Fue
Fueron dos paradas, tal vez tres, no más, de bus. No podía dejar de
mirarla. Ella tampoco. No nos habíamos visto nunca y de repente parecía como si
nos conociéramos de toda la vida. O de otras vidas pasadas. Tenía ojos enormes
como su boca, cola de caballo en su pelo castaño, pestañas ciclópeas, las movía
como si fueran parabrisas. No paraba de mirarme. Me ruboricé. Los hombres no
estamos acostumbrados a que nos miren un rato seguido a diferencia de las
mujeres. Tendría unos veinticinco años, no más, y yo rondaba los cuarenta y cinco, casado y con tres
hijos. Ella, de pie, junto a la puerta de salida y yo sentado en la parte de
atrás del bus. Fue un flechazo. Aunque iba bastante lleno sólo estábamos ella y
yo. Me enamoré de su sonrisa insinuante, de sus labios carnosos, entreabiertos,
ligeramente sonrosados. Tan joven y tan segura. Llevaba una camiseta azul
celeste, de manga corta, lisa, el brazo derecho levantado, sujetándose en una
de las agarraderas de cuero, la axila rasurada, el ribete del sostén, azul
claro. Se balanceaba con las sacudidas del bus, graciosamente y, nosotros, mirándonos
absortos en medio de la gente como dos enamorados. Sentí que podía irme con
ella a donde ella quisiera, que lo dejaba todo allí mismo, al instante, como un
idiota, como un perfecto adolescente. Fueron dos paradas, tal vez tres, no más,
pero sin pérdida de tiempo allí mismo la desnudé, descubrí sus senos, eran
delicados, se los besé con ternura, apenas un roce con mi lengua, reseguí con
saliva sus pezones, ella temblaba y cerraba los ojos, parabrisas abajo, la besé
en los labios, al principio suave, sólo caricias, luego con más fuerza, fui
entrando mi lengua, la pasión me desbordaba, nos desbordaba, la besé profundo, ella
respondía, recorrí los recovecos de su boca con lengua exploradora, ella me
correspondía, hundía la suya en la mía, ardíamos en pasión, abrazados, nos bamboleábamos
en el bus, me atrapó por las nalgas, me arrastró a la cama, la desnudé del
todo, ella veloz, fervorosa, vehemente, me despojó de los pantalones, de los
calzoncillos, fuera todo impedimento, sus bragas azules volaron, me las puso en
el rostro, olían a sexo de lavanda, a pelo rizado de hermosura. Entre sábanas
vaporosas hicimos el amor, no fue un sueño, ella chillaba, qué loca y nos corrimos no menos de dos veces seguidas. Luego,
exhaustos, se vistió rápido y en Lesseps bajó y desapareció para siempre. Fueron
apenas dos paradas, no más de tres, en el bus veintisiete.
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