martes, 24 de noviembre de 2015

Relato 87

                                        Encargo

Asibilaba las jotas y la erres guturalmente como si mascara chicle, incluso canturreando, calzaba botas del cuarenta y seis y cualquiera que lo hubiera visto en esa mañana de domingo hubiera asegurado que estaba contento.
     Y hubiera acertado, Alberto no sólo estaba feliz por haber sobrevivido a una noche incierta, a una noche de alma oscura, sino que se le veía renacido, sanado, hasta parecía otra persona, otro Alberto. Él lo atribuía a la diálaga pues desde que la encontró y se la puso en el bolsillo del pantalón (algo desconocido le impulsó a hacerlo) se sintió de inmediato, como decirlo, transfigurado. Aunque tal vez fuera únicamente una experiencia transitoria, fruto de una impresión repentina, una especie de relámpago emocional, algo que nos puede suceder a todos para luego acabarse o no tan misteriosamente como vino. Sin embargo, el caso era incontestable. Alberto en aquella soleada mañana dominguera parecía otro, parecía más sereno, incluso mejor persona. Se apoyaba en un bastón improvisado de rama de olivo y descendía la montaña con lentitud, como a cámara lenta, todo le llamaba la atención, el aleteo de una mariposa, sus colores, sus giros y volteos hasta posarse en la flor violácea de la Aciaga, el zumbir de las abejas en su derredor, el cantar de las cigarras desde los troncos de los almendros, el estruendo del río al fondo del barranco, el ronroneo del motor de un avión, hasta el mismo ruido del roce del aire en su cara le sorprendía. Todo era nuevo para Alberto, todo le parecía  hermoso o así lo hubiera dicho cualquiera que le hubiera visto en aquel momento. Y ciertamente había sobrevivido a una noche horrible, a una de esas noches de tormenta salvaje de verano que no nos gustaría pillar nunca a nadie, en plena montaña y solo, sin linterna, pobre Alberto. La intensa lluvia sufrida le empapó el cuerpo y el alma, intuía los truenos por adelantado y febril, castañeando los dientes, toda la noche, empapado de miedo, la pasó temblequeándola. Los relámpagos martillearon la noche y su semblante. Los rayos, su cerebro, cebándose cual neuronas en los molinos eólicos de la sierra del Monsant. El bosque, fantasmagórico, desconocido y encantador, se iluminaba a ramalazos.  Alberto vio clavarse dagas eléctricas en su derredor que iban a por él.
        Los hechos estaban claros: había pasado la noche en la montaña, en una oscura cueva que encontró por fortuna y le dio abrigo, solo y sin una simple linterna. ¡Se le olvidó! Llevaba meses preparando esta salida, pensó en la ropa a llevar, el jersey grueso de peso ligero, los pantalones de algodón con bolsillos laterales, un impermeable, galletas de proteínas para comer, frutos secos, el saco de dormir y las velas, (las que guardó en el bolsillo del pantalón junto el encendedor) pero como se decidió en un santiamén puso lo que le pareció imprescindible en la mochila, olvidándose de la linterna, y se fue al tren —ahí se acordó del doble descuido: el de la linterna y del impermeable— que le dejó cerca de su destino, en la estación de Prades, en Tarragona, a los pies de la montaña a donde iba, ya entrada la noche. Dudó en si proseguir o no, pero no había donde ir, ni siquiera el pueblo estaba cerca (Prades está a más de 5 kilómetros de la estación) y decidió seguir la aventura, el desafío que le había propuesto y recomendado una terapeuta amiga hacía ya meses, unos cuantos. Se trataba de pasar en solitario una noche a la intemperie en la serranía sagrada de Monsant, con lo mínimo y ver qué sucedía. Pero entre lo mínimo se dejó la linterna, el impermeable y luego casi la vida. ¿Cómo voy a moverme por este bosque, de noche oscura y sin conocer ni un camino? —se decía, mientras cabizbajo se adentraba por una senda ascendente de diminutas piedras entre el boscaje. Menos mal que la noche está rasa, aunque sin luna —añadió, levantando la cabeza, alegrándose por lo primero y lamentando lo segundo.
         Los nubarrones aparecieron galopando por el oeste. Alberto, —pendiente como estaba de no dar un mal paso y caerse al abismo— no se dio cuenta de la que se avecinaba hasta que al detenerse, vio caer las primeras gotas y levantó la vista. No había tiempo que perder, pero tampoco sabía hacia donde dirigirse. Entonces empezó a llover con fuerza, el cielo se desató con toda su furia y el horizonte quedó iluminado por una cortina de lluvia y relámpagos. Le pareció espantoso, como si se fuera a engullirse el mundo, ¿Dónde guarecerse? Alberto corrió en la oscuridad hacia algo que le pareció un cubierto, pero resbaló. Pudo sujetarse fugazmente en el fino tronco de un almendro antes de ser devorado por un cauce sinuoso y resbaladizo que no vio y se lo tragó al sumidero. En la caída, sólo recuerda el golpea incesante de rocas, ramas y troncos, que no pudo ni protegerse el rostro con las manos y que el agujero se lo engullía para siempre. Fueron más de 20 metros de descenso vertiginoso. Cayó y rebotó sobre una masa vegetal, espesa y pinchante, la copa de un árbol, de una acacia, que le sostuvo provisionalmente. Abajo estaba el precipicio, a mucha distancia. Se quedó flotando encima del ramaje, casi en el aire, sin atreverse a mover ni un músculo, jadeaba, gemía, le dolían los tobillos y las rodillas, arañazos en las  manos y en la cara, le rezumaban sangre y sudor de la nariz, raspaduras en los codos, le dolían, sudaba, tiritaba y lo peor era que no podía evitar temblar de miedo. Completamente empapado, herido, enfangado, solo y muy espantado. No había nadie para auxiliarlo e iba a perder la vida, iba a despeñarse, seguro. Pronto el tronco dio señales de debilidad, se doblaba, crujía, las ramas no podían soportar su peso y oscilaban por el viento. Alberto trató de adherirse, extendiendo su cuerpo, ofrecer la máxima superficie, se esforzó, hizo todo lo que a cualquiera en una situación así se le ocurriría hacer, le pareció, para sostenerse, pero fue inútil. Un golpe de viento exagerado le ladeó y le arrastró como un títere hacia el boquete negro del fondo. Se escurrió entre el ramaje, fue rápido, ya colgaba del vacío, se le fue la mochila volando, los pies buscaban algo donde afianzarse, apenas un hilo de fuerza, trató mentalmente de volverse ligero, de volverse como una pluma voladora. En vano. El vendaval fue a más. A mucho más. Todo su cuerpo fue zarandeado de un lado a otro del barranco hasta que del propio bamboleo, salió disparado por los aires. Alberto, llevado por el impulso centrífugo se vio volar, y voló unos metros, se vio morir y vio su vida pasar ante sus ojos como si fuera un telefilme de televisión, sin nada relevante a destacar, nada iba a perderse, estaba seguro, lo vio con claridad, y aceptó el fin, inevitable, miserable y triste, allí en la sierra sagrada del Monsant, siguiendo un absurdo encargo para la superación personal. Y voló, sí, pero en alas de la increíble fortuna que unos tres metros más abajo y a la izquierda le llevó a aterrizar sobre un pequeño saliente pétreo en forma de cuña, de color verdoso oscuro, con el gran desnivel hacia adentro, que le condujo a base de revolcones hacia el interior de una cueva desconocida, magullándole sí, pero salvándole la vida.
          Allí pasó la noche, solo, sin nada, con los pantalones desgarrados, herido, y la piel echando sangre por las desgarraduras. Ni asibilar podía, sólo daba gracias mentalmente (no sabía a quién) y rastreaba con los dedos en penumbra total la mole rocosa donde se asentaba sin atreverse a mover. Había dejado de llover, pero seguía arreciando la ventolera. Así franqueó la larga noche de horas interminables, abandonado, al abrigo de la piedra verde, salvadora, vomitando, aterrado, rezando. Retorcidas, del pantalón rescató un par de velas. Encendió una vela y luego la otra: sus compañera del alma. No tengo nada roto —repetía para consolarse —no tengo nada grave. Fue por la mañana cuando el sol la iluminó y percibió la situación en la que se hallaba. El barranco tendría unos treinta metros, imposible de salvar. La gruta se estrechaba y no parecía tener salida. La examinó con tiento, sin miedo, había sobrevivido a una muerte segura. Del impacto de la caída se había desprendido de la cuña pétrea donde se encontraba un trozo de mineral. Tenía forma acorazonada. La inspeccionó con ojos expertos, era diálaga pura sin serpentinas, eso era algo extraordinario, se conmovió, incluso lloró. Lloró bastante y durante un buen rato. Luego sintió un impulso misterioso, el impulso de arrullar entre sus manos este trozo de mineral verdusco, de darle el calor de su cuerpo, de acariciarlo con ternura y hasta de besarlo, sí, le dio un beso, tal vez de agradecimiento. Sintió que le pertenecía, que la montaña entera le pertenecía, más aún, sintió que él mismo era uno con la montaña que le había salvado la vida, y que se lo debía, que debía guardarla, llevarse un trocito de la montaña sagrada. Se la puso en el bolsillo izquierdo del pantalón, el que no estaba roto, envolviéndolo con un pañuelo blanco, casi seco. Algo le decía que aquella extraña piedra se le había unido para siempre y le habría de cambiar la vida.

         El sol se levantaba cuando descubrió un resquicio de luz en el fondo de la covacha. Con una serenidad desconocida Alberto avanzó a gatas  arrastrándose por el resbaladizo suelo hasta alcanzar una zona muy estrecha, una posible salida, oculta por un entramado de espesas y espinosas zarzas que la cubrían. Cuando consiguió superarlas, no sin contusiones, y alcanzar el altiplano, los grandes molinos eólicos le parecían ángeles dándole la bienvenida desde lejos. Fue entonces cuando, apoyándose en un bastón de olivo improvisado, inició el regreso a casa y empezó a canturrear una canción infantil asibilando las jotas y las erres, sin sonido gutural alguno. Efectivamente, algo había cambiado y al principio le costó descubrirlo. Sucedió al oír de verdad y por primera vez el aleteo de una mariposa. Algo sorprendente. Con pasmosa lentitud, cayó en la cuenta de que se había recuperado completamente de la sordera congénita que desde niño le venía afectando. 

martes, 17 de noviembre de 2015

Relato 86


                                          Chamán

A : Monsieur Keimawe, Uaga                                       De : Enric Calvet i Rius
Sorcier de la village de Mosti                                        Barcelona  (Spain)
Près de la cité de Yako                                                
Burkina Faso (L’Afrique Central)                                            
                                             
Querido Kei:
Aún a riesgo de que estas líneas apresuradas no te lleguen a tiempo o hasta pasados unos meses, o incluso de que te no te lleguen nunca, aún así, querido amigo de mirada blanca, te escribo. Y lo hago con la misma entereza que tú me mostraste en la ceremonia aquella de iniciación en la choza de tus ancestros, -el ritual mágico de las máscaras Mupis-, pues estoy ahora mismo viviendo unos momentos muy críticos, tal vez definitivos. La verdad es que la muerte me persigue desde que regresé a Barcelona. Bien sabes que salí urgentemente de Mosti recién empezada la estación húmeda a causa de las malas noticias recibidas de mi hermana. El telegrama decía: padre grave, ven pronto. Y te dejé precipitadamente, me fui sin poder despedirnos. Lo lamento. Aún así, sepas, que llegué tarde, ya todo se había consumado; sólo pude acercarme a su tumba, derramar unas lágrimas de impotencia y pedirle perdón por haberle fallado, por haberme retrasado a su cita final. Me hubiera gustado atenderlo, acompañarlo, sanarlo, abrazarlo, no sabes cuanto dolor mantengo en el corazón; me hice médico para que mis padres vivieran eternamente y me fui por estos mundos de Dios con la ONG a salvar vidas a África. Ya ves, querido Kei, lo iluso que he sido, no he podido siquiera estar con mi padre en el momento de su muerte, no pude cogerle de la mano, darle el calor de mi  afecto ni, mirándole a los ojos, decirle: padre, te quiero. Tú, como chamán, sabes mejor que nadie lo importante que es cerrar los lazos afectivos. Tal vez por esto, Kei, amigo de dulce mirada, te escribo velozmente esta tarde desde esta cama del hospital, para evitar que se repita lo mismo, que me vaya a morir sin haberme despedido. Sí, Kei, estoy mal, mi corazón no ha soportado la pérdida, la arritmia me acucia cual tambores lejanos, el dolor me lo ha agujereado como un gruyere según dice la enfermera de la noche. Ayer te vi en sueños, una alucinación dijeron los médicos por la morfina; no saben, sé que viniste a verme, te sentí en la distancia más cerca que nunca, noté tu aliento en mis mejillas, tu fortaleza invisible sosteniéndome; hoy estoy mejor, con ánimos para escribirte. Aseguras que la muerte no es una puerta final; yo mismo lo vi en la cabaña aquella, poblada de espíritus, en donde me mostraste con claridad qué había detrás de la mentira de la muerte ¡Está llena de vida irresoluta! Me da miedo morirme así. Miedo teniendo algo pendiente contigo, sin haberte antes escrito, sin haberme despedido, sin cerrar nuestro mupis de afecto. Por eso, entrañable Kei, redacto estas líneas aceleradas, perdona la letra, aún a sabiendas que pueda que ya lo sepas y que no hiciera falta que llegaran a tus manos nunca.
        Un besazo de Enric, tu hermano europeo del alma, desde donde me encuentro. Habitación 217, Hospital General de Barcelona.
                                                                       A 17 de Noviembre de 2015.

                                           

martes, 10 de noviembre de 2015

Relato 85


                              Frialdad                  A la memoria de Clarice Lispector


Siguieron fríos. De piedra. Sus labios después de que la besara. No entendí nada, nada, y, rabioso, me puse a llorar como el crío que era. Ella, silenciosa, me miraba, mansejona, y sus lágrimas a chorro me mojaban. Ni que fuera la estatua de una fuente cercana merecía yo una mayor atención. Se trataba de mi primer beso.

martes, 3 de noviembre de 2015

Relato 84

      
                                           ... Rosa

¡Qué noche más triste! Xavi, qué noche más amarga aquella del siete de septiembre del año pasado, la de la brusca separación con Carlos; te acuerdas, ¿verdad? Suerte tuve que os encontré en casa y pude hablar con vosotros y desahogarme contigo y con Marta y me disteis ánimo y cobijo porque de cierto te digo que no sé que hubiera sido de mí, no sé que locura podría haber cometido viviendo en un sexto si me hubiera dado un pronto o yo que sé, el caso es que estaba muy mal y que vosotros me ayudasteis. Sabes, aún hoy no le perdono a Carlos lo que me hizo: fue algo monstruoso, no le perdono que me engañara con tanto descaro, que me traicionara, me sentí humillada, profundamente humillada. Ahora mismo que estoy hablando contigo, sólo con recordarlo me estremezco, mira, piel de gallina; es demasiado vivo aún para mí, lo tengo como ves a flor de piel y eso que sigo yendo al psiquiatra que me recomendasteis, ya va para ocho meses. Fue todo tan repentino ¿Tienes prisa? Creo que hablar contigo en estos momentos me irá bien ¿Te apetece un café? —Por favor, dos cafés, uno descafeinado de máquina. Sabes, hace siglos que no tomo café del bueno, por pura prescripción médica...

         Pues aquella noche yo estaba feliz, te lo juro Xavi, recuerdo que estaba planchando, esperándole y viendo las noticias por la tele y me sentía protagonista de un matrimonio perfecto, ordenado y sin inquietud alguna. Recuerdo que guardé la ropa en el armario y también sus calzoncillos, aunque eso siempre lo hacía él, en el cajón correspondiente, el segundo, me acuerdo bien; fue al cerrarlo cuando vi de refilón unas cartas plegadas recogidas con una goma en el fondo del cajón. Iban dirigidas a Carlos. Al principio pensé que no eran de mi incumbencia, que serían de antiguas amistades, tiene tantas, o de su trabajo de viajante de modo que continué plegando ropa sin darle más importancia, pero no podía sacármelas de la cabeza, me extrañaba que las tuviera allí, escondidas, dudé, me dije: “¿las miro o qué?” Y lo hice.

         Creo sinceramente que me precipité; jamás tenía que haberlas leído, jamás, te lo digo de corazón, Xavi, de no haberlo hecho nada habría sucedido. El caso es que lo hice: me entrometí en sus asuntos. Me quedé petrificada: eran cartas de amor de una tal Irene de Terrassa, cartas de amor de fecha reciente, dirigidas a mi marido mostrando un desprecio absoluto para mi persona y en donde él ejercía a sus anchas el papel de víctima que tanto le gusta. Escucha, Xavi, eso no se lo he dicho todavía a nadie: recuerdo el párrafo final de una de las cartas, creo que lo recordaré mientras viva; decía:... “A ver cuando le dices a la bruja de tu esposa Rosa que no la soportas, que es más remilgada que una monja y que en la cama no funciona como yo si sé que te gusta a ti, mi Carlanga amado, hasta cuando la aguantarás, amor mío.” Y firmaba “Irene toda tuya para lo que tú quieras.” ¿Será bruja, decir que en la cama no funciono cuando era Carlos quien no quería tener relaciones sexuales  por no tener hijos? Y llamarle Carlanga, ¡caradura! No sé, Xavi, tú eres amigo de los dos pero esa traición jamás me la hubiera esperado de él, es un acto muy cobarde. Yo soy franca, clara y directa, considero que hablando se entiende la gente y cuando me gusta algo lo digo y cuando no, también, pero él no me dijo nunca nada.

        Yo le adoraba, en los siete años de noviazgo no había recibido más que atenciones, ternura, buenas palabras, buenos gestos, delicadeza, no me lo explico. Sabes que estuve a punto de callar, de guardar las cartas en su sitio y no decirle nada, sabes que estuve a punto de preferir vivir en la mentira que romper mi relación con él con la verdad. Él era mi vida, mi referencia, mi motivo de vivir, de luchar juntos para construir un hogar en común para nuestros hijos venideros, él era todo lo que tenía y de pronto por ojear unas cartas ocultas me hundía en el dolor y la miseria, me sumía en la desesperación, estaba sola por primera vez en mi vida y lloré como nunca había hecho antes, derrumbada os llamé, me ayudasteis; hoy todo está muy reciente pero estoy descubriendo de nuevo las ganas de vivir, hoy  estoy descubriendo una Rosa escondida y magnífica, capaz de rehacer su vida.


        Quiero decirte, Xavi, que hasta hace poco no me imaginaba poder vivir sin él a mi lado, ha sido muy duro, enterarme por un casual que la persona que amas y a la que entregas lo mejor de ti, te ha traicionado; sabes, hasta hace poco le hubiera perdonado su infidelidad, hubiera hecho como si no hubiera ocurrido o incluso habérselo consentido con tal que no se alejara de mí, con tal de mantener la compostura. Temía el escándalo, lo reconozco, defendía una imagen del buen matrimonio y ahora todo se iba al garete, mi madre se moriría del disgusto, ya lo pasó mal cuando dejé la fábrica y con el dinero del paro me puse a estudiar Enfermería, a mis treinta y tres, le supliqué que no me abandonara, que  nos esforzaríamos para mejorar la relación, que lucharíamos por el amor que nos habíamos tenido, por el amor que nos teníamos, por si quedaba algo, que le perdonaba sus infidelidades, que no se fuera de mi lado, Pero él me zarandeó violentamente, me espanté, nunca antes lo había hecho, y me lanzó sobre la cama, junto las cartas. Se fue dando un portazo y yo me quedé llorando amargamente sola; todo mi mundo acababa de derrumbarse como un castillo de naipes. Entonces, antes de cometer una locura os llamé.