martes, 14 de enero de 2020

Relato 303

                                                           Balasto

        Y el tren le despertó.
        De pequeño vivía en las casas encaladas próximas a la estación de tren, en las viejas casas unifamiliares que la RENFE construyó a toda prisa para los obreros cuando éstos extendían la red ferroviaria por la provincia de Tarragona. Casas sencillas con olores a creosota, orines de perro en las esquinas y azufre.
        Pasaba muchas horas sentado al lado de las vías, en un cruce de agujas cercano a su casa. Sin hacer nada, si acaso mordía una ramita de tomillo o de romero, ensayaba el chasquido de los dedos y miraba fijamente en la lejanía.
        Fragmentos de piedras esparcidas entre las traviesas ensombrecidas por el cansancio del tiempo, humo negro en la distancia, una locomotora que se acerca, se hace grande, muy grande y nosotros en la vía, a ver quien resistía más, a ver quien era más hombre. Doce años no son nada, apenas se es un niño, algo, ni el mundo se sostiene aún en pedales. Todo le devolvía a su casa, a la casa burdamente encalada junto a la estación, la de sus padres, los obreros del ferrocarril, los ferrocatas. Apenas unos raíles para la esperanza. 
        El tren le fascinaba, no porque le llevara a alguna parte, sino porque le podía llevar a cualquier sitio. Se mezclaba con los pasajeros, con sus hijos, se contaban secretos. Horas enteras los veía circular con su cansino zarandeo, uno tras otro, arriba y abajo, intercambiando silbidos y él sentado en la cornisa con su ramita de romero en la boca. O de tomillo.
        Así que tenía un rato libre iba a viajar a las vías. Allí se le encontraba siempre, allí se sentía bien. Sí, era un solitario. Sentado a una distancia prudencial del cruce esperaba el gruñido del cambio de aguja. Aún era manual, el viejo Gregorio. Intentaba adivinar hacia donde iría la máquina, hacia el mar o hacia el interior, era su distracción y su juego, hacia alguna parte con sentido, pero casi nunca acertaba.  
        Se entretenía poniendo chapas de refrescos en el rail, luego petardos, monedas, pedazos de piedra cada vez más grandes, la colección de minerales de su hermanito, elefantes, cocodrilos, cebras, ocapis de su Fauna Salvaje, todo quedaba laminado por las aceradas ruedas, parecían espigas bruñidas al sol. Se escondía entre las cañas, el muy travieso y su cabello rubio resplandecía, y también sus ojos avispados y de los pedruscos salían fragmentos disparados como pedernales locos y chispas deslumbrantes y con frecuencia el tren silbaba, como si se hubiera asustado, sabían que allí estaba el niño de siempre, el niño que un día apareció muerto.
        Traqueteaba el tren, la que no salía despedida quedaba hecha añicos, puro polvo molido. Y el olor a madera quemada y a nuestra infancia. 
        Pobre Ricardito, un día apareció muerto junto a la vía de sus sueños.
        Aún no sabía que la grava blancuzca con la que jugábamos se llamaba balasto.
        Un día escribiré acerca de estas piedras, había dicho a su amigo Tomás. Él no pudo.
        Me acuerdo de ti, estoy de nuevo aquí, en el desvío de agujas donde jugábamos. El cambio es ahora automático y ya no quedan romeros ni tomillos, sólo las cañas resisten.
        Fue aquí, hijo, aquí sucedió, balbuceó, y Tomás no pudo dejar de llorar.
        Estaba roto como el balasto, hecho añicos por los recuerdos, lo que le pasó por ser demasiado hombre, lo que le pasó por no ser suficiente hombre.
        Y el tren les despertó.

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