martes, 25 de abril de 2017

Relato 161

                                           Enric                        

Mi amigo Enric Grimau se comporta de una manera extraña. Actualmente vive en Canarias.  
        Hace unos días nos llamó, dijo: He d'anar a Barcelona el dimarts, puc estar-me a casa vostra uns dies?, y añadió: Tinc un vol barat.
        Antes vivía en Vic, vivía allí con su esposa Roser y sus dos hijos,  Ricard y Pau, y vivían felices. Roser tiene un corazón de oro, siempre recoge perros y gatos abandonados de la perrera o de la calle. Tiene instinto para atraerlos. Enric es huérfano.
        Enric, l'agafem?, i aquell tant bufó, què et sembla?
        Cuando les visité en Vic hace unos años tenían varios perros, el Tacat, el Cendra y l'Amat y también algunos gatos, l'Amic, el Falder y l'Esquerp. El Falder era el favorito de Enric. Vivían en una casa grande con jardín. Me explicaron que los fines de semana iban a pasear por la montaña. Les gusta estar en contacto con la Naturaleza, se conocieron cuando formaban parte del club excursionista de Catalunya. Salimos a pasear con mochilas por una zona boscosa cercana a su casa, donde iban con frecuencia. Era una mañana fría de domingo.
        Pau, fill, agafa aquella pinya. Ricard, tu, aquells branquillons, ves, que farem foc a l'arribar a casa... —decía él, contento.
        — Ai, Enric, no em facis això! Amat, deixa de bordar! Ai, Enric, para ja, vols! Tacat, no vagis al rierol... —decía ella, presumida y orgullosa de su familia.
        No paraban de reír y de mirarse y él hablaba y hablaba satisfecho y feliz, locuaz e inteligente como siempre. Muy hospitalarios, me sentía como en casa. En la noche de ese domingo a la lumbre del fuego me dijo: Saps, Jaume, la família és el més important que tinc. Estoy convencido que era cierto.
         Enric trabajaba en ventas, vendía de todo y formaba vendedores. Era muy eficaz en la conversación persuasiva. Se había presentado a concejal por Esquerra republicana en Vic, pero no salió elegido, luego montó un negocio de telefonía móvil que no le fue bien, se cargó de deudas y les embargaron la casa de Vic. Se fueron los cuatro hace tiempo a vivir a Canarias donde ella tiene familia, unas tías.
        No vull passar per la quimio, no vull, m'entens, oi, Jaume?
        Hace unos tres años le diagnosticaron cáncer de colon. Al principio le tenía miedo, pero ahora dice: Sí, tinc càncer amb cincuanta i cinc,  i què?
        También dice que los excesos o defectos que uno comete en la vida acaban repercutiendo en el cuerpo, el "recullitot", le llama.
        Se visita con un homeópata de Barcelona y hacía un año que no venía. No quiere volver a operarse. Respetamos su decisión y le apoyamos. Ahora está en el comedor, conversando con mi esposa, le oigo hablar atropelladamente, mi mujer escucha, es psicóloga, sabe que mañana se va. Habla de sí mismo, de su familia, de su pasado, del otro gato Falder, el que se le sube a la falda en cuanto le ve y le mitiga el dolor del vientre, dándole calor y compañía. Como si el gato fidelísimo supiera que le está ayudando a vivir, como si transformara las células cancerosas de su amo en afecto incondicional.
         Enric larga sin parar, habla y habla como una ametralladora, tiene mucha necesidad y siento que pronto me va a estallar la cabeza. Por eso le he dejado hablando y me he refugiado en mi estudio, desde donde aún me llega el tintineo de su voz apergaminada junto a la retahíla de lamentos y aciertos, el repaso de toda una vida, la suya. Una revisión bastante completa, estic tancant portes entreobertes, oigo que dice. Al parecer, no quiere dejar nada pendiente antes de irse.

         Y como no sé verdaderamente si gritar, llorar o tirarme por la ventana me pongo a escribir. Escribo que mi amigo Enric Grimau se comporta hoy de una manera muy extraña.

martes, 18 de abril de 2017

Relato 160

                                                 Pilar

         "...T'estimo, Pilar..." pronuncià Joan emfàticament amb veu profunda davant del mirall de casa seva, un de cos sencer i ovalat, i continuà gesticulant amb to emotiu: "...t’estimo perquè sé que darrere de les teves ulleres d'aire intel·lectual s’amaga un cor sensible que batega per alliberar-se, perquè ets profunda i oceànica com una sonda en alta mar, t’estimo perquè dintre del teu cos fràgil i reservat es remou una energia inabastable que em commou i em transmet la fortalesa del teu nom, que..."
          Aleshores, contrariat, el Joan s'atura, s’apropa a uns fulls que té a sobre la taula, els revisa i llegeix de pressa: "...del teu cos fràgil i reservat es remou una energia inabastable que em commou i em transmet la fortalesa del teu nom, ..." i tornant al mirall declama en veu alta: “...que em trasbalsa, que em transporta a un naufragi infinit en una illa plena de llum vermella, de tu, de mi...”
          I Joan es para de nou i s'observa al mirall amb els papers a la mà, somriu amablement, s’hi apropa en silenci i abraçant-lo s’abraça, i li diu: jo també t’estimo, i li dóna un petó i els seus llavis deixen el rastre vaporós sobre el cristall i durant uns segons observa el senyal com una penyora en el vidre del temps. Després mig somriu i reprèn el monòleg: “...Amb tu, Pilar, navegaria solitari per qualsevol mar...” i es torna a parar i sense saber ben bé perquè s'apropa al finestral, és capvespre, se li enlluernen els ulls i els mig tanca, amb tot es pot fixar que darrere les cortinetes blanques, el disc solar envermelleix tot d'una i pensa que segurament no serà de vergonya perquè ho fa cada dia i sempre se’n va sense acomiadar-se de ningú i descobreix que el paisatge és ple d'antenes dels edificis propers i que estan surant per sobre l’espessa boira rogenca i li semblen pals de barques navegant i les teulades, onades del mar Roig, que tremolen, parpellejant...Fins i tot sent la remor suau i constant de la mar que l'acarona. 
         I de sobte se’n recorda de la senyoreta Pilar, de quan va dibuixar-li un mar amb ratlles ondulades amb el seu bolígraf, de marca Bic, un de vermell, i li va fer uns peixets en forma de vuits allargassats i uns triangles llunyans que volien ser veles i la senyoreta Pilar, tot somrient li digué: “Molt bé, Joanet, acabes de dibuixar el mar Roig” i ell no va entendre què volia dir la senyoreta, però ara sí, ara el veia de nou surant per sobre dels edificis veïns, una filera de vaixells invisibles solcant l'horitzó, darrera les cortinetes blanques del seu estudi, navegant oceans infinits com quan era un infant. Així estava Joan d'abstret i de pensarós quan algú el va cridar fent-lo retornar de cop a la realitat.
        —Joan, a sopar, que són dos quartsi a les nou has d’estar al teatre.
        — Ja vaig estimada, un instant  —li contestà. 
       Joan es va refregar els ulls humits amb les mans procurant no mullar els papers del guió que estava estudiant, es posà davant del mirall i afectuós declamà: “...Amb tu Pilar, embarcaria en qualsevol rai que surés pel mar, en qualsevol llit escumós de vela blanca contra vents, contra corrents, contra espants,  amb tu, estimada, el que fos.”
        —Però vols venir —sentí de nou— que l’escudella és a taula i es refreda, va, Joan, sis plau, vine a sopar.

        — Sí, —li contestà— ja vaig, Pilar.      

martes, 11 de abril de 2017

Relato 159

                              Rataplán

Semana santa en Mora de Ebro. Rataplán. Desfile de romanos, Misterios y beatas. Velones, cofrades, pasos tradicionales. Es de noche. Estoy mirando una multitud que marcha militarmente por el centro de la calle con caperuzas negras, al paso. Resuenan los tambores, rataplán, golpean en el suelo las lanzas, las armaduras avanzan a ritmo, el capitán al frente voltea y hace sonar la corneta florida, marca el compás de la procesión, todos a una, impone  la cadencia. Una ancha hilera de espectadores nos agolpamos en derredor de la santísima procesión y yo con siete años, medio escondido entre las faldas de mi madrina, asustado. Ante mí y en fila india desfilan las cofrades, descalzas, con túnicas negras de arriba abajo y cíngulos con una borla blanca de remate, enfundadas en capitostes amenazantes con dos aberturas achinadas por donde veo ojos que me miran y remiran, que brillan en la noche como luciérnagas, me inspeccionan unos tras otros como si quisieran engullirme. Rataplán. Visten guantes negros, llevan velones enormes, inclinados hacia dentro, se les cae cera al suelo, huelo a cera derretida, llevan sucias las plantas de los pies. Mi madrina me ha llevado.
               —Ven, Javierin, verás algo que no has visto nunca y te gustará.
               "¿Me gustará? ¿Este jaleo ensordecedor?"
               Entre los soldados con gallardetes y armaduras, se aproxima un corrillo de gente y en el centro una mujer descalza avanza dándose azotes a la espalda con unas cuerdas.
               —Es una penitente —me dice mi madrina.
               —¿Qué?
               —Imita el dolor de Cristo, busca la purificación por el sufrimiento.
               —¿Cómo?
                Le sale sangre de las heridas, se está flagelando a conciencia, casi no puedo mirarla, siento incredulidad y pena. Se detiene ante mí y se atiza con fuerza, medio arrodillada, sin quejarse. Un poco más allá avanza otra mujer, también descalza, vestida de negro, arrastra lentamente una enorme cruz de madera, gime, llora y se cae con frecuencia.
               —Ésta es por una promesa, su hijo se salvó de una muerte segura, hay que cumplir las promesas.
               —¿Qué? ¿Martirizándose?
               No entiendo nada, estrujo mis manos en las de mi madrina, me sudan, ella permanece atenta al gentío.
               —Vámonos —le digo, en un gesto de valentía inusitada.
               —No seas miedica —me responde, medio burlándose.
                 Me muerdo el labio inferior hasta sentir dolor. No doy crédito a lo que ven mis ojos, el escarnio de un ritual católico que no entiendo, y que sigo sin entender. No comprendo aún por qué la Iglesia elige el sufrimiento de la cruz antes que la alegría de la resurrección. Rataplán. Tampoco me parece una elección ingenua.
                Avanza con tronío la comitiva al ritmo del capitán con su corneta y la tropa que le sigue, armada de lanzas y tambores, atruena la calle a cada paso que da: ran, ran, rataplán, ran, ran, rataplán, ran, ran, rataplán... Aún martillea en mi cabeza. Me siento atrapado en una ceremonia no apta para menores. No sé qué hacemos allí mi madrina y yo. Se lo digo.
               —Volvamos a casa.
               —Espera un momento.
               Espero. Sigo viendo figuras enmascaradas con ojitos que se balancean de un lado a otro, buscando presa fácil, que me miran hambrientos tras la tela rasgada. No conozco a nadie, sólo a mi madrina, me escudo tras ella, tengo miedo de las miradas furtivas, de las que buscan raptarme, no sé a qué demonios esperamos. Rataplán. De pronto, surge una mano de la noche, rataplán, una mano que me coge del brazo, una mano con guante negro que me atrapa con tacto áspero, ceroso, una mano enemiga, doy un salto hacia atrás, aterrorizado, quiero huir, mi madrina me retiene, me escondo tras ella, la mano me sigue sujetando firme, la cofrade de la mano se sale de la fila, me persigue. Rataplán.
               —No, no —grito— que se me quieren llevar, ayuda, por favor, yo no tengo la culpa, yo no he hecho nada.
               —Pero no te asustes, mi niño, si es tu tía.
               —Soy yo, Javierin, soy yo, tu tíita.
                No reconocí su voz, se me erizó la piel de puro pánico, aún ahora al escribirlo la tengo otra vez erizada. Rataplán. No creí que fuera ella, mi tía Carmen, no creí que estuviéramos allí esperándola, sólo para verla pasar. Me fui aprisa, me escabullí de la garra que me apresaba  y salí corriendo, llorando, despavorido. Jamás he vuelto a una procesión. Rataplán. Aún hoy en día cuando oigo tronar una procesión de Semana santa me recorre un escalofrío de pies a cabeza y me acuerdo del terror que pasé cuando tenía siete años, un terror no superado, rataplán, y que tampoco me hace falta.
               La bruja aquella disfrazada de tía se me quería llevar con los soldados armados.                                                

martes, 4 de abril de 2017

Relato 158

                                          Sueño

Corro y corro pero mis piernas no avanzan, no las puedo mover, paralizadas, me esfuerzo titánicamente pero no responden. Llevo una maleta en mi mano derecha, una maleta de cartón con tiras marrones y calcomanías de coches, pegadas, y pesa mucho, muchísimo, casi no la puedo arrastrar.
        El tren, mi tren se aleja, intento desesperadamente alcanzarlo, pero cargado con la maleta, llevo lastre, voy medio de costado, no avanzo, no puedo dejarla ahí, abandonada en el andén, no prospero, ni me muevo del sitio, me veo que ni siquiera me muevo del sitio, —eso me desespera— y veo que se va sin poder evitarlo. Huye su vagón trasero, uno de madera con estribo reluciente y un chispeante farolillo rojo, huye irremediablemente, me remuevo, trato de levantar mi brazo izquierdo, de hacer aspavientos, de avisar al maquinista, pero no puedo, algo me aprisiona, el tren se aleja, impotente. Necesito tomar ese tren, sudo —siento que estoy sudando— un sudor frío y pegajoso empapa mi piel, se me revuelven las tripas, grito, por fin, libero un vozarrón, resuena por la estructura férrea de la estación de Francia, reverbera en el vacío como niebla sonora, eco encerrado por los siglos, hasta alcanzar el convoy, que se detiene y retrocede lentamente para detenerse y abrir la puerta ante mí.
         Subo a la plataforma con la maleta, ¡cuánto pesa!, la puerta se cierra y el tren arranca. Avanzo por el pasillo, está todo ocupado, la gente no repara en mí, arrastro los pies y la maleta que llevo delante, veo un asiento libre al lado de una señora vestida de negro, con moño y  tocado antiguo que está leyendo un cuento, me fijo, es El gato con botas, ¡qué rojas son las botas y qué rápidas que van! ¿Dónde demonios dejaré la maleta? Le pido que me deje pasar, pero no me atiende, sigue leyendo con sus monóculos, alzo la voz pero nadie me escucha, tal vez estén todos sordos, todos ciegos, por la ventana pasan árboles verdes y praderas almagres a mucha velocidad, siento el traqueteo del tren, la señora mayor me obvia, la maleta en medio del pasillo, alzo la voz, pero nadie responde, siguen sin enterarse, tengo ganas de orinar, voy al lavabo, arrastro la maleta, la empujo, avanzo ruidoso y lento, a nadie le importa, alcanzo la puerta del servicio, es muy estrecha, cabemos media maleta y yo, me presiona la orina en el vientre, la tapa no se levanta, hago fuerza pero parece soldada, me miro en el espejo oval, veo a un niño solo jugando con canicas multicolores. 
         Conozco a este niño rubiales, conozco la calle donde juega, y las casas y hasta el pueblo, se lo quiero decir y se lo digo: ¡Eh!, te conozco. Pero él tampoco me oye, sigue ahí de cuclillas con sus canicas, me ignora, todo el mundo me ignora, golpeo el cristal y se rompe, el niño se multiplica por cien o por mil, pero sigue ahí, sin verme, y yo que me estoy orinando. El golpe me ha lastimado la mano, me sangra orina del dedo corazón, del pulgar también, entonces me despierto.
        Estoy impregnado en sudor, tengo una erección enorme y muchas ganas de orinar. Me inspecciono, no estoy herido. Percibo el traqueteo del tren que no cesa y por la ventanilla descubro que afuera empieza a clarear. Desciendo por la escalerilla de la cucheta, estoy solo en el compartimiento y zarandeado entro a trasquilones en el minúsculo lavabo, levanto la tapa del váter y me alivio orinando. Por fin. Vaya pesadilla, casi me meo encima.

         En el espejo oval veo al niño rubiales que me mira sonriente, ahora sí, y me dice: ven a jugar conmigo.