martes, 25 de julio de 2017

Relato 174

                                            Celos

Oculta entre las hojas de un libro una nota, en la nota unas palabras sueltas, un yo, un tú, un nosotros, un él, un cuándo, un cuánto y hasta un por qué, unas lágrimas, un te quise y hasta un te querré, voces altisonantes, rifirrafe, corrosión interior de ánodo de magnesio, de años de encierro, luego un silencio larguísimo y pasos que se alejan como coces, más silencio, tragedia que se masca, las coces regresan, aceleradas, incertidumbre que se masca, un cric desesperado y un disparo rotundo, hasta un ¡OH, no, Dios mío!, y sangre a borbotones, del pecho, algo se derrumba, rotundamente, cata crac, tizne grasiento de pólvora negra, mancha los dedos, los dedos de todas las manos humanas, y hasta —incluye— un adiós, un hasta nunca y un punto final.       

martes, 18 de julio de 2017

Relato 173


                                           Paranoia

Estoy en el andén del metro, se acaba de ir, voy a casa, no tengo prisa, nadie me espera, aguardo de pie, me apoyo en la pared de la entrada, el panel digital indica dos minutos para el próximo convoy, estoy solo. Llega un matrimonio mayor, ella cojea, va con dos gemelas, serán, conjeturo, las nietas, me rebasan sin verme, el hombre camina rápido y mira de soslayo de vez en cuando. Luego viene la mujer con la que he bajado antes en el ascensor, va leyendo a Dickens, apenas levanta la cabeza, casi tropieza con una papelera, lleva gafas oscuras, cabello blanco y un abrigo jaspeado. Una señora con el carrito de la compra y un osito rosa colgando del bolso cruza rápida ante mí y se sienta, aliviada, en un extremo del banco. Un muchacho con tejanos y una mochila caqui se detiene cerca de donde me apoyo, dubitativo, levanta la mirada y ojea el panel de direcciones varias veces, no pregunta nada, lleva una chaqueta negra y su tez es morena, será árabe, conjeturo, o del norte de África. Camina hacia adelante y se friega el sudor de las manos en el bolsillo de atrás de los pantalones, conjeturo que está nervioso y que puede que tenga motivos para estarlo y ese detalle absurdo me pone en sobre aviso. Examino a la distancia su mochila caqui, va medio vacía, imposible llevar una bomba ahí, qué tontería, aunque deben haber modelitos ligeros y de gran onda expansiva. No puede ser, conjeturo, qué tontería. Tal vez sea argelino, turco o paquistaní, aún no los distingo. Se sienta junto a la señora del osito rosa, mira a un lado y al otro, balancea las piernas como un crío en un columpio, inquieto, se friega convulsivamente las manos en los pantalones ahora por delante, a la altura de los muslos, me resulta sospechoso, quizá sí que tenga razones para desconfiar de él o no, y todo sea una paranoia mía. No puedo evitar que mi vista acabe siempre en él.
        Unos jóvenes consultan sus móviles y miran a una muchacha de cabellos rizados que menea la cabeza con unos auriculares de casco. Alcanzan el fondo del andén, donde ella patea a ritmo binario y oscila los brazos. El joven turco o lo que sea se levanta del asiento y rebusca en un bolsillo algo que desenvuelve y  se mete en la boca, y se vuelve a sentar. Es evidente que está nervioso y me lo está contagiando a mí. He dejado de apoyarme en la pared, estoy alerta. Una mujer alta, rubia, con fragancia odiosa a vainilla y una rosa tatuada en cada mano se sitúa a mi lado y teclea con pulgares largos y hábiles la pantalla de un móvil rajado en diagonal. El convoy está a punto de llegar. Un chico con bigote y una carpeta bajo el brazo baja las escaleras de dos en dos.
         El tren entra con la sordina habitual, abre las puertas, todos los pasajeros suben, incluido el del bigote, el joven africano lo hace en el vagón del medio, las puertas están abiertas, por unos segundos veo a una de las gemelas saltar por los aires, a la del osito salir despedida por la ventana con el carrito, a la mujer de Dickens rodar por el suelo, a los jóvenes, explosionados en trocitos, minúsculos cristales clavados en los cuerpos de los pasajeros, a la joven de los dedos largos volar con la ropa hecha trizas, en unos segundos, lo que dura la parada del tren veo todo esto, incluso hago ademán de avisarles, cuidado, hay un hombre bomba en el tren, pero no lo hago, por unos segundos.

         Las puertas se cierran, el andén se vacía, aguardo el próximo convoy, no tengo prisa, de nuevo me quedo solo.   

martes, 11 de julio de 2017

Relato 172

                                     Bum-bum

 En el fuego se crispan palabras —amor, amigo, sentimiento— patatas fritas, crujientes, retorcidas, incomibles. La mano sabia socava corazones, no sangran, no palpitan, no baten alas, murciélagos en guano encerados, putrefactos. Zanjas de venas preñadas de miedos, alejamientos de sí mismo, traiciones, olvidos, enajenaciones, extrañamientos. Han olvidado a latir, lo han olvidado, sólo eso. Insomnio temporal, noche hiriente, nudo gordiano, la preñez estallará un día u otro, inevitable, el corazón revienta, en esta vida o en otra, si no la muerte en vida, la no vida. Todos sienten, nadie sabe, ni los presentimientos, del dolor del pecho, llamarada ardiente, tanto da si la encubren o huyen, hay esperanza, acabará explotando la noche viva. Entonces se iluminará el viejo trigal sagrado, el pan del cada día, bum-bum, todos a la mesa.       


martes, 4 de julio de 2017

Relato 171

                                          Suicida

Desde el mirador del templo del Sagrado Corazón de Jesús del Tibidabo contempla Barcelona por última vez. La ciudad aparece brumosa y una boina de nubes oscuras la cubre en su mayor parte y únicamente emergen y desperdigados como mástiles los edificios más altos de la urbe. Del mar sólo vislumbra algunas embarcaciones envueltas en la niebla y fragmentos de azul muy atenuados. Sobre su  cabeza el cielo está gris y la pétrea figura de Cristo, que le mira con los brazos abiertos, se difumina ente la neblina espesa que les aprisiona. También sus pensamientos están recubiertos de una densa cortina que le abruma. Me siento abandonado por un mundo al que me entregué por entero y sólo me ha devuelto decepciones y fracasos. Nada de lo que me ofrece me satisface. Algo habré hecho mal cuando a mis treinta y tres años soy un fracasado, —se reprocha cabizbajo, mientras se enjuaga unas lágrimas que corren por sus mejillas. Sin embargo, no carece de trabajo, ocupa un cargo destacado en la Administración pública y dispone de una fuente de ingresos regular y cuantiosa. Se afanó desde joven en cursar estudios de abogacía y después de las correspondientes oposiciones accedió al cargo que desempeña y en donde se le valora. Hazte abogado del Estado —le decían sus padres—, que es el mejor empleo y el más seguro, de pleitos no les faltaran nunca y  tú siempre tendrás trabajo.
         Tenían razón, pero, ¿para qué tanto esfuerzo si hoy me siento un desgraciado? Ana es una excelente esposa, la amo y me ama y el pequeño Pablo, (sus padres insistieron que se llamara como él, que a su vez es el nombre de su padre) es obediente y a sus seis años aprende rápido y ya sabe escribir hasta su nombre y el de los abuelos. Me casé cuando Ana estaba recién embarazada. Todo se precipitó, era necesario mantener la buena imagen de la familia y padres se arreglaron de montarnos una boda por todo lo alto en Pedralbes, oficiando la ceremonia el mismísimo monseñor Carles Turull. No pudieron hacer el viaje de bodas, pues tenía las oposiciones a la vuelta de la esquina, y aún lo tienen pendiente. Así se va a quedar, pues esta vida mía carece de sentido. Me encuentro vacío, con las manos vacías, no lo entiendo, tengo todo lo que cualquier mortal ambicionaría, esposa fiel, casa independiente con jardín, coche tipo berlina metalizado, pantalla curva de 56 pulgadas, empleo fijo y bien remunerado, unos padres que me quieren y protegen, un hijo maravilloso sumamente inteligente y, sin embargo, me siento en esta nebulosa y fría mañana completamente vacío. Y se miraba el hueco de los sesenta metros que distan desde lo alto de la miranda de la torre hasta ras del suelo. ¿Dónde me he equivocado?
        La sociedad tiene unas reglas para ser feliz y las he seguido escrupulosamente y a pesar de todo me encuentro al borde del abismo y sin ganas de vivir. Se refregaba la cara con los manos, y con el dedo corazón de ambas se apartaba las lágrimas. Jadeaba e hipaba, triste, desconsolado. Aunque tenía al Cristo encima de su cabeza se sentía solo, abandonado a su suerte. El mundo que le había prometido bienestar y satisfacción no le retornaba más que penas y desesperación. ¿Qué he hecho mal? —se preguntaba ansioso. Sentía que el continuo desasosiego que le corría interiormente no era vivir, sino un padecer. Ana le decía que esta desazón existencialista se lo causaba el estrés derivado de su trabajo judicial. Pero Pablo intuía que era algo mucho mayor, algo mucho más cercano a la decepción. Él había cumplido con las ordenanzas sociales y sin embargo no era feliz. No podía deshacer el nudo que había atado consigo mismo, estaba resentido con un mundo que le había prometido la felicidad si seguía unas reglas, las había seguido y a cambio sólo recibía una miajas insuficientes para sentirse satisfecho, pleno y realizado. ¿Qué he hecho incorrecto? —Se repetía Pablo, sin hallar solución a su dilema: aún teniéndolo todo, se sentía menos que nada.
        Golpeó la barandilla con brutalidad y resonó un eco metálico que se alargó más allá del parque de atracciones del Tibidabo por toda la ciudad. Gritó atronando, pidió y clamó ayuda a los cielos, vociferó, insultó, invocó, lloró, gimió y se desahogó, pero estaba solo, sólo con el Jesús petrificado que lo miraba con los brazos extendidos. Aquel gigante le recordó a un hombre con zancos que llevara una marioneta que movía a su antojo tirado por hilos de sus enormes brazos. ¿Qué quería Cristo de él? ¿Qué destino le estaba preparando con sus hilos invisibles? ¿Tenía que tirarse de la torre? ¿Era eso lo que le estaba pidiendo? O tal vez con su impasibilidad de estatua le estaba indicando que había otro modo de vivir, con mayor paz, una alternativa a la locura consumista del mundo occidental. De haberlo, Pablo lo desconocía. Jamás en su escasa vida había tenido paz de espíritu, ni siquiera cuando sus padres le llevaban a ese mismo parque de pequeño a montar a la noria o al avión giratorio que seguía siendo de un rojo intenso y con una hélice en el morro. Paz para calmar su ansia, su angustia vital, su desasosiego que parecían ser una marca de nacimiento. ¿Habría que morir para acabar con tanta carga? ¿Se liberaría?
        Pablo no veía otra salida, se sentía frustrado, bloqueado. Tomó una decisión, se incorporó sobre la barandilla, sujetándose únicamente por un par de cables amarrados a una columna, notó el frescor húmedo de la mañana azotándole el rostro, el frío del herrumbre, miró hacia el fondo reblandecido por la bruma, temblaba de miedo, las piernas le oscilaban nerviosamente, percibió el vértigo de la muerte acechándole, las rodillas le empezaron a flaquear, todo en Pablo era un manojo de nervios cimbreando sobre la barra y de puro miedo se estremeció y empezó a sudar por las axilas y por la frente. Buscó a su alrededor una razón para seguir viviendo, para salvarse y sin hallarla se soltó, durante unos segundos se sostuvo en el aire, suspendido sobre el pasamanos, manteniendo el difícil equilibrio entre la vida y la muerte, pero, azorado, no pudo volar. Volvió a sujetarse a uno de los dos soportes, balaceándose en el espacio, indeciso entre el horror y la esperanza. Aún hombre, se quejaba como un niño, no paraba de hipar, de moquearle la nariz, de quejarse. Levantó los ojos implorantes, lastimosos, ansiaba una salida digna. Fue un instante.
         La amargura de su alma fue dulcificándose cuando creyó ver que tomaba vida el rocoso rostro del Cristo y que mutaba su expresión de tristeza por una de confianza hasta entonces desconocida para él. Duró un parpadeo, pero fue suficiente para infundirle ánimo. Pablo se dio cuenta de algo muy extraño, que nunca nadie le había dicho antes, ni siquiera sus padres. Descubrió que no hacía falta matarse para renacer. Se lo había dicho el grandullón de mirada esperanzada que ya volvía a estar tan triste como siempre. Cristo murió a los treinta y tres y Pablo iba a iniciar por sí mismo una nueva vida a la misma edad. Podría hacerlo, no sabía cómo, pero lo intuía. Había sobrevivido a su propio e inútil sacrificio. No más tragedias, no más muertes, no más sufrimiento —repetía sin cesar como si se hubiera dado un coscorrón —no son ya necesarios para sobrevivir. También repetía: De viaje de bodas, iremos a la luna. ¡A la luna!

        No le había hecho falta suicidarse para darse cuenta de que era posible vivir de otro modo. Todo es casualmente causal y necesario, —susurraba asombrado, mientras descendía del barandal circular con manchas de óxido negruzco en las manos y el cielo gris se aligeraba, abriéndose claros en la espesa calina de la mañana.