martes, 24 de abril de 2018

Relato 213


                                      Cortapisas           

Lo primero que emerge del pueblo en niebla es el tañido de la campana. Siete veces. Lo segundo, el pincho de la cruz del pináculo piramidal del campanario. Lo tercero, la mañana con los tejados y las chimeneas de las casas echando humo. La tejas transpiran sudor, las paredes derriten blancura, los maderos de las puertas se desatrancan, giran los goznes, algunos pastores surgen de la nada, se oyen tronar voces de reclamo a los animales, las vacas mugen, corren cerrojos, los bastones las guían hacia el monte, se van cencerros arriba, los perros saltan sobre sí mismos, no hay olor a café recién hecho, solo huele a estiércol y alfalfa mojadas. Mientras el pueblo se espabila, el sol seca cañadas y humedades, el río exiguo del valle fluye dibujando perezosas eses y el cadáver del niño de la Aurora flota con siete años estancado en un recodo del agua. Igual que un nenúfar azul. Desapareció anoche. Nadie le echó a faltar salvo el sacristán cuando Pedrito no acudió a la preceptiva misa de las siete. Era su único monaguillo.
        Cinco puñaladas —dictaminó el forense —no se ha ahogado. Aurora lloraba la pérdida de Pedrito, su sexto hijo y el menor, lloraba y se derretía como las paredes de las casas. El inspector investigó a fondo, echaba humo por la boca y por la cabeza, hizo preguntas a trochemoche, casi todo el pueblo pasó por su despacho de la ciudad, incluso las vacas, oliendo a estiércol y alfalfa húmedas. El caso le resultaba complicado, no habían testigos ni motivos. Aparentemente. Y siempre aquella espesa niebla traspirando vapor y tinieblas. Jamás lo resolvió, ni huellas, ni ADN, ni nada que hablara en el muerto. Le dolía la mala conciencia. Ni girando goznes ni desatracando puertas, ni con buen café. Todos parecían inocentes y dolidos. El cuchillo era común, una daga de matar cerdos, apareció en una acequia, cualquiera podría haberlo asesinado, no presentaba signos de violación ni de haberse defendido. Los cortes en brazos y piernas, el último en el cuello, el definitivo. Todo parecía indicar que lo habían atacado de espaldas, antes de asestarle el tajo final. Entre cáñamos enhiestos flotaba el nenúfar azulado.
        Pedrito era buen estudiante. El maestro lo tenía por un superdotado. Le bastaba leer un texto para aprenderlo y razonaba lógicamente. El maestro decía que sería el orgullo del pueblo, que lo pondría en el mapa del mundo. Era con siete años el más espabilado del pueblo, todo un cortapisas.

martes, 17 de abril de 2018

Relato 212


  
                                          Seller

Biblioteca pública, segunda planta. Elijo un libro policíaco al azar, me dejo guiar por la portada: un fogonazo en primer término, todo lo demás oscuro, eso promete, me siento.  Abro al albur por una página, resulta ser la setenta, leo: Tras la cortina granate de la biblioteca central en Manhattan algo se mueve, no por la brisa de las ventanas que están cerradas ni por el aire condicionado alejado de las esquinas, sino por alguna razón desconocida. Sólo Seller sigue el aleteo de las cortinas, sólo él lo ve. Tiene el gaznate seco, hace rato que no bebe, se afloja el nudo de la corbata y repasa con la lengua sus labios, resecos, sin quitar ojo al bamboleo amenazante. Su instinto de ex-policía le advierte de un peligro, las cortinas sufren erecciones extrañas, él las sigue al milímetro, pero a su lado la mayoría lee absorta sin reparar en los movimientos que se extienden a otras partes del cortinaje.
        Como una estaca invisible asoma un doble cañón, una recortada del 44, y luego otras, refulge el brillo del arma con la luz de la mañana, se enderezan y sin apuntar disparan ráfagas de plomo. Suenan como un trueno, el destello y el consiguiente retruécano. Resuenan verdaderos. ¡Qué sucede!, alguien farfulla antes de caer herida o abatida sobre una mesa. No me asusté, seguí leyendo, la trama era emocionante ,me sorprendió mi frialdad, fueron muchos los que trataban de huir despavoridos, buscando las escaleras, tirándose al suelo, o escondiéndose tras las estanterías, otros corrían y caían cerca, a mi alrededor, la metralla azotaba como un ciclón en Corea, oía gente que gritaba asesinos y chillaba, lectores desvanecidos junto a mí, en el suelo de losetas hexagonales, nadie podía sobrevivir a la masacre, llevaban pasamontañas y vomitaban fogonazos, traté de mantener la calma, seguí leyendo, ignoraba el por qué nos disparaban aquellos bestias, temí lo peor, morir ametrallado, la pestilente olor de pólvora impregnaba la sala del segundo (dedicado a las novelas policíacas), tenía que hacer algo, decidí no seguir leyendo, me tapé la cara con el libro, en vano, sentí tras las páginas que una mirada asesina taladraba mi cabeza, muy desagradable, demasiadas artillería, demasiada sangre, nadie quedó vivo, ni yo.
        Vaciaron los cargadores. La macabra sesión fotográfica se quedó sin flashes. La sala segunda, devastada. Olía sólo a pólvora. Los proyectiles habían destrozado cristales, mesas, sillas, fluorescentes, pantallas, cortinas, perforado libros, estanterías, puertas, mostradores, aniquilado a todos los lectores de esa mañana de junio en apenas un minuto, ¡qué rápido pasó todo, Dios mío!
         Por detrás del cortinaje no menos de tres sombras negras, tal vez cinco, como cofrades sin capitoste, enfundando Kalashnikov en lugar de cirios, habían disparado a quemarropa, me habían pillado sentado, de espaldas, mi cabeza había recibido una ráfaga mortal y caído herido de muerte sobre la página setenta. De mi cabeza la sangre fluye fácil, a borbotones, líquida y escarlata, se coagula sobre el libro, lo apelmaza, lo deja  cartón reseco, inservible.
         He dicho muerto, pero no, casi muerto, rectifico que es de sabios, (no podría narraros este horror) el impacto me ha derribado y he caído de bruces, desmayado sobre el libro, la placa metálica que recubre mi cerebelo me ha salvado, aunque se ha hundido y desplazado, aplastando mi cerebro. Lo que me faltaba. Si me implantaron una placa para corregir a medias los ataques epilépticos (y como consecuencia me incrementó la miopía a ocho en cada ojo), ahora con la placa hundida, qué va a ser de mí. Sencillo, os lo avanzo.
         Al principio me tomaron por otro muerto, pero un espasmo eléctrico me hizo mover los brazos en molinete como un muñeco de cuerda y un enfermero se dio cuenta y allí mismo me pusieron un par de vías de emergencia. —Que se nos va —les oí decir en la ambulancia y yo tan pancho, lo que tiene el quedarse sin sangre, además, ¿a dónde ir en estas condiciones? En fin, luego, y avanzando, en el hospital los médicos me intervendrán, me operaron con pocas esperanzas, transfusiones y más transfusiones, suerte que mi sangre es del tipo corriente, AB, que sino. Les oí decir: se ha salvado por poco, aunque hay que esperar, por les efectos colaterales. Eso es. Me han vuelto a la vida, pero, ¿a costa de qué?
        La pregunta es pertinente, en aquel momento lo desconocía, no saldré bien, eso lo comprobaré más adelante, avanzo acontecimientos, quedaré afectado de Parkinson, temblaré como un merengue día y  noche (lo que me cuesta escribir), volverá  la epilepsia con mayor virulencia, empeoraré la vista a catorce dioptrías y quedaré sordo como el fondo del mar por las detonaciones, dicen. Muy desagradable. Sobreviviente del atentado y con pensión del Estado, eso sí. Igual os preguntáis qué pasó con los terroristas. Lo de siempre, las fuerzas especiales los abatieron en la planta primera, donde los libros históricos, cuando se les acabó la munición, como era de esperar. Habían gastado toda la disponible en la segunda planta.
         Los de la biblioteca tuvieron un detalle conmigo, me regalaron el libro manchado de sangre, el que estaba leyendo y cobijó mi cabeza. Se llama Hemorragia y es de T. T. (Thomas Taylor), una novela, visto lo visto, muy realista. Po cierto, Seller acabó loco, no pudo soportar el sufrimiento ajeno.

martes, 10 de abril de 2018

Relato 211


                                             

Por alguna razón desconocida te gusta venir cada noche a la casa que hace no mucho te vio nacer. Apareces por cualquier puerta, cada noche una distinta y recorres parsimoniosa las habitaciones, una tras otra, con paso airoso, flotante, rozando ligera los muebles con tu vestido de seda esponjosa y dejas aroma de canela que tanto te gusta impregnada en la estancia. Te paseas sosegada por el comedor de papel pintado, balanceas los brazos como en un escenario ficticio y suena en tu cabeza una música celestial que te ilumina el rostro. Por alguna razón desconocida acabas sentándote en la mecedora de madre, de mimbre grueso y antiguo, la preferida de la abuela, de madre, de ti, te reclinas dulcemente, atusas tu cabellera rubia y te quedas ensimismada mirando afuera por la ventana. Tu tez infantil la enciende un reflejo de luna, la calle permanece oscura, observas la noche sin descorrer las cortinas, farolas, coches, luces verdes, rojas y amarillas, escasos peatones bajo los abrigos, lluvia fina, la acera, la esquina, la horrible esquina, sí, donde perdiste la vida.
         No quieres verla pero la buscas, la rehúyes, pero se te va la mirada sola, cierras los ojos, persiste la imagen, sientes un gusano blancuzco que te corroe por dentro, tiemblas al ver la esquina: volvías corriendo, temerosa, perseguida por alguien que te quería hacer daño sin tú saberlo. Sin tú saberlo. Exhausta, débil, herida de hermosura, la falda a jirones, apenas doce años, apenas una adolescente, hasta la esquina, corriste, caíste enferma de muerte, desangrada.
         Un ramo de flores seco sigue atado a la farola. Huele a canela. Antes de morir, hermana, viste tal vez a madre, sentada en la mecedora que ahora ocupas, mirándote horrorizada por la ventana. El hilo de la muerte os unió para siempre. No la busques aquí, Irene, ya no está aquí. Al salir de clase de danza, confiaste en el amigovio de madre: te acompaño, vamos de camino, tal vez te dijo, zalamero, ah vale, respondiste tú ingenuamente.

martes, 3 de abril de 2018

Relato 210



                                     Vecinos

Mudaron al cuarto primera hará poco más de cinco meses, armando barullo por el vestíbulo, cuyo suelo de gres claro y jaspeado se quedó manchado con un reguero polvoriento. La puerta metálica de la calle la dejaron abierta y el jaleo que organizaron con el ascensor fue de escándalo.  No paraban de subir cargados de pequeños objetos, maletas y por lo menos un electrodoméstico, encajarlo en el ascensor les costó. Luego el arrastre de este objeto pesado por el rellano, arañazos en las paredes, murmullos, jadeos de esfuerzo, voces airadas que terminaron con el estampido seco de una puerta. Incluso pude seguir un rato más oyendo el vocerío proveniente de su vivienda, pero para nada se me ocurrió pensar que todo aquel bullicio provocado por un simple traslado pudiera presagiar nada alarmante.
         Los anteriores inquilinos apenas molestaban y cuando se fueron no nos dimos cuenta, ni siquiera se despidieron. En esta finca casi todos estamos de alquiler, son apartamentos de reducido tamaño para parejas sin hijos. Cuando deciden aumentar la familia, se van a otra parte, si pueden. Vivir de alquiler se ha puesto por las nubes. Así que casi todos los vecinos somos de cierta edad y sin hijos.
          Guadalupe Cañas se llama ella y Alfonso Porra, él, según he podido leer en el adhesivo que han pegado en su buzón encima de las anteriores. El cuarto primera se encuentra debajo de nuestro ático, que dispone de una terracita donde cultivamos plantas medicinales. Al principio no le dimos importancia, siempre se oyen voces en estas viviendas poco insonorizadas, pero nos extrañó. La pareja anterior ni se la oía, pero a ésta, a eso de las nueve de la noche, una escandalera. Subíamos el volumen de la tele que amortiguaba un poco. Él, de voz gruesa y cortante, ella, más bien aflautada, de las que hablan largo sin cansarse. Lo común es su timbre de voz que es alto y con mucha tralla, una vecindad molesta. Nos taladran los oídos en cuando llegan.
         Cuando he intentado llamarles la atención, me ignoran. Barajé avisar a la guardia urbana, pero lo descarté. Montan la orgía las noches de los días laborables, los domingos nos dan descanso. A veces la fiesta se alarga hasta el amanecer, con el retumbo de los cafés y las cañerías, yéndose hacia las nueve.  Profieren alaridos que duran un rato para luego cesar de golpe, seguido de un breve mutis entremezclado con risas, que acaban en un auténtico galimatías. A la noche se repite la misma historia. Llega ella, llega él, un fragor de voces, un desenfreno de pasiones, gritos, crujidos, insultos, golpes, risas, en el recibidor, en el comedor, en la cocina, les oímos por todas partes, cualquier lugar les vale para dar rienda suelta a sus ardores, vuelven a la desenfrenada actividad sexual de cada noche y vuelve la bulla, los chillidos, el mete saca incansable, las palabras altas y soeces y el triquitraque interminable.
        El edificio entero tiembla de espanto y de placer. Guadalupe y Alfonso desarrollan  una irrefrenable pasión  libidinosa  a todas horas. Incansables. A veces nos parece oír hasta el chasquido de un látigo seguido de lamentos y lloros aderezados con aullidos de placer. Se lo pasan en grande. Nos sorprende y hasta cierto punto, lo envidiamos. Elevar el volumen de la tele ya no nos sirve. Seguimos oyendo los "Ven, zorra, soy el lobo que te va a comer, abuelita, dime que sí, átame mas fuerte, cómeme..." Por eso ahora ni tele ni radio. Preferimos escucharles. Después de cenar nos preparamos unas tacitas de infusión del Romero de la terracita de casa, al que añadimos unas raspaduras de raíz de Gin Seng y unas gotitas de licor de menta y nos desnudamos. Nos quedamos alerta, esperando a los vecinos del cuarto. En cuanto llegan, inician los jueguecitos y nosotros hacemos lo mismo. Nos añadimos a la fiesta en la distancia. Nuestros cuerpos se enredan como los suyos  y nos  acariciamos, y mis manos recorren los muslos de mi esposa y ella me roza los pezones que se electrizan e intuimos que ellos están haciendo parecido y nos enardece más y empezamos a amarnos como los dos jóvenes enloquecidos que un día fuimos con la banda musical de los de abajo y al ritmo que imponen, berreamos cuando berrean, vociferamos cuando vociferan, gemimos cuando gimen, pues estamos compartiendo las mismas voces que las suyas, las mismas acciones y gestos, casi los mismos cuerpos y el mismo orgasmo simultáneo al de los vecinos del cuarto primera.
         Un día de estos iremos a conocerlos, tal vez podamos establecer una buena amistad y hasta puede que nos mudemos de apartamento, porque se nos haya quedado pequeño el ático. Aunque quizás no quieran extraños en sus rutinas de entre semana, nunca se sabe.