Balasto
Y el tren le despertó.
De
pequeño vivía en las casas encaladas próximas a la estación de tren, en las
viejas casas unifamiliares que la RENFE construyó a toda prisa para los obreros
cuando éstos extendían la red ferroviaria por la provincia de Tarragona. Casas
sencillas con olores a creosota, orines de perro en las esquinas y azufre.
Pasaba muchas horas sentado al lado de
las vías, en un cruce de agujas cercano a su casa. Sin hacer nada, si acaso
mordía una ramita de tomillo o de romero, ensayaba el chasquido de los dedos y
miraba fijamente en la lejanía.
Fragmentos de piedras esparcidas entre
las traviesas ensombrecidas por el cansancio del tiempo, humo negro en la
distancia, una locomotora que se acerca, se hace grande, muy grande y nosotros
en la vía, a ver quien resistía más, a ver quien era más hombre. Doce años no
son nada, apenas se es un niño, algo, ni el mundo se sostiene aún en pedales.
Todo le devolvía a su casa, a la casa burdamente encalada junto a la estación,
la de sus padres, los obreros del ferrocarril, los ferrocatas. Apenas unos raíles para la esperanza.
El tren le fascinaba, no porque le
llevara a alguna parte, sino porque le podía llevar a cualquier sitio. Se
mezclaba con los pasajeros, con sus hijos, se contaban secretos. Horas enteras
los veía circular con su cansino zarandeo, uno tras otro, arriba y abajo,
intercambiando silbidos y él sentado en la cornisa con su ramita de romero en la
boca. O de tomillo.
Así que tenía un rato libre iba a viajar
a las vías. Allí se le encontraba siempre, allí se sentía bien. Sí, era un
solitario. Sentado a una distancia prudencial del cruce esperaba el gruñido del
cambio de aguja. Aún era manual, el viejo Gregorio. Intentaba adivinar hacia
donde iría la máquina, hacia el mar o hacia el interior, era su distracción y
su juego, hacia alguna parte con sentido, pero casi nunca acertaba.
Se entretenía poniendo chapas de
refrescos en el rail, luego petardos, monedas, pedazos de piedra cada vez más
grandes, la colección de minerales de su hermanito, elefantes, cocodrilos,
cebras, ocapis de su Fauna Salvaje, todo quedaba laminado por las
aceradas ruedas, parecían espigas bruñidas al sol. Se escondía entre las cañas,
el muy travieso y su cabello rubio resplandecía, y también sus ojos avispados y
de los pedruscos salían fragmentos disparados como pedernales locos y chispas
deslumbrantes y con frecuencia el tren silbaba, como si se hubiera asustado,
sabían que allí estaba el niño de siempre, el niño que un día apareció muerto.
Traqueteaba el tren, la que no salía
despedida quedaba hecha añicos, puro polvo molido. Y el olor a madera quemada y
a nuestra infancia.
Pobre Ricardito, un día apareció muerto
junto a la vía de sus sueños.
Aún no sabía que la grava blancuzca con
la que jugábamos se llamaba balasto.
Un día escribiré acerca de estas
piedras, había dicho a su amigo Tomás. Él no pudo.
Me acuerdo de ti, estoy de nuevo aquí,
en el desvío de agujas donde jugábamos. El cambio es ahora automático y ya no
quedan romeros ni tomillos, sólo las cañas resisten.
Fue aquí, hijo, aquí sucedió, balbuceó,
y Tomás no pudo dejar de llorar.
Estaba roto como el balasto, hecho
añicos por los recuerdos, lo que le pasó por ser demasiado hombre, lo que le
pasó por no ser suficiente hombre.
Y el tren les despertó.
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