martes, 8 de marzo de 2016

Relato 102

                                       Extra
   
         —Hola, soy Rosa, ¿te va bien mañana a las once?
         —Sí, por supuesto, ¿lo conozco?
         —No, es nuevo, recomendado por el Sr. Gómez. Me ha dicho que le llamemos Luis Alfonso. Por supuesto es un pseudónimo, sin embargo tiene una voz agradable y aparenta buenos modales. Sinceramente por la voz me pareció todo un caballero, en esto tengo ojo clínico, ya sabes. Lo único que pasa es que me ha pedido un encargo especial, me ha pedido un anal.
         —Por el amor de Dios, Rosa, tú sabes que esto no es santo de mi devoción, ¿cómo has podido?
         —No quería a otra que a tú, ¿sabes?, querida. El Sr. Gómez le ha hablado muy bien de ti y no quiere a ninguna otra chica. En esto se ha puesto muy farruco. Además, como sabía de tus reparos he doblado la cifra ¿Podrás, querida?
         — ¿A las once?
         —Sí, vente un poco antes, para prepararte.
         —De acuerdo.
          Irene colgó el auricular y se quedó unos minutos sentada donde estaba, en uno de los brazos del sofá de piel de la sala de estar frente a la mesita del teléfono, buscándose con la mirada perdida en el elegante espejo del aparador que presidía la estancia. Llevaba un salto de cama y aún iba despeinada. En el espejo vio a una mujer de 40 años, rubia natural, de sonrisa fácil, tersa piel y ojos brillantes. Sonrió, se sentía atractiva, aún podré dedicarme unos cuantos años más —pensó— azuzándose el cabello hacia atrás con los dedos. Pero le fastidiaba lo del anal porque aparte de hacerle daño y de parecerle una bestialidad antinatural, se quedaba con secuelas durante unos días sangrando y con diarreas. Asimismo, estaban los enemas para quedarse limpia, un incordio. Aproximó el rostro y se quitó con cuidado una pestaña suelta del borde del párpado, que le molestaba. Debería usar condón —dijo en voz alta—pero ningún cliente quiere, además, está el precio que lo justifica. Se frotó la cara como queriendo darle viveza y holgazaneando estiró los brazos lenta pero enérgicamente hacia el techo al tiempo que emitía un ruidoso bostezo. Estaba sola en casa, los críos ya los había venido a buscar el bus escolar y Alberto se había ido hacia mucho rato a trabajar. Pobre, trabaja mucho —musitó con sorna— en su despacho de abogado (y alargó la o final burlonamente) en la Granvía. En realidad no les faltaba de nada, pero Irene echaba a faltar un medio de sustento propio. Había dejado hacía 15 años su cargo de economista en una multinacional para poder ser madre y dedicarse al hogar, y ahora ya era demasiado tarde para volver. Demasiado tarde —canturreaba divertida ante el espejo mientras lanzaba una serie de carcajadas al aire al verse bailar con los brazos extendidos, levantándose la fina tela que cubría la esbeltez de su cuerpo que dejaba al descubierto unas recortadas braguitas blancas. Demasiado tarde —continuaba alegre, cantando, mientras daba vueltas por la sala igual que una bailarina.
          Los martes y jueves en horario de mañana realizaba encargos especiales para Rosa, la madame. Le suponía un sobresueldo extra y había algo de poder en el juego de la seducción. Irene tenía un talento natural para llevar al éxtasis a cualquiera, (menos a su marido, demasiado ocupado, demasiado estrés) y especialmente se sentía muy poderosa ante el deseo irracional del  hombre, el cual se convertía en sus manos en una especie de muñeco de trapo anhelante por satisfacer su deseo orgásmico cual si fuera un niño mimado que quisiera hacer realidad un sueño. Los hombres se volvían tan vulnerables cuanto estaban tan necesitados de sexo, que Irene se crecía sólo con pensar en la excitación que les provocaba, produciéndole un placer extraordinario el simple hecho de poder dominarlos en aquella su tan precaria situación.  Los pobres, se vuelven tan suplicantes —comentaba jocosamente. Era algo que, además de excitante, le resultaba lucrativo y fácil. Los hombres son idiotas —repetía con frecuencia.
          Emperifollada, bien aseada, Irene se presentó al piso de Rosa a las diez y media de la mañana del día siguiente. Situado en el ensanche barcelonés era un tercero que se abría a la vía Layetana y que disponía de altos techos con molduras en las cornisas y amplios ventanales de madera torneada. Rosa, una señora de unos 65 años, de rubio teñido, mirada chispeante y cara redondeada, que llevaba un vestido negro con un delicado escote ribeteado, la recibió en la puerta tras comprobar su identidad por la mirilla. Se saludaron cordialmente, le facilitó unas toallas, perfumes y pomadas y la dirigió a la habitación del fondo del pasillo a la izquierda, distinta de la que ocupaba habitualmente.
         —Aguarda aquí, Sonia (pues ese era su nombre de trabajo) —le dijo sonriendo— ésta es hoy más apropiada (y señalo la nueva habitación).
            Era la sala de los espejos, habían hasta en el techo, y la luz anaranjada y amarilla, centelleando por todos ellos, formando un sutil calidoscópico. Irene dejó los potingues en el tocador y se repasó ante uno de los espejos, el más iluminado. Se dio matrícula de honor. Vestía un traje hasta los pies con lentejuelas que destellaban y en el rostro llevaba un maquillaje a juego a base de purpurinas violáceas. Estaba arrebatadora, exultante, desprendiendo poderío y sexualidad por todos sus poros abiertos.
         A las once menos cinco alguien tocó el timbre de la puerta de la calle. Rosa pulsó el interfono y prestó atención al ascensor. Al cabo de unos minutos (el ascensor era de los antiguos, sumamente lentos) alguien llamó a la puerta del tercero.
         — ¿Sr. Luis Alfonso? —preguntó antes de abrir.
— Sí —contestaron desde fuera.
         Rosa abrió tras cerciorarse por la mirilla que se trataba como efectivamente había presentido de todo un caballero. Luis Alfonso era un hombre elegante, vestía traje azul con chaleco y corbata a rayas. Zapatos de charol, pulcros y brillantes. Tendría unos 45 años, calculó Rosa cuando le extendió la mano para saludarle. Le gustó que se la apretara firme, aunque delicadamente. Eran manos finas de alguien —intuyó Rosa— acostumbrado a los despachos
         — ¡Sonia!, por favor, querida, tienes una visita —dijo elevando la voz con ademán coqueto.
           Previamente se había guardado bajo el sostén un fajo de billetes de euros de a cien que le había extendido discretamente el caballero. Sonia se ajustó el vestido plisándolo por la cadera, se echó un último vistazo antes de salir de la bombonera e inició desafiante pero con cierto aire de ingenuidad el paso hacia el vestíbulo. En seguida reconoció en la distancia a Alberto, quien casi sin inmutarse se dirigió cortésmente hacia ella diciéndole: hola Sonia, soy Luis Alfonso. ¿Vamos?                                     

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