martes, 27 de septiembre de 2016

Relato 131



                                      Husmeadores

Puede que sea indecoroso, incluso infame por mi parte, y les ruego benevolencias anticipadas por algo que podrían calificar de osadía, tal vez desvergüenza, pero no he podido resistirme a publicar en este blog unas páginas manuscritas que, por azar, encontré hace unos días en el suelo, hechas una pelota del tipo de las que juegan los niños, mientras paseaba por el parque de la Pegaso, del distrito barcelonés de Nou barris. Estaban en muy mal estado, completamente arrugadas y pegajosas, que con gran esfuerzo y paciencia por mi parte (también curiosidad, lo admito) pude desenredar y transcribir minuciosamente el texto que ocultaba y que someto a su consideración, confiando no les sea indecoroso. Estaba escrito en tinta roja:

         “¡Estúpido lector!" ¿Cómo se atreve a husmear en historietas ajenas? Éste es el canto final de un hombre desesperado. Sí, desesperado y desahuciado. Desde que mi madre me parió con dolor y menosprecio sólo he sido un apéndice de vida. ¿Para qué querrá usted sumergirse en la pocilga de este trozo de carne? No les va a hacer ningún bien, se lo aseguro.  Me abandonó en un frío portal, donde solían hacerlo las putas, aún con el cordón colgando. Alguien me oyó llorar y me trasladó a la puerta de un hospicio. Era miércoles de ceniza. De esto hace veintisiete años, absurda vida. ¡Déjenlo, no vale la pena! Todo en mí ha sido una desgracia continuada. ¿Por qué desearán mancharse de porquería conmigo? Es estúpido. Nada tiene sentido, nada. He vivido muerto y sólo en estos momentos últimos me siento vivo. Me alimentaron con leche infantil y para mi desgracia sobreviví. Portaba el sida. Puto cabrón, puta madre, puta vida. Había un director que me vejaba. Me decía: —Felipe, acércate a mi regazo. No he importado nunca a nadie, todos me han utilizado. Sólo veía miradas perdidas entre mis colegas del orfanato. Nos zurraban cuando no queríamos hacer lo que nos pedían. Nos exigían de todo, para su beneficio. Teníamos que devolverles el favor de habernos permitido vivir. ¡Qué puta vida de soledad la mía! Mejor no sigan, no es nada agradable. Cuando tenía siete años me escapé por primera y única vez. Afuera era peor. Me molieron a palos cuando regresé, —para que aprendiera a obedecer—. Unos tipos me quisieron adoptar, reían a carcajadas y él me acariciaba el mentón con sus peludas manos. No tenían los papeles en regla. Luego pasó una pareja mayor que se sentía sola y buscaban alguna chiquilla para cuidar y que les cuidara cuando fueran viejos y se fijaron en mi sonrisa triste y les di lástima y me llevaron con ellos, aunque no fuera niña. Me dieron el apellido de Garzón. Duraron poco, cuando se enteraron que era seropositivo renegaron de mí y me echaron a la calle. Apenas sé leer y escribo malamente mis intimidades como pueden ver. Con catorce años malvivía del pillaje. Devolvía toda la rabia que llevaba acumulada dentro a una sociedad que me seguía marginando y que era una mierda. Me sentía un fracasado porque todo en mí era un fracaso. A nadie importaba y nadie me importaba. Vivir seguía siendo un juego sin sentido en donde jamás pedí las cartas. Por fortuna me estoy liberando de esta pesadilla. Me enganché pronto a la cola. Me pasaba días enteros inhalándola. Robaba todo lo que podía para colocarme. Era el único momento de mi vida que no tenía que rendir cuentas a nadie y donde me sentía plenamente feliz aunque durara poco, cada vez duraba menos. Puta mierda que me consumía en vida. Nací en mal día y mi desgraciada suerte viene marcándome la piel con hierro candente. Por doler me duele hasta la lúnula de las uñas. Soy un bulto de carne merodeado por piaras de ricos cerdos y mediocres buitres al acecho. Por favor, no sigan, no más desgracias, mi vida ha sido un completo desastre. Me enamoré de una prostituta a la que le pasaba cola. A veces ella me pasaba caballo. Tenía el sida también, así, ¿a qué preocuparnos? Estaba todo el pescado vendido. Murió ayer, aquí a mi lado, bajo este puente de piedra romano. Una desgracia como cualquier otra, todo mi álbum es una colección de calamidades. Por eso, déjelo, se lo ruego, deje que cada cual tenga sus miserias en paz, soy un despojo humano al que ni los carroñeros quieren ya. No sea más estúpido, no ve que esto es el lamento exasperado de un naufrago que se ahoga en una maldita tierra de nadie. ¿Decís Dios? Todo mentira. No lo he visto recogiendo comida caducada frente a los supermercados, ni cuando se fue mi Loli, tampoco cuando en cenizo día mi madre decidió parirme, ni lo veo ahora entre la sangre que corre por mis brazos, deslizarse roja, fluida, humedeciendo los cabellos de mi amada muerta. ¿Decís cobarde?  Sí, lo admito, no he tenido coraje de tirarme desde arriba del puente, nunca me ha ido la violencia. Me estoy liberando. Mi inútil existencia huye por este reguero de sangre y con ella estoy escribiendo este postrer hálito amargo. Por fin he podido decidir. Si habéis tenido la desvergüenza de llegar hasta aquí, interfecto lector, que os den, que la vida es una gran estafa para la mayoría y yo os dejo con placer mientras apuro mi última bocanada de cola en este infecto mundo. ¡Que os den, husmeadores!”
                                                     

         Y aquí concluía el texto, y aunque la última palabra se alargaba mucho dando muchas redondeles a las os y eses puedo conjeturar con casi total seguridad que quería decir lo que dice. Aparte de este detalle final, el redactado es fidedigno, aunque corregido hasta la exasperación de continuas faltas ortográficas, que me he permitido ahorrarles en la trascripción. Movido por la curiosidad y dudoso en si difundir o no este macabro testimonio pregunté por el barrio y resultó que hacía unas tres semanas habían encontrado muertos bajo el puente de Alcántara a dos pordioseros esqueléticos en medio de una charca de sangre completamente reseca. Que lo sepan. 

martes, 20 de septiembre de 2016

Relato 130

              
                        Fotografía             (Recordant a Erri di Luca)

El meu germà Jordiet és a braços de la mare; està ploriquejant una mica perquè té gana: és l’hora de menjar i el pare els ha fet sortir a corre-cuita de la botiga per fer-nos una foto. Jo era al carrer, a l’altra punta, i m’ha fet venir de pressa llançant a l’aire un xiulet acompanyat de gestos, i jo hi he acudit volant amb la meva bici amb parafangs. Té dues rodes perquè és de grans; abans, n‘hi duia quatre, quan era petit i durant un temps tres, mentre n’aprenia, caient-me de vegades del costat que no tenia rodeta. Me va la regalar Jordiet, quan va néixer, quan em va fer caure de la banqueta, totes les atencions eren per ell, sort que em va regalar la bici que sinó... L’altra persona de la foto és ma padrina, germana de ma mare, vestida de negre perquè feia ben poc havia mort el seu marit, el Pere, el meu oncle estimat; és l’oncle pacient que em va ensenyar a anar amb la bici de dues rodes; ell corria al darrera agafant-la pel portaequipatges tot dient-me: “Mira lluny, fill,  al manillar no” i així anàvem fent equilibris amunt i avall del carrer i de tant en tant sense dir-m’ho em deixava sol i jo confiat continuava fins que amb veu llunyana li sentia dir: “Molt bé, Javierin, vas sol”, i aleshores queia. Després els pares me’n compraren una de molt grossa, de les preparades per ser gran, amb un seient extensible, dues rodes enormes i uns pedals que no m’arribaven als peus; “Ja creixeràs” deia sovint el pare, qui no es perdia mai el Tour de França.  El pare estava poc amb mi, molt poc, sempre ocupat amb la botiga que surt a la foto, on hi venia figures de porcellana que complementava amb objectes de regal i peces de ceràmica que ell mateix muntava en el talleret de darrera la botiga.I pastissos, molts pastissos, perquè el pare era pastissser. Així que quan aquell migdia va reclamar-me em vaig alegrar molt perquè devia ser per alguna cosa extraordinària. Ma padrina era planxadora i en el moment de la foto va deixar la planxa al terra, llevant-se el davantal per atendre al pare que estrenava en aquells moments la seva primera màquina de fotografiar. Ens estiguérem plantificats molta estona perquè el pare no sabia com anava; la padrina va tenir temps de pentinar-me amb la ratlla al costat amagant la pinta i la colònia en el pedrís que es darrera seu de la foto. El meu germanet plorava perquè cada vegada tenia més gana, posant nerviós al pare qui emprenyat mirava les instruccions i la màquina. Ens va dir tantes vegades: “No us moveu, somrigueu ara” que al final quan ens va fer la foto de veritat sortírem així d’expectants perquè no ens ho acabàvem de creure. Quan per fi, doncs, va fer-nos aquesta foto, tots somriguérem perquè el meu germà va poder menjar, ma padrina va continuar planxant i jo vaig poder tornar amb la bici a jugar.

martes, 13 de septiembre de 2016

Relato 129

                                            Sucede
       
Algo sucede los miércoles a la tarde en casa de los Gálvez. Julia siempre tiene trabajo extra en la oficina y la canguro llega a casa puntualmente a las tres.
       —Hola amor —le dice a su marido cuando viene sudorosa a eso de las nueve y media. Para entonces la canguro ya no está, los niños están acostados y durmiendo y Gabriel tiene la mesa preparada con la cena a punto y un par de velitas encendidas, chispeantes.
     —Hola, amor, ¿cómo te ha ido hoy? —le dice sonriente mientras se acerca a la puerta para darle un beso de bienvenida.
 Y le da un beso en los labios no muy largo.
  —Es trabajo de nunca acabar —le contesta ella mientras deja la chaqueta de cualquier modo sobre el sofá y añade —me doy una ducha rápida y vengo en seguida.

        Gabriel recoge la chaqueta, se la acerca a la cara y la huele cerrando los ojos. Huele como siempre huele la chaqueta de Julia los miércoles por la tarde, huele a tabaco rubio de esto está seguro y sin decir nada la guarda en un colgador libre del armario de la entrada. La luna se cuela por la ventana a través del visillo e ilumina el parquet del suelo del pasillo. Al girarse, Gabriel ve su sombra que se proyecta y alarga hacia la puerta de la calle, como si quisiera sin su permiso marcharse. Aún se alarga más cuando se acerca a la ventana, fuera está la noche, la luna y la calle solitaria. Y el silencio. Los niños duermen. 
       Escucha como se apaga el ruido de las cañerías del agua caliente y sigue mirando por la ventana y sin saber porqué llora. Luego vendrá la cena íntima, las buenas palabras y la conversación animada. Ella ya no olerá a tabaco rubio y se irán a dormir como siempre en camas separadas.  

martes, 6 de septiembre de 2016

Relato 128

                                         Madre


Madre está con nosotros pasando unos días de vacaciones delante del mar que tanto le gusta. El primer verano, viuda. No lo lleva bien, ni yo tampoco, eso de no tener padre. Estamos en duelo, aunque tratemos de disimularlo para no hundirnos. Estarnos un par de semanas ante el mar nos irá bien para despejar la cabeza de pesares, nos la refrigerará. Yo me lo tomo como una oportunidad para conocer mejor a mi madre, ahora que no ha de cuidar a su marido, que sólo ha de velar de sí misma. Jamás había estado tantos días seguidos con ella sola, siempre ocupada en cuidar de la extensa familia, generosamente, que todo esté bien, que todos disfruten de su compañía. Ahora ya no hace falta. Cada vez le hace menos falta. Siente que se le acaba la vida y se adhiere como una ventosa a la roca. La admiro y quiero. Pensar no sana, andar sí y por la playa más. Siempre tan realista. Hacía tiempo que no venía al apartamento, el que ella compró, en primera línea. Convencerla nos fue difícil. Los cambios no gustan a las personas mayores y madre, aunque bien llevados, tiene ya noventa años. Su espíritu es joven, increíblemente joven, pero no su cuerpo. Al principio le daba vergüenza mostrar sus arrugas cuando lucía el bikini. —Esta barriga, estos pliegues, estas colgaduras, qué dirán—, pero luego pasó de todo y de todos, bronceando hermosamente su cuerpo y su espíritu. Exageraba, mantiene buen tipo a pesar de ser bajita, se cuida con cremas y potingues, un despliegue de productos de belleza. Me sorprende que siga siendo tan coqueta. Todo un descubrimiento. Debe ser su motor vital, un aliciente para madre, para seguir viviendo, eso de verse bonita, de sentirse atractiva. Un día le pregunté: ¿qué te impulsa hacia adelante?, —no lo sé —respondió, mirándome extrañada, como si la pregunta fuera absurda. Seguramente es absurda. Madre es mujer de acción, no de pensamientos. ¿Qué vas a hacer quedándote sola en Barcelona? Ella dudaba. Vente con nosotros al apartamento. Antes no hubiera dudado, pero ahora sí, dudaba. Tal vez para no molestar, para no interferir en el matrimonio. Ve a saber qué pasa por la cabeza de una mujer mayor que es madre y suegra a la vez. Ante sus reticencias fue definitivo que la ayudáramos a hacer la maleta entre mi esposa y yo. Combinaron adecuadamente ropa y colores, mi mujer es extraordinaria, con una paciencia y ternura a prueba de bombas, mientras yo, más rudo, me cuidé de preparar la medicación a llevar, que es variada desde que madre sufrió un ictus. Una afección grave de hace casi un par de años. Con admirable tesón y sesiones de logopeda se ha recuperado bastante de la afasia. Aún confunde algunas palabras, pero mantiene el pensamiento claro y le entendemos todo. Llegamos hace unos días y lo primero que hizo fue calzarse cómoda —voy sola, no os preocupéis— y salir a recorrer a paso lento la playa, respirando profundo, oteando vivaracha el horizonte, humedeciéndosele tal vez los ojos al recordar a su marido cuando paseaban juntos por la orilla cogidos de la mano. No la he visto casi nunca llorar, reserva sus lloros para sus adentros, lo considera una debilidad. Lo extraño, todavía —nos dijo al llegar, nos lo dice a cada momento —aún le veo sentado aquí. Y yo, pero engullo saliva para no aguar la fiesta. Lo que disfrutaría —añade. Lo disfrutamos en su día, el pasado es pasado, pero aún llevamos el duelo encima, como una losa negra, nos pesa padre todavía, inevitablemente. Quiere seguir siendo autónoma como siempre, aunque sabe que anda más lenta e insegura, que se tuerce, que está perdiendo el sentido del equilibrio y que infinitas manchas negras nublan su vista desde hace unos meses, deprimiéndola. No se queja, casi nunca lo hace, lo considera una pérdida de tiempo. Los años no perdonan, ni falta que hace —replica con energía. Ese primer día quiso salir a caminar sola y se lo respetamos. Hacía más de diez años que no recorrería esta playa, cuando aún vivía su marido. Volvió renacida, repleta de energía, resplandeciente. Andar es su válvula de escape, quedarse quieta le parece sinónimo de la muerte. Así que anduvimos todas las mañanas por la playa y las tardes por el paseo marítimo, recorriendo las tiendas y hasta una noche salió a desahogarse a la luz de las farolas y a perderse entre la niebla y el relajante rumor del mar. Conozco pocas personas con la vitalidad de madre y me duele, me duele hondo que también ella tenga que morirse, me duele no poder evitarlo ni saber si podré soportarlo. Es una batalla perdida, lo sé, pero me sabe peor la muerte de un ser querido cuando no se rinde, cuando es tan valerosa, activa y llena de vida como madre. No sé cómo podré superarlo, aunque ahora, por fortuna, no sea el momento de planteármelo.