martes, 18 de julio de 2017

Relato 173


                                           Paranoia

Estoy en el andén del metro, se acaba de ir, voy a casa, no tengo prisa, nadie me espera, aguardo de pie, me apoyo en la pared de la entrada, el panel digital indica dos minutos para el próximo convoy, estoy solo. Llega un matrimonio mayor, ella cojea, va con dos gemelas, serán, conjeturo, las nietas, me rebasan sin verme, el hombre camina rápido y mira de soslayo de vez en cuando. Luego viene la mujer con la que he bajado antes en el ascensor, va leyendo a Dickens, apenas levanta la cabeza, casi tropieza con una papelera, lleva gafas oscuras, cabello blanco y un abrigo jaspeado. Una señora con el carrito de la compra y un osito rosa colgando del bolso cruza rápida ante mí y se sienta, aliviada, en un extremo del banco. Un muchacho con tejanos y una mochila caqui se detiene cerca de donde me apoyo, dubitativo, levanta la mirada y ojea el panel de direcciones varias veces, no pregunta nada, lleva una chaqueta negra y su tez es morena, será árabe, conjeturo, o del norte de África. Camina hacia adelante y se friega el sudor de las manos en el bolsillo de atrás de los pantalones, conjeturo que está nervioso y que puede que tenga motivos para estarlo y ese detalle absurdo me pone en sobre aviso. Examino a la distancia su mochila caqui, va medio vacía, imposible llevar una bomba ahí, qué tontería, aunque deben haber modelitos ligeros y de gran onda expansiva. No puede ser, conjeturo, qué tontería. Tal vez sea argelino, turco o paquistaní, aún no los distingo. Se sienta junto a la señora del osito rosa, mira a un lado y al otro, balancea las piernas como un crío en un columpio, inquieto, se friega convulsivamente las manos en los pantalones ahora por delante, a la altura de los muslos, me resulta sospechoso, quizá sí que tenga razones para desconfiar de él o no, y todo sea una paranoia mía. No puedo evitar que mi vista acabe siempre en él.
        Unos jóvenes consultan sus móviles y miran a una muchacha de cabellos rizados que menea la cabeza con unos auriculares de casco. Alcanzan el fondo del andén, donde ella patea a ritmo binario y oscila los brazos. El joven turco o lo que sea se levanta del asiento y rebusca en un bolsillo algo que desenvuelve y  se mete en la boca, y se vuelve a sentar. Es evidente que está nervioso y me lo está contagiando a mí. He dejado de apoyarme en la pared, estoy alerta. Una mujer alta, rubia, con fragancia odiosa a vainilla y una rosa tatuada en cada mano se sitúa a mi lado y teclea con pulgares largos y hábiles la pantalla de un móvil rajado en diagonal. El convoy está a punto de llegar. Un chico con bigote y una carpeta bajo el brazo baja las escaleras de dos en dos.
         El tren entra con la sordina habitual, abre las puertas, todos los pasajeros suben, incluido el del bigote, el joven africano lo hace en el vagón del medio, las puertas están abiertas, por unos segundos veo a una de las gemelas saltar por los aires, a la del osito salir despedida por la ventana con el carrito, a la mujer de Dickens rodar por el suelo, a los jóvenes, explosionados en trocitos, minúsculos cristales clavados en los cuerpos de los pasajeros, a la joven de los dedos largos volar con la ropa hecha trizas, en unos segundos, lo que dura la parada del tren veo todo esto, incluso hago ademán de avisarles, cuidado, hay un hombre bomba en el tren, pero no lo hago, por unos segundos.

         Las puertas se cierran, el andén se vacía, aguardo el próximo convoy, no tengo prisa, de nuevo me quedo solo.   

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