Teodequilda
Cuando llega
septiembre me acuerdo de ella, de Teodequilda. Así se llamaba, aunque todos en
clase la conocíamos por Teo, para abreviar. Sin embargo, en su presencia,
jamás. Insistía que le llamáramos por su
nombre completo, el de Teodequilda, insistía mucho, decía que se llamaba así,
que le gustaba el sonido largo de su nombre, el efecto reverberante de las
cinco vocales y la obligada pausa al pronunciar el "de" intermedio,
que según nos decía, le daba raigambre aristocrático y auténtico aire de la nobleza
de su Colombia natal. Esta defensa milonguera de su reputación a nosotros nos
causaba risa pero en su presencia por precaución procurábamos disimularla. Todos
coincidíamos que Teo era una chica rara, meticulosa, tal vez neurótica, ¡para
darle el esquinazo, vamos! De corpulencia robusta, alta, y a sus catorce años, desproporcionada,
de incisivos pronunciados, cuellicorta y con una cicatriz que le cruzaba la
mejilla izquierda de un accidente en bici. La casualidad quiso que
coincidiéramos hace seis años en un cursillo de escultura, después de siglos
sin vernos. La reconocí enseguida por la cicatriz, por su corto cuello y vestuario,
y por sus presunciosas maneras de contonearse. Admito que se había convertido
en una preciosura de mujer, cincuentona, sí, seguía siendo alta, aún más con
tacones, y su cuerpo ya no era quebradizo, al contrario conquistable y
elegante. Llevaba un traje chaqueta azul aurífero que parecía de su abuelito
torero y exhalaba sensualismo sin ningún turbamiento. Estoy persuadido que ni
se fijó en mí, al principio, pero cuando pronuncié su nombre completo se me
quedó mirando con aire rufianesco, pestañeando como un murciélago y sólo
acertó, eufórica, a decir: ¿Aurelio, eres tú, de verdad, Aurelio Cauterio, eres
tú? Y nos dimos un abrazo cariñoso entre los aplausos simultáneos de los
asistentes. Se había licenciado en Bellas artes —me explicó más tarde —ejercía
de subdirectora de una editorial quijotesca como descubridora de artistas
noveles. Estudiosa y seguidora del impresionismo pictórico que según sostenía
inició Turner con sus acuarelas de riachuelos en Flandes. Estaba separada de un
arquitecto infiel, italiano por más señas, y tenía una hija de 25 años que
trabajaba en una ONG de refugiados. Estaba dolida con los hombres en general
porque siempre la habían vituperado. Le expliqué que me iban bien las cosas,
que me había convertido en un pacienzudo buscapleitos del Estado, con buena
reputación y fama de ser persuasivo y taquillero. Que estaba felizmente casado
con una mujer superlativa a la que adoraba y que teníamos dos hijos, el mayor,
esquiador olímpico y la pequeña, supervisora en una cadena de droguerías.
El cursillo de seis meses consistió en
hacer una obra escultórica, de medio cuerpo, del natural, de un hombre,
aguileño, sentado y desnudo sobre un neumático con una orquídea en la mano, lloriqueando.
Obviamente
al finalizar el curso se había fortalecido nuestra amistad. Así que no me
extrañó que una tarde de septiembre de hace cinco años me citara para tomar una
degustación en un bar cercano al centro artístico, frecuentado por tertulianos
y gente del guitarreo y la farándula, un pandemónium, ¡vamos! Vino hermosa y dominguera, volumétrica, con
unos tirabuzones que le cubrían la cicatriz del rostro y unas maneras firmes y resolutivas.
Después de tomarnos unas copas estimuladoras que nos caldearon me dijo que
quería reconquistar el tiempo perdido, recuperarse del daño que los hombres le
habían causado en el pasado, y me propuso que le hiciera el amor por una noche
donde yo quisiera, para quedarse en paz y restituir su feminidad cuestionada, como
una refutación o para resarcirse del dolor sufrido a través de la venganza. ¡Vamos,
que directamente me propuso el adulterio!, que me acostara con ella a espaldas
de mi esposa y del mundo. Me quedé estupefacto, sin sustentación, patituerto,
lo admito. Lo primero que pensé fue: menuda ocurrencia la de esta bribonzuela.
Como si no la hubiera entendido le pregunté: ¿qué dices? y Teo, sudorienta,
casi quejicosa, repitió lo mismo. ¡Qué hombre puede resistirse a los encantos
de una mujer!, sería revolucionario. Recuerdo que tomé su mano tiernamente, la
derecha, y me la quedé mirando, recuerdo el cosquillear de sus dedos con las
yemas de los míos y que sonaba Nebulosidad
incomunicable en el local, apuré el vaso, el asunto era peliagudo, me reclamaba,
impetuosa, una especie de liberación, de purgamiento. Le recordé que estaba
casado, que me ponía en un cuartelillo frente al pelotón, que buscara a otro
como niquelador de su pasado. Ella adujo que precisamente me lo pedía a mí
porque estaba aceituno y que si no lo hacia era porque tenía miedo, que me
había vuelto un barquillero. Lo tomé como algo surrealista, aunque lo
enturbiador para mí fue que aparte de sentirme halagado, noté bajo los
pantalones una erección hipotenusa y también que algo zurrapiento crecía en mi
ánimo, algo piragüero y morboso, lo acepto. Pensé: un favor se puede hacer
siempre, incluso a Teodequilda, para eso resucitamos los viejos centrifugadores.
Y, ultraligero, acepté, aunque sólo
fuera por curiosear por dentro a una mujer de las cinco vocales.
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