Suicida
Desde el mirador del templo del Sagrado Corazón de Jesús del Tibidabo
contempla Barcelona por última vez. La ciudad aparece brumosa y una boina de
nubes oscuras la cubre en su mayor parte y únicamente emergen y desperdigados
como mástiles los edificios más altos de la urbe. Del mar sólo vislumbra algunas embarcaciones envueltas en la niebla y fragmentos de azul muy
atenuados. Sobre su cabeza el cielo está gris y la pétrea figura de Cristo, que le mira con los brazos abiertos, se difumina ente la neblina espesa que les aprisiona.
También sus pensamientos están recubiertos de una densa cortina que le abruma.
Me siento abandonado por un mundo al que me entregué por entero y sólo me ha
devuelto decepciones y fracasos. Nada de lo que me ofrece me satisface. Algo
habré hecho mal cuando a mis treinta y tres años soy un fracasado, —se reprocha
cabizbajo, mientras se enjuaga unas lágrimas que corren por sus mejillas. Sin
embargo, no carece de trabajo, ocupa un cargo destacado en la Administración
pública y dispone de una fuente de ingresos regular y cuantiosa. Se afanó desde
joven en cursar estudios de abogacía y después de las correspondientes
oposiciones accedió al cargo que desempeña y en donde se le valora. Hazte
abogado del Estado —le decían sus padres—, que es el mejor empleo y el más seguro,
de pleitos no les faltaran nunca y tú
siempre tendrás trabajo.
Tenían razón, pero, ¿para qué tanto esfuerzo
si hoy me siento un desgraciado? Ana es una excelente esposa, la amo y me ama y
el pequeño Pablo, (sus padres insistieron que se llamara como él, que a su vez
es el nombre de su padre) es obediente y a sus seis años aprende rápido y ya
sabe escribir hasta su nombre y el de los abuelos. Me casé cuando Ana estaba
recién embarazada. Todo se precipitó, era necesario mantener la buena imagen de
la familia y padres se arreglaron de montarnos una boda por todo lo alto en
Pedralbes, oficiando la ceremonia el mismísimo monseñor Carles Turull. No
pudieron hacer el viaje de bodas, pues tenía las oposiciones a la vuelta de la
esquina, y aún lo tienen pendiente. Así se va a quedar, pues esta vida mía
carece de sentido. Me encuentro vacío, con las manos vacías, no lo entiendo,
tengo todo lo que cualquier mortal ambicionaría, esposa fiel, casa
independiente con jardín, coche tipo berlina metalizado, pantalla curva de 56
pulgadas, empleo fijo y bien remunerado, unos padres que me quieren y protegen,
un hijo maravilloso sumamente inteligente y, sin embargo, me siento en esta
nebulosa y fría mañana completamente vacío. Y se miraba el hueco de los sesenta
metros que distan desde lo alto de la miranda de la torre hasta ras del suelo.
¿Dónde me he equivocado?
La sociedad tiene unas
reglas para ser feliz y las he seguido escrupulosamente y a pesar de todo me
encuentro al borde del abismo y sin ganas de vivir. Se refregaba la cara con
los manos, y con el dedo corazón de ambas se apartaba las lágrimas. Jadeaba e
hipaba, triste, desconsolado. Aunque tenía al Cristo encima de su cabeza se
sentía solo, abandonado a su suerte. El mundo que le había prometido bienestar
y satisfacción no le retornaba más que penas y desesperación. ¿Qué he hecho
mal? —se preguntaba ansioso. Sentía que el continuo desasosiego que le corría
interiormente no era vivir, sino un padecer. Ana le decía que esta desazón
existencialista se lo causaba el estrés derivado de su trabajo judicial. Pero
Pablo intuía que era algo mucho mayor, algo mucho más cercano a la decepción.
Él había cumplido con las ordenanzas sociales y sin embargo no era feliz. No
podía deshacer el nudo que había atado consigo mismo, estaba resentido con un
mundo que le había prometido la felicidad si seguía unas reglas, las había
seguido y a cambio sólo recibía una miajas insuficientes para sentirse satisfecho,
pleno y realizado. ¿Qué he hecho incorrecto? —Se repetía Pablo, sin hallar
solución a su dilema: aún teniéndolo todo, se sentía menos que nada.
Golpeó la barandilla con
brutalidad y resonó un eco metálico que se alargó más allá del parque de
atracciones del Tibidabo por toda la ciudad. Gritó atronando, pidió y clamó
ayuda a los cielos, vociferó, insultó, invocó, lloró, gimió y se desahogó, pero
estaba solo, sólo con el Jesús petrificado que lo miraba con los brazos
extendidos. Aquel gigante le recordó a un hombre con zancos que llevara una
marioneta que movía a su antojo tirado por hilos de sus enormes brazos. ¿Qué
quería Cristo de él? ¿Qué destino le estaba preparando con sus hilos
invisibles? ¿Tenía que tirarse de la torre? ¿Era eso lo que le estaba pidiendo?
O tal vez con su impasibilidad de estatua le estaba indicando que había otro
modo de vivir, con mayor paz, una alternativa a la locura consumista del mundo
occidental. De haberlo, Pablo lo desconocía. Jamás en su escasa vida había
tenido paz de espíritu, ni siquiera cuando sus padres le llevaban a ese mismo
parque de pequeño a montar a la noria o al avión giratorio que seguía siendo de
un rojo intenso y con una hélice en el morro. Paz para calmar su ansia, su
angustia vital, su desasosiego que parecían ser una marca de nacimiento. ¿Habría
que morir para acabar con tanta carga? ¿Se liberaría?
Pablo no veía otra salida,
se sentía frustrado, bloqueado. Tomó una decisión, se incorporó sobre la
barandilla, sujetándose únicamente por un par de cables amarrados a una
columna, notó el frescor húmedo de la mañana azotándole el rostro, el frío del
herrumbre, miró hacia el fondo reblandecido por la bruma, temblaba de miedo,
las piernas le oscilaban nerviosamente, percibió el vértigo de la muerte
acechándole, las rodillas le empezaron a flaquear, todo en Pablo era un manojo
de nervios cimbreando sobre la barra y de puro miedo se estremeció y empezó a
sudar por las axilas y por la frente. Buscó a su alrededor una razón para
seguir viviendo, para salvarse y sin hallarla se soltó, durante unos segundos
se sostuvo en el aire, suspendido sobre el pasamanos, manteniendo el difícil
equilibrio entre la vida y la muerte, pero, azorado, no pudo volar. Volvió a
sujetarse a uno de los dos soportes, balaceándose en el espacio, indeciso entre
el horror y la esperanza. Aún hombre, se quejaba como un niño, no paraba de
hipar, de moquearle la nariz, de quejarse. Levantó los ojos implorantes,
lastimosos, ansiaba una salida digna. Fue un instante.
La amargura de su alma fue dulcificándose
cuando creyó ver que tomaba vida el rocoso rostro del Cristo y que mutaba su
expresión de tristeza por una de confianza hasta entonces desconocida para él.
Duró un parpadeo, pero fue suficiente para infundirle ánimo. Pablo se dio
cuenta de algo muy extraño, que nunca nadie le había dicho antes, ni siquiera
sus padres. Descubrió que no hacía falta matarse para renacer. Se lo había
dicho el grandullón de mirada esperanzada que ya volvía a estar tan triste como
siempre. Cristo murió a los treinta y tres y Pablo iba a iniciar por sí mismo
una nueva vida a la misma edad. Podría hacerlo, no sabía cómo, pero lo intuía. Había
sobrevivido a su propio e inútil sacrificio. No más tragedias, no más muertes,
no más sufrimiento —repetía sin cesar como si se hubiera dado un coscorrón —no
son ya necesarios para sobrevivir. También repetía: De viaje de bodas, iremos a
la luna. ¡A la luna!
No le había hecho falta
suicidarse para darse cuenta de que era posible vivir de otro modo. Todo es
casualmente causal y necesario, —susurraba asombrado, mientras descendía del
barandal circular con manchas de óxido negruzco en las manos y el cielo gris se
aligeraba, abriéndose claros en la espesa calina de la mañana.