Accidente
Había estado
lloviendo toda la noche y los campos que rodean el hospital Collserola de
Barcelona estaban empapados y los caminos que conducen a las huertas cercanas
impracticables y embarrados. Y no parecía dar señales de que fuera a menguar el
temporal. Mi hermano Carlos estaba ingresado en una de las camas de la Unidad
de cuidados intensivos completamente entubado e inconsciente. Habíamos tenido
un accidente con el coche que conducía.
Desde detrás de los cristales de la sala de la UCI le
observábamos sin que diéramos crédito a lo que estábamos viendo y sin poder
estarnos quietos. Madre lloraba, se enjuagaba las lágrimas con un pañuelo de
papel, uno detrás de otro, tenía muchos de arrugados en el cesto, junto al
suelo. Había sido tan repentino. Sólo yo pude entrar.
Carlitos estaba mal, muy mal, con transfusiones.
El accidente le había producido una conmoción cerebral, estaba en coma y había
perdido mucha sangre. Se temía por su vida. La tibia y el peroné de la pierna
derecha las tenía completamente destrozadas, pero eso era lo de menos, una vez
controlada la hemorragia. Estaba con respiración asistida y monitorizado a una
máquina que señalaba sus constantes vitales. Su pulso era débil, de 38
pulsaciones vi, y se mantenía constante. La enfermera no se movía de su lado.
Fue un accidente tonto. No íbamos deprisa. En
una curva oscura había una bolsa de agua en la calzada y no pudo controlar el
coche despeñándonos por el terraplén hasta estrellarnos junto al río. El airbag
le salvó la vida, pero lo dejó maltrecho. En seguida pude pedir auxilio y
alguien avisó a una ambulancia que nos traslado hasta aquí. Padre se
desesperaba, levantaba sus manos al cielo y clamaba misericordia: ¡Dios mío, salva
a mi hijo! La lluvia arreciaba y golpeaba los cristales de la sala de espera
donde se encontraban. El médico les había dicho que las próximas inmediatas horas
iban a ser determinantes. Yo sabía que mi hermano se estaba debatiendo
entre la vida y la muerte. Carlitos es mi hermano mayor, el
más robusto de los dos y con la misma cara que padre. En cambio yo soy
clavadito a madre y algo más flacucho.
Podía escuchar el monótono tictac del
reloj de pared de la sala de urgencias. Pasaba muy lento el tiempo, lentísimo. Afuera, nuestros
padres nos observaban desde las cortinitas arrugadas. Seguían con los ojos
enrojecidos y la mirada de espanto reflejada en sus rostros. Les hice una señal
tranquilizándoles. Carlitos se mantenía vivo y estable, respirando
fatigosamente. La enfermera le prestaba atención y controlaba los viales del
goteo. Se estaba haciendo todo, todo lo médicamente posible. Lo que sucediera
no dependía de los humanos.
Reparé de nuevo en el tintineo del reloj
colgado, agonizaba como mi hermano y me fijé en las herramientas e instrumentos
médicos que la sala contenía. Pequeña, dramática y acogedora, —pensé— con todos
los utensilios que necesitan para atender cualquier emergencia. Carlitos estaba
muy pálido, se me humedecieron los ojos, le cogí de la mano, estaba fría como
de la nevera, le di mi calor, mi afecto, sálvate —le susurré, bajito —,¡sálvate!,
varias veces seguidas. Padres miraban angustiados tras los cristales. Sus ojos
eran enormes. Les envié un beso de esperanza, levanté el pulgar, les sonreí. No
sé si captaron. Sólo nos quedaba esperar, esperar que se recuperara, esperar un
milagro.
Entonces algo empezó a ir peor, el
monitor mandó una señal reiterada de alarma. La enfermera pulsó el botón de
aviso y de inmediato apareció el médico con una bata verde ajada que dijo: ¡rápido,
electroshock!, y aplicó el artilugio sobre el pecho desnudo de mi hermano una y
otra y varias veces, sin obtener respuesta. Siguió ejercitando masajes
cardiacos ahora con sus vigorosas manos, pero Carlitos no reaccionaba, seguía
inerte. El médico, desesperado, masajeaba y sudaba, sudaba y masajeaba. Todo inútil.
Unas lágrimas caían por sus mejillas ante la incredulidad de la enfermera. Se
les había ido. Luego, en el breve silencio que se produjo, pude escuchar
nítidamente el repiqueteo de la lluvia en el tejado, el del reloj avanzando indiferente
segundo a segundo, el dolor de mis queridos padres, el del médico en una
esquina. Se les había ido.
Había venido conmigo, al reino de los difuntos.