martes, 17 de enero de 2017

Relato 147


                                             Sofía
        
        —Quiero tener un hijo contigo —me dijo una noche y levantó la copa y me miró fijamente y sus ojazos echaban chispas incandescentes.
         ¡Qué tiempos aquellos! Ahora lo escribo en este blog y se me humedecen los ojos. Los recuerdos son capas de limo que se acumula en las balsas de riego y que emergen hasta resecarse al descender el nivel del agua. Eso es exactamente lo que me pasa, que aparecen sedimentos del pasado cuando menos me lo espero, cuando uno baja la guardia, no sé,  y las emociones afloran. De esto hace treinta años y aún veo a Sofía con la copa levantada, las burbujitas del Blanc pescador ascendiendo alineadas como si fueran luces de neón, su sonrisa, expectante, medio deformada por el grosor del cristal por el que la veía sonreír, y el intermitente reflejo de una llama titilando en el centro de la mesa. Aún la veo, ahí, cenando en el restaurante Costa, en la pequeña mesa redonda del rincón junto a la ventana que daba al mar, con su vestido estampado de grandes flores azules y amarillas, por debajo de la rodilla, con tirantes blancos y su melena castaña desparramada por sus hombros desnudos y su rostro, limpio de maquillaje (lo aborrecía), claro y transparente como sus ojazos, grandes y expresivos con el párpado izquierdo algo decaído, sondeándome. ¡Ay, mi querida Sofía! Te dije que te quería, te lo dije, y era cierto, sigue siendo cierto.
         Amé a aquella mujer caída del cielo con quien me tropecé una tarde aciaga y fría de invierno en el mismo barrio donde cenábamos, el de la Barceloneta, unos meses antes. Estaba lloviendo, se le había estropeado el coche y andaba apurada en medio de la calzada. Le ofrecí mi auxilio, la ayudé a aparcar el Seiscientos a un lado de la acera, los cláxones que la acosaban por detrás desaparecieron, estaba empapada y cabreada. —¡Maldito trasto!—. Los cabellos le goteaban lacios por sus mejillas, fastidiada, el rimel de los ojos, corrido, amargándole el rostro. Estaba oscuro, tal vez había llorado o fuera la rabia o el desespero o simplemente la lluvia, no sé, tiritaba, le presté mi gabardina, le propuse tomarnos algo caliente en un bar cercano, se lo señalé, el Cosmos, te irá bien —le dije— y aceptó con la mirada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, cualquiera.
         La escuché, habló mucho, muchísimo, necesitaba que alguien la escuchara, parecía no haberlo hecho durante siglos, pensé que seguramente lo necesitaba más que yo. Que alguien te escuche. Eso la reconfortó, nos intercambiamos los números de los teléfonos (no habían móviles), ambos estábamos en trámites de separación, aún no habíamos cumplido ni los treinta. Luego la acompañé a casa. Vivía en una callejuela cercana, a unas manzanas de donde dejó el coche, me devolvió la gabardina en el portal y me dio un beso en los labios, corto y escueto. Quedamos en llamarnos, en vernos, en salir. Hacía rato que había dejado de llover, el olor a salitre saturaba el ambiente y las luces del puerto me parecieron entonces más brillantes y nítidas que antes de la borrasca. Pensé que cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi lugar, si se hubiera encontrado un gorrión mojado y abandonado en medio de la calle. Cualquiera.
        
        Aquella noche después de la cena hicimos el amor sin condón. 
            Fue la última vez. Nunca más he vuelto a ver a Sofía, nunca más.      

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