martes, 31 de enero de 2017

Relato 149

                                              Dijo
         
         —Ahora mismo lo mataría con estas mismas manos —dijo, y se las señalaba con asombro y admiración, y se las apretujaba como si estuviera estrangulando a alguien.
         —Por favor, Carlota, cálmate, por lo que más quieras no hagas un espectáculo, aquí no, te lo ruego —dijo su interlocutora.
         —Tío, así empezaron, ¿vale? Yo observaba a las mingas sin decirles nada (aunque luego sí tuve que acercarme para pedirles que no hicieran tanto jaleo, por respeto a la clientela, hagan el favor, ¿vale? —les dije) y de vez en cuando tomaba notas de lo que decían —éstas que te paso ahora— pues pensé qué jodido, que igual te podían ir bien para uno de estos rollos que tú escribes en el blog. El caso es que lo hice, vale, y te lo voy a contar ahora mismito, ¿vale?, ahora mismito. Has de saber que las circunscritas llegaron a la granja a media mañana, pongamos que a eso de las diez, más o menos, había gente y no me fijé exactamente, ¿esto de la hora importa? Pues eso, hacia las diez, y después de echar una visual y de hablar un poco entre sí se fueron a sentar a la mesa más lejana de la entrada, tú ya sabes, la que da al ventanal de la calle Industria, discreta por estar aislada pero también ideal para el menda porque al estar cerca de la cafetera podía echarle el oído, ¿vale? Da gracias a ello porque así te puedo pasar este dramón, que lo vi venir cuando entraron, con esas caritas largas, que uno tiene su psicología, que eso se ve a la legua, y para mí, tío, esto es un culebrón en toda regla, vamos uno de esos de Telecinco, que te cagas, ¿me sigues? Pues eso y me dije “esto lo anoto para el Javi, para que haga una buena historieta” o yo que sé, ¿vale? Tú mismo, haz con ello lo que te pase por el carajo, yo lo hice pensando en ti, ¿vale?, pensando en ti, como el poema ese que tanto te gusta. Si he decirte la verdad, Javi, nunca había visto hasta ese momento tan cabreada a la tía esa, la que estaba hablando y hacía gestos increíbles en el aire con las manos, una tía buena ¿vale? Rubia natural, despampanante, ahí donde la veas, cabellera crepada que le caía por la espalda hasta la mitad más o menos, los ojos, pequeños, eso sí, pequeños, anótalo, pequeños pero muy vivaces, ¿vale? De esos que escudriñan por dentro cuanto te miran de frente, ya sabes, y buenas tetas, buen culo y mira yo qué sé, por decirte un defecto yo lo plantearía en la nariz, sí, seguro, la tiene como le decís…,¡ah, sí!, aguileña, eso y luego que…, bueno, me pareció una tipa fría, distante, como que para hablar con ella hay que hacer una instancia o algo así. ¿Te vale eso? Oye que el literato de los cojones eres tú, ¿vale? Nunca hasta ese día, creo que fue el pasado miércoles, el once, a ver déjame pensar, sí, porque a la tarde fui a ver la última de Bruce Willis, sí, seguro, fue el miércoles pasado, el día del espectador, que te ahorras un montón, tío, que eso hay que mirarlo, que el cine se ha puesto que no veas, ¡vale!, que no veas. Pero, a todo eso, ¿el día importa? Bueno, lo que te decía, que nunca había visto en la granja a esa pibe por la mañana y me consta que trabaja fuera de Barcelona en algo social, creo; te lo digo porque alguna vez la he visto irse de madrugada a toda leche con su Corsa blanco y lleva pegado en el cristal trasero un distintivo azul que a mí me parece de los ambulatorios. No me hagas mucho caso, pero, ¿eso importa? Importa en qué trabaje o deje de trabajar la rubia. Yo te explico esto porque quiero resaltarte que no era normal que estuviera en la granja a las diez de la mañana, o más o menos, pues a esas horas ella debería estar trabajando de médica o de enfermera o de lo qué coño haga en el ambulatorio ese, ¿vale?, sólo para eso. Aunque con sólo verla entrar de la mano de su acompañante, ya vi que allí se estaba mascando algo gordo o la tragedia, como dicen en el cine. ¡Ah!, otra cosa, casi se me olvida y es algo importante: a la tarde sí había venido al curro, quiero decir a la granja, alguna vez y siempre acompañada por el mismo hombre, un tipo con traje gris marengo y corbata, delgado como un fideo y con mucha labia, pero tela labia. Como te lo diría, tú imagínate un prototipo de ligón, esos que son amigos de todo el mundo y que dan buenas propinas, ponle, yo que sé, sus arruguitas interesantes en la cara, su aire inocente y un aire despreocupado y juvenil, un  papel de fragilidad y de aparente víctima social y una pose amable de estar siempre pendiente de las necesidades de todos incluyendo claro está de las féminas, ponle todo esto y tendrás a su marido, porque yo creo que era su marido, pues le rodeaba el cuello con los brazos, le susurraba a los oídos y se mostraba muy afectuoso con ella. Otra detalle, sabía de todo, no importaba qué tema, en todo terreno se defendía, un Wiki andante, en especial con los medicamentos, qué jodido, conocía muchos productos de farmacia, vamos un tío muy apañado, pero para mí, yo que sé, demasiado perfecto. Tú ya me entiendes algo me olía mal, a chamusquina dicen en el cine, yo que sé, tú, dile sexto sentido, dile experiencia, que son muchos años sirviendo, Javi, y esto deja huella, ojo clínico o como coño se le llame a eso. Por eso cuando aquella mañana vi llorar a la tía buena se me partió el corazón, te lo digo de verdad, se me partió el corazón a pedacitos. Y, claro, pensé en ti y en lo que te gusta escribir historietas tiernas, y esa chorradas y, bueno, empecé a tomar estas notas que ahora te estoy pasando más o menos a vuelo de pájaro porque claro yo tengo mi trabajo y no puedo estar pendiente de lo que dicen o dejan de decir mis clientes, ¿vale? Aunque pillé bastante, Javi, bastante.  El bombón continuó hablando y dijo:
         —Ahora mismo lo haría papilla, desgraciado de mierda, ¿cómo se ha atrevido a hacerme esto?  Si sólo llevamos cuatro años casados ¡Maldita sea! Cómo habrá podido engañarme, no lo entiendo, no lo puedo entender, Irene, no lo puedo entender por mucho que le doy vueltas, no puedo. Yo le he dado todo, ¿me entiendes?, ¡todo!, y él parecía feliz conmigo, parecía tan feliz como lo estaba yo. Tan amable, tan gentil y cariñoso, tan atento. Por quien me habrá tomado, por una tonta del culo que no tiene otro trabajo que ir tragando y tragando, ¡maldita sea él y un millón de estampas suyas!, hijo de mala madre, huérfano tenías que ser, ¡maldita sea! ¡Maldita sea su estampa y cien como ella! ¡Maldita sea! No me lo merezco, ni tampoco mi familia, qué les voy a decir, madre mía, qué escándalo se me viene encima, no puedo, yo sola no puedo, Irene, no puedo afrontar sola esta vergüenza, qué va a ser de mí, madre mía, pero donde me habré equivocado, por Dios, ¿dónde?
         —Tranquilízate, Carlota, tranquilízate, el mundo no se acaba con un hombre ni con cien. Mario te quiere, esto es innegable y lo sabemos todos, habrá sido un desliz, yo que sé, rarezas de hombre, tranquilízate, por favor. Ya verás como todo se arreglará, saldréis fortalecidos con esta crisis, a todos nos ha pasado en un momento u otro, las crisis son para crecer, no te desesperes, por favor, Carlota, te lo ruego, no levantes la voz, cálmate. El tipo de la barra no hace otra cosa que mirarnos, tranquilízate, te lo ruego.
         —Donde coño me habré equivocado para que prefiera a una pedorra de 18 años a mí, que le conozco desde hace una eternidad, de cuando hacíamos montañismo con el centro excursionista de Gracia, ¡maldita sea! si sólo tengo treinta y nueve, qué va ser de mí, ¡madre mía!, Irene, ¡madre mía!, la que se me viene encima, no voy a poder, siento que no tengo fuerzas, el piso recién hipotecado y a treinta años, no voy a poder, no veo como voy a poder, ahora mismo no lo veo.
         —Ten, Carlota, (le dio un pañuelo de seda rosa, tío) enjuágate las lágrimas, ten confianza, tú eres una mujer fuerte, claro que vas a poder, claro que sí, naturalmente que sí, siempre has podido, eres el motor del grupo, por favor no te derrumbes, no hay nada en el mundo que pueda justificar que tú te derrumbes. Carlota, por el amor de Dios, ¡Carlota!, te lo ruego, cálmate.
         —Jo, tan bueno que había aparecido el día y va, tío, y de repente, ¿te lo puedes creer?, empezó a llover mogollón, se puso todo oscuro y empezaron a caer truenos como ronquidos de la selva amazónica y hasta casi se me va la luz en el local, tío, hubo un parpadeo, se montó el jodido belén, un tormentón del carajo, cayó hasta piedra, duró poco pero dejó los cristales completamente empañados y hasta tuve que fregar el suelo del marmolillo de la entrada, puta lluvia. Vi, te lo digo para tu historieta, que las dos mujeres se quedaron calladas, cogidas de la mano y mirando hacia la calle por la ventana que tenían al lado y la rubia continuaba sollozando pero mantenía la frente erguida. Con la lluvia detrás, desenfocado el cristal, me pareció ver a una diosa griega herida y resplandeciente. Sentí lástima por ella, puto marido, con lo buena que estaba, yo tampoco entendía nada. Guardaron silencio durante un buen rato y luego dijo:
         —Lo jodido es que le amo, ¿me entiendes Irene?, amo a este hombre que me está engañando, le amo profundamente como si fuera parte de mí misma, ¿entiendes, Irene, lo puedes entender? Maldita sea su estampa, maldito sea el momento que se me ocurrió ordenar el cajón de sus calcetines, maldita sea este momento y maldito sea él y malditos todos los hombres, malditos sean. ¡Maldita sea!
       —Por favor, Carlota, por favor. 
       —Un sobre rosa, guardaba un sobre rosa en el cajón de los calcetines, Tú te crees, Irene, allí mismo, bien a la vista, ¡maldito canalla!, podía habérselo metido por el culo, puto cabrón de mierda, ¡maldita sea! ¿Qué pretendía?, ¿qué se lo descubriera? ¿Que tuviera que tomar yo la decisión como siempre sucede entre nosotros? Tan hombre que se considera y ya ves otro cobarde asqueroso que no ha sido capaz de decirme la verdad, que tiene un lío con una penca, una maldita zorra de Cornellá, nada menos, ¡maldita sea!, no puede estar enamorado de  ella, no puedo creérmelo después de 13 años de noviazgo, no puede ser cierto lo que me está pasando, no puede serlo.
         —¡Cómo va estar enamorado de esta tía, Carlota, que no ves que eso no puede ser, eso es imposible! Es un capricho de Mario, por eso no te ha dicho nada, cuando se le pase volverá a casa, volverá contigo, de hecho él no te ha dicho nada ni te ha hecho nada, ni se ha ido de casa ni nada parecido, de hecho él no sabe que tú lo sabes, al fin y al cabo todo lo que conoces de este asunto es por el contenido de la carta, de una carta escrita por la chica esa. No te das cuenta de que no hay que exagerar, de que tampoco hay para tanto. Además, y si todo fuera una maniobra para provocarte celos y la carta no fuera más que una invención de Mario. Piensa en esto, piensa en esto cuando estés más calmada, por favor, piénsalo. No te lo tomes tan a la brava, por el amor de Dios.
        —Te recuerdo, Irene, que Mario odia las estilográficas y la nota  está redactada con tinta estilográfica de color violeta. ¡Maldita sea!, sobre una cuartilla perfumada y rosa, ¡qué delicada! Además, Irene, lo mezquinas que son las palabras, las inmundas palabras con las que concluye la nota: “me tienes para lo que tú quieras, amor. Tuya siempre, Laura”. No lo voy a poder soportar, Irene, qué va a ser de mí y de mi familia, qué voy a hacer. Dios mío, qué puedo hacer, ¡qué puedo hacer! Del resto de la nota, Irene, ni te cuento, es demasiado insultante y humillador. Si pretendía humillarme lo ha conseguido, si ha dejado la carta a propósito para que yo la abriera, es un desgraciado porque sabe muy bien que esto me está haciendo mucho daño. No me lo merezco, no creo haber sido tan mala esposa. Ella sabe que él está casado, a ella sí se lo ha dicho, el muy bribón, ¡maldito sea!, y me trata de vieja bruja y de mandona y lo que peor me sienta es cuando literalmente dice que “…cuando le vas a decir a la mojigata de tu esposa que la vas a dejar porque te vas a venir a vivir conmigo, con la mujer a la que amas de verdad…”. No voy a poder soportarlo, no sé cómo hacerlo, francamente, Irene, no sé como afrontar la situación.
         —Has de poder afrontarlo de cara, Carlota, y planteárselo claramente, con las cartas boca arriba como siempre has hecho tú. Mario te quiere, pídele explicaciones, tantéale antes de mostrarle la carta, déjala donde la has visto y abórdalo antes de que pueda recuperarla. Y a partir de ahí decides. No tienes porque decidir de antemano, ¿no te parece? ¿Me oyes, Carlota, me oyes?
         —Tío, lo vi en seguida, aquellas palabras le produjeron, yo que sé, una especie de conmoción o una catarsis de esas que hablas tú a veces, el caso es que por segunda vez la rubia se quedó quieta, impasible como una estatua de piedra, sabes tío, casi no lloraba y se quedaron así calladas un largo rato, luego, con lentitud, guardó la carta en el bolso y sonrió. Afuera el sol renacía y se me ocurrió que este detalle trivial le había insuflado de repente, yo qué sé, una energía inesperada. ¡Vaya tontería! Fue entonces cuando sorprendentemente dijo:
         —Preferiría no hacerlo, Irene, preferiría hacer como si no hubiera visto la carta, preferiría ignorarlo todo.
         —Pero esto es imposible, ¿cómo vas a poder vivir con un hombre que te engaña? aerta y pregsto ta verrecuperarla. empre has hecho testo que me estejar porque te vas a venir a vivir conmigo.rita por     
         —Yo le amo y puedo perdonarlo casi todo, esto es lo que haré, dejaré la carta donde estaba y procuraré recuperármelo, haré como si no la hubiera visto, haré como si no ocurriera nada, si la pécora esa quiere guerra la tendrá, no me conoce bien, llamarme mojigata a mí. Sí, eso es lo que voy a hacer, voy a defender mi matrimonio, aunque sea lo último que haga en esta vida.

         —Ya no lloraba, tío, de verdad, más bien parecía estar consolando a su amiga, yo lo encontré todo muy extraño, la diosa griega renaciendo del fondo del abismo, te lo dejo tal cual para que tú montes una de tus historietas. ¿Vale, Javi? ¡Uf!, ¿es esta hora, ya?, pero, ¡qué tarde! Oye, tío, que me tengo que marchar, vale, ¿no te importa?, otro día nos vemos, perdona, es que he quedado con ella, con la rubia.

martes, 24 de enero de 2017

Relato 148

                                        Metamorfosis

Mira hacia atrás, hacia su cola y observa incrédula cómo se le desprende la piel muerta, no podrida, sólo seca, acartonada, se le deshilacha a tiras y deja al descubierto no sin dolor una cutícula tierna, aceitosa, brillante que batea oculta como lagartija esquiva a cada bombeo del corazón. Es el principio del cambio, no me sirve el viejo carcamán que he llevado hasta ahora, me ha ido regular, ¡fuera!, no vale para mañana, algo extraño sucede, me doy cuenta, está gastado, desgastado por errores y aciertos, sobretodo por esa pertinaz manía humana de vivir inconscientemente. Ha sido duro, alienante, tanto tiempo alienada, buscando en vano, alejada del centro del océano, ha empezado a liberarse, ahora mismo lo ve claro, está completamente aterrorizada.
        Y contempla cómo se le desprende a gajos el viejo traje de marinerita, paso a paso corta lías a partes iguales entre sueños, frustraciones y anhelos, trompicones amargos y certeros. Una vez más y para que se cumpla la promesa original la maltrecha nave se abandona a su destino y naufraga en lo visible, harta de navegar contra vientos cambiantes de dentro y de fuera, la noche se adueña de lo vivo, de lo muerto, la desesperanza lo llena todo.
        Justo antes de que se mirara la cola y lo diera todo por inútil aparece la metamorfosis y la piel se trocea a jirones, y tiembla, las defensas caen y llora, está desnuda. Desnuda por primera vez. Por primera vez se ve a sí misma y al mundo tal cual. Algo, del fondo de los tiempos reaparece, y el ser infinito que lo alberga todo, también la alberga a ella y la llena de paz y alegría, y le susurra: confía en ti, en nosotros, sobretodo confía, amiga, todo está bien, todo.
         Resuena amable esa voz delicada y eterna, antes no la oía, apagada por el zumbido de los pensamientos, le ayuda a desembarazarse del cascarón a la deriva, cautivo de años pasados, de sinsentidos, de peso ajeno. Todo necesario, nada se pierde en la naturaleza. Embrionario, este nuevo ser, balbuceante, tal vez prematuro, el tiempo lo dirá, de piel delicada, frágil, blanquecina, blanda, húmeda, rezuma inocencia, babea vapores inseguros, emerge vacilante una epidermis y se va la correosa armadura, a cada contracción algo viejo se curva, agrieta, palidece y desaparece. Las cicatrices se convierten en arrugas para la nueva singladura.

        Todas las experiencias vividas culminan en un hundimiento, en uno como éste, preparadas desde eones para llevarnos al encuentro de uno mismo, al heroico gesto por el que han de sobrepasar todos los seres vivos: cerrar una etapa para poder abrir otra, la muerte y la vida van de la mano como en toda mutación que se precie, como siempre, como ahora.

martes, 17 de enero de 2017

Relato 147


                                             Sofía
        
        —Quiero tener un hijo contigo —me dijo una noche y levantó la copa y me miró fijamente y sus ojazos echaban chispas incandescentes.
         ¡Qué tiempos aquellos! Ahora lo escribo en este blog y se me humedecen los ojos. Los recuerdos son capas de limo que se acumula en las balsas de riego y que emergen hasta resecarse al descender el nivel del agua. Eso es exactamente lo que me pasa, que aparecen sedimentos del pasado cuando menos me lo espero, cuando uno baja la guardia, no sé,  y las emociones afloran. De esto hace treinta años y aún veo a Sofía con la copa levantada, las burbujitas del Blanc pescador ascendiendo alineadas como si fueran luces de neón, su sonrisa, expectante, medio deformada por el grosor del cristal por el que la veía sonreír, y el intermitente reflejo de una llama titilando en el centro de la mesa. Aún la veo, ahí, cenando en el restaurante Costa, en la pequeña mesa redonda del rincón junto a la ventana que daba al mar, con su vestido estampado de grandes flores azules y amarillas, por debajo de la rodilla, con tirantes blancos y su melena castaña desparramada por sus hombros desnudos y su rostro, limpio de maquillaje (lo aborrecía), claro y transparente como sus ojazos, grandes y expresivos con el párpado izquierdo algo decaído, sondeándome. ¡Ay, mi querida Sofía! Te dije que te quería, te lo dije, y era cierto, sigue siendo cierto.
         Amé a aquella mujer caída del cielo con quien me tropecé una tarde aciaga y fría de invierno en el mismo barrio donde cenábamos, el de la Barceloneta, unos meses antes. Estaba lloviendo, se le había estropeado el coche y andaba apurada en medio de la calzada. Le ofrecí mi auxilio, la ayudé a aparcar el Seiscientos a un lado de la acera, los cláxones que la acosaban por detrás desaparecieron, estaba empapada y cabreada. —¡Maldito trasto!—. Los cabellos le goteaban lacios por sus mejillas, fastidiada, el rimel de los ojos, corrido, amargándole el rostro. Estaba oscuro, tal vez había llorado o fuera la rabia o el desespero o simplemente la lluvia, no sé, tiritaba, le presté mi gabardina, le propuse tomarnos algo caliente en un bar cercano, se lo señalé, el Cosmos, te irá bien —le dije— y aceptó con la mirada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, cualquiera.
         La escuché, habló mucho, muchísimo, necesitaba que alguien la escuchara, parecía no haberlo hecho durante siglos, pensé que seguramente lo necesitaba más que yo. Que alguien te escuche. Eso la reconfortó, nos intercambiamos los números de los teléfonos (no habían móviles), ambos estábamos en trámites de separación, aún no habíamos cumplido ni los treinta. Luego la acompañé a casa. Vivía en una callejuela cercana, a unas manzanas de donde dejó el coche, me devolvió la gabardina en el portal y me dio un beso en los labios, corto y escueto. Quedamos en llamarnos, en vernos, en salir. Hacía rato que había dejado de llover, el olor a salitre saturaba el ambiente y las luces del puerto me parecieron entonces más brillantes y nítidas que antes de la borrasca. Pensé que cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi lugar, si se hubiera encontrado un gorrión mojado y abandonado en medio de la calle. Cualquiera.
        
        Aquella noche después de la cena hicimos el amor sin condón. 
            Fue la última vez. Nunca más he vuelto a ver a Sofía, nunca más.      

martes, 10 de enero de 2017

Relato 146

                                              Señor

En cierta ocasión un hombre, que desconoce ser prototipo de buen mediocre, se propuso alcanzar la luna con los dedos y, una noche fría, obcecado, siguió y persiguió el reflejo húmedo de la luna mientras rebotaba por la superficie del río y, como huía, se adentró en el agua y se mojó y siguió hasta cruzar el río y recaer empapado en el otro lado, donde el cementerio, donde olía a musgo, a tierra mojada, a cansancio y se sentó donde la luz de la luna llena le condujo: encima de la tumba de su ancestro masculino y allí se quedó ensimismado ante la noche, las estrellas, la luna llena.

         Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba tiritando de frío, de pesar y miedo, y sólo se le vino a la cabeza preguntar en voz alta: señor, ¿qué tal se está de frío y de abatido en el otro lado? Como no obtenía respuesta repitió, obcecado, la misma pregunta varias veces seguidas, cada vez con un tono de voz más alto, más triste y agresivo, hasta incluso lloró buscando forzar una respuesta de su padre, pero desgraciadamente el difunto no le contestó, como si no estuviera ni en la luna llena ni en el sepulcro ni en ningún sitio.   

martes, 3 de enero de 2017

Relato 145

                                            Póquer

Lo último que vio fue la luz de la máquina del tren que se le acercaba a toda velocidad. Sabía que aprisionado entre los raíles de la vía no tenía ninguna opción a sobrevivir y menos como estaba, con las manos atadas en la espalda y encadenado a las traviesas. Ni el mismo Houdini hubiera conseguido salirse con vida, estaba seguro. Ni Houdini. Mucho menos él, Ricardo Meloso Alfajía, de veintisiete años y sin profesión conocida salvo sus trapicheos con apuestas en Internet y venta de pastillas alucinógenas por encargo en las discotecas de su barrio y alrededores. Su tío Alfredo, algo químico, las elaboraba en la cocina de su casa en Rodera, el pueblo extremeño donde nació, desde que se quedó en el paro. Iban haciendo. Lo grave para Ricardo era su desmesurada afición al póquer y que, cuando tenía alguna reserva ni que fuera virtual se la jugaba y perdía casi siempre. Hay quien tiene un mal ganar —repetía acostado en la vía —quien quiere cobrar las deudas de juego de inmediato. Jodida prisa exagerada. Por diez mil euros iba a perder la vida. Eso le sucedía. Cualquiera hubiera hecho lo mismo que yo, apostar todo lo que llevaba encima, el cargamento completo de pastillas de Al., cualquiera con cuatro ases en la mano, el triunfo era seguro, y más en una timba de cinco, aunque fueran mafiosos. —Nada puede superar el póquer de ases que llevo, nada—. Lo vio claro. Si la partida hubiera sido legal, seguramente, pero no lo fue. Casi de improviso surgió una escalera de color fantasmagórica que le dejó boquiabierto y le condenó a morir en la vía del tren unas semanas después. Pocas. Ni su tío pudo o no quiso salvarle. —Arréglate, negocios son negocios. No puedo hacer nada—. Tampoco intentó huir. Era inútil. —Tal vez la muerte sea lo mejor para un pelagatos como yo —se resignó viendo avivarse como un cigarrillo la luz del tren que temblando se le acercaba. Jodida prisa exagerada. Cuando el maquinista logró detener la máquina a pocos centímetros del rostro de Ricardo Meloso Alfajía, éste yacía muerto en la vía de un ataque al corazón.
            Una sobredosis de alucinógenos —sentenció el forense.