Paranoia
Estoy en el andén
del metro, se acaba de ir, voy a casa, no tengo prisa, nadie me espera, aguardo
de pie, me apoyo en la pared de la entrada, el panel digital indica dos minutos
para el próximo convoy, estoy solo. Llega un matrimonio mayor, ella cojea, va
con dos gemelas, serán, conjeturo, las nietas, me rebasan sin verme, el hombre
camina rápido y mira de soslayo de vez en cuando. Luego viene la mujer con la
que he bajado antes en el ascensor, va leyendo a Dickens, apenas levanta la
cabeza, casi tropieza con una papelera, lleva gafas oscuras, cabello blanco y
un abrigo jaspeado. Una señora con el carrito de la compra y un osito rosa
colgando del bolso cruza rápida ante mí y se sienta, aliviada, en un extremo del
banco. Un muchacho con tejanos y una mochila caqui se detiene cerca de donde me
apoyo, dubitativo, levanta la mirada y ojea el panel de direcciones varias
veces, no pregunta nada, lleva una chaqueta negra y su tez es morena, será
árabe, conjeturo, o del norte de África. Camina hacia adelante y se friega el
sudor de las manos en el bolsillo de atrás de los pantalones, conjeturo que
está nervioso y que puede que tenga motivos para estarlo y ese detalle absurdo
me pone en sobre aviso. Examino a la distancia su mochila caqui, va medio
vacía, imposible llevar una bomba ahí, qué tontería, aunque deben haber
modelitos ligeros y de gran onda expansiva. No puede ser, conjeturo, qué
tontería. Tal vez sea argelino, turco o paquistaní, aún no los distingo. Se
sienta junto a la señora del osito rosa, mira a un lado y al otro, balancea las
piernas como un crío en un columpio, inquieto, se friega convulsivamente las
manos en los pantalones ahora por delante, a la altura de los muslos, me
resulta sospechoso, quizá sí que tenga razones para desconfiar de él o no, y
todo sea una paranoia mía. No puedo evitar que mi vista acabe siempre en él.
Unos jóvenes consultan sus móviles y
miran a una muchacha de cabellos rizados que menea la cabeza con unos auriculares
de casco. Alcanzan el fondo del andén, donde ella patea a ritmo binario y
oscila los brazos. El joven turco o lo que sea se levanta del asiento y rebusca
en un bolsillo algo que desenvuelve y se
mete en la boca, y se vuelve a sentar. Es evidente que está nervioso y me lo
está contagiando a mí. He dejado de apoyarme en la pared, estoy alerta. Una
mujer alta, rubia, con fragancia odiosa a vainilla y una rosa tatuada en cada
mano se sitúa a mi lado y teclea con pulgares largos y hábiles la pantalla de
un móvil rajado en diagonal. El convoy está a punto de llegar. Un chico con
bigote y una carpeta bajo el brazo baja las escaleras de dos en dos.
El
tren entra con la sordina habitual, abre las puertas, todos los pasajeros
suben, incluido el del bigote, el joven africano lo hace en el vagón del medio,
las puertas están abiertas, por unos segundos veo a una de las gemelas saltar
por los aires, a la del osito salir despedida por la ventana con el carrito, a
la mujer de Dickens rodar por el suelo, a los jóvenes, explosionados en
trocitos, minúsculos cristales clavados en los cuerpos de los pasajeros, a la
joven de los dedos largos volar con la ropa hecha trizas, en unos segundos, lo
que dura la parada del tren veo todo esto, incluso hago ademán de avisarles,
cuidado, hay un hombre bomba en el tren, pero no lo hago, por unos segundos.
Las
puertas se cierran, el andén se vacía, aguardo el próximo convoy, no tengo
prisa, de nuevo me quedo solo.
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