Pseudónimo
—Hola,
soy Rosa, ¿te va bien mañana a las once?
—Sí, por
supuesto, ¿lo conozco?
—No, es
nuevo, recomendado por el Sr. Gómez. Me ha dicho que le llamemos Luis Alfonso.
Por supuesto es un pseudónimo, sin embargo tiene una voz agradable y aparenta
buenos modales. Sinceramente por la voz me pareció todo un caballero, en esto
tengo ojo clínico, ya sabes. Lo único que pasa es que me ha pedido un encargo
especial, me ha pedido un anal.
—Por el amor de Dios, Rosa, tú sabes que
esto no es santo de mi devoción, ¿cómo has podido?
—No
quería a otra que a tú, ¿sabes?, querida. El Sr. Gómez le ha hablado muy bien
de ti y no quiere a ninguna otra chica. En esto se ha puesto muy farruco.
Además, como sabía de tus reparos he doblado la cifra ¿Podrás, querida?
— ¿A las
once?
—Sí,
vente un poco antes, para prepararte.
—De
acuerdo.
Irene
colgó el auricular y se quedó unos minutos sentada donde estaba, en uno de los
brazos del sofá de piel de la sala de estar frente a la mesita del teléfono,
buscándose con la mirada perdida en el elegante espejo del aparador que
presidía la estancia. Llevaba un salto de cama y aún iba despeinada. En el
espejo vio a una mujer de cuarenta años, rubia natural, de sonrisa fácil, tersa
piel y ojos brillantes. Sonrió, se sentía atractiva, aún podré dedicarme
unos cuantos años más —pensó— azuzándose el cabello hacia atrás con los
dedos. Pero le fastidiaba lo del anal porque aparte de hacerle daño y de
parecerle una bestialidad antinatural, se quedaba con secuelas durante unos
días sangrando y con diarreas. Asimismo, estaban los enemas para quedarse
limpia, un incordio. Aproximó el rostro y se quitó con cuidado una pestaña
suelta del borde del párpado, que le molestaba. Debería usar condón —dijo
en voz alta—pero ningún cliente quiere, además, está el precio que lo
justifica. Se frotó la cara como queriendo darle viveza y holgazaneando
estiró los brazos lenta pero enérgicamente hacia el techo al tiempo que emitía
un ruidoso bostezo. Estaba sola en casa, los críos ya los había venido a buscar
el bus escolar y Alberto se había ido hacia mucho rato a trabajar. Pobre,
trabaja mucho —musitó con sorna— en su despacho de abogado (y alargó
la o final burlonamente) en la Granvía. En realidad no les faltaba de
nada, pero Irene echaba a faltar un medio de sustento propio. Había dejado
hacía quince años su cargo de economista en una multinacional para poder ser
madre y dedicarse al hogar, y ahora ya era demasiado tarde para volver. Demasiado
tarde —canturreaba divertida ante el espejo mientras lanzaba una serie de
carcajadas al aire al verse bailar con los brazos extendidos, levantándose la
fina tela que cubría la esbeltez de su cuerpo que dejaba al descubierto unas
braguitas blancas. Demasiado tarde — continuaba alegre, cantando,
mientras daba vueltas por la sala como si fuera una bailarina.
Los
martes y jueves en horario de mañana realizaba encargos especiales para Rosa,
la madame. Le suponía un sobresueldo extraordinario y había algo de poder en el
juego de la seducción. Irene tenía un talento natural para llevar al éxtasis a
cualquiera, (menos a su marido, demasiado ocupado, demasiado estrés) y
especialmente se sentía muy poderosa ante el deseo irracional del hombre, el cual se convertía en sus manos en
una especie de muñeco de trapo anhelante por satisfacer su deseo orgásmico cual
si fuera un niño mimado que quisiera hacer realidad un sueño. Los hombres se
volvían tan vulnerables cuanto estaban tan necesitados de sexo, que Irene se
crecía sólo con pensar en la excitación que les provocaba, produciéndole un
placer extraordinario el simple hecho de poder dominarlos en aquella su tan
precaria situación. Los pobres, se
vuelven tan suplicantes —comentaba jocosamente. Era algo que, además de
excitante, le resultaba lucrativo y fácil. Los hombres son idiotas
—repetía con frecuencia.
Emperifollada, bien aseada, Irene se presentó al piso de Rosa a las diez
y media de la mañana del día siguiente. Situado en el ensanche barcelonés era
un tercero que se abría a la vía Layetana y que disponía de altos techos con
molduras en las cornisas y amplios ventanales de madera torneada. Rosa, una
señora de unos sesenta y cinco años, de rubio teñido, mirada chispeante y cara
redondeada, que llevaba un vestido negro con un delicado escote ribeteado, la
recibió en la puerta tras comprobar su identidad por la mirilla. Se saludaron
cordialmente, le facilitó unas toallas, perfumes y pomadas y la dirigió a la
habitación del fondo del pasillo a la izquierda, distinta de la que ocupaba
habitualmente.
—Aguarda
aquí, Sonia (pues ese era su nombre de trabajo) —le dijo sonriendo— ésta es hoy
más apropiada (y señalo la nueva habitación).
Era la sala de los espejos, pues había hasta
en el techo, y la luz anaranjada y amarilla, centelleando por todos ellos, era
un sutil calidoscópico. Irene dejó los potingues en el tocador y se repasó ante
uno de los espejos, el más iluminado. Se dio matrícula de honor. Vestía un
traje hasta los pies con lentejuelas que destellaban y en el rostro llevaba un
maquillaje a juego a base de purpurinas violáceas. Estaba arrebatadora,
exultante, desprendiendo poderío y sexualidad por todos sus poros abiertos.
A las
once menos cinco alguien tocó el timbre de la puerta de la calle. Rosa pulsó el
interfono y prestó atención al ascensor. Al cabo de unos minutos (el ascensor
era de los antiguos, sumamente lentos) alguien llamó a la puerta del tercero.
— ¿Sr.
Luis Alfonso? —preguntó antes de abrir.
— Sí —contestaron desde fuera.
Rosa
abrió tras cerciorarse por la mirilla que se trataba como efectivamente había
presentido de todo un caballero. Luis Alfonso era un hombre elegante, vestía
traje azul con chaleco y corbata a rayas. Zapatos de charol, pulcros y
brillantes. Tendría unos cuarenta y cinco años, calculó Rosa cuando le extendió
la mano para saludarle. Le gustó que se la apretara firme, aunque
delicadamente. Eran manos finas de alguien —intuyó Rosa— acostumbrado
a los despachos.
— ¡Sonia!,
por favor, querida, tienes una visita —dijo elevando la voz con ademán coqueto.
Previamente se había guardado bajo el sostén un fajo de billetes de
euros de a cien que le había extendido discretamente el caballero. Sonia se
ajustó el vestido plisándolo por la cadera, se echó un último vistazo antes de
salir de la bombonera e inició desafiante pero con cierto aire de ingenuidad el
paso hacia el vestíbulo.
En seguida reconoció en la distancia a
Alberto, quien casi sin inmutarse se dirigió cortésmente hacia ella diciéndole:
―Hola Sonia, soy Luis Alfonso.
¿Vamos?