Espejo
—Sigo perdido, doctor.
—Explíquese.
—Ayer volví a mi infancia, volví al Tibidabo, me sigue dando miedo la noria.
―¿Por qué cree usted que le dan miedo
las alturas?
—Gira alta, sudo al ver gente arriba,
pájaros engaritados, me mareo. El avión rojo me sigue gustando, no me da miedo, estaba con mi hermana.
—¿Y, qué pasó?
—Al bajarnos, dijo: vayamos a la sala de
los espejos deformantes. Nos divertiremos.
—¿Se divirtieron?
—Al principio, mucho. Nuestros cuerpos
cambiaban: se afinaban, huían o engordaban según la concavidad o convexidad de
los espejos donde nos mirábamos. Mi hermana me preguntó si me acordaba de
cuando íbamos con nuestros padres, de cuando él decía: “paparruchas” y gesticulaba
los brazos como un azafato o de cuando ella decía: “pura magia” y echaba besos
al aire frunciendo los labios. Siempre nos reíamos con aquellos dientes enormes,
¿no es cierto, hermanito? Me acuerdo, le respondí, de cuando estrechábamos las
manos y los dedos se fundían como plastilina y se alargaban y alargaban, y se
esfumaban los nudillos y las uñas. Luego fue cuando mi hermana se fijó en el
cartel de una puerta… y ahí empezó todo.
—¿Qué cartel?
—"Entre en este espejo y
desaparezca. Veinte euros por persona."
—¿Entraron?
—Yo no quería, doctor, ella insistió, no
tengas miedo, me dijo: ¿al final, no te lo has pasado bien en la Casa Encantada? Tampoco querías,
acuérdate...
—¿Tampoco quería?
—Tampoco.
—¿Y, cómo le fue?
—Horrible. Cuando subíamos, crujían los
peldaños. Mi hermana, delante, me arrastraba como si me llevara a un cadalso.
Dentro, todo oscuro, el suelo se balanceaba, aparecían voces de ultramundo, a
cada recodo un sobresalto, un susto, un intruso enmascarado. Emergían togas de
la noche envolviéndome, guadañas
afiladas me rozaban la cabeza, telarañas velándome los ojos, gritos de gente
que torturaban, resonaban “confiesas” a diestro y siniestro, y risas locas, ¡ja,ja,ja!,
dale más a la rueda, más, “a su orden”, respondían otras voces, retumban en mi
cabeza, ¡arrepiéntete! Sentí que estaba inmerso en la Edad Media acosado por la
suprema Inquisición, vi cruces y vestimentas negras, y a unos frailes
dominicanos diciéndome, “no reniegues de la fe, confiesa” y las picotas de hogueras,
el humo espeso, el olor a cuerpo quemado, los gritos desesperados… y sentí que
me ahogaba, que me asfixiaba, que necesitaba aire, respirar, aire puro a mis
pulmones, ¡hermana!, grité, sudoroso, ¡hermana! Relájate, me respondió, disfruta,
es todo mentira, es sólo un juego, sonreía… No podía pero seguí, me desvanecía,
cerré los ojos, me dejé guiar, lazarilla, la mano de mi hermana, lazarilla.
Pasé tanto miedo, tanto que creí que me moría. No comprendo cómo hay gente que
le gusta lo macabro, al salir temblaba. Aún me dura, ¿lo ve doctor?, aún
tiemblo.
—Cálmese, todo es una representación, eso
que usted vio ya no existe, no se lo tome en serio, es un producto de su
imaginación. No hay que tomarse la vida
tan a pecho. Se trata sólo de un parque de atracciones. Beba un poco de agua y tranquilícese.
—Gracias, doctor.
—¿Y salieron?
—Sigo perdido, doctor, he perdido a mi
hermana, la sigo buscando, Lazarilla, ayúdeme.