martes, 28 de junio de 2016

Relato 118


                                   Accidente

Había estado lloviendo toda la noche y los campos que rodean el hospital Collserola de Barcelona estaban empapados y los caminos que conducen a las huertas cercanas impracticables y embarrados. Y no parecía dar señales de que fuera a menguar el temporal. Mi hermano Carlos estaba ingresado en una de las camas de la Unidad de cuidados intensivos completamente entubado e inconsciente. Habíamos tenido un accidente con el coche que conducía.
           Desde detrás de los  cristales de la sala de la UCI le observábamos sin que diéramos crédito a lo que estábamos viendo y sin poder estarnos quietos. Madre lloraba, se enjuagaba las lágrimas con un pañuelo de papel, uno detrás de otro, tenía muchos de arrugados en el cesto, junto al suelo. Había sido tan repentino. Sólo yo pude entrar.
          Carlitos estaba mal, muy mal, con transfusiones. El accidente le había producido una conmoción cerebral, estaba en coma y había perdido mucha sangre. Se temía por su vida. La tibia y el peroné de la pierna derecha las tenía completamente destrozadas, pero eso era lo de menos, una vez controlada la hemorragia. Estaba con respiración asistida y monitorizado a una máquina que señalaba sus constantes vitales. Su pulso era débil, de 38 pulsaciones vi, y se mantenía constante. La enfermera no se movía de su lado.
         Fue un accidente tonto. No íbamos deprisa. En una curva oscura había una bolsa de agua en la calzada y no pudo controlar el coche despeñándonos por el terraplén hasta estrellarnos junto al río. El airbag le salvó la vida, pero lo dejó maltrecho. En seguida pude pedir auxilio y alguien avisó a una ambulancia que nos traslado hasta aquí. Padre se desesperaba, levantaba sus manos al cielo y clamaba misericordia: ¡Dios mío, salva a mi hijo! La lluvia arreciaba y golpeaba los cristales de la sala de espera donde se encontraban. El médico les había dicho que las próximas inmediatas horas iban a ser determinantes. Yo sabía que mi hermano se estaba debatiendo entre  la vida y  la muerte. Carlitos es mi hermano mayor, el más robusto de los dos y con la misma cara que padre. En cambio yo soy clavadito a madre y algo más flacucho.
         Podía escuchar el monótono tictac del reloj de pared de la sala de urgencias. Pasaba muy  lento el tiempo, lentísimo. Afuera, nuestros padres nos observaban desde las cortinitas arrugadas. Seguían con los ojos enrojecidos y la mirada de espanto reflejada en sus rostros. Les hice una señal tranquilizándoles. Carlitos se mantenía vivo y estable, respirando fatigosamente. La enfermera le prestaba atención y controlaba los viales del goteo. Se estaba haciendo todo, todo lo médicamente posible. Lo que sucediera no dependía de los humanos.
          Reparé de nuevo en el tintineo del reloj colgado, agonizaba como mi hermano y me fijé en las herramientas e instrumentos médicos que la sala contenía. Pequeña, dramática y acogedora, —pensé— con todos los utensilios que necesitan para atender cualquier emergencia. Carlitos estaba muy pálido, se me humedecieron los ojos, le cogí de la mano, estaba fría como de la nevera, le di mi calor, mi afecto, sálvate —le susurré, bajito —,¡sálvate!, varias veces seguidas. Padres miraban angustiados tras los cristales. Sus ojos eran enormes. Les envié un beso de esperanza, levanté el pulgar, les sonreí. No sé si captaron. Sólo nos quedaba esperar, esperar que se recuperara, esperar un milagro.
       Entonces algo empezó a ir peor, el monitor mandó una señal reiterada de alarma. La enfermera pulsó el botón de aviso y de inmediato apareció el médico con una bata verde ajada que dijo: ¡rápido, electroshock!, y aplicó el artilugio sobre el pecho desnudo de mi hermano una y otra y varias veces, sin obtener respuesta. Siguió ejercitando masajes cardiacos ahora con sus vigorosas manos, pero Carlitos no reaccionaba, seguía inerte. El médico, desesperado, masajeaba y sudaba, sudaba y masajeaba. Todo inútil. Unas lágrimas caían por sus mejillas ante la incredulidad de la enfermera. Se les había ido. Luego, en el breve silencio que se produjo, pude escuchar nítidamente el repiqueteo de la lluvia en el tejado, el del reloj avanzando indiferente segundo a segundo, el dolor de mis queridos padres, el del médico en una esquina. Se les había ido.

        Había venido conmigo, al reino de los difuntos.

martes, 21 de junio de 2016

Relato 117

                                        Ángeles     

Viste de azul como la muñeca del cuento canesú pero es un muchacho y su nombre es Ángel. Eso de que los ángeles no tienen sexo es una solemne tontería que se inventaron los del Medioevo, ociosos porque no tenían televisión. Los ángeles son seres vivos y como tales nacen,  crecen, se reproducen, envejecen y mueren. Quien diga que no están vivos, miente. Y quien les niegue el sexo, también. Mi ángel tiene barba blanca y es mayor que yo, que con 50 años soy un chaval a su lado. Y quien asegure que son eternos, miente como un puerco espín o un cuervo. ¿Acaso alguien nos puede mostrar algo que sea eterno entre lo vivo?  Incluso la propia estupidez humana no llega a ser tan eterna como pretendía el gran sabio holandés Erasmo.
          Los ángeles son seres vivos y dotados de alas de verdad y no como estos americanos que vuelan con sus grandes motos pintarrajeadas o aquellas hadas voladoras que se hacían pasar por mujeres policía de la agencia Charlie. Esto se ve en la televisión, pero los ángeles de los que hablo no se ven. Son invisibles para los mortales y con ello no quiero decir que los ángeles sean inmortales, sino simplemente que viven más que los mortales conocidos. Pertenecen al género de los multialatus cosmicus, que al fin y al cabo no deja de ser un género más. Sus alas no son dos como llevan los aviones o la mayoría de las aves conocidas sino que por término medio disponen de cien alas, 50 a cada lado y a lo largo de su volátil piel. Se parecen más a un ciempiés bestial que a un murciélago y cuando se desplazan por el  gran cielo a distintas velocidades causan los vientos y las corrientes de aire, responsables de las tormentas, huracanes y de las mismas lluvias. Se trasladan por infrasonido, como los murciélagos y por eso no los podemos oír, solo vemos los efectos que provocan, que sí son audibles. Tampoco podemos verlos pues al ser tan veloces rozan la velocidad de la  luz y únicamente se pueden apreciar fugaces destellos. Si entornáis los ojos al espacio veréis unas pequeñas bolitas que descienden aleatorias; son las esteras que dejan a su paso vertiginoso, una especie de burbujitas de aire. Popularmente se dice ha pasado un ángel, y es por el remolino que deja al ir tan rápido.
          El ángel azul del que os hablo arregla calderas de calefacción. Como os podéis imaginar cada cual tiene un oficio diferente. Hay zapateros que fabrican zapatos alados, peluqueros que peinan cabellos de ángel, panaderos que elaboran pan de ángel y los más hermosos que se dejan retratar para los textos sagrados. Todos tienen la misma función: velar por nuestra salud, protegernos y busca nuestro mayor confort. De ahí les viene lo de ángeles de la guarda de nuestra infancia, aunque también está el oficio de estar de guardia, mientras la mayoría duerme, para las urgencias. Mi ángel, como os digo, se encarga de mantener con buena combustión la caldera de mi casa, es decir, mi salud.
           A los ángeles les encantan las angelitas y el flirteo (acordaros de san Valentín y su corazoncito flechado) y se enamoran y se reproducen y nacen angelitos blancos, pero también de negros y de todos los colores. Sólo los podemos ver si entrecerramos los ojos, recordarlo. A veces mutan y se convierten en hermosos dientes  de león y no me estoy refiriendo a los animales de África, sino a esas plantitas de largo pedúnculo rematado por una esfera llena de semillas blanquecinas que soplamos para dispersarlas. Con razón decimos entonces que se nos ha ido el ángel (¿o el  santo?) al cielo y se va con sus cien alas multicolores a colonizar paraísos lejanos.
          Los ángeles son energías incorpóreas y se alimentan de nuestros más etéreos pensamientos. A lo largo del día pensamos tanto y tanto que parece que desperdiciemos muchos, mas no es así, pues se convierten en su alimento preferido. El mundo angelical que vemos claramente sólo cuando entornamos los ojos hacia el celeste infinito es verdadero, protector y amable. Cada vez hay más ángeles/as y jerarquías de todo tipo, crecen exponencialmente al alimentarse de nuestros propios pensamientos usualmente baldíos y repetitivos. Un efecto obvio, según mi barbudo ángel azul.       
  

martes, 14 de junio de 2016

Relato 116

                                            Fue      


Fueron dos paradas, tal vez tres, no más, de bus. No podía dejar de mirarla. Ella tampoco. No nos habíamos visto nunca y de repente parecía como si nos conociéramos de toda la vida. O de otras vidas pasadas. Tenía ojos enormes como su boca, cola de caballo en su pelo castaño, pestañas ciclópeas, las movía como si fueran parabrisas. No paraba de mirarme. Me ruboricé. Los hombres no estamos acostumbrados a que nos miren un rato seguido a diferencia de las mujeres. Tendría unos veinticinco años, no más, y yo rondaba los cuarenta y cinco, casado y con tres hijos. Ella, de pie, junto a la puerta de salida y yo sentado en la parte de atrás del bus. Fue un flechazo. Aunque iba bastante lleno sólo estábamos ella y yo. Me enamoré de su sonrisa insinuante, de sus labios carnosos, entreabiertos, ligeramente sonrosados. Tan joven y tan segura. Llevaba una camiseta azul celeste, de manga corta, lisa, el brazo derecho levantado, sujetándose en una de las agarraderas de cuero, la axila rasurada, el ribete del sostén, azul claro. Se balanceaba con las sacudidas del bus, graciosamente y, nosotros, mirándonos absortos en medio de la gente como dos enamorados. Sentí que podía irme con ella a donde ella quisiera, que lo dejaba todo allí mismo, al instante, como un idiota, como un perfecto adolescente. Fueron dos paradas, tal vez tres, no más, pero sin pérdida de tiempo allí mismo la desnudé, descubrí sus senos, eran delicados, se los besé con ternura, apenas un roce con mi lengua, reseguí con saliva sus pezones, ella temblaba y cerraba los ojos, parabrisas abajo, la besé en los labios, al principio suave, sólo caricias, luego con más fuerza, fui entrando mi lengua, la pasión me desbordaba, nos desbordaba, la besé profundo, ella respondía, recorrí los recovecos de su boca con lengua exploradora, ella me correspondía, hundía la suya en la mía, ardíamos en pasión, abrazados, nos bamboleábamos en el bus, me atrapó por las nalgas, me arrastró a la cama, la desnudé del todo, ella veloz, fervorosa, vehemente, me despojó de los pantalones, de los calzoncillos, fuera todo impedimento, sus bragas azules volaron, me las puso en el rostro, olían a sexo de lavanda, a pelo rizado de hermosura. Entre sábanas vaporosas hicimos el amor, no fue un sueño, ella chillaba, qué loca y  nos corrimos no menos de dos veces seguidas. Luego, exhaustos, se vistió rápido y en Lesseps bajó y desapareció para siempre. Fueron apenas dos paradas, no más de tres, en el bus veintisiete.                            

martes, 7 de junio de 2016

Relato 115

                                        Nietzsche (1)

Subyugas, Friedrich, tu prosa es arrolladora, me resulta perturbador conversar contigo, eres un trueno escribiendo, disparando, no en vano te consideras uno de los mejores escritores en lengua alemana de la Historia. Tanta ferocidad escrita contrasta con tu forma de ser apacible, al parecer eras una persona de trato agradable, de buenas formas, que cuidaba su aspecto y encandilaba a su auditorio. Como filólogo fuiste de los primeros pensadores en levantar sospecha sobre el uso del lenguaje y del razonamiento en filosofía. Despiertas y sacudes el pensar tradicional. Y acabaste loco. En tu afán de ir más allá de todo lo establecido ultrapasaste la cordura. Fue el tributo que pagaste por querer vivir libre como tu superhombre, por tu soberbio espíritu poderoso y vital. Más allá del idealismo, más allá de Dios, del hombre y de la moral, de la objetividad en la ciencia y en las leyes, más allá de lo racional fuiste, Friedrich, un raro idealista que rompiste con todo lo que sustentaba tu época, un revolucionario. Cuestionaste la superioridad de la verdad, que la verdad sea superior a la apariencia —dices— es un prejuicio moral. Desde Sócrates y Platón, Occidente ha repetido el mismo error: buscar la verdad en el mundo suprasensible de las Ideas mientras ha despreciado la vida que tiene palpitando delante suyo. Con Sócrates —afirmas— empezó la mentira, la domesticación del hombre a través de una moral asfixiante, represora de los instintos, donde el papel del pensamiento ha sido servir al poder, serle cómplice adornándolo con un intelectualismo aberrante. Durante siglos los filósofos han tejido telarañas creyendo en el lenguaje, apoyando una ideología de control y consolación, como es el cristianismo, una religión de esclavos, heredero de las Ideas platónicas, que ha contaminado Occidente. Aborreces a Platón y a los que le siguen, amas a los presocráticos, los orígenes, cuando la filosofía aún no estaba infectada por el lenguaje. Afirmas que no se dieron cuenta de que se piensa con palabras, un invento humano apto para comunicar, pero limitado e inútil para pontificar verdades o dictar normas morales. Tú los desenmascaras, el filósofo es un hombre con sus necesidades fisiológicas y no está ajeno a lo que enuncia, no es ni puede ser objetivo, imparcial, contigo la filosofía clásica occidental saltó en mil pedazos. No en vano asegurabas ser pura dinamita y no un hombre. El lenguaje es un instrumento y el hombre, antes que filósofo, está en el mundo y como cualquier otro hombre es una suma de apetitos, instintos y pasiones dominado según dices por un instinto básico: el instinto de la voluntad de poder. Voluntad de poder que entiendes como poderosa voluntad de vida, concediendo a lo vital el nuevo valor supremo que sustituye a las ideas. Llevaste la filosofía del intelecto al cuerpo, de la idea abstracta a la vida concreta, del cielo a la tierra. Aseguras con tu energía habitual que el instinto es la mayor forma de inteligencia descubierta. Tu filosofía, Friedrich, es rompedora, emana de tu existencia, y es instintiva, vitalista, apasionada, hoy, se diría anti-sistema, creo. Y acabaste loco.
        La Vida (la tuya y la de todos) es pura pasión corpórea, lucha, dolor, destrucción, tragedia, irracionalidad, caos, sin orden ni finalidad, antiespiritual, materialista y dominada por el azar. Dionisio es el dios que mejor la representa, el que canta, ríe, goza y se embriaga, el que ama lo bizarro, la brutalidad, el que lucha, el que no conoce límites, el que vive a fondo los placeres de la vida, el que rechaza la muerte y se recrea entusiasmado. La existencia del hombre es enteramente terrenal, no hay otro mundo, el hombre es solamente cuerpo, y el alma una parte de su cuerpo. La virtud es toda pasión que dice sí a la vida y al mundo. Atacar forma parte de mis instintos —aseguras— y el cristianismo es el enemigo a batir, representa lo apolíneo, el orden establecido. Se basa en una moral que va contra la vida por cuanto que reafirma como valores la bondad, el desinterés, la renuncia, la abnegación y el sacrificio. Pamplinas, —dices— hay demasiado azúcar en eso de "por los otros". Los puros de corazón son hombres resentidos, educados en una moral para esclavos que empobrece la energía vital ya que la religión saca provecho del sufrimiento. Y leyéndote a veces me pregunto, en especial después del Zaratustra si, ¿no serás tú también un hombre resentido con una sociedad a la que consideras estúpida y ciega sometida a ideas falsas por antinaturales sobre la que descargas agresivamente tu ira y a la que tratas de iluminar con una evidencia que para ti resulta obvia? ¿No estará ahí la causa de tu desespero final? No lo sabremos. ¿De verdad te crees que el hombre (el género humano) hace las cosas sin finalidad? No me lo creo. 
        No te tiembla la voz al afirmar que el hombre bueno existe solamente porque no quiere ver de qué está hecha la realidad, que es ciego y conformista. La iglesia ha convertido al hombre en un ser dócil, enfermizo y mediocre, ha adormecido el animal salvaje que es como todas una moral represora. Donde se predica la compasión se predica el autodesprecio —insistes— todo lo religioso empobrece al hombre, lo anula, presupone que el hombre no sabe ni puede saber, que debe creer en Dios y listo. Dices que no hay una moral universal, por lo tanto la moral no es desinteresada, está al servicio del poder temporal. Es un mazazo. Te lo cargas todo, y reconozco que en muchos aspectos estás en lo cierto, apabullas. Puede que —aventuro— el hecho del darse cuenta ayude a mitigar el sometimiento de unos hombres por otros, o puede que solo sea una huida mía, una cobardía. La moral cristiana, incluyendo la católica y la protestante es —aseveras— una imposición como cualquier otra y depende totalmente de la fe en Dios. Si se le quita la fe, ¿qué queda? Nada, la muerte de Dios, el nihilismo. Dios ha muerto —dices— cuidado no venga nadie a ocupar su sitio. Sin Dios, el hombre es libre. Aunque añadiste: temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática. 
        La muerte de Dios nos afecta a todos, no es la postura de un ateo. El nihilista niega a Dios, niega una verdad moral universal y niega una ética universal. El nihilismo niega toda creencia, todo principio religioso, político y social. Extremadamente radical para mi gusto. Algo habrá que nos permita convivir como humanos y superar las diferencias en paz. Algo que podamos pactar o eso, ¿es idealismo? Visto lo visto hoy, seguramente. La Humanidad se queda así para ti sin la idea suprema de justicia/amor, aterrizas el hombre a la tierra y como nihilista vives, sientes y actúas libremente pero ajeno a los valores corruptos que según tú sostienen la sociedad modernista en la que te mueves. Lo descalificas casi todo, Friedrich. Y acabaste loco.  (Continuará)