera a otros clientes antes que a mí ahora pretende que vaya a buscarle cambio porqué no tiene, esto es el colmo y además lo ha vuelto a hacer, el muy cabrito me ha llamado hijo otra vez", pensó el chaval.
         —El cambio se lo va a buscar usted que es a quien le hace falta y no me vuelva a llamar hijo que no soy familia suya y ni puta gracia me hace, que ya tengo padre y con uno me basta y sobra, pero usted qué se ha creído ¿lo ha entendido? —gritó enfurruñado el adolescente, mientras su rostro enrojecía de vergüenza y de cólera.
        El tipo se quedó de piedra, si le pinchan no le sale sangre, se rebotó, empezó a vociferar, daba vueltas por la agencia en círculos ovalados, mirando a la clientela, a los transportistas, buscando una salida decorosa, una respuesta, no se podía creer la actitud insolente de aquel mocoso. Al final se le acercó, iba en camiseta, se puso muy cerca, olía aún más pestilente, a sudor rancio, de hecho todo el almacén olía a rancio, le puso el paquete a los pies y alzándole la voz para que todos se enteraran le vomitó en pleno rostro: o me traes el cambio como te he pedido amablemente o ya te puedes ir tú y este paquete a donde te dé la real gana, ¿lo has entendido, hijo? Y se quedó plantificado, enorme como un ogro, delante suyo arqueando las cejas y repitiendo el muy capullo varias veces seguidas eso de ¿lo has entendido, hijo?
        Ya lo creo que lo entendió, aquello le sonó claro y distinto, contundente como un ultimátum. Al chaval —seguía el texto—le empezó a temblar el cuerpo, algo incontrolable, no sabía qué hacer, todos le miraban, seguía con la cara encendida, balbuceaba, seguro que si en aquel momento decía algo se hubiera atrabancado, así que optó por guardar silencio y no moverse del sitio. Pero algo tenía que hacer, se había desbravado, es cierto y esto le satisfacía, pero ahora tenía que actuar, salir del embrollo donde la testosterona le había metido, tenía que atenerse a las consecuencias, el camión estaba a punto de partir, no podía volver con el paquete a casa, su padre le hubiera crucificado.
         En la farmacia le dieron cambio, pagó las ciento veinticinco pesetas con toda la dignidad que pudo, dejó el paquete y se fue con las piernas palpitando hacia la pastelería. Atrás suyo le pareció escuchar un coro de risotadas, aunque no giró la vista. Había sido la primera vez que como adolescente se había rebelado contra la autoridad y se había tenido que comer el orgullo con las cocas de san Pedro. Todo es empezar, farfullaba, hinchado por la hazaña, todo es empezar. Había desafiado el miedo. Hubo un Pedro —concluía el cuento a modo de moraleja— que negó tres veces seguidas el nombre de Cristo, aún amándolo, y sobre este Pedro la Iglesia edificó un Estado. De eso hacía dos mil años y la Historia como una elipse infinita no para de repetirse.  

        El hombre calvo y gordo cierra el libro, extiende la mano y apaga la luz de la mesita de noche, sonríe sórdidamente, se acuesta y recuerda que hace años, cuando él regentaba una agencia de trasportes por carretera, le pasó algo parecido con un muchacho imbécil. 

martes, 10 de octubre de 2017

Relato 185

                                          Oficial

Uno de octubre de 2017, Barcelona.

22h. He vuelto al camarote a las nueve, me han relevado, un domingo duro, para olvidar, no me siento las piernas ni las manos, estoy agotado. He pasado media hora en la ducha, el agua ya salía fría, lo necesitaba, para quitarme toda la mierda de encima, purificarme o algo así. No lo he conseguido, continuo con tensión. Antes he intentado hablar con Dolores, ahora, otra vez, pero las líneas siguen saturadas, esto es una locura, ni se imaginan en casa. Me preocupa  Manolito, ¿qué le habrá dicho el médico?, ¿será leucemia? Dios no lo quiera. ¡Dios mío, ayúdanos!  A por ellos, decían, qué fácil decirlo, qué distintas se ven las cosas desde casa, a por ellos hemos ido, vaya que sí, alguien ha de encargarse del trabajo sucio. Acato órdenes y como oficial he de hacerlas cumplir. Me va el sustento. Hemos dado palos que ni te cuento, me duele todo el cuerpo, pero esa pobre gente erre que erre. Tiemblo.


23,30h. ¡Gracias, Dios mío! Dolores dice que los médicos han descartado leucemia, que es una bacteria en los pulmones que no deja respirar a mi niño, que estemos tranquilos, que ha empezado un tratamiento y se pondrá bien. ¡Gracias! Le he dicho la verdad, que estoy molido, que tengo ganas de volver a verla, pero que no sé cuándo, que esto se ha descontrolado, los catalanes dan por bueno el sí del referéndum, ya es oficial el resultado y van a proclamar la independencia de Cataluña en las próximas semanas. ¡Dios mío, ayúdame! No sé cuándo podré volver a verte, amor. 

martes, 3 de octubre de 2017

Relato 184

                                                 Huida

Te diste la vuelta, ensoberbecida, sí, y te fuiste azacaneando, a regañadientes y amenazadora con tu tocado de eñe pintarrajeado e intransigente por la añeja acera de la muy derecha, oscilando tu seboso trasero de asalta montes, del que cuelga, siniestra, una oscura cabellera, de estela babosa, láctica, brillante.
         
           Huye, tú, maltratadora de paces, de porras entre piernas, has de saber que no somos tu capricho ni tu posesión ni tu saco expiatorio, te has quedado desenmascarada, huye, has perdido nuestro respeto, lo has perdido todo. No te queremos por indigna, entérate, castigadora, huye avergonzada por la raja del tiempo, esfúmate, esperpento violento, en el vacío aciago de la pesada noche.
         
         Imágenes inhumanas y deplorables que quiebran el caparazón de las estrellas fugaces y tú, tumultuosa y titilante hopalanda, te escurres como quien suda sangre por la manchada bayeta represora, gota a gota. Huye a tu refugio carpetovetónico, con tus banderas amigas, lame siglos de agravios, zurce si lo deseas heridas tatuadas, huye, vociferante, con la barbarie adiestrada.
       
           Nosotros elegimos vivir en paz la huida definitiva.