Fascinación
Otra vez esta
necesidad mía de comer, otra vez. La tienda era nueva. El rótulo decía oráculos
a domicilio. Ovalado, amarillo y pálido con la diosa Isis a un lado y al otro
la cara de un hombre joven, con barbilla y bigote finamente recortados, de ojos
azules, seductores, a lo Peter O'toole y un turbante blanco de ensaimada
cubriéndole la cabeza. Diofrégenes se llamaba. Un lujazo de tío, fascinante. Me
pusiera donde me pusiera él seguía mirándome. Esto me desconcertaba, como la
Gioconda. Y además, su sonrisa. No sé como describirla, entre ingenua y
perversa, con aires de superioridad. No podía dejar de mirarlo, hasta me dolía
el cuello. A ese tipo yo lo conocía, estaba segura. Posiblemente él y yo
teníamos algo inacabado. En el escaparate habían cartas del tarot y otras cosas
raras y dentro, detrás del mostrador, sentado en un taburete estaba él,
mirándome fijamente con su sonrisa destructiva. Me sonrojé, oscilé un poco las
caderas como si me repasara las medias. Antes de entrar me ahuequé la melena
caoba.
—¿Visitas a domicilio?
—Sí.
—¿Y qué haces?
—De todo, salud, dinero, amor, lo que
desee. El Oráculo egipcio es mi especialidad.
Diofrégenes. Vaya nombre para un muchacho tan joven
y tierno. ¿A quién se le ocurriría? Como futurólogo, fatal. Aún me queda un
trozo de su pierna derecha en el congelador y las criadillas en la nevera.
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