Sofía
—Quiero tener un hijo contigo —me dijo
una noche y levantó la copa y me miró fijamente y sus ojazos echaban chispas
incandescentes.
¡Qué tiempos aquellos! Ahora lo
escribo en este blog y se me humedecen los ojos. Los recuerdos son capas de
limo que se acumula en las balsas de riego y que emergen hasta resecarse al
descender el nivel del agua. Eso es exactamente lo que me pasa, que aparecen sedimentos
del pasado cuando menos me lo espero, cuando uno baja la guardia, no sé, y las emociones afloran. De esto hace treinta
años y aún veo a Sofía con la copa levantada, las burbujitas del Blanc pescador
ascendiendo alineadas como si fueran luces de neón, su sonrisa, expectante,
medio deformada por el grosor del cristal por el que la veía sonreír, y el
intermitente reflejo de una llama titilando en el centro de la mesa. Aún la
veo, ahí, cenando en el restaurante Costa, en la pequeña mesa redonda
del rincón junto a la ventana que daba al mar, con su vestido estampado de
grandes flores azules y amarillas, por debajo de la rodilla, con tirantes
blancos y su melena castaña desparramada por sus hombros desnudos y su rostro,
limpio de maquillaje (lo aborrecía), claro y transparente como sus ojazos,
grandes y expresivos con el párpado izquierdo algo decaído, sondeándome. ¡Ay,
mi querida Sofía! Te dije que te quería, te lo dije, y era cierto, sigue siendo
cierto.
Amé a aquella mujer caída del cielo
con quien me tropecé una tarde aciaga y fría de invierno en el mismo barrio
donde cenábamos, el de la Barceloneta, unos meses antes. Estaba lloviendo, se
le había estropeado el coche y andaba apurada en medio de la calzada. Le ofrecí
mi auxilio, la ayudé a aparcar el Seiscientos a un lado de la acera, los
cláxones que la acosaban por detrás desaparecieron, estaba empapada y cabreada.
—¡Maldito trasto!—. Los cabellos le goteaban lacios por sus mejillas,
fastidiada, el rimel de los ojos, corrido, amargándole el rostro. Estaba
oscuro, tal vez había llorado o fuera la rabia o el desespero o simplemente la
lluvia, no sé, tiritaba, le presté mi gabardina, le propuse tomarnos algo
caliente en un bar cercano, se lo señalé, el Cosmos, te irá bien —le
dije— y aceptó con la mirada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, cualquiera.
La escuché, habló mucho, muchísimo,
necesitaba que alguien la escuchara, parecía no haberlo hecho durante siglos,
pensé que seguramente lo necesitaba más que yo. Que alguien te escuche. Eso la
reconfortó, nos intercambiamos los números de los teléfonos (no habían
móviles), ambos estábamos en trámites de separación, aún no habíamos cumplido ni
los treinta. Luego la acompañé a casa. Vivía en una callejuela cercana, a unas
manzanas de donde dejó el coche, me devolvió la gabardina en el portal y me dio
un beso en los labios, corto y escueto. Quedamos en llamarnos, en vernos, en
salir. Hacía rato que había dejado de llover, el olor a salitre saturaba el
ambiente y las luces del puerto me parecieron entonces más brillantes y nítidas
que antes de la borrasca. Pensé que cualquiera hubiera hecho lo mismo en mi
lugar, si se hubiera encontrado un gorrión mojado y abandonado en medio de la
calle. Cualquiera.
Aquella noche después de la cena hicimos
el amor sin condón.
Fue la última vez. Nunca más he vuelto a ver a Sofía, nunca más.
Fue la última vez. Nunca más he vuelto a ver a Sofía, nunca más.
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