martes, 26 de julio de 2016

Relato 122

                                       Venecia (6)       (Ver relato 111)

Preguntas, Albert, por las cloacas, por tu super nariz sensible. En eso tienes razón, aquí huele mal, en verano más. Venecia no tiene cloacas como puedes tener tú en Barcelona, con un alcantarillado, es imposible al estar sobre una laguna en el agua. Fíjate que se calcula (eso de los números te pirrará, seguro) (por fin, un poco de claridad lógica en la turbia agua veneciana) que el diez por ciento de las casas sufren invasión de ratas que se introducen por los conductos del baño cada vez que sube la marea y eso sucede al menos dos veces al año. Aunque por raro que te parezca los venecianos tememos más a la marea baja, cuando los canales se secan en verano y entonces edificios y palacios dejan ver todos sus cimientos, algas y elementos adheridos y de todos emanan al podrirse un hedor insoportable, que apestan la ciudad, aunque yo casi ni lo noto, debo estar inmunizada. Las casas de Venecia no tienen cloacas hay que reconocerlo y es verdad, cada día, quince metros cúbicos de excrementos caen al agua, todo esto sin contar con el guano de las colombas que crecen sin cesar. Por eso es mejor que en verano no vengas: por el mal olor, el calor sofocante y húmedo y las mosquitas que son pequeños avionetas en vuelo rasante que campan a sus anchas por la calle y dentro de las casas. Sí, es cierto, Venecia huele mal, muy mal (por fortuna no todos los días ni en todas las zonas). Preguntas, ¿qué son los traghetti? Muy fácil, son ferries, un simple medio de transporte que operan exclusivamente en el gran canal y llevan a los pasajeros de un punto a otro en un viaje corto y rectilíneo. Antes eran góndolas a las que han quitado todo adorno, guiadas por dos personas, uno a cada extremo del bote, a diferencia de la góndola usual, y son barcas austeras, ideales para el uso rudo y el transporte de la quincena corta de pasajeros que caben. Al ser prácticas carecen de todo glamour. Hablando de góndolas, sabías que son negras en señal de luto por la gran peste del XVI, que miden once metros de eslora y que el gondolero mueve un remo y no una pértiga como muchos turistas creen. Desconocen que el canal tiene cinco metros de fondo. Hoy tengo un día criticón. Mira, en Venecia, sin el ruido de los coches y con toda esa agua para transmitir el sonido, por la noches se puede oír fácilmente a las parejas haciendo el amor en su casa, te lo aseguro, es una orgía colectiva. (Qué romántica y realista al mismo tiempo, una combinación extraña para mí, se lo comentaré). La gente joven se mete en los vaporetti vacíos durante la noche, lejos del delatador silencio de los canales que ejercen de altavoz, para hacer el amor. Aunque los jóvenes se están yendo de Venecia, ésta es la triste realidad. La falta de laboro, el precio de la vivienda o la imposibilidad de tener un coche en la puerta, obligan a abandonar Venecia cada año a unas mil personas. En fin, hoy no tengo muchas ganas de hablar, con esta calor sofocante y pestilente, además ya no me queda espacio. Otro día te hablaré de la Basílica y su fachada. Tengo pendiente lo de la piazza. Dime como van las pesquisas con tu viajera anónima. Besos. Ciao! X X
 (continuará)                    

martes, 19 de julio de 2016

Relato 121

                                         Glez

Me levanto. Voy al baño. Las tres treinta y seis. Orino. Oigo la puerta de la calle ¡Por fin! Suspiro. Hola hija... Qué tarde llegas... Que descanses... Me acuesto de nuevo. Pido soñar. Pido recordarlo. Sonrío. En la mesita un bolígrafo Bic naranja, una linterna perlada y mi libreta de sueños. Cierro los ojos, los aprieto, busco dormirme, cuento cuentas. A mi lado una mujer se enroca y resopla. Anoche se estropeó el lavaplatos: nado en aguas jabonosas. Mientras cenaba vi una entrevista gravada a un escritor hambriento apellidado Glez. Escribe sobre zapatos muertos en las costas de Tarifa y sobre el fuerte viento de Poniente. Escribe dejándose la piel –dice. Silencio oscuro. Oleaje suave. El mar gaditano mece mi patera hambrienta. Me duermo.

A la mañana escribo: “En blanco y negro y desde ras del suelo veo un camión de recogida de basuras enorme y gris que engulle bolsas negras y resopla la noche en cada acometida. Algunos hombres faenan sin levantar la cabeza, trasegando las inmundicias, parecen de piel oscura. Hay farolas escampadas por la gran plaza desierta y sus destellos erosionan los adoquines en roca viva. De repente cesa el estruendo, la máquina se para y los hombres, inmóviles, se recortan en contraluz como sombras de chocolate. Se quedan fijos, sin sonrisas, igual que una fotografía antigua. Vertiginosamente los rodeo; ahí siguen estropeados, como clavados en la escena y del camión algo, brillante y jabonoso, una espuma que se extiende por los adoquines abajo por la plaza casi playa desierta. Aun de pie, parecen muertos faenando.”

“Ahora me llegan los colores, veo un coche de policía azul uniformado. Buscan a un ladrón de perlas blancas. Mi cómplice. Ha huido. Huyo. Me persiguen. Me alejo de la playa casi plaza desierta. Aparece una niña ¡Cómo se parece a mi hija! La sigo, asciendo por una duna que resbala, por una piel acantilada, por unas barcazas entrelazadas. Llevo las perlas en la garganta. Presuroso la sigo, de color escaleras arriba. Desde abajo la policía me acecha, me dispara. De su cañón veo recortado un fogonazo naranja. Por fortuna fallan. A pie persigo a mi hada voladora. Se me caen los zapatos, los oigo chocar contra el fondo del arrecife. Chirría la puerta del viento. Resopla. Estoy asustado. Me aferro a la vida como lo hace un ahogante. Me deshago de la piel, de la ropa, del miedo. Parecen conformarse. Examinan los zapatos. Hay montañas de zapatos. Les oigo resoplar igual que oigo retumbar el mar de Poniente. Hambriento de vida huyo por el oleaje, tras mi niña, tras Tarifa, tras una dignidad. La espuma blanca me envuelve como en un regalo rehusado, y con la niebla de la mañana desaparezco.”

Amanece. Guardo el bolígrafo Bic naranja y la linterna perlada; sobre la mesita de noche cierro la libreta de mis sueños. Me levanto. Voy al baño. Las seis treinta y seis.          


martes, 12 de julio de 2016

Relato 120

                                 Professionalitat

Sala de estar de la tercera planta de l'hospital de la Vall d' Hebró de Barcelona, la de cardio. Murmuri de veus, queixes, l'aire condicionat si va, va fluix, xafogor, ventalls, queixes i més queixes. La senyora Ribot, Laura, amb un vestit blau per sobre dels genolls fistonejat de blanc, seu en un cantó, allunyada de la finestra. Obre la bossa, treu una llibreta i un bolígraf blaus, mira el rellotge de la sala, un de quadrat i escriu: és la una del migdia d'un llarguíssim dimecres de fàstic, aquí tothom està rebotat. Em moro de calor, noto com la suor em regalima per la esquena i em mulla els sostens, encara els destenyirà. Joan és dintre, avui, precisament avui, el dia del seu sant i el més llarg de l'any, i ell al quiròfan. Un infart. Sort del transeünt que li ha salvat la vida. Mare meva! A pesar de la revetlla, hem sortit aviat, a les deu, volíem anar a dinar amb els papàs, a Rupit, érem de camí al cotxe i de sobte s'ha desplomat a sobre la vorera. Després els trucaré, m'empescaré alguna excusa. Encara em sobta com l'he pogut sostenir a la caiguda. M'he quedat esparverada, no sabia què fer, he cridat auxili, auxili. Un xicot ha creuat el carrer, sóc metge m'ha dit, i jo tremolant. De seguida se n'ha adonat, que era un infart, vull dir. S'ha agenollat davant seu, li ha practicat massatge cardíac, i jo que no encertava amb el 112. També li ha fet el boca a boca, pobre noi, com suava, i jo bategant per tots dos com una furtiva fulla i li ha salvat la vida. Els de l'ambulància li han posat un desfibril·lador i se l'han endut cap aquí. Fa un hora que és al quiròfan. Quina calor! Ha estat ell qui ha parlat de Silvio i jo com sempre li he negat. S'ha enfurismat, deia que tenia proves, fotografies. La seva cara ha passat del rosat al vermell en un instant i llavors s'ha desmaiat.    

        El cirurgià es treu els guants, la mascareta i el gorret verds, i es renta amb sabó les mans i la cara. L'aire condicionat al quiròfan es baix, si va, va fluix. Es treu una pinta de la butxaqueta de la bata i es pentina enrere els cabells davant un gran mirall. Té el rostre brunyit i morè, sense arrugues. En la reflexa pot veure al pacient, a Joan Ribot, que és encara a la taula d'operacions, anestesiat. També que en el rellotge quadrat i verd de la sala les busques assenyalen les setze trenta. Té gana, sent com se li regiren els budells, no ha menjat res des del matí, es repassa el front amb un mocador verd gran com un llençol. Abans de sortir es canvia la roba per una de seca i es torna a mirar al mirall. Fa una ganyota tot obrint la boca, es fricciona la cara amb les mans,  assaja un parell de somriures tot aclucant els ulls i surt.
        ―Familiars del Sr. Joan Ribot?
        ―Sí, aquí.
       ―Sento comunicar-t'ho, Laura, la intervenció ha anat bé, el teu marit se'n sortirà d'aquesta.
       ―Maleït sigues, Silvio, maleïda sigui la teva professionalitat.  

martes, 5 de julio de 2016

Relato 119

                                 Fascinación

 Otra vez esta necesidad mía de comer, otra vez. La tienda era nueva. El rótulo decía oráculos a domicilio. Ovalado, amarillo y pálido con la diosa Isis a un lado y al otro la cara de un hombre joven, con barbilla y bigote finamente recortados, de ojos azules, seductores, a lo Peter O'toole y un turbante blanco de ensaimada cubriéndole la cabeza. Diofrégenes se llamaba. Un lujazo de tío, fascinante. Me pusiera donde me pusiera él seguía mirándome. Esto me desconcertaba, como la Gioconda. Y además, su sonrisa. No sé como describirla, entre ingenua y perversa, con aires de superioridad. No podía dejar de mirarlo, hasta me dolía el cuello. A ese tipo yo lo conocía, estaba segura. Posiblemente él y yo teníamos algo inacabado. En el escaparate habían cartas del tarot y otras cosas raras y dentro, detrás del mostrador, sentado en un taburete estaba él, mirándome fijamente con su sonrisa destructiva. Me sonrojé, oscilé un poco las caderas como si me repasara las medias. Antes de entrar me ahuequé la melena caoba.
        —¿Visitas a domicilio?
        —Sí.
        —¿Y qué haces?
     —De todo, salud, dinero, amor, lo que desee. El Oráculo egipcio es mi especialidad.
        Diofrégenes. Vaya nombre para un muchacho tan joven y tierno. ¿A quién se le ocurriría? Como futurólogo, fatal. Aún me queda un trozo de su pierna derecha en el congelador y las criadillas en la nevera.