martes, 28 de enero de 2020

Relato 305


                                    Espejo

        —Sigo perdido, doctor.
        —Explíquese.
        —Ayer volví a mi infancia, volví al Tibidabo, me sigue dando miedo la noria.
        ―¿Por qué cree usted que le dan miedo las alturas?
       —Gira alta, sudo al ver gente arriba, pájaros engaritados, me mareo. El avión rojo me sigue gustando, no me da  miedo, estaba con mi hermana.
        —¿Y, qué pasó? 
      —Al bajarnos, dijo: vayamos a la sala de los espejos deformantes. Nos divertiremos.
        —¿Se divirtieron?  
        —Al principio, mucho. Nuestros cuerpos cambiaban: se afinaban, huían o engordaban según la concavidad o convexidad de los espejos donde nos mirábamos. Mi hermana me preguntó si me acordaba de cuando íbamos con nuestros padres, de cuando él decía: “paparruchas” y gesticulaba los brazos como un azafato o de cuando ella decía: “pura magia” y echaba besos al aire frunciendo los labios. Siempre nos reíamos con aquellos dientes enormes, ¿no es cierto, hermanito? Me acuerdo, le respondí, de cuando estrechábamos las manos y los dedos se fundían como plastilina y se alargaban y alargaban, y se esfumaban los nudillos y las uñas. Luego fue cuando mi hermana se fijó en el cartel de una puerta… y ahí empezó todo.
        —¿Qué cartel?
        —"Entre en este espejo y desaparezca. Veinte euros por persona."
        —¿Entraron?
        —Yo no quería, doctor, ella insistió, no tengas miedo, me dijo: ¿al final, no te lo has pasado bien en la Casa Encantada? Tampoco querías, acuérdate...
        —¿Tampoco quería?
        —Tampoco.
        —¿Y, cómo le fue?
       —Horrible. Cuando subíamos, crujían los peldaños. Mi hermana, delante, me arrastraba como si me llevara a un cadalso. Dentro, todo oscuro, el suelo se balanceaba, aparecían voces de ultramundo, a cada recodo un sobresalto, un susto, un intruso enmascarado. Emergían togas de la noche envolviéndome,  guadañas afiladas me rozaban la cabeza, telarañas velándome los ojos, gritos de gente que torturaban, resonaban “confiesas” a diestro y siniestro, y risas locas, ¡ja,ja,ja!, dale más a la rueda, más, “a su orden”, respondían otras voces, retumban en mi cabeza, ¡arrepiéntete! Sentí que estaba inmerso en la Edad Media acosado por la suprema Inquisición, vi cruces y vestimentas negras, y a unos frailes dominicanos diciéndome, “no reniegues de la fe, confiesa” y las picotas de hogueras, el humo espeso, el olor a cuerpo quemado, los gritos desesperados… y sentí que me ahogaba, que me asfixiaba, que necesitaba aire, respirar, aire puro a mis pulmones, ¡hermana!, grité, sudoroso, ¡hermana! Relájate, me respondió, disfruta, es todo mentira, es sólo un juego, sonreía… No podía pero seguí, me desvanecía, cerré los ojos, me dejé guiar, lazarilla, la mano de mi hermana, lazarilla. Pasé tanto miedo, tanto que creí que me moría. No comprendo cómo hay gente que le gusta lo macabro, al salir temblaba. Aún me dura, ¿lo ve doctor?, aún tiemblo.
        —Cálmese, todo es una representación, eso que usted vio ya no existe, no se lo tome en serio, es un producto de su imaginación.  No hay que tomarse la vida tan a pecho. Se trata sólo de un parque de atracciones. Beba un poco de agua y tranquilícese.    
        —Gracias, doctor.
        —¿Y salieron?
    —Sigo perdido, doctor, he perdido a mi hermana, la sigo buscando, Lazarilla, ayúdeme.       
                                                           

martes, 21 de enero de 2020

Relato 304


                                           Rumor

Entre las cañas del cañizal sopla un rumor antiguo que el viento transporta de un pueblo a otro. (El río puede ser un buen medio para tal fin). Aletean las hojas enhiestas, las secas, las tiernas, en alerta todo el cañamazo, el rumor persiste, llega ceñido con la niebla, ni el sol del mediodía lo disipa. (La niebla avanza por el río con las barcazas y se mantiene en las oquedades umbrías).
     Dicen que Juana Cochina se ha ido con el infame infante Roberto de Cabras y Alejandría, que la ha preñado, que la preñó una mañana de junio, cuando regaban en el cañaveral. Allí mismo, en la acequia le bajó las bragas, te voy a enseñar una cosa, qué, respondió ella, te gustará. La niebla cubrió los amantes, tiernos cañamieles, los engulló por completo. (La espesura de las hileras del cañizar les protegía de las miradas indiscretas).
Huyeron en agosto, cuando las cigarras se aparean en los troncos de los chopos y silba el aire en el cañedo, los cañaríes cañeros, el rumor insistente, la niebla que no cesa. (Incluir también ladridos, siempre hay canes sueltos en los pueblos).
 El padre de la joven los persigue con una escopeta de caza, dicen que lleva la cartuchera llena, que merodea por los caminos como un carterista, que se aposta en los cruces, conoce lindes y bosques, busca entre la niebla a los amantes, hasta donde la vista le alcanza. (La distancia no puede superar los quince metros, la niebla es muy densa).
 La madre llora sin pausa sentada en una silla de cáñamo junto al botijo que también suda, como ella. Se apoya la cabeza entre las manos y recibe el consuelo de sus comadres en reunión vecinal. Mira que llevarse a la Juanita, con lo buena que era, qué desgracia la tuya, Mari, qué deshonra, quien iba a pensarlo.
Su única hija se ha fugado con un desgraciado, cómo no lo vio venir. (Se estruja las meninges por el dolor que siente). Además, viste de negro como si ya su niña se le hubiera muerto. En las afueras suenan disparos, ay mi niña, el rumor fogoso los transporta por el aire. Ladran perros, una jauría, se les contagia el histerismo, se oyen más disparos, repetidamente, carga rápido el jodido, la caza ha empezado.
 El río envuelto en dulce tul transmite por la cañada nítidos cartuchazos sin fin.  

martes, 14 de enero de 2020

Relato 303

                                                           Balasto

        Y el tren le despertó.
        De pequeño vivía en las casas encaladas próximas a la estación de tren, en las viejas casas unifamiliares que la RENFE construyó a toda prisa para los obreros cuando éstos extendían la red ferroviaria por la provincia de Tarragona. Casas sencillas con olores a creosota, orines de perro en las esquinas y azufre.
        Pasaba muchas horas sentado al lado de las vías, en un cruce de agujas cercano a su casa. Sin hacer nada, si acaso mordía una ramita de tomillo o de romero, ensayaba el chasquido de los dedos y miraba fijamente en la lejanía.
        Fragmentos de piedras esparcidas entre las traviesas ensombrecidas por el cansancio del tiempo, humo negro en la distancia, una locomotora que se acerca, se hace grande, muy grande y nosotros en la vía, a ver quien resistía más, a ver quien era más hombre. Doce años no son nada, apenas se es un niño, algo, ni el mundo se sostiene aún en pedales. Todo le devolvía a su casa, a la casa burdamente encalada junto a la estación, la de sus padres, los obreros del ferrocarril, los ferrocatas. Apenas unos raíles para la esperanza. 
        El tren le fascinaba, no porque le llevara a alguna parte, sino porque le podía llevar a cualquier sitio. Se mezclaba con los pasajeros, con sus hijos, se contaban secretos. Horas enteras los veía circular con su cansino zarandeo, uno tras otro, arriba y abajo, intercambiando silbidos y él sentado en la cornisa con su ramita de romero en la boca. O de tomillo.
        Así que tenía un rato libre iba a viajar a las vías. Allí se le encontraba siempre, allí se sentía bien. Sí, era un solitario. Sentado a una distancia prudencial del cruce esperaba el gruñido del cambio de aguja. Aún era manual, el viejo Gregorio. Intentaba adivinar hacia donde iría la máquina, hacia el mar o hacia el interior, era su distracción y su juego, hacia alguna parte con sentido, pero casi nunca acertaba.  
        Se entretenía poniendo chapas de refrescos en el rail, luego petardos, monedas, pedazos de piedra cada vez más grandes, la colección de minerales de su hermanito, elefantes, cocodrilos, cebras, ocapis de su Fauna Salvaje, todo quedaba laminado por las aceradas ruedas, parecían espigas bruñidas al sol. Se escondía entre las cañas, el muy travieso y su cabello rubio resplandecía, y también sus ojos avispados y de los pedruscos salían fragmentos disparados como pedernales locos y chispas deslumbrantes y con frecuencia el tren silbaba, como si se hubiera asustado, sabían que allí estaba el niño de siempre, el niño que un día apareció muerto.
        Traqueteaba el tren, la que no salía despedida quedaba hecha añicos, puro polvo molido. Y el olor a madera quemada y a nuestra infancia. 
        Pobre Ricardito, un día apareció muerto junto a la vía de sus sueños.
        Aún no sabía que la grava blancuzca con la que jugábamos se llamaba balasto.
        Un día escribiré acerca de estas piedras, había dicho a su amigo Tomás. Él no pudo.
        Me acuerdo de ti, estoy de nuevo aquí, en el desvío de agujas donde jugábamos. El cambio es ahora automático y ya no quedan romeros ni tomillos, sólo las cañas resisten.
        Fue aquí, hijo, aquí sucedió, balbuceó, y Tomás no pudo dejar de llorar.
        Estaba roto como el balasto, hecho añicos por los recuerdos, lo que le pasó por ser demasiado hombre, lo que le pasó por no ser suficiente hombre.
        Y el tren les despertó.

martes, 7 de enero de 2020

Relato 302


         
                                        Brusquedad

        —¡El pan!
        —Ten, hijo, pero se pide por favor.
        —¿Qué es esta carne tan dura, cemento? Parece tu cabeza.
        —No me hables así que soy tu madre, me desvivo por ti y no me lo merezco. Apañados iríamos si fuera cemento, hijo. Son costillas de cerdo, con patatas y salsa de tomate. Anda, comételas, mastica bien y no hagas ruido.
        —¡Qué asco!, eso no hay quien se lo coma, se me van a caer los putos dientes. No paran de sangrarme. Ten, ¡joder!, córtalas tú, que con esta mierda de cuchillo no puedo. Y estas patatas, parecen de plastilina, ¡uf!
        —Toma este otro, si quieres, éste tiene buena sierra. Deja de quejarte, por favor.
        —No me rayes, ¿vale?, córtala tú, joder, ¿vale?, tú lo haces mejor, tú lo haces todo bien.
        —Pero no te acostumbres, hijo, que ya eres mayorcito, estás a punto de cumplir los dieciséis.
        —Bobadas, qué me importan estas chorradas de viejas.
        —Cómete la sopa, mientras tanto, que se va enfriar.
        —¿Qué es esta bazofia?
        —Puré de verdura, con tropezones de zanahoria, buenos para la vista.
        —¡Qué asco! Cualquier día me vas a envenenar.
        —Hay que comer de todo, hijo, de todo y variado, es saludable.
        —Está fría, ¡hostia! vaya mierda. ¡Caliéntala, joder!
        —Vale, hijo, vale, no te pongas así, ya la caliento. Es un momento. Ves, ya está, todo tiene solución en esta vida.
        —En esta mierda de vida, querrás decir.
        —Coge bien la cuchara y sorbe la sopa sin ruido, por favor, hijo, que me duele la cabeza.
        —Hago lo que me da la gana, ¿vale?
        —Acabarás como tu padre, en la cárcel por maltrato y no será por mí.
        —Me da igual, ¿vale? No me rayes, prefiero estar con él que contigo.
        —No digas eso, hijo, yo te quiero mucho, te corrijo para tu bien. Algún día no estaré y tendrás que apañarte sin mí.
        —Eres una zorra, padre lo decía todo el tiempo.
        —¿Cómo te atreves a hablarme así? A mí, a tu madre que se desvive por ti. ¿Por qué te comportas de este modo conmigo? Yo, que te lo doy todo.
        —Porque te lo mereces, ¡joder! ¿Dónde está Negrita?
        —No lo sé, hijo, hace días que no la veo, las cortinas se están tomando  un descanso, seguramente se habrá ido a buscar pareja.
        —Alguien está envenenando los gatos del barrio, ¡joder!, todo el mundo lo dice. Aparecen con la lengua fuera, echando espuma sangrienta.
        —¡Qué barbaridad, no se puede una fiar de nadie.
        —Me voy a dar un garbeo, iré a ver a padre, a ver qué me cuenta, no aguanto más estar aquí, me asfixio.
        —Pero, hijo, termina la carne, aún te queda, está cortada finita. Y la sopa con tropezones que se enfría.
        —Ahí, te pudras, ¡joder!

        "¡Maldita sea!, puto chaval, tendré que subir la dosis del matarratas."