martes, 29 de marzo de 2016

Relato 105

                                     Kierkegaard

La ventaja de hablar con un muerto es que no me puede replicar, la desventaja es la soledad. De soledades sabes mucho tú, Soren, la tuya buscada, creo que nos vamos a entender. Elegiste el celibato, graduarte en Teología en 1840 y vivir en soledad como castigo para expiar la culpa que según tú arrastrabas por la severa religiosidad de tu linaje familiar (tu apellido significa camposanto), rompiendo con tu novia Regina Olsen, renunciando a las relaciones de afecto y a tener descendencia. Viviste pobremente de los escasos ahorros de tu padre, escribiendo sobre la angustia que te causaba el vivir en pecado hasta tu muerte a los cuarenta y dos años. 
      En tus Diarios decías que en el epitafio de tu tumba te gustaría  que figurara: fui el individuo. Defendiste la existencia individual frente a la colectiva. Te considerabas un enviado de Dios para revitalizar el cristianismo y estabas convencido que con el tiempo te convertirías en un escritor inmortal. Lo cierto es que has influido y mucho. Tu angustia es esencial y está en relación con el pecado, la libertad y con la salvación por la fe. Te mueves en el más estricto luteranismo dogmático cuando afirmas que por el pecado original que ha traído el pecado al mundo, tú estás manchado y sientes muy hondo en ti la angustia de haber perdido la libertad del paraíso. 
      Desde que nacemos sabemos que vamos a morir, pero a esta angustia existencial que todos compartimos tú añades la de morir en pecado, lo que sería a mi parecer una doble angustia. Sin duda, la vida adquiere un mayor sentido cuando el viviente toma una posición ante la muerte. Fuiste un romántico atípico, Soren, salvaguardaste la existencia del individuo singular y su superioridad sobre el género humano, lo que hoy se conoce como la masa social. Te opusiste a Hegel, a Fichte, en silencio, y a muchos más. Aunque viviste casi a escondidas de la gente y desconfiado, con tus dos jorobas a cuestas, estás en la base del existencialismo francés de la Francia de 1945. Famoso, sí, Soren, superaste la muerte, lo predijiste.
         Fuiste un filósofo torturado e impregnado de cristianismo. Jesucristo, tu modelo, su vida, tu contradicción. Dios y hombre, tú también quisiste lo mismo, donde está uno no está el otro, quisiste ser sin conseguirlo un nuevo redentor, he ahí tu angustia radical. Sostienes que Dios no es ajeno al mundo, no es trascendente y que el hombre sin Dios es un pecador, que vive sin su verdad. Sin embargo, se redime cuando Dios y el hombre se funden en el instante santo, cuando la verdad atemporal se inserta en el hombre temporal por la certeza de la fe. Entonces la angustia desaparece porque se tiene el coraje de renunciar a la angustia sin angustia. Para ti el vivir atento al instante es lo mismo que la venida de Cristo al mundo. Y esto de vivir atento al presente es muy actual. Quiero que lo sepas.
         Sostienes que el individuo es un haz de posibilidades infinitas, de tantas que se ve incapaz de decidir cual tomar para no perderse ninguna. La libertad es en ti, Soren, una posibilidad. Prefieres quedarte en el punto cero de la no decisión, permanecer en el duro equilibrio inestable entre alternativas opuestas, estar en la nada, vivir la angustia del no decidir, como dices tú. Sin embargo, elegir no elegir es un ejercicio de libertad. Escogiste no escoger. En tu afán de no comprometerte con el mundo, estableciste una separación multiplicando tu personalidad bajo un montón de pseudónimos a la hora de publicar tus libros. Marcado en hierro por el Dios de justicia del luteranismo, el de la salvación por la fe, el pecado original y la culpa desarrollas un modelo de vida negativo y paralizante, antisocial y aislado, resentido, en donde mantenerse en la angustia sin implicarse es el punto álgido de tu filosofía. Hoy tal vez revisarías este concepto. Tu actitud es más propia de un contemplativo o místico que de un filósofo. Diferencias con justeza y en contra del radical idealismo de Hegel que lo necesario forzosamente es, mientras que lo posible necesariamente es un no es, al ser un llegar a ser. Y en el caso del individuo las posibilidades a elegir son infinitas pero no necesarias. Un clamo a la libertad.

        Mientras que la angustia surge por la incapacidad de elegir en el mundo,  la desesperación surge según tú por la incapacidad de elegir en uno mismo. Para ti ambos aspectos configuran los dos ejes básicos de la estructura problemática de la existencia. El individuo se angustia al no elegir para no mancharse con el mundo y se desespera consigo mismo al reconocerse finito, separado de Dios. Quiere ser Dios porque en Dios todo es posible y no puede serlo. Quiere vivir la muerte del yo para ser Dios sin conseguirlo. Como hizo Jesucristo. Afirmas que desesperarse es un pecado, una falta de confianza en Dios y que lo contrario al pecado es la fe. Y que por la fe te salvas al reconocer tu dependencia con Dios. Pero este recurso a la fe, querido danés, es un argumento poco razonable y convincente para los que no somos tan religiosos como tú. Un abrazo.  

martes, 22 de marzo de 2016

Relato 104

                                                       Yo

Soy necesaria. En verano más. Sin mí no podríais vivir. Ni hablar ni beber. Ningún ser vivo podría. Constituyo vuestra boya de alarma flotante que me enciendo cuando el incremento de la osmolaridad plasmática es preocupante para vuestra salud. No os inquietéis por eso, yo me cuido de todo. Acudís a mi llamada multitud de veces a lo largo del día y de la noche. Bebéis mucho y todo tipo de sustancias; es una elección vuestra, la mía consiste sólo en avisaros que me necesitáis. 
          Estoy siempre presente en vuestras celebraciones y en vuestros duelos. Cuando me saciáis me retiro a mi línea de flotación; cuando no, os continuo acuciando; es mi función. En tanto que me atendéis, disfrutáis. Lo veo a menudo. Se os pone la cara oronda de satisfacción, saliváis más, se os abre el apetito y se os suelta la lengua, y conversáis animádamente. Gracias a mí  humedecéis órganos y mucosas, hidratáis vuestra piel y restablecéis vuestras saludes.
        Cuando no me hacéis caso corréis el riesgo de deshidrataros. No sólo vosotros, todo ser vivo. Lo he visto en muchas ocasiones, especialmente entre los humanos. La cara se os enrojece y empezáis a sudar gotas pequeñas como vesículas de varicela. Luego sentís que la boca se os pone pastosa y pensáis que estáis mascando alabastro. Las comisuras os escuecen y se acartonan. Los mismos labios abrasados por el sufrimiento se os hinchan y agrietan con hilillos de sangre seca. Para entonces estáis sin saliva, la poca que os queda se ha vuelto viscosa y amarillenta y de nada os sirve una lengua apergaminada; no hay palabra que fluya.
        Si continuáis negándome la situación se os agrava: podéis desvaneceros. Poco antes, pero, os da por alucinar. Imagináis botellas de agua fresca o de vuestro brebaje preferido cerca, a tocar de los dedos. Presurosos corréis. En vano. Os aumenta la fatiga y el dolor, se os amojaman los músculos, no podéis andar resecos. Luego recordáis los encuentros felices con los seres queridos alrededor de una  mesa repleta de refrescos. Los añoráis. Estos delirios os suelen ayudar un rato, pero pasan.
        Si no atendéis pronto mi demanda, os lo aseguro, podéis morir. Lo he visto muchas veces. Lo veo a cada esquina, en vuestras calles, en todos los desiertos. El agua potable es un bien escaso, poco repartido en el mundo, por lo demás globalizado y en manos de unos cuantos corruptos ávidos de negociar con la vida humana. Caéis desmayados con la lengua fuera, como seres endemoniados, epilépticos, incapaces de hablar, de engullir, de reír y os vais agostando al sol igual que un arroyo seco. A partir de aquí el proceso se activa y se torna vertiginoso: os fallan los riñones, el corazón, la amígdala, las mucosas se agrietan, el pulso se acelera, la tensión arterial disminuye y cuando desaparece, os morís. 
          Sólo entonces, ávida, yo, la sed, descanso.


martes, 15 de marzo de 2016

Relato 103

                                      Añoranza


Distancia siento, lento pasa tiempo, martes en viernes, llueve, gris cielo, noche prematura, parto doloroso, olvido incierto. Orión desaparece, silencio, oscuro, ausente, en sueños, sigues lejos, un mes, justo hoy, hace. Te fuiste mediodía, dijiste hasta nunca, simplemente, ni una mirada ni un aquí te pudras. Hoy, un año del hace un mes justo. Desajustaste mi calendario, no te creí entonces, aún no ahora, ojos de sangre recorren sendas donde anduviste, escudriñan cuevas, recovecos, remansos del río, andanzas nuestras. Hoy dos, ni un timbrazo, ni un correo, ni un sigo viva, ni un me acuerdo. Hoy tres, hoy cuatro, hoy diez, hoy veinte, hoy treinta años hace. Vuelan hojas de calendario, no los recuerdos. 

martes, 8 de marzo de 2016

Relato 102

                                       Extra
   
         —Hola, soy Rosa, ¿te va bien mañana a las once?
         —Sí, por supuesto, ¿lo conozco?
         —No, es nuevo, recomendado por el Sr. Gómez. Me ha dicho que le llamemos Luis Alfonso. Por supuesto es un pseudónimo, sin embargo tiene una voz agradable y aparenta buenos modales. Sinceramente por la voz me pareció todo un caballero, en esto tengo ojo clínico, ya sabes. Lo único que pasa es que me ha pedido un encargo especial, me ha pedido un anal.
         —Por el amor de Dios, Rosa, tú sabes que esto no es santo de mi devoción, ¿cómo has podido?
         —No quería a otra que a tú, ¿sabes?, querida. El Sr. Gómez le ha hablado muy bien de ti y no quiere a ninguna otra chica. En esto se ha puesto muy farruco. Además, como sabía de tus reparos he doblado la cifra ¿Podrás, querida?
         — ¿A las once?
         —Sí, vente un poco antes, para prepararte.
         —De acuerdo.
          Irene colgó el auricular y se quedó unos minutos sentada donde estaba, en uno de los brazos del sofá de piel de la sala de estar frente a la mesita del teléfono, buscándose con la mirada perdida en el elegante espejo del aparador que presidía la estancia. Llevaba un salto de cama y aún iba despeinada. En el espejo vio a una mujer de 40 años, rubia natural, de sonrisa fácil, tersa piel y ojos brillantes. Sonrió, se sentía atractiva, aún podré dedicarme unos cuantos años más —pensó— azuzándose el cabello hacia atrás con los dedos. Pero le fastidiaba lo del anal porque aparte de hacerle daño y de parecerle una bestialidad antinatural, se quedaba con secuelas durante unos días sangrando y con diarreas. Asimismo, estaban los enemas para quedarse limpia, un incordio. Aproximó el rostro y se quitó con cuidado una pestaña suelta del borde del párpado, que le molestaba. Debería usar condón —dijo en voz alta—pero ningún cliente quiere, además, está el precio que lo justifica. Se frotó la cara como queriendo darle viveza y holgazaneando estiró los brazos lenta pero enérgicamente hacia el techo al tiempo que emitía un ruidoso bostezo. Estaba sola en casa, los críos ya los había venido a buscar el bus escolar y Alberto se había ido hacia mucho rato a trabajar. Pobre, trabaja mucho —musitó con sorna— en su despacho de abogado (y alargó la o final burlonamente) en la Granvía. En realidad no les faltaba de nada, pero Irene echaba a faltar un medio de sustento propio. Había dejado hacía 15 años su cargo de economista en una multinacional para poder ser madre y dedicarse al hogar, y ahora ya era demasiado tarde para volver. Demasiado tarde —canturreaba divertida ante el espejo mientras lanzaba una serie de carcajadas al aire al verse bailar con los brazos extendidos, levantándose la fina tela que cubría la esbeltez de su cuerpo que dejaba al descubierto unas recortadas braguitas blancas. Demasiado tarde —continuaba alegre, cantando, mientras daba vueltas por la sala igual que una bailarina.
          Los martes y jueves en horario de mañana realizaba encargos especiales para Rosa, la madame. Le suponía un sobresueldo extra y había algo de poder en el juego de la seducción. Irene tenía un talento natural para llevar al éxtasis a cualquiera, (menos a su marido, demasiado ocupado, demasiado estrés) y especialmente se sentía muy poderosa ante el deseo irracional del  hombre, el cual se convertía en sus manos en una especie de muñeco de trapo anhelante por satisfacer su deseo orgásmico cual si fuera un niño mimado que quisiera hacer realidad un sueño. Los hombres se volvían tan vulnerables cuanto estaban tan necesitados de sexo, que Irene se crecía sólo con pensar en la excitación que les provocaba, produciéndole un placer extraordinario el simple hecho de poder dominarlos en aquella su tan precaria situación.  Los pobres, se vuelven tan suplicantes —comentaba jocosamente. Era algo que, además de excitante, le resultaba lucrativo y fácil. Los hombres son idiotas —repetía con frecuencia.
          Emperifollada, bien aseada, Irene se presentó al piso de Rosa a las diez y media de la mañana del día siguiente. Situado en el ensanche barcelonés era un tercero que se abría a la vía Layetana y que disponía de altos techos con molduras en las cornisas y amplios ventanales de madera torneada. Rosa, una señora de unos 65 años, de rubio teñido, mirada chispeante y cara redondeada, que llevaba un vestido negro con un delicado escote ribeteado, la recibió en la puerta tras comprobar su identidad por la mirilla. Se saludaron cordialmente, le facilitó unas toallas, perfumes y pomadas y la dirigió a la habitación del fondo del pasillo a la izquierda, distinta de la que ocupaba habitualmente.
         —Aguarda aquí, Sonia (pues ese era su nombre de trabajo) —le dijo sonriendo— ésta es hoy más apropiada (y señalo la nueva habitación).
            Era la sala de los espejos, habían hasta en el techo, y la luz anaranjada y amarilla, centelleando por todos ellos, formando un sutil calidoscópico. Irene dejó los potingues en el tocador y se repasó ante uno de los espejos, el más iluminado. Se dio matrícula de honor. Vestía un traje hasta los pies con lentejuelas que destellaban y en el rostro llevaba un maquillaje a juego a base de purpurinas violáceas. Estaba arrebatadora, exultante, desprendiendo poderío y sexualidad por todos sus poros abiertos.
         A las once menos cinco alguien tocó el timbre de la puerta de la calle. Rosa pulsó el interfono y prestó atención al ascensor. Al cabo de unos minutos (el ascensor era de los antiguos, sumamente lentos) alguien llamó a la puerta del tercero.
         — ¿Sr. Luis Alfonso? —preguntó antes de abrir.
— Sí —contestaron desde fuera.
         Rosa abrió tras cerciorarse por la mirilla que se trataba como efectivamente había presentido de todo un caballero. Luis Alfonso era un hombre elegante, vestía traje azul con chaleco y corbata a rayas. Zapatos de charol, pulcros y brillantes. Tendría unos 45 años, calculó Rosa cuando le extendió la mano para saludarle. Le gustó que se la apretara firme, aunque delicadamente. Eran manos finas de alguien —intuyó Rosa— acostumbrado a los despachos
         — ¡Sonia!, por favor, querida, tienes una visita —dijo elevando la voz con ademán coqueto.
           Previamente se había guardado bajo el sostén un fajo de billetes de euros de a cien que le había extendido discretamente el caballero. Sonia se ajustó el vestido plisándolo por la cadera, se echó un último vistazo antes de salir de la bombonera e inició desafiante pero con cierto aire de ingenuidad el paso hacia el vestíbulo. En seguida reconoció en la distancia a Alberto, quien casi sin inmutarse se dirigió cortésmente hacia ella diciéndole: hola Sonia, soy Luis Alfonso. ¿Vamos?                                     

martes, 1 de marzo de 2016

Relato 101

                                             Pedraforca

Siempre que llega un año bisiesto como el actual, me viene a la memoria la misma triste y bizarra historia que ocurrió hace veintiocho años, el lunes veintinueve de febrero de 1988, cuando con dos amigos excursionistas quedamos para ascender el Pedraforca, este pico de casi dos mil quinientos metros situado en el prepirineo catalán. 
     Ignacio, Óscar y yo habíamos reservado este largo fin de semana con antelación en nuestras respectivas agendas pero ese lunes vein -tinueve nos encontramos con unas condiciones climatológicas desfavorables. Llevaba nevando desde la noche anterior y cuando a media mañana llegamos en coche al pie del monte lo hicimos con las cadenas montadas. La climatología adversa no nos importaba, íbamos bien pertrechados con ropa de abrigo, mochilas, calzado de montaña y hasta de clavos. Éramos expertos (ahora ya no), acostumbrados a las excursiones de alta montaña y a las caminatas largas y difíciles y para nosotros era más un estímulo a vencer que un obstáculo infranqueable. Ya se sabe que a los veintitantos el miedo ni se ve ni existe. En las mochilas llevábamos además de alimento liofilizado, impermeables ligeros muy resistentes, un completo botiquín de primeros auxilios y un montón de costillas de cordero y butifarras para asar a la brasa y prepararnos una buena cena con vino para abordar con energías el ascenso al pico al día siguiente, de madrugada. La intensa nevada que caía no fue obstáculo para que en un par de horas alcanzáramos fácilmente el primer refugio, pero como había bastante gente y además armando mucha bulla con guitarras y cantos desafinados decidimos después de compartir una comida caliente acercarnos al siguiente, situado justo en la senda de arranque del ascenso al Pedraforca. Con todo hubiera sido mejor —ahora es fácil decirlo— renunciar a la salida y habernos quedado en el campamento base e incluso de abandonar el proyecto. Todo el grupo de los guitarristas consideraba que era una temeridad salir con el mal tiempo que hacía, se oía silbar el viento y los copos de nieve se estrellaban feroces contra los cristales, apilándose en montoncitos. Con todo, nosotros queríamos culminar con éxito la aventura, aprovechar para hablar los tres solos de nuestras cosas y buscando una mayor tranquilidad decidimos arriesgarnos y salir a vencer el temporal de frío y nieve.       Fue más sencillo de lo que imaginábamos. El recorrido estaba marcado con palos altos pintados de rojo en el extremo y a pesar de despistarnos en un par de ocasiones alcanzamos cuando anochecía nuestro destino (nunca tan bien dicho, aunque entonces lo ignorábamos). Tuvimos que emplearnos a fondo y hasta sudar un poco para despejar el medio metro de nieve que cubría la puerta de entrada de la cabaña. Como suponíamos, no había nadie y de hecho disponía de muy poca cosa. Una pila de leña seca arrimada a la chimenea provista de una parrilla en bastante mal estado, algunas sillas con asientos de esparto de amplio agujero, platos apilados medio sucios, una escoba arrimada a la pared contraria a la puerta y un intensísimo frío. Óscar encendió el fuego después de dejar su mochila junto a la ventana y pasó bastante rato hasta que la pequeña estancia llegara a calentarse. Nosotros descargamos nuestras mochilas también encima de la suya, dejando los guantes con nieve enganchada cerca del fuego para que se secaran. Los tres dábamos vueltas por delante de la chimenea frotándonos las manos, extendiéndolas de vez en cuando con las palmas abiertas hacia el fuego, despojándonos de prendas de abrigo, mientras comentábamos que aquello era una verdadera y emocionante locura. (No sabíamos que lo peor estaba por llegar). 
     Seguía nevando con intensidad y sucesivas rachas de viento golpeaban las paredes de la casita de madera haciéndola crujir a cada acometida. Me imaginé formar parte de un espectáculo chinesco, ahí estábamos los tres, aislados, el crepitar del fuego iluminando nuestros rostros, las sombras alargándose por las paredes del refugio, entumecidos por el esfuerzo, pero alegres y satisfechos, en medio de la negrura que mitigamos con un par de linternas con leds. Seguía el estallido de los copos contra el cristal, los silbidos de la Tramontana que se colaba por infinidad de agujeros del refugio, en medio de la noche, de una montaña completamente cubierta de blanco y con el firme propósito de emprender la ascensión al Pedraforca al día siguiente temprano. En el refugio no había agua ni por supuesto camas, cocina ni urinario.        Después de acondicionarnos yo me encargué de desempacar las costillas de cordero y las butifarras para preparar la cena, improvisando una mesa en el suelo con vasos reciclables, un buen vino que llevaba (un Azabache Rioja, que  aún sigue siendo mi preferido) y una botella de agua que obtuve de deshelar nieve. Ya eran cerca de las ocho. Óscar se encargó de asar las costillas y el resto de viandas. Ignacio, que era el jefe de la expedición, revisó el plano del ascenso y medio extendió los sacos de dormir después de barrer una parte del suelo, cercana al fuego. La leña seca había ardido con celeridad, y la brasa, que brillaba enrojecida, prometía un asado a la parrilla perfecto. A pesar de que Óscar era el más cocinero de los tres, al ir a girar la parrilla se le desequilibró y toda la carne se volcó sobre las brasas mezclándose con cenizas y montando un pequeño desastre. Las risas fueron generales. A la sorpresa inicial reaccionó en seguida, puso las costillas a medio tostar sobre un plato de plástico rígido, se envolvió con el anorak y desafiando la ventisca abrió la puerta, y frente al refugio limpió la carne sobre el montículo nevado, pieza a pieza, dejándolas impolutas. Óscar era tan escrupuloso como yo. En cambio, Ignacio, tenía al menos por entonces muy pocas manías. Ya para entonces había dejado de nevar, y también arreciaba menos viento. Todo parecía indicar que íbamos a tener una buena escalada. La botella de vino fue lo primero que se acabó, luego las costillas y el alioli, y lo último fueron las butifarras con el poco pan tostado que quedaba. La conversación giró en torno a las experiencias vividas en anteriores excursiones y sobre mujeres, (los tres éramos solteros) y hacia las once nos metimos en nuestros respectivos sacos apagando las linternas, pero dejando el fuego encendido con un par de leños gruesos. Previamente habíamos hecho una sonada meada afuera entre la nieve, jugando a ver quien lanzaba más lejos el chorro de orina. Ganó Ignacio. La noche se había abierto, no había luna y se podía distinguir con claridad la Osa Mayor, la estrella  Polar y hasta la constelación de las Pléyades. Ya no soplaba la dichosa Tramontana y aunque el frío era intenso no lo sentíamos, teníamos las mejillas sonrosadas y reíamos divertidamente. (Nadie hubiera podido en aquellos momentos anticipar el drama que se nos acercaba, nadie). Fue dantesco. 
      Hacia las dos de la madrugada oí que Óscar se levantaba y que abría la puerta sin coger la linterna. “Se va a mear”—pensé. Yo mismo también sentí  ganas y me incorporé, añadiendo otro par de troncos al fuego, antes de salir, aunque yo sí cogí la linterna. Oí el chorro de la orina de mi amigo deshacerse entre la nieve y me acerqué a la puerta. Todo sucedió muy rápido. Salí e iluminé fuera. Ahí enfrente estaba de espaldas Óscar acabando de orinar, pero un poco por delante de él había un montón de penetrantes ojos, brillantes, que no le perdían de vista. Hasta que le atacaron ni yo sabía qué eran. Óscar no tuvo tiempo de nada, ni yo, la manada entera de ojos se le echó encima sin que pudiera reaccionar. Los lobos habían acudido al refugio atraídos por el olor a carne de cordero que había quedado impregnado en la nieve de la noche anterior. Estaban hambrientos y fueron despiadados. Se le lanzaron al cuello, uno tras otro, trató de retroceder, de volver conmigo, gritó ¡Ayúdame! y me miró con ojos desorbitados, aterrorizado, no podía moverse, ni yo, los pies los tenía atrapados en la nieve, clamaba de dolor, fue todo muy vertiginoso, intenté salir, las piernas no me obedecían, traté de salvarlo agitando los brazos, rompiendo la noche a bocinazos. En vano. Ignacio, que alarmado salió a la puerta, me pasó la escoba, la enarbolé en alto, ataqué a los lobos, les golpeé con todas mis fuerzas, pero me ignoraron, se habían cebado en Óscar, miles de ojos le asaltaban, la sangre hervía entre la nieve, la escoba se rompió en mil pedazos, me hirieron, estaba oscuro, oscuro y rojo, sólo oía gruñidos, dentelladas secas, desgarros atroces y un murmullo lastimoso de mi amigo que se perdía en el vacío frío de la muerte. Luego la noche se desangró. Los lobos atrajeron a más lobos, temí por mi vida y volví dentro. Ignacio usó el botiquín para curarme las heridas de las manos y nos pasamos la noche, acojonados, entre lloros y temblores. Afuera, los lobos seguían aullando, rascando la puerta, asomándose por la ventana, cepillando la madera, querían más, nos querían a nosotros. Fue escalofriante. 
     Sucedió un veintinueve de febrero hace hoy veintiocho años y aún veo a mi amigo Óscar como si fuera ahora pedirme auxilio y sin que yo pudiera hacer nada para salvarle. Ni Ignacio ni yo hemos vuelto a intentar siquiera acercarnos al Pedraforca.