Chéjov
En el tren de
ayer, sentados al otro lado del pasillo había una pareja mayor con un perrito
echado en el suelo. Al subir ni nos fijamos, simplemente fuimos a por un doble
asiento vacante y mi esposa se sentó junto a la ventanilla, de cara a la marcha
del convoy y yo a su lado.
Enfrente nuestro, en el compartimiento
contiguo, habían tres marroquíes charlando animadamente sin levantar la voz y
sin móviles, circunstancia que encontré positiva, pues últimamente abundan la
música alta, la marihuana y los jóvenes gimnastas ejercitándose en las barras
del tren. Si alguna vez se les llama la atención suelen devolver miradas
amenazadoras. Visto lo visto el viaje de cercanías prometía ser relajado y
hasta podría echar alguna cabezada.
Sin embargo, de tranquilo, nada,
desternillante de risa, sí, eso sí, de risa contenida. Cuando la señora del
perrito se puso a hablar a su marido el tren se estremeció y nosotros también.
En la vida habíamos oído una voz tan aflautada
y gruñona, hasta uno de los chicos marroquíes sacó la cabeza al pasillo para
ver qué sucedía. También nosotros nos giramos. Le decía a su marido en tono
alto que ella tenía razón en todo y que el tiempo se la estaba dando. Él, a su
lado, respondía con monosílabos como podía, con voz profunda y cavernícola, como
si estuviera en el fondo de una mina, mientras en el suelo el perrito sacudía
la cabeza y la volvía a posar en el suelo sin un ladrido.
—Mejor callado, Chéjov, —le decía la
señora levantándole la mano con tono severo.
Respecto a su marido, cuánto más le
respondía éste que no era así, más se enardecía ella y fortificaba su posición,
un perfecto ping pong, ajenos o no al espectáculo que estaban dando al
concurrido vagón. Ella llevaba un casquete rojizo de cabello liso, cara gruesa
y abrigo de lana pajiza, mientras que él gastaba gafas de pasta, mostacho
espeso y gris, mofletes abultados, palillo entre los dientes y gorra de
pastoreo de ciudad.
La señora del perrito estaba sentada en
el lado ventanilla:
—Mira
—le decía a su marido con voz rimbombante —qué pinta que tiene éste de la
estación o qué mal y descuidado que está el arcén o los cables o las vías, en
fin, qué mal está todo, ¿verdad?
Y miraba en derredor como buscando
aliados y criticaba todo lo que le alcanzaba la vista, engarzando las diatribas
como si formara un collar alrededor de su garganta.
Mientras él con toda parsimonia le seguía
la corriente, haciendo ver que miraba y asentía con la cabeza. El hombre llevaba
un carrito de la compra lleno y la caja enrejada del animal y se quitaba y
ponía la gorra sin cesar como si tuviera pulgas. Tal vez sí las tenía. Ella nos
miraba de vez en cuando para que confirmáramos que le asistía toda la razón del
mundo, pero nosotros resistimos como pudimos, ajenos a su juego dialéctico, al
borde de un ataque de risa.
Así hasta Sants, un trayecto de cuarenta
minutos. Hubo movimiento de pasajeros, por delante suyo pasó una mujer de otro
asiento y dirigiéndose al perrito le suelta:
—Hola, bonito.
La
del pelo rojo nos mira una vez se ha alejado la pasajera y dice en voz alta:
— Habrá gente loca.
Y como no decimos ni mus va y se lo
repite al perrito:
—¿Habrá gente loca, verdad, Chéjov?
Y el perrito ladró varias veces confirmando lo que su dueña decía.