Sueño
Corro y corro pero
mis piernas no avanzan, no las puedo mover, paralizadas, me esfuerzo
titánicamente pero no responden. Llevo una maleta en mi mano derecha, una
maleta de cartón con tiras marrones y calcomanías de coches, pegadas, y pesa
mucho, muchísimo, casi no la puedo arrastrar.
El tren, mi tren se aleja, intento desesperadamente
alcanzarlo, pero cargado con la maleta, llevo lastre, voy medio de costado, no
avanzo, no puedo dejarla ahí, abandonada en el andén, no prospero, ni me muevo
del sitio, me veo que ni siquiera me
muevo del sitio, —eso me desespera— y veo que se va sin poder evitarlo. Huye
su vagón trasero, uno de madera con estribo reluciente y un chispeante farolillo
rojo, huye irremediablemente, me remuevo, trato de levantar mi brazo izquierdo,
de hacer aspavientos, de avisar al maquinista, pero no puedo, algo me
aprisiona, el tren se aleja, impotente. Necesito tomar ese tren, sudo —siento
que estoy sudando— un sudor frío y pegajoso empapa mi piel, se me revuelven las
tripas, grito, por fin, libero un vozarrón, resuena por la estructura férrea de
la estación de Francia, reverbera en el vacío como niebla sonora, eco encerrado
por los siglos, hasta alcanzar el convoy, que se detiene y retrocede lentamente
para detenerse y abrir la puerta ante mí.
Subo a la plataforma con la maleta, ¡cuánto
pesa!, la puerta se cierra y el tren arranca. Avanzo por el pasillo, está todo
ocupado, la gente no repara en mí, arrastro los pies y la maleta que llevo delante,
veo un asiento libre al lado de una señora vestida de negro, con moño y tocado antiguo que está leyendo un cuento, me
fijo, es El gato con botas, ¡qué rojas son las botas y qué rápidas que van!
¿Dónde demonios dejaré la maleta? Le pido que me deje pasar, pero no me atiende,
sigue leyendo con sus monóculos, alzo la voz pero nadie me escucha, tal vez
estén todos sordos, todos ciegos, por la ventana pasan árboles verdes y praderas
almagres a mucha velocidad, siento el traqueteo del tren, la señora mayor me
obvia, la maleta en medio del pasillo, alzo la voz, pero nadie responde, siguen
sin enterarse, tengo ganas de orinar, voy al lavabo, arrastro la maleta, la empujo,
avanzo ruidoso y lento, a nadie le importa, alcanzo la puerta del servicio, es
muy estrecha, cabemos media maleta y yo, me presiona la orina en el vientre, la
tapa no se levanta, hago fuerza pero parece soldada, me miro en el espejo oval,
veo a un niño solo jugando con canicas multicolores.
Conozco a este niño rubiales, conozco la calle donde juega, y las casas y hasta el pueblo, se lo quiero decir y se lo digo: ¡Eh!, te conozco. Pero él tampoco me oye, sigue ahí de cuclillas con sus canicas, me ignora, todo el mundo me ignora, golpeo el cristal y se rompe, el niño se multiplica por cien o por mil, pero sigue ahí, sin verme, y yo que me estoy orinando. El golpe me ha lastimado la mano, me sangra orina del dedo corazón, del pulgar también, entonces me despierto.
Conozco a este niño rubiales, conozco la calle donde juega, y las casas y hasta el pueblo, se lo quiero decir y se lo digo: ¡Eh!, te conozco. Pero él tampoco me oye, sigue ahí de cuclillas con sus canicas, me ignora, todo el mundo me ignora, golpeo el cristal y se rompe, el niño se multiplica por cien o por mil, pero sigue ahí, sin verme, y yo que me estoy orinando. El golpe me ha lastimado la mano, me sangra orina del dedo corazón, del pulgar también, entonces me despierto.
Estoy
impregnado en sudor, tengo una erección enorme y muchas ganas de orinar. Me
inspecciono, no estoy herido. Percibo el traqueteo del tren que no cesa y por
la ventanilla descubro que afuera empieza a clarear. Desciendo por la
escalerilla de la cucheta, estoy solo en el compartimiento y zarandeado entro a
trasquilones en el minúsculo lavabo, levanto la tapa del váter y me alivio
orinando. Por fin. Vaya pesadilla, casi me meo encima.
En
el espejo oval veo al niño rubiales que me mira sonriente, ahora sí, y me dice:
ven a jugar conmigo.
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