martes, 29 de septiembre de 2015

Relato 79

                                                        Quique

                                                
Verano de 1959. Cantos del Ebro, provincia de Zaragoza. El pequeño Enrique disfruta en el pueblo de las vacaciones escolares. Sus padres le dejaron hace unas semanas con la tía Jacinta, regresando a Barcelona. Tiene nueve años, pecas y una novia secreta de ocho. Ambos juegan en la calle al tejo y a saltar la comba. Le encanta ir en bicicleta. Hasta aquel día Enrique era una criatura alegre.
         Tiíta le quiere mucho. Labriega, más bien pobre y arrugada atiende el campo y a sus mayores. Disfruta yendo a misa cada domingo. Su hijo está en el servicio militar y Quique le ayuda en todo. Con frecuencia van en bicicleta a regar el maizal juntos. Aquel día también. Aquel día le dijo que fuese amable con el Jefe de los Regantes, no fueran a escatimarle agua. Quique no sabe qué quiere decir ser amable.
         El Sr. Bernal es el Jefe de los Regantes. Es un hombre influyente en el pueblo. Casado, más bien bajo y de sonrisa perversa. Disfruta desfilando de Centurión romano cada Semana Santa. Aquel día abrió las tres horas de agua para el maizal. Mientras Jacinta regaba, Enrique era amable con el Sr. Bernal. Hubo cuatro horas de agua, pero tiíta nunca quiso saber porqué.


PD: En España uno de cada cinco niños o niñas sufren algún tipo de abuso sexual en  su infancia por parte de su familia o conocidos.

martes, 22 de septiembre de 2015

Relato 78

                                             Proesía

         —Pero, ¿qué dices?, vaya palabreja que se te acaba de ocurrir, proesía, eso no debe estar ni en el diccionario; a ver, déjame ver en este Moliner.... Lo ves “proemio” y luego “proeza”, así que de proesía nada de nada.  ¡Qué no hombre, que no!, que aunque quieras ser escritor no puedes ir inventando palabrejas por ahí, como si fueras, yo que sé,  un Gómez de la Serna. Además, para decir eso que quieres decir ya existe la expresión “prosa poética”, que viene a ser lo mismo que ese engendro de proesía.
         —Dile engendro, vale, te lo admito, pero algún día esa bella palabra estará en todos los diccionarios. ¿No ves que proesía es más breve, que dice más con menos?, y esa concisión es importante para el lenguaje escrito. Mi padre me decía: “Adri, con pocas pero certeras palabras basta”, y citaba a Baltasar Gracián. Lo recuerdo bien pues a mí me hacía mucha gracia lo de Baltasar, me lo imaginaba negro como un rey mago llevando mirra condensada.
         —¿Quieres café o té?
         —Un vasito de vino, si no te importa, Antón.
         —No, si tú con tal de llevar la contraria lo que sea.
         —Oye y añade unos taquitos de jamón.
       ―Vale. Veo que tú defiendes, —le contesta Antonio alzando la voz desde la cocina donde está cortando el jamón— lo que estos físicos actuales que quieren reducir toda teoría a lo más simple.  A eso le llamo yo la enfermedad de la unidad. (y lo dijo con retintín) . Creo que eso viene de Einstein —añadió.
        ―¿Qué va!, —le responde Adrián gritando para que le oyese— no es algo moderno, ¡que va! Acuérdate de Tales cuando situaba el origen de todo en el agua, y eso debía ser por el V antes de Cristo. No, yo creo que es una aspiración humana legítima, reducir todo a lo mínimo.  Unir la Relatividad general con el Universo cuántico a través de la hoy hipotética teoría de las cuerdas responde a una pregunta antigua. Oye, ¿Este jamón es de paletilla?
         —Sí, claro, lo compré ayer en La Bellota.
         En confianza os he de decir...sí, sí a ustedes, amables lectores, que tengo mucha fe en Adrián, vamos, mucha confianza en su intuición. Mirad, hace unos 8 meses, en el verano pasado, en una de esas tardes de chicharrina concentrada en las que el aire no corre ni en la sombra estábamos él y yo, en silencio, sentados bajo un algarrobo en lo alto de un otero desde donde se divisaba la campiña tostada por el sol, como se suele decir, y de improvisto, quitándose el trocito de espiga que mordisqueaba entre los labios para entretenerse espetó: “mañana a la 5 caerá granizo sobre este campo y sobre mi pueblo” y señalaba hacia adelante, más allá del torrente seco. Me quedé de hielo, casi hasta me refrescó su disparate, si me permitís la broma, y nos reímos un buen rato. Nada ni nadie hubiera asegurado jamás algo semejante. Vamos ni los meteorólogos a los que consulté por la tele por si acaso, mientras cenaba. Pero, prestad atención, el caso es que al día siguiente y con precisión taurina, a las cinco de la tarde, tal como abruptamente había pronosticado  mi amigo, se desató el cielo. Se puso de un oscuro gris plomizo y sin mediar trueno alguno empezaron a caer pedregones como estoques que reventaron claraboyas y agujerearon tejados de Uralita, parecido a  una descarga de metralla. Duró poco pero harto suficiente para provocar enormes daños. A eso le llamamos en mi tierra maña caer chuzos de punta. Así que cuidado con las precogniciones de mi amigo aprendiz de escritor, que si él dice que Proesía figurará algún día en los diccionarios o que la teoría de las cuerdas será la gran teoría unificadora (una especie de Dios, me imagino) yo no lo pondría en duda tan en seguida. Los escritores son gente rara, ya sabéis de lo que hablo. Sin ir más lejos ahí está Luis, un amiguete mío y de Adri, y que trabaja de chupatintas en una agencia de seguros a tiempo completo y por la noche casi a hurtadillas o cuando está inspirado según él mismo dice compone poesía breve, una de japonesa, no recuerdo ahora cómo se llama pero Llullo dice que son de 17 sílabas, algo crucial —asegura él.  La atracción a las letras le viene de lejos, de su infancia y a su afición a la sopa de letras. No me refiero a esas que forman parte de  juegos y crucigramas sino a sopa de letras de verdad, de pasta. De pequeño era su plato preferido. Cada mediodía su madre le servía de entrada un platito de sopas de letras. Luisillo se entretenía en ajuntar letras sobre el borde del plato y a formar palabras. Para completar su nombre tenía que buscar las letras correspondientes y luego recortar dos pedacitos de una cualquiera para formar un par de puntitos con que coronar las íes que necesitaba a fin de construirlo. Era y sigue siendo muy meticuloso. También formaba la palabra Amalia, que era la chiquilla que le gustaba entonces y con el tiempo se convirtió en su mujer. Decía que le costaba porque en la sopa habían pocas as. De la misma forma hacia de vez en cuando, recortando muchas eles y alineándolas, corazoncitos. Su madre siempre le regañaba: “otra vez la sopa fría, ¡ay Luisillo, qué haremos de ti!”. Pues eso, oficinista de día y poeta de noche. Una vez, no hace mucho, me leyó varios poemillas suyos, de los que sólo he retenido uno y para que veáis de qué van estas cosas japoneses os recito uno, ahí va: “Desde la playa /constante, incontenible/ el rumor del mar.”  Me quedó grabado porqué hablaba del mar y a nosotros, los de gente de adentro, el mar nos fascina. Me parece que habla de monotonía,  aunque percibo una tensión interna,  no sé. Este sí que era un tipo extraño de pequeño (y de mayor) como Adrián con su afición a escribir proesía de esta. Tal como canta Serrat cada loco con su tema. Yo, en cambio, soy bastante normalillo. Me dedico a pintar.
       —¿Este cuadro es tuyo, Ton?
       —Sí, claro, de Rupit.
       —Me pones más vino, por favor. Oye sabes que esta torrentera parece salirse del cuadro, diría que hasta la puedo oír. ¿Cómo conseguiste este efecto?
       —Muy fácil, le eché un poco de polvo de mármol que combina muy bien con la pintura acrílica.
    — ¿Y esa tormenta?, vaya tormenta que has pintado, me recuerda la del verano pasado, aquella que causó tantos destrozos en las casas de mi pueblo.
    —Sí aquello fue espantoso, pero no, esta me pilló in situ pintando el cuadro junto al torrente. Por fortuna no cayeron chuzos como en aquella.  Se me ha terminado el jamón, Adri,  ¿quieres gruyere?
       —Sí y trae la botella, si no te importa. Ten, toma tú y así nos la acabaremos. Y qué hiciste?
       —Pues nada, ¿qué iba a hacer?, pues seguir pintando, estaba en un momento clave y no podía dejarlo. Cuando arreció me resguardé y dejé el cuadro plano sobre el caballete para que se mojara durante un par de minutos. Ves estos goterones mezclados con el color son de lluvia y realza el efecto del bravo salto del agua, ves aquí y aquí...,y aquí también. Yo creo que le da a la obra un toque especial, a mí me encanta; Sabes cuando aquel día volví empapado al hotel con los trastos de pintar me sentí muy feliz. Es fantástico esto de estar unido a la naturaleza. No sé, fue como si supiera que formaba parte de una unidad más grande.
       —¡Ves, lo acabas de decir, Ton!, seguramente sin querer pero has mencionado el término de unidad.
        —Sí, es cierto pero es una unidad sui generis.
        —No, si al final también tú vas a acabar siendo un minimalista como yo.
       —Bueno Adri, vamos a ver, tanto ir  y venir con la proesía y, ¿no me vas a poner ningún ejemplo?
        —Vale, te citaré un fragmento de mi biografía.
   —¿Tu biografía, no me digas que estás escribiendo tu autobiografía a los 46? Acaso tienes miedo de morirte mañana?
        —Quién sabe, quién puede sabe algo así?
       —Yo diría que mejor que tú nadie con el don este que tienes de prever el tiempo futuro.
        —No te burles, Antón, que eso no se puede programar. Sabes, hay que hacer las cosas cuando se tienen ganas de hacer y sobre todo memoria. Mira mi padre, toda la vida repitiendo las mismas frases reducidas, las mismas anécdotas, las mismas historietas vividas a lo largo de su vida (ahora creo que lo hacía para crear surcos seguros dentro del cerebro para no olvidarse) y ya ves, a sus 84 años  lo ha olvidado todo, incluso lo que acaba de decir u oír y pronto ni su nombre recordará. Más que surcos son precipicios los que han disociado su cerebro en dos. Pobre padre mío, verlo así, con lo que nos ha querido y él que en su profesión era el rey de la fórmula, todos acudían a preguntarle, era un portento, se acordaba del vademécum entero. Se lo oí decir millones de veces y ahora ni se acuerda. Por eso te digo Antón que cuanto antes mejor, que los años se lo llevan todo hasta las ilusiones.
       —Lo siento, de verdad, Adri, lo lamento de veras. Los años arrugan las cicatrices y los surcos se ensanchan hasta hacerse cataratas  ¿Te acuerdas de los discos, de los elepés? Cuando has hablado de los surcos me ha venido esta vieja imagen a la cabeza y de cuando se enganchaban y se quedaban repitiendo en plan tartaja la última palabra: “Noelia, Noelia, Noelia, Noelia” decía Nino Bravo y no se cansaba nunca y venía Luis y repetía “Amalia, Amalia, Amalia, Amalia”..., y qué terco era, no admitía corrección, él erre con erre y pa adelante, maño había de ser también. Pues eso que tu padre tiene el cerebro como uno de estos discos antiguos, con muchos surcos, desgastados por el uso y rayados, que no hay repuesto todavía para el cerebro, amigo,  que no se le puede hacer nada.
         —Por eso Antón, ahora es el momento, ahora tengo fuerzas y ganas y aunque no tinc vint anys, como decía el poeta, me estoy dedicando a escribir mis memorias. Oye, sabes que está muy gustoso este queso, sí, pero que muy gustoso. A ver, déjame que seleccione, sí, esto mismo, te voy a leer un fragmento que escribí cuando la muerte de mi querido tío:
         “No et vaig plorar quan vas morir: era com si ho sabéssim, com si sabéssim que ja et tocava marxar. Ets un exemple per a mi de com prendre’s la vida; ajuda’m des d’on estiguis, tío estimat. Només vull ser una mica com vas ser tu, només una mica. El cor se m’obre com una font només de recordar-te. Ara ploro el que no vaig plorar quan vas morir. Ajuda’m. Plego, per avui plego d’escriure. Ja en tinc prou. Gràcies.”          
         —Suena bien, no entiendo paparruchas pero me gusta, parece de corazón.  Así  que según tu don profético a eso que me acabas de leer algún día vendrá definido en el diccionario como proesía y pondrá: palabra ideada por el Sr. Adrián Nanascoll i Cusach.
         —Vale ya, vale de tanto cachondeo.

         —¡Y no te lo pierdas, en el Moliner!         

martes, 15 de septiembre de 2015

Relato 77

                                 Venecia  (2)            (ver relato 66)

Palomas, Albert, la piazza de san Marcos está llena de palomas, (colombas decimos nosotros), hay tantas como turistas, tantas como en tu plaça Catalunya, muchísimas, pero esta piazza es más pequeña, hace 180x70 metros, la mitad de la tuya, aunque es mucho más hermosa y especial. Musset decía que es el salón más bello de Europa ¿Cuántas plazas conoces tú que se inunden periódicamente como sucede aquí? No hace falta que busques, no hay ninguna. Sabes, Albert, esta piazza de san Marcos es el lugar más bajo de Venecia y cuando el Adriático se enfurece y sube de nivel por las lluvias excesivas, la piazza se inunda y entonces ponemos pasarelas metálicas, muy divertidas, a unos 40 cm., por donde los turistas desfilan con paraguas como hormiguitas llevando trocitos de hoja encima camino del hormiguero, es decir, de la basílica que preside la gran piazza. Venecia se nos hunde, Albert, a razón de 2 Mm. por año, se nos hunde, ven pronto. Ayer (Angelina no pone fechas, nunca, en ninguna de sus postales, esto es un engorro, me molesta, pues, ¿cuándo es ayer? Podría ser el ayer de hace 20 años o el ayer de ayer mismo, incluso un ayer intemporal, en fin, un lío, así es Angelina), ayer, ―dice― me puse en el centro de la piazza, con mi blusa de peonías rosas y la falda que ya conoces, tomé la posición con los ojos cerrados como si estuviera en el corazón del mundo, tenía las manos repletas de vezas, las abrí con cuidado, centenares de colombas me asaltaron, fui extendiendo los brazos lentamente para que no se espantaran, podía sentir el frenético picoteo en los dedos, el fragor del aleteo de sus alas cerca de mi rostro, sentí que estaba en una nube, y empecé a girar sobre mí misma como hacíamos en la plaça Catalunya con mi falda larga, blanca y plisada, ¿te acuerdas? (Claro que me acuerdo, como olvidarlo) Al principio, suave, luego fui acelerando, levantaba mi falda el vuelo, giraba en el centro de la piazza, giraba y giraba como un derviche volador y las colombas se alzaron al igual que mi falda y levanté los brazos y grité con todas las fuerzas como hacía contigo volad, sed libres, volad y se fueron y oí alejarse el retumbo de las alas y poco a poco fui deteniéndome y abriendo los ojos de pura felicidad y entonces me di cuenta que estaba rodeada de turistas que me hacían fotos como si yo fuera un monumento más y me sentí también especial como la piazza, en un oasis de paz en el centro del ruidoso mundo y en derredor seguían haciéndome fotos, cric, cric, cric, todo el rato, sin parar. Y todos se reían al verme sonreír y al fondo la basílica, un buen fondo para una fotografía. Te has preguntado alguna vez, Albert, a dónde van a parar las fotos de los turistas. Viajan por todo el mundo, pueden aparecer en Hong Kong, en Chicago, o en Japón. Hasta puede que alguna de estas fotos, de una muchacha morena girando en alegre carrusel ganara un concurso de fotografía en Kioto, por decir un lugar, la foto de una loca veneciana que da vueltas sobre sí misma con los ojos cerrados y en el cielo a contraluz piélago de colombas contrastando con su falda larga y blanca. Te imaginas que ganara y yo sin enterarme. ¿Te has preguntado, Albert, a dónde van a parar las fotos que nos hacen los turistas? ¿Seguiremos viviendo en alguna parte como sucede en el cine? ¿Viviremos mientras haya alguien que nos mire? Acabo esta postal, estoy sentada en el Florián, tomándome un capuccino, no me cabe más, a pesar de mi letra tan minúscula, continuaré otro día. Seguramente te hablaré del pavimento de esta piazza, me trae recuerdos.  Besos. Ciao! X X   

                  (continuará)                                 

martes, 8 de septiembre de 2015

Relato 76

                                         Teodequilda

Cuando llega septiembre me acuerdo de ella, de Teodequilda. Así se llamaba, aunque todos en clase la conocíamos por Teo, para abreviar. Sin embargo, en su presencia, jamás.  Insistía que le llamáramos por su nombre completo, el de Teodequilda, insistía mucho, decía que se llamaba así, que le gustaba el sonido largo de su nombre, el efecto reverberante de las cinco vocales y la obligada pausa al pronunciar el "de" intermedio, que según nos decía, le daba raigambre aristocrático y auténtico aire de la nobleza de su Colombia natal. Esta defensa milonguera de su reputación a nosotros nos causaba risa pero en su presencia por precaución procurábamos disimularla. Todos coincidíamos que Teo era una chica rara, meticulosa, tal vez neurótica, ¡para darle el esquinazo, vamos! De corpulencia robusta, alta, y a sus catorce años, desproporcionada, de incisivos pronunciados, cuellicorta y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda de un accidente en bici. La casualidad quiso que coincidiéramos hace seis años en un cursillo de escultura, después de siglos sin vernos. La reconocí enseguida por la cicatriz, por su corto cuello y vestuario, y por sus presunciosas maneras de contonearse. Admito que se había convertido en una preciosura de mujer, cincuentona, sí, seguía siendo alta, aún más con tacones, y su cuerpo ya no era quebradizo, al contrario conquistable y elegante. Llevaba un traje chaqueta azul aurífero que parecía de su abuelito torero y exhalaba sensualismo sin ningún turbamiento. Estoy persuadido que ni se fijó en mí, al principio, pero cuando pronuncié su nombre completo se me quedó mirando con aire rufianesco, pestañeando como un murciélago y sólo acertó, eufórica, a decir: ¿Aurelio, eres tú, de verdad, Aurelio Cauterio, eres tú? Y nos dimos un abrazo cariñoso entre los aplausos simultáneos de los asistentes. Se había licenciado en Bellas artes —me explicó más tarde —ejercía de subdirectora de una editorial quijotesca como descubridora de artistas noveles. Estudiosa y seguidora del impresionismo pictórico que según sostenía inició Turner con sus acuarelas de riachuelos en Flandes. Estaba separada de un arquitecto infiel, italiano por más señas, y tenía una hija de 25 años que trabajaba en una ONG de refugiados. Estaba dolida con los hombres en general porque siempre la habían vituperado. Le expliqué que me iban bien las cosas, que me había convertido en un pacienzudo buscapleitos del Estado, con buena reputación y fama de ser persuasivo y taquillero. Que estaba felizmente casado con una mujer superlativa a la que adoraba y que teníamos dos hijos, el mayor, esquiador olímpico y la pequeña, supervisora en una cadena de droguerías.
        El cursillo de seis meses consistió en hacer una obra escultórica, de medio cuerpo, del natural, de un hombre, aguileño, sentado y desnudo sobre un neumático con una orquídea en la mano, lloriqueando.
         Obviamente al finalizar el curso se había fortalecido nuestra amistad. Así que no me extrañó que una tarde de septiembre de hace cinco años me citara para tomar una degustación en un bar cercano al centro artístico, frecuentado por tertulianos y gente del guitarreo y la farándula, un pandemónium, ¡vamos!  Vino hermosa y dominguera, volumétrica, con unos tirabuzones que le cubrían la cicatriz del rostro y unas maneras firmes y resolutivas. Después de tomarnos unas copas estimuladoras que nos caldearon me dijo que quería reconquistar el tiempo perdido, recuperarse del daño que los hombres le habían causado en el pasado, y me propuso que le hiciera el amor por una noche donde yo quisiera, para quedarse en paz y restituir su feminidad cuestionada, como una refutación o para resarcirse del dolor sufrido a través de la venganza. ¡Vamos, que directamente me propuso el adulterio!, que me acostara con ella a espaldas de mi esposa y del mundo. Me quedé estupefacto, sin sustentación, patituerto, lo admito. Lo primero que pensé fue: menuda ocurrencia la de esta bribonzuela. Como si no la hubiera entendido le pregunté: ¿qué dices? y Teo, sudorienta, casi quejicosa, repitió lo mismo. ¡Qué hombre puede resistirse a los encantos de una mujer!, sería revolucionario. Recuerdo que tomé su mano tiernamente, la derecha, y me la quedé mirando, recuerdo el cosquillear de sus dedos con las yemas de los míos y que sonaba Nebulosidad incomunicable en el local, apuré el vaso, el asunto era peliagudo, me reclamaba, impetuosa, una especie de liberación, de purgamiento. Le recordé que estaba casado, que me ponía en un cuartelillo frente al pelotón, que buscara a otro como niquelador de su pasado. Ella adujo que precisamente me lo pedía a mí porque estaba aceituno y que si no lo hacia era porque tenía miedo, que me había vuelto un barquillero. Lo tomé como algo surrealista, aunque lo enturbiador para mí fue que aparte de sentirme halagado, noté bajo los pantalones una erección hipotenusa y también que algo zurrapiento crecía en mi ánimo, algo piragüero y morboso, lo acepto. Pensé: un favor se puede hacer siempre, incluso a Teodequilda, para eso resucitamos los viejos centrifugadores.
       

        Y, ultraligero, acepté, aunque sólo fuera por curiosear por dentro a una mujer de las cinco vocales.   

martes, 1 de septiembre de 2015

Relato 75

                                          Sensibilidad

Me despiertan una voces en la calle, estiro el brazo, Emma duerme, menos mal. Pulso el despertador, una luz tenue lo ilumina, son  las cinco y diez de la madrugada. Ya es tener ganas. Sigo en la cama, intentando dormir, ya veo que me será imposible. Son voces altisonantes, chicos y chicas hablando, riendo en voz alta, incluso cantando. Cantan aquello de Santurce a Bilbao, deben estar borrachos, seguro que andan chispeados, seguro. Y se acercan, se nota, por el volumen de sus voces que se acercan. No quiero levantarme, me entran ganas, les echaría unas voces o hasta un cubo de agua por la cabeza, quien sabe. Menos mal que no han despertado a Emma. Siempre sucede lo mismo cuando llega el buen tiempo. Se quedan hasta las tantas en los bares de la plaza y luego los vecinos sufrimos sus excesos y, claro, pasa lo que pasa. Eso sí, aquí nadie se queja, esto me sorprende, todos calladitos, siempre he de ser yo el que llame a la guardia urbana. Deben darlo por sentado, que llame Paco, el de siempre. En la comisaría ya me conocen, me llaman el tío quebranto, cariñosamente, claro. Mejor espero un poco, aún no han pasado ni cinco minutos, aunque la jodienda continua, ahora han empezado con la de los pajaritos, será posible, una serenata al  pie de mi casa, ¡qué digo!, de mi cama. Menos mal que no han despertado a Emma. Aunque si continúan así, acabaran despertándola, me temo. Sí, espero, para que no se diga que soy un intolerante. Igual cuando terminen la canción se van y aquí no ha pasado nada. Lo cierto es que se merecen una reprimenda, no se puede ir despertando a la gente a estas horas de la madrugada. Mejor espero, total han pasado doce minutos. Tampoco quiero moverme, no es momento, no quiero despertar a Emma, tendría gracia que fuera yo quien la despertara por levantarme ahora.  
         El hombre permanece inmóvil en su lado de la cama y muy lentamente esconde la cabeza bajo las sábanas, se pone con esmero la almohada encima y la apretuja firmemente para taparse los oídos. Entonces se concentra, aprieta los ojos, presta atención máxima, durante unos segundos ni respira, pendiente de la calle, afina el oído, lo agudiza, escucha a fondo y no ausculta nada, no percibe a nadie en la calle, no se oye ningún ruido, ninguna voz, ninguna risa, todo está tranquilo, aparentemente tranquilo, los intrusos finalmente se han ido. El hombre sonríe quedo.
        Parecen que se han ido, gracias a Dios. Tampoco ha durado tanto, he hecho bien de no moverme, me han desvelado, es cierto pero no es grave, Emma duerme y yo puedo recuperar el sueño cuando quiera, lo que me molesta son las voces, el ruido de la calle, un incordio. Qué hermoso es el silencio, no está bastante valorado, es por mi aguda sensibilidad, claro, lo oigo todo, lo noto todo, lo siento todo, me han desvelado, pero puedo dormirme de nuevo, estoy seguro.
        El hombre recupera su posición habitual en la cama, del lado izquierdo, apoya la cabeza en la almohada, se cubre las sábanas hasta el cuello, pulsa ligeramente  la luz tenue del despertador y lo mira.
         Las cinco y media, el camión de la basura ya ha pasado, los borrachines también y ya todos se han ido, hasta las seis no sale el vecino del portal de enfrente, el del portazo, tengo media hora.

         Poco antes de las seis Emma se levanta, le despierta y le da la medicación.