martes, 8 de septiembre de 2015

Relato 76

                                         Teodequilda

Cuando llega septiembre me acuerdo de ella, de Teodequilda. Así se llamaba, aunque todos en clase la conocíamos por Teo, para abreviar. Sin embargo, en su presencia, jamás.  Insistía que le llamáramos por su nombre completo, el de Teodequilda, insistía mucho, decía que se llamaba así, que le gustaba el sonido largo de su nombre, el efecto reverberante de las cinco vocales y la obligada pausa al pronunciar el "de" intermedio, que según nos decía, le daba raigambre aristocrático y auténtico aire de la nobleza de su Colombia natal. Esta defensa milonguera de su reputación a nosotros nos causaba risa pero en su presencia por precaución procurábamos disimularla. Todos coincidíamos que Teo era una chica rara, meticulosa, tal vez neurótica, ¡para darle el esquinazo, vamos! De corpulencia robusta, alta, y a sus catorce años, desproporcionada, de incisivos pronunciados, cuellicorta y con una cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda de un accidente en bici. La casualidad quiso que coincidiéramos hace seis años en un cursillo de escultura, después de siglos sin vernos. La reconocí enseguida por la cicatriz, por su corto cuello y vestuario, y por sus presunciosas maneras de contonearse. Admito que se había convertido en una preciosura de mujer, cincuentona, sí, seguía siendo alta, aún más con tacones, y su cuerpo ya no era quebradizo, al contrario conquistable y elegante. Llevaba un traje chaqueta azul aurífero que parecía de su abuelito torero y exhalaba sensualismo sin ningún turbamiento. Estoy persuadido que ni se fijó en mí, al principio, pero cuando pronuncié su nombre completo se me quedó mirando con aire rufianesco, pestañeando como un murciélago y sólo acertó, eufórica, a decir: ¿Aurelio, eres tú, de verdad, Aurelio Cauterio, eres tú? Y nos dimos un abrazo cariñoso entre los aplausos simultáneos de los asistentes. Se había licenciado en Bellas artes —me explicó más tarde —ejercía de subdirectora de una editorial quijotesca como descubridora de artistas noveles. Estudiosa y seguidora del impresionismo pictórico que según sostenía inició Turner con sus acuarelas de riachuelos en Flandes. Estaba separada de un arquitecto infiel, italiano por más señas, y tenía una hija de 25 años que trabajaba en una ONG de refugiados. Estaba dolida con los hombres en general porque siempre la habían vituperado. Le expliqué que me iban bien las cosas, que me había convertido en un pacienzudo buscapleitos del Estado, con buena reputación y fama de ser persuasivo y taquillero. Que estaba felizmente casado con una mujer superlativa a la que adoraba y que teníamos dos hijos, el mayor, esquiador olímpico y la pequeña, supervisora en una cadena de droguerías.
        El cursillo de seis meses consistió en hacer una obra escultórica, de medio cuerpo, del natural, de un hombre, aguileño, sentado y desnudo sobre un neumático con una orquídea en la mano, lloriqueando.
         Obviamente al finalizar el curso se había fortalecido nuestra amistad. Así que no me extrañó que una tarde de septiembre de hace cinco años me citara para tomar una degustación en un bar cercano al centro artístico, frecuentado por tertulianos y gente del guitarreo y la farándula, un pandemónium, ¡vamos!  Vino hermosa y dominguera, volumétrica, con unos tirabuzones que le cubrían la cicatriz del rostro y unas maneras firmes y resolutivas. Después de tomarnos unas copas estimuladoras que nos caldearon me dijo que quería reconquistar el tiempo perdido, recuperarse del daño que los hombres le habían causado en el pasado, y me propuso que le hiciera el amor por una noche donde yo quisiera, para quedarse en paz y restituir su feminidad cuestionada, como una refutación o para resarcirse del dolor sufrido a través de la venganza. ¡Vamos, que directamente me propuso el adulterio!, que me acostara con ella a espaldas de mi esposa y del mundo. Me quedé estupefacto, sin sustentación, patituerto, lo admito. Lo primero que pensé fue: menuda ocurrencia la de esta bribonzuela. Como si no la hubiera entendido le pregunté: ¿qué dices? y Teo, sudorienta, casi quejicosa, repitió lo mismo. ¡Qué hombre puede resistirse a los encantos de una mujer!, sería revolucionario. Recuerdo que tomé su mano tiernamente, la derecha, y me la quedé mirando, recuerdo el cosquillear de sus dedos con las yemas de los míos y que sonaba Nebulosidad incomunicable en el local, apuré el vaso, el asunto era peliagudo, me reclamaba, impetuosa, una especie de liberación, de purgamiento. Le recordé que estaba casado, que me ponía en un cuartelillo frente al pelotón, que buscara a otro como niquelador de su pasado. Ella adujo que precisamente me lo pedía a mí porque estaba aceituno y que si no lo hacia era porque tenía miedo, que me había vuelto un barquillero. Lo tomé como algo surrealista, aunque lo enturbiador para mí fue que aparte de sentirme halagado, noté bajo los pantalones una erección hipotenusa y también que algo zurrapiento crecía en mi ánimo, algo piragüero y morboso, lo acepto. Pensé: un favor se puede hacer siempre, incluso a Teodequilda, para eso resucitamos los viejos centrifugadores.
       

        Y, ultraligero, acepté, aunque sólo fuera por curiosear por dentro a una mujer de las cinco vocales.   

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