Encargo
Asibilaba las
jotas y la erres guturalmente como si mascara chicle, incluso canturreando,
calzaba botas del cuarenta y seis y cualquiera que lo hubiera visto en esa mañana de domingo
hubiera asegurado que estaba contento.
Y hubiera acertado, Alberto no sólo estaba feliz por haber sobrevivido a una noche incierta, a una noche de alma oscura, sino que se le veía renacido, sanado, hasta parecía otra persona, otro Alberto. Él lo atribuía a la diálaga pues desde que la encontró y se la puso en el bolsillo del pantalón (algo desconocido le impulsó a hacerlo) se sintió de inmediato, como decirlo, transfigurado. Aunque tal vez fuera únicamente una experiencia transitoria, fruto de una impresión repentina, una especie de relámpago emocional, algo que nos puede suceder a todos para luego acabarse o no tan misteriosamente como vino. Sin embargo, el caso era incontestable. Alberto en aquella soleada mañana dominguera parecía otro, parecía más sereno, incluso mejor persona. Se apoyaba en un bastón improvisado de rama de olivo y descendía la montaña con lentitud, como a cámara lenta, todo le llamaba la atención, el aleteo de una mariposa, sus colores, sus giros y volteos hasta posarse en la flor violácea de la Aciaga, el zumbir de las abejas en su derredor, el cantar de las cigarras desde los troncos de los almendros, el estruendo del río al fondo del barranco, el ronroneo del motor de un avión, hasta el mismo ruido del roce del aire en su cara le sorprendía. Todo era nuevo para Alberto, todo le parecía hermoso o así lo hubiera dicho cualquiera que le hubiera visto en aquel momento. Y ciertamente había sobrevivido a una noche horrible, a una de esas noches de tormenta salvaje de verano que no nos gustaría pillar nunca a nadie, en plena montaña y solo, sin linterna, pobre Alberto. La intensa lluvia sufrida le empapó el cuerpo y el alma, intuía los truenos por adelantado y febril, castañeando los dientes, toda la noche, empapado de miedo, la pasó temblequeándola. Los relámpagos martillearon la noche y su semblante. Los rayos, su cerebro, cebándose cual neuronas en los molinos eólicos de la sierra del Monsant. El bosque, fantasmagórico, desconocido y encantador, se iluminaba a ramalazos. Alberto vio clavarse dagas eléctricas en su derredor que iban a por él.
Y hubiera acertado, Alberto no sólo estaba feliz por haber sobrevivido a una noche incierta, a una noche de alma oscura, sino que se le veía renacido, sanado, hasta parecía otra persona, otro Alberto. Él lo atribuía a la diálaga pues desde que la encontró y se la puso en el bolsillo del pantalón (algo desconocido le impulsó a hacerlo) se sintió de inmediato, como decirlo, transfigurado. Aunque tal vez fuera únicamente una experiencia transitoria, fruto de una impresión repentina, una especie de relámpago emocional, algo que nos puede suceder a todos para luego acabarse o no tan misteriosamente como vino. Sin embargo, el caso era incontestable. Alberto en aquella soleada mañana dominguera parecía otro, parecía más sereno, incluso mejor persona. Se apoyaba en un bastón improvisado de rama de olivo y descendía la montaña con lentitud, como a cámara lenta, todo le llamaba la atención, el aleteo de una mariposa, sus colores, sus giros y volteos hasta posarse en la flor violácea de la Aciaga, el zumbir de las abejas en su derredor, el cantar de las cigarras desde los troncos de los almendros, el estruendo del río al fondo del barranco, el ronroneo del motor de un avión, hasta el mismo ruido del roce del aire en su cara le sorprendía. Todo era nuevo para Alberto, todo le parecía hermoso o así lo hubiera dicho cualquiera que le hubiera visto en aquel momento. Y ciertamente había sobrevivido a una noche horrible, a una de esas noches de tormenta salvaje de verano que no nos gustaría pillar nunca a nadie, en plena montaña y solo, sin linterna, pobre Alberto. La intensa lluvia sufrida le empapó el cuerpo y el alma, intuía los truenos por adelantado y febril, castañeando los dientes, toda la noche, empapado de miedo, la pasó temblequeándola. Los relámpagos martillearon la noche y su semblante. Los rayos, su cerebro, cebándose cual neuronas en los molinos eólicos de la sierra del Monsant. El bosque, fantasmagórico, desconocido y encantador, se iluminaba a ramalazos. Alberto vio clavarse dagas eléctricas en su derredor que iban a por él.
Los hechos estaban claros: había pasado
la noche en la montaña, en una oscura cueva que encontró por fortuna y le dio
abrigo, solo y sin una simple linterna. ¡Se le olvidó! Llevaba meses preparando
esta salida, pensó en la ropa a llevar, el jersey grueso de peso ligero, los
pantalones de algodón con bolsillos laterales, un impermeable, galletas de
proteínas para comer, frutos secos, el saco de dormir y las velas, (las que
guardó en el bolsillo del pantalón junto el encendedor) pero como se decidió en
un santiamén puso lo que le pareció imprescindible en la mochila, olvidándose
de la linterna, y se fue al tren —ahí se acordó del doble descuido: el de la
linterna y del impermeable— que le dejó cerca de su destino, en la estación de
Prades, en Tarragona, a los pies de la montaña a donde iba, ya entrada la
noche. Dudó en si proseguir o no, pero no había donde ir, ni siquiera el pueblo
estaba cerca (Prades está a más de 5 kilómetros de la estación) y decidió
seguir la aventura, el desafío que le había propuesto y recomendado una
terapeuta amiga hacía ya meses, unos cuantos. Se trataba de pasar en solitario una
noche a la intemperie en la serranía sagrada de Monsant, con lo mínimo y ver
qué sucedía. Pero entre lo mínimo se dejó la linterna, el impermeable y luego casi
la vida. ¿Cómo voy a moverme por este bosque, de noche oscura y sin conocer ni
un camino? —se decía, mientras cabizbajo se adentraba por una senda ascendente
de diminutas piedras entre el boscaje. Menos mal que la noche está rasa, aunque
sin luna —añadió, levantando la cabeza, alegrándose por lo primero y lamentando
lo segundo.
Los nubarrones aparecieron galopando
por el oeste. Alberto, —pendiente como estaba de no dar un mal paso y caerse al
abismo— no se dio cuenta de la que se avecinaba hasta que al detenerse, vio
caer las primeras gotas y levantó la vista. No había tiempo que perder, pero
tampoco sabía hacia donde dirigirse. Entonces empezó a llover con fuerza, el
cielo se desató con toda su furia y el horizonte quedó iluminado por una cortina
de lluvia y relámpagos. Le pareció espantoso, como si se fuera a engullirse el
mundo, ¿Dónde guarecerse? Alberto corrió en la oscuridad hacia algo que le
pareció un cubierto, pero resbaló. Pudo sujetarse fugazmente en el fino tronco
de un almendro antes de ser devorado por un cauce sinuoso y resbaladizo que no
vio y se lo tragó al sumidero. En la caída, sólo recuerda el golpea incesante
de rocas, ramas y troncos, que no pudo ni protegerse el rostro con las manos y
que el agujero se lo engullía para siempre. Fueron más de 20 metros de descenso
vertiginoso. Cayó y rebotó sobre una masa vegetal, espesa y pinchante, la copa
de un árbol, de una acacia, que le sostuvo provisionalmente. Abajo estaba el
precipicio, a mucha distancia. Se quedó flotando encima del ramaje, casi en el
aire, sin atreverse a mover ni un músculo, jadeaba, gemía, le dolían los
tobillos y las rodillas, arañazos en las manos y en la cara, le rezumaban sangre y
sudor de la nariz, raspaduras en los codos, le dolían, sudaba, tiritaba y lo
peor era que no podía evitar temblar de miedo. Completamente empapado, herido, enfangado,
solo y muy espantado. No había nadie para auxiliarlo e iba a perder la vida,
iba a despeñarse, seguro. Pronto el tronco dio señales de debilidad, se
doblaba, crujía, las ramas no podían soportar su peso y oscilaban por el viento.
Alberto trató de adherirse, extendiendo su cuerpo, ofrecer la máxima
superficie, se esforzó, hizo todo lo que a cualquiera en una situación así se
le ocurriría hacer, le pareció, para sostenerse, pero fue inútil. Un golpe de
viento exagerado le ladeó y le arrastró como un títere hacia el boquete negro
del fondo. Se escurrió entre el ramaje, fue rápido, ya colgaba del vacío, se le
fue la mochila volando, los pies buscaban algo donde afianzarse, apenas un hilo
de fuerza, trató mentalmente de volverse ligero, de volverse como una pluma
voladora. En vano. El vendaval fue a más. A mucho más. Todo su cuerpo fue
zarandeado de un lado a otro del barranco hasta que del propio bamboleo, salió
disparado por los aires. Alberto, llevado por el impulso centrífugo se vio
volar, y voló unos metros, se vio morir y vio su vida pasar ante sus ojos como
si fuera un telefilme de televisión, sin nada relevante a destacar, nada iba a
perderse, estaba seguro, lo vio con claridad, y aceptó el fin, inevitable,
miserable y triste, allí en la sierra sagrada del Monsant, siguiendo un absurdo
encargo para la superación personal. Y voló, sí, pero en alas de la increíble
fortuna que unos tres metros más abajo y a la izquierda le llevó a aterrizar
sobre un pequeño saliente pétreo en forma de cuña, de color verdoso oscuro, con
el gran desnivel hacia adentro, que le condujo a base de revolcones hacia el
interior de una cueva desconocida, magullándole sí, pero salvándole la vida.
Allí pasó la noche, solo, sin nada,
con los pantalones desgarrados, herido, y la piel echando sangre por las desgarraduras.
Ni asibilar podía, sólo daba gracias mentalmente (no sabía a quién) y rastreaba
con los dedos en penumbra total la mole rocosa donde se asentaba sin atreverse
a mover. Había dejado de llover, pero seguía arreciando la ventolera. Así franqueó
la larga noche de horas interminables, abandonado, al abrigo de la piedra
verde, salvadora, vomitando, aterrado, rezando. Retorcidas, del pantalón
rescató un par de velas. Encendió una vela y luego la otra: sus compañera del
alma. No tengo nada roto —repetía para consolarse —no tengo nada grave. Fue por
la mañana cuando el sol la iluminó y percibió la situación en la que se hallaba.
El barranco tendría unos treinta metros, imposible de salvar. La gruta se
estrechaba y no parecía tener salida. La examinó con tiento, sin miedo, había
sobrevivido a una muerte segura. Del impacto de la caída se había desprendido
de la cuña pétrea donde se encontraba un trozo de mineral. Tenía forma
acorazonada. La inspeccionó con ojos expertos, era diálaga pura sin
serpentinas, eso era algo extraordinario, se conmovió, incluso lloró. Lloró
bastante y durante un buen rato. Luego sintió un impulso misterioso, el impulso
de arrullar entre sus manos este trozo de mineral verdusco, de darle el calor
de su cuerpo, de acariciarlo con ternura y hasta de besarlo, sí, le dio un
beso, tal vez de agradecimiento. Sintió que le pertenecía, que la montaña entera
le pertenecía, más aún, sintió que él mismo era uno con la montaña que le había
salvado la vida, y que se lo debía, que debía guardarla, llevarse un trocito de
la montaña sagrada. Se la puso en el bolsillo izquierdo del pantalón, el que no
estaba roto, envolviéndolo con un pañuelo blanco, casi seco. Algo le decía que
aquella extraña piedra se le había unido para siempre y le habría de cambiar la
vida.
El sol se levantaba cuando descubrió un
resquicio de luz en el fondo de la covacha. Con una serenidad desconocida
Alberto avanzó a gatas arrastrándose por
el resbaladizo suelo hasta alcanzar una zona muy estrecha, una posible salida,
oculta por un entramado de espesas y espinosas zarzas que la cubrían. Cuando consiguió
superarlas, no sin contusiones, y alcanzar el altiplano, los grandes molinos
eólicos le parecían ángeles dándole la bienvenida desde lejos. Fue entonces cuando, apoyándose en un bastón
de olivo improvisado, inició el regreso a casa y empezó a canturrear una
canción infantil asibilando las jotas y las erres, sin sonido gutural alguno.
Efectivamente, algo había cambiado y al principio le costó descubrirlo. Sucedió
al oír de verdad y por primera vez el aleteo de una mariposa. Algo
sorprendente. Con pasmosa lentitud, cayó en la cuenta de que se había recuperado
completamente de la sordera congénita que desde niño le venía afectando.