Seller
Biblioteca
pública, segunda planta. Elijo un libro policíaco al azar, me dejo guiar por la
portada: un fogonazo en primer término, todo lo demás oscuro, eso promete, me
siento. Abro al albur por una página,
resulta ser la setenta, leo: Tras la cortina granate de la biblioteca central en
Manhattan algo se mueve, no por la brisa de las ventanas que están cerradas ni
por el aire condicionado alejado de las esquinas, sino por alguna razón
desconocida. Sólo Seller sigue el aleteo de las cortinas, sólo él lo ve. Tiene
el gaznate seco, hace rato que no bebe, se afloja el nudo de la corbata y
repasa con la lengua sus labios, resecos, sin quitar ojo al bamboleo amenazante.
Su instinto de ex-policía le advierte de un peligro, las cortinas sufren
erecciones extrañas, él las sigue al milímetro, pero a su lado la mayoría lee
absorta sin reparar en los movimientos que se extienden a otras partes del
cortinaje.
Como una estaca invisible asoma un doble
cañón, una recortada del 44, y luego otras, refulge el brillo del arma con la
luz de la mañana, se enderezan y sin apuntar disparan ráfagas de plomo. Suenan
como un trueno, el destello y el consiguiente retruécano. Resuenan verdaderos. ¡Qué
sucede!, alguien farfulla antes de caer herida o abatida sobre una mesa. No me
asusté, seguí leyendo, la trama era emocionante ,me sorprendió mi frialdad,
fueron muchos los que trataban de huir despavoridos, buscando las escaleras,
tirándose al suelo, o escondiéndose tras las estanterías, otros corrían y caían
cerca, a mi alrededor, la metralla azotaba como un ciclón en Corea, oía gente
que gritaba asesinos y chillaba, lectores desvanecidos junto a mí, en el suelo
de losetas hexagonales, nadie podía sobrevivir a la masacre, llevaban
pasamontañas y vomitaban fogonazos, traté de mantener la calma, seguí leyendo, ignoraba
el por qué nos disparaban aquellos bestias, temí lo peor, morir ametrallado, la
pestilente olor de pólvora impregnaba la sala del segundo (dedicado a las
novelas policíacas), tenía que hacer algo, decidí no seguir leyendo, me tapé la
cara con el libro, en vano, sentí tras las páginas que una mirada asesina
taladraba mi cabeza, muy desagradable, demasiadas artillería, demasiada sangre,
nadie quedó vivo, ni yo.
Vaciaron los cargadores. La macabra sesión
fotográfica se quedó sin flashes. La sala segunda, devastada. Olía sólo a
pólvora. Los proyectiles habían destrozado cristales, mesas, sillas,
fluorescentes, pantallas, cortinas, perforado libros, estanterías, puertas,
mostradores, aniquilado a todos los lectores de esa mañana de junio en apenas
un minuto, ¡qué rápido pasó todo, Dios mío!
Por
detrás del cortinaje no menos de tres sombras negras, tal vez cinco, como
cofrades sin capitoste, enfundando Kalashnikov en lugar de cirios, habían disparado
a quemarropa, me habían pillado sentado, de espaldas, mi cabeza había recibido
una ráfaga mortal y caído herido de muerte sobre la página setenta. De mi
cabeza la sangre fluye fácil, a borbotones, líquida y escarlata, se coagula sobre
el libro, lo apelmaza, lo deja cartón
reseco, inservible.
He dicho muerto, pero no, casi muerto,
rectifico que es de sabios, (no podría narraros este horror) el impacto me ha
derribado y he caído de bruces, desmayado sobre el libro, la placa metálica que
recubre mi cerebelo me ha salvado, aunque se ha hundido y desplazado,
aplastando mi cerebro. Lo que me faltaba. Si me implantaron una placa para
corregir a medias los ataques epilépticos (y como consecuencia me incrementó la
miopía a ocho en cada ojo), ahora con la placa hundida, qué va a ser de mí.
Sencillo, os lo avanzo.
Al
principio me tomaron por otro muerto, pero un espasmo eléctrico me hizo mover
los brazos en molinete como un muñeco de cuerda y un enfermero se dio cuenta y allí
mismo me pusieron un par de vías de emergencia. —Que se nos va —les oí decir en
la ambulancia y yo tan pancho, lo que tiene el quedarse sin sangre, además, ¿a
dónde ir en estas condiciones? En fin, luego, y avanzando, en el hospital los
médicos me intervendrán, me operaron con pocas esperanzas, transfusiones y más
transfusiones, suerte que mi sangre es del tipo corriente, AB, que sino. Les oí
decir: se ha salvado por poco, aunque hay que esperar, por les efectos
colaterales. Eso es. Me han vuelto a la vida, pero, ¿a costa de qué?
La pregunta es pertinente, en aquel
momento lo desconocía, no saldré bien, eso lo comprobaré más adelante, avanzo
acontecimientos, quedaré afectado de Parkinson, temblaré como un merengue día y
noche (lo que me cuesta escribir), volverá
la epilepsia con mayor virulencia,
empeoraré la vista a catorce dioptrías y quedaré sordo como el fondo del mar por
las detonaciones, dicen. Muy desagradable. Sobreviviente del atentado y con
pensión del Estado, eso sí. Igual os preguntáis qué pasó con los terroristas. Lo
de siempre, las fuerzas especiales los abatieron en la planta primera, donde
los libros históricos, cuando se les acabó la munición, como era de esperar.
Habían gastado toda la disponible en la segunda planta.
Los
de la biblioteca tuvieron un detalle conmigo, me regalaron el libro manchado de
sangre, el que estaba leyendo y cobijó mi cabeza. Se llama Hemorragia y es de
T. T. (Thomas Taylor), una novela, visto lo visto, muy realista. Po cierto, Seller
acabó loco, no pudo soportar el sufrimiento ajeno.