martes, 30 de junio de 2020

Relato 327


                               Aves

Habrán de rapiña, pero tod@s somos aves de paso.

martes, 23 de junio de 2020

Relato 326


                               Cernícalo
      
      (por WhatsApp)
    
            Carlos: Por verte, Cristina, me muero por verte.
        Cristina: Bobadas. ¿Para qué, Carlos? ¿Qué pretendes? Hace mucho tiempo, más de treinta años.
        Carlos: Resulta que te extraño.
        Cristina: Extraño, extraño, palabras, Carlos, palabras y más palabras. Me dijiste: te querré siempre y ya ves te fuiste con aquel espantoso gurú a buscar no sé qué.
        Carlos: Éramos unos críos. La iluminación, menuda sandez, lo siento, fui un estúpido.
        Cristina: De qué sirve lamentarse. Teníamos dieciséis años, no sirve de nada, es pasado, neblina en el océano.
        Carlos: Ayer estuve en el palomar. De vez en cuando subo, me acuerdo de ti, en especial cuando llueve, como ayer, como aquel día. Aún te veo ahí, de pie, con tu vestido azul acampanado y tus trenzas rubias.
        Cristina: ¿Aún hay palomas?
        Carlos: No, las dejé ir, cuando padre. Vine directo de Jaipur a Barcelona, pero ya estaba muerto. Subí, abrí las jaulas, volad, les dije, dieron vueltas en círculo y desaparecieron. Lloré.
        Cristina: Lo siento, Carlos, tu padre me caía bien.
        Carlos: ¿Sabes que aún conservo el pañuelo rosa?
        Cristina: ¿Qué dices? ¿El de las iniciales C. y C.?
        Carlos: Sí, las nuestras.
        Cristina: ¡Qué tonto! De Cristina Carreño, lo bordó Enriqueta, mi querida abuela, antes lo bordaban todo. Debe estar hecho un harapo.
        Carlos: No, lo guardo en una cajita, está impecable, cargado de energía, en el ashram lo ponía en el altar junto a la foto del gurú. Es especial. Lo usaste aquel día en el palomar, te acuerdas, nuestra primera vez…
        Cristina: Claro, que me acuerdo, serás bobo, fue el día que me dijiste que ibas a quererme para siempre.
        Carlos: Llevabas el vestido azul acampanado y las trenzas rubias.
        Cristina: Sí. Aún guardo aquellas trenzas.
        Carlos: Te añoro.
        Cristina: No seas ganso.
        Carlos: Háblame de ti, ¿qué haces en Tenerife?
        Cristina: Román dirige un banco. Se lo ofrecieron, le hacía ilusión, nos venimos.
        Carlos: ¿Y qué tal os va?
        Cristina: Bien, trabaja mucho, nos vemos poco, por los fines de semana y por la cena: sopa de gofio y tortitas. He engordado. Durante el día hago punto como la abuela Enriqueta. Lo que más me relaja es mirar el Atlántico.
        Carlos: Cristina.
        Cristina: ¿Qué?
        Carlos: Mañana cojo el primer vuelo.
        Cristina: No seas cernícalo.

martes, 16 de junio de 2020

Relato 325


                                     Moretón

       
—¿Cómo te lo hiciste?
        —Con el pedal de la bici.
        —¿Te duele?
        —Un poco.
        —Ponte saliva.
        —Me he puesto una pomada transparente que me ha dado mi yaya.
        —Tardará días.
      —Ya lo sé. Una vez me di un golpe en esta otra pierna y me duró semanas. Me salió alrededor una mancha grande, parecía un huevo frito, muy frito. ¿Ves? casi no se nota.
        —No, no se nota. Bueno, un poco, el color es distinto.
        —El médico dice que tengo la piel delicada y la sangre muy gandula.               —A mí también me tarda días. Papi dice que tengo su misma piel pecosa, y que hemos de vigilar con los golpes y el sol, que es cosa de familia, más o menos y que viene de lejos. Por eso llevo pantalones largos.
        —Yo también tendría que llevar. La yaya no quiere, dice que moretón a moretón me iré haciendo fuerte. Ella está orgullosa de sus moretones, tiene muchos, está muy contenta porque ya no le hacen daño, dice que la vida la ha llenado de moretones.
        —¡Qué suerte! ¡Qué no hagan daño!
        — Sí.
      —Por eso su piel está tan amoratada, la protege del sol y de los golpes. Parece una berenjena.
        —Sí. Además, mi yaya dice que es algo que se contagia fácilmente, que cuando seamos mayores todos tendremos la piel a prueba de daños, pero que hace falta llegar a mayor y por eso la pomada que me da para que yo crezca fuerte, porque a mí los golpes todavía me hacen pupa.
       —Y a mí. No sé, la saliva, ¿cómo se llama tu pomada transparente?                                        

martes, 9 de junio de 2020

Relato 324


                                   Pseudónimo
         —Hola, soy Rosa, ¿te va bien mañana a las once?
         —Sí, por supuesto, ¿lo conozco?
         —No, es nuevo, recomendado por el Sr. Gómez. Me ha dicho que le llamemos Luis Alfonso. Por supuesto es un pseudónimo, sin embargo tiene una voz agradable y aparenta buenos modales. Sinceramente por la voz me pareció todo un caballero, en esto tengo ojo clínico, ya sabes. Lo único que pasa es que me ha pedido un encargo especial, me ha pedido un anal.
         —Por el amor de Dios, Rosa, tú sabes que esto no es santo de mi devoción, ¿cómo has podido?
         —No quería a otra que a tú, ¿sabes?, querida. El Sr. Gómez le ha hablado muy bien de ti y no quiere a ninguna otra chica. En esto se ha puesto muy farruco. Además, como sabía de tus reparos he doblado la cifra ¿Podrás, querida?
         — ¿A las once?
         —Sí, vente un poco antes, para prepararte.
         —De acuerdo.
          Irene colgó el auricular y se quedó unos minutos sentada donde estaba, en uno de los brazos del sofá de piel de la sala de estar frente a la mesita del teléfono, buscándose con la mirada perdida en el elegante espejo del aparador que presidía la estancia. Llevaba un salto de cama y aún iba despeinada. En el espejo vio a una mujer de cuarenta años, rubia natural, de sonrisa fácil, tersa piel y ojos brillantes. Sonrió, se sentía atractiva, aún podré dedicarme unos cuantos años más —pensó— azuzándose el cabello hacia atrás con los dedos. Pero le fastidiaba lo del anal porque aparte de hacerle daño y de parecerle una bestialidad antinatural, se quedaba con secuelas durante unos días sangrando y con diarreas. Asimismo, estaban los enemas para quedarse limpia, un incordio. Aproximó el rostro y se quitó con cuidado una pestaña suelta del borde del párpado, que le molestaba. Debería usar condón —dijo en voz alta—pero ningún cliente quiere, además, está el precio que lo justifica. Se frotó la cara como queriendo darle viveza y holgazaneando estiró los brazos lenta pero enérgicamente hacia el techo al tiempo que emitía un ruidoso bostezo. Estaba sola en casa, los críos ya los había venido a buscar el bus escolar y Alberto se había ido hacia mucho rato a trabajar. Pobre, trabaja mucho —musitó con sorna— en su despacho de abogado (y alargó la o final burlonamente) en la Granvía. En realidad no les faltaba de nada, pero Irene echaba a faltar un medio de sustento propio. Había dejado hacía quince años su cargo de economista en una multinacional para poder ser madre y dedicarse al hogar, y ahora ya era demasiado tarde para volver. Demasiado tarde —canturreaba divertida ante el espejo mientras lanzaba una serie de carcajadas al aire al verse bailar con los brazos extendidos, levantándose la fina tela que cubría la esbeltez de su cuerpo que dejaba al descubierto unas braguitas blancas. Demasiado tarde — continuaba alegre, cantando, mientras daba vueltas por la sala como si fuera una bailarina.
          Los martes y jueves en horario de mañana realizaba encargos especiales para Rosa, la madame. Le suponía un sobresueldo extraordinario y había algo de poder en el juego de la seducción. Irene tenía un talento natural para llevar al éxtasis a cualquiera, (menos a su marido, demasiado ocupado, demasiado estrés) y especialmente se sentía muy poderosa ante el deseo irracional del  hombre, el cual se convertía en sus manos en una especie de muñeco de trapo anhelante por satisfacer su deseo orgásmico cual si fuera un niño mimado que quisiera hacer realidad un sueño. Los hombres se volvían tan vulnerables cuanto estaban tan necesitados de sexo, que Irene se crecía sólo con pensar en la excitación que les provocaba, produciéndole un placer extraordinario el simple hecho de poder dominarlos en aquella su tan precaria situación.  Los pobres, se vuelven tan suplicantes —comentaba jocosamente. Era algo que, además de excitante, le resultaba lucrativo y fácil. Los hombres son idiotas —repetía con frecuencia.
          Emperifollada, bien aseada, Irene se presentó al piso de Rosa a las diez y media de la mañana del día siguiente. Situado en el ensanche barcelonés era un tercero que se abría a la vía Layetana y que disponía de altos techos con molduras en las cornisas y amplios ventanales de madera torneada. Rosa, una señora de unos sesenta y cinco años, de rubio teñido, mirada chispeante y cara redondeada, que llevaba un vestido negro con un delicado escote ribeteado, la recibió en la puerta tras comprobar su identidad por la mirilla. Se saludaron cordialmente, le facilitó unas toallas, perfumes y pomadas y la dirigió a la habitación del fondo del pasillo a la izquierda, distinta de la que ocupaba habitualmente.
         —Aguarda aquí, Sonia (pues ese era su nombre de trabajo) —le dijo sonriendo— ésta es hoy más apropiada (y señalo la nueva habitación).
            Era la sala de los espejos, pues había hasta en el techo, y la luz anaranjada y amarilla, centelleando por todos ellos, era un sutil calidoscópico. Irene dejó los potingues en el tocador y se repasó ante uno de los espejos, el más iluminado. Se dio matrícula de honor. Vestía un traje hasta los pies con lentejuelas que destellaban y en el rostro llevaba un maquillaje a juego a base de purpurinas violáceas. Estaba arrebatadora, exultante, desprendiendo poderío y sexualidad por todos sus poros abiertos.
         A las once menos cinco alguien tocó el timbre de la puerta de la calle. Rosa pulsó el interfono y prestó atención al ascensor. Al cabo de unos minutos (el ascensor era de los antiguos, sumamente lentos) alguien llamó a la puerta del tercero.
         — ¿Sr. Luis Alfonso? —preguntó antes de abrir.
— Sí —contestaron desde fuera.
         Rosa abrió tras cerciorarse por la mirilla que se trataba como efectivamente había presentido de todo un caballero. Luis Alfonso era un hombre elegante, vestía traje azul con chaleco y corbata a rayas. Zapatos de charol, pulcros y brillantes. Tendría unos cuarenta y cinco años, calculó Rosa cuando le extendió la mano para saludarle. Le gustó que se la apretara firme, aunque delicadamente. Eran manos finas de alguien —intuyó Rosa— acostumbrado a los despachos. 
         — ¡Sonia!, por favor, querida, tienes una visita —dijo elevando la voz con ademán coqueto.
         Previamente se había guardado bajo el sostén un fajo de billetes de euros de a cien que le había extendido discretamente el caballero. Sonia se ajustó el vestido plisándolo por la cadera, se echó un último vistazo antes de salir de la bombonera e inició desafiante pero con cierto aire de ingenuidad el paso hacia el vestíbulo.
En seguida reconoció en la distancia a Alberto, quien casi sin inmutarse se dirigió cortésmente hacia ella diciéndole:
―Hola Sonia, soy Luis Alfonso. ¿Vamos?                                     

martes, 2 de junio de 2020

Relato 323


                               Cayó
      Cayó en la cuenta que durante la vigilia los sueños eran mucho más lógicos y coherentes que los de la noche, obviamente más caóticos. 
         Y siguió durmiendo.