martes, 26 de marzo de 2019

Relato 261


                                          Chéjov
                     
En el tren de ayer, sentados al otro lado del pasillo había una pareja mayor con un perrito echado en el suelo. Al subir ni nos fijamos, simplemente fuimos a por un doble asiento vacante y mi esposa se sentó junto a la ventanilla, de cara a la marcha del convoy y yo a su lado.
        Enfrente nuestro, en el compartimiento contiguo, habían tres marroquíes charlando animadamente sin levantar la voz y sin móviles, circunstancia que encontré positiva, pues últimamente abundan la música alta, la marihuana y los jóvenes gimnastas ejercitándose en las barras del tren. Si alguna vez se les llama la atención suelen devolver miradas amenazadoras. Visto lo visto el viaje de cercanías prometía ser relajado y hasta podría echar alguna cabezada.
        Sin embargo, de tranquilo, nada, desternillante de risa, sí, eso sí, de risa contenida. Cuando la señora del perrito se puso a hablar a su marido el tren se estremeció y nosotros también.
         En la vida habíamos oído una voz tan aflautada y gruñona, hasta uno de los chicos marroquíes sacó la cabeza al pasillo para ver qué sucedía. También nosotros nos giramos. Le decía a su marido en tono alto que ella tenía razón en todo y que el tiempo se la estaba dando. Él, a su lado, respondía con monosílabos como podía, con voz profunda y cavernícola, como si estuviera en el fondo de una mina, mientras en el suelo el perrito sacudía la cabeza y la volvía a posar en el suelo sin un ladrido.
        —Mejor callado, Chéjov, —le decía la señora levantándole la mano con tono severo.
        Respecto a su marido, cuánto más le respondía éste que no era así, más se enardecía ella y fortificaba su posición, un perfecto ping pong, ajenos o no al espectáculo que estaban dando al concurrido vagón. Ella llevaba un casquete rojizo de cabello liso, cara gruesa y abrigo de lana pajiza, mientras que él gastaba gafas de pasta, mostacho espeso y gris, mofletes abultados, palillo entre los dientes y gorra de pastoreo de ciudad.
        La señora del perrito estaba sentada en el lado ventanilla:
         —Mira —le decía a su marido con voz rimbombante —qué pinta que tiene éste de la estación o qué mal y descuidado que está el arcén o los cables o las vías, en fin, qué mal está todo, ¿verdad?
        Y miraba en derredor como buscando aliados y criticaba todo lo que le alcanzaba la vista, engarzando las diatribas como si formara un collar alrededor de su garganta.
        Mientras él con toda parsimonia le seguía la corriente, haciendo ver que miraba y asentía con la cabeza. El hombre llevaba un carrito de la compra lleno y la caja enrejada del animal y se quitaba y ponía la gorra sin cesar como si tuviera pulgas. Tal vez sí las tenía. Ella nos miraba de vez en cuando para que confirmáramos que le asistía toda la razón del mundo, pero nosotros resistimos como pudimos, ajenos a su juego dialéctico, al borde de un ataque de risa.
        Así hasta Sants, un trayecto de cuarenta minutos. Hubo movimiento de pasajeros, por delante suyo pasó una mujer de otro asiento y dirigiéndose al perrito le suelta:
        —Hola, bonito.
         La del pelo rojo nos mira una vez se ha alejado la pasajera y dice en voz alta:
        — Habrá gente loca.
        Y como no decimos ni mus va y se lo repite al perrito:
        —¿Habrá gente loca, verdad, Chéjov?
        Y el perrito ladró varias veces confirmando lo que su dueña decía.

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