martes, 27 de diciembre de 2016

Relato 144

                             Venecia  (8)          (Ver relato 133)
La Basílica domina al frente, (Angelina escribe en verde, sin previo aviso, San Marcos, imagino) con la torre del campanile a su derecha y las dos procuradorías (la nueva y la vieja) a su izquierda con más de trescientos cincuenta metros de arcadas donde hay infinidad de bares y cafeterías (como el Florián desde donde también hoy te escribo) y se apiñan turistas sedientos. Entre medio el museo Correr, hoy, el museo municipal de Venecia, un edificio burocrático que enmarca tres cuartas partes partes de la piazza y en el extremo de la procuradoría vieja. En el ala norte de la piazza, como puedes ver en la foto, se encuentra la torre de'll Orologio (del rellotge, decís) con su gran reloj central que señala la hora, los días, el curso de los planetas y estrellas. Arriba, en la torre, están los moros (así les conocemos) que dan las horas golpeando con sus grandes mazos la campana. El palazzo ducale es el edificio gótico de porte tan elegante que está a la derecha de la foto, en el extremo oriental de la piazza del que ya te hablaré otro día y el espacio que ves a su delante es la piazzeta, donde palpita el corazón de Venecia. Rodeada de edificios singulares como la Loggetta, la biblioteca marciana y el propio palazzo ducale, se abre a la laguna en un muelle donde destacan dos grandes columnas: el león de San Marcos en una y San Teodoro en la otra. Majestuosa piazza repleta de la gente más extraña y variopinta, como en tu Rambla... En fin, empiezo por el Campanile: es de ladrillo y  la torre más alta de Venecia con casi cien metros. Antiguamente señalaba la llegada de los barcos y avisaba de los incendios y hoy es atracción turística de visita imprescindible. Desde lo alto, a las doce del mediodía desciende en el primer domingo de carnaval la conocida colombina, todo un acontecimiento, y el águila lo hace cuando concluye el carnaval en el siguiente domingo. Es del XII pero ha sido reconstruido muchas veces. El catorce de julio de 1902 este campanile se desplomó herido por una hendidura mortal. Milagrosamente no hubo víctimas. Un sindicalista llamado Grimani, durante la colocación de la primera piedra, pronunció la famosa dov'era e com'era (donde estaba y como era) que se convirtió en el lema de esta reconstrucción (Ya ves, estoy empollada, es mi trabajo). El campanario actual es del veinticinco de abril de 1912, día de San Marcos, restaurada por un tal Moretti y de momento sigue en pie. Es similar a las torres que tenéis delante de la fuente mágica, pero a mí ésta me parece más hermosa. Desde arriba (hay ascensor) se ve todo el conglomerado de islas, el gran canal, el mar Adriático, las cordilleras alpinas y hasta mi casa de la calle Contarini. Arriba del campanile se encuentra la estatua del arcángel Gabriel, de tres metros, con grandes alas y cuando los vientos soplan con fuerza la figura entera oscila. Aquí decimos que cuando el ángel gira pronto habrá aqua alta y nunca falla. El aqua alta son las mareas altas y suelen presentarse dos veces al año, por primavera y por otoño, dos veces al día y duran unas cuatro horas a lo largo de algunos días. Naturalmente esta piazza se inunda, y si la marea sube metro sesenta sucede la catástrofe, se inunda toda Venecia. Es típico, de foto, pero no te recomiendo vivirlo, ya te expliqué, es horroroso. Entonces es cuando ponemos las pasarelas en la piazza que te conté en una postal. No olvides, Albert, que Venecia es una isla, que forma parte de un archipiélago de ciento dieciocho islas pequeñas unidas entre sí por cuatrocientos cincuenta y cinco puentes y todas, absolutamente todas se están hundiendo. Algún día los turistas y nosotros iremos con escafandra, viviremos en el fondo del mar como las llaves de tu Matarile y sino al tiempo. Si sobrevivimos. Otro imprescindible de aquí es la visita al palazzo ducale. De ese también me encargo yo. Ya te contaré en una próxima. Besos, Ciao! X X X  
PD. ¿Te habrás dado cuenta de que estoy escribiendo en verde, verdad, tonto?
                                                                             (Continuará)


martes, 20 de diciembre de 2016

Relato 143

                                          Elegidos

Podría deciros que soy un matarife, pero os engañaría. Sin embargo, soy un criminal contumaz, he matado hasta ahora seis personas. De esto hace cierto tiempo, pero como parece que la policía se ha olvidado de mí, volveré a matar. No es por vanidad, sino por justicia ¡Estáis avisados! Seguro que sabréis de mí por los periódicos, aparecí en los titulares de los diarios de Barcelona hará unos quince años, soy el asesino astrólogo, el mismo quien ahora os escribe y habla. Comprenderéis que no dé en este aviso publico muchas pistas, soy alguien buscado por la ley, y aunque los investigadores estén perdidos ante mi proceder minucioso e inteligente, debo ser cauteloso. No me jacto, voy con mucho cuidado, ahora con el ADN el asesinato se ha vuelto un oficio peligroso. Matar y salir inmune es más complicado. Desgraciadamente, no puedo negarme, me debo a un imperativo máximo. Por causas desconocidas (tal vez kármicas) la naturaleza me ha elegido y estoy comprometido con la causa divina. No voy solo en este servicio, somos centenares los elegidos en el mundo para aniquilar y cumplir la palabra de la sombra de Dios. Centenares de miles. Me complace el servicio social, lo reconozco. Por seguridad permitidme que sea escueto, sólo os diré de mí que no soy hombre ni mujer, una especie de andrógino. Llamadme, si gustáis, XYZ. Me han calificado de asesino en serie, frío y calculador. Esto me irrita, porque es incierto. Quienes así me condenan desconocen que no soy más que un servidor del mandato celestial. Debo esclarecerlo. Volveré a exponerme, volveré al juego del gato y del ratón, volveré a asesinar, aunque sólo sea para aclarar este terrible malentendido. No es nada personal. No violo ni me interesa el sexo, eso es para gente primaria y yo soy alguien evolucionado. Disfruto matando, eso sí, ver correr la sangre de los interfectos seleccionados me excita, pero respetando siempre las órdenes recibidas. No son al azar, ni mucho menos. Quizá os sorprenda pero quien muere, aún siendo violentamente, lo ha pedido con antelación, está escrito en su carta astral de nacimiento. No soy más que un leal sirviente de los designios de Quien sí sabe, de la  sombra de Dios, uno entre muchos. Contemplar el horror en la cara de las víctimas es lo que más me enerva, es como un orgasmo. La muerte es lo más verdadero que hay, creedme. Es un momento intenso, constituye el clímax, la culminación de un largo proceso de seguimiento, de un plan preciso y un deber inexcusable. En mi caso casi una liturgia, un acto sagrado. Procuro ser un buen oficiante, respetuoso, me esmero en hacerlo lentamente para que la víctima sea consciente del tránsito al que la someto mientras la acompaño tiernamente para ayudarle en este lance que de no ser por mí, sería solitario, triste, casi vulgar. Pero allí estoy yo, auxiliándola, siguiéndole los ojos, ¡pobres, tan desorbitados!, llenos de duda, espanto, incertidumbre, a punto de reventar contra las cuencas enrojecidas. Les permito una muerte digna, y les estimulo a que perciban la belleza de ese instante santo e irrepetible, el instante de su propia muerte. Por lo general, huyen desesperados, casi nadie se atreve a vivir su agonía, no quieren darse cuenta, les asusta, se aferran a la isla desierta de esta vida. Me entristece comprobarlo, se irritan, vociferan, suplican, gimen como niños, quieren rehuir mi cálido abrazo, incluso tratan de agredirme, ¡pobres criaturas!, y se defienden como si pudieran escapar de su destino. Nadie puede escapar de su destino, ni mis víctimas ni los elegidos, ni yo mismo ni vosotros, lectores. Entendedlo bien, nadie. ¡Eso es imposible, pues todo está escrito en las estrellas! Antes de morir con frecuencia les capto una expresión de extrañeza, indefensión a veces, estupor siempre, y poco antes de rendirse, veo perfilar en sus labios y rostro una incógnita, un ¿por qué? ¡No os podéis imaginar cuanta verdad acompaña la muerte! Y sin embargo casi todos mueren sin saber por qué mueren y peor, sin saber por qué han vivido. Os confundís si me llamáis sádico. En absoluto. No soy más que un esforzado trabajador (uno más) que trata de cumplir el encargo (el asesinato selectivo) con la mayor delicadeza posible. No en vano sigo siendo un ferviente defensor de la justicia de la sombra de Dios, de quien no soy más que su instrumento.
         Me conocéis (por la prensa sensacionalista) como el asesino astrólogo, según mi costumbre de dejar junto a la víctima una carta de su signo zodiacal. La policía científica jamás encuentra huellas pues siempre utilizo guantes (mi segunda piel) y en cada uno de los seis asesinatos que he cometido hasta ahora, he tenido el ingenio y la suficiente habilidad (valiéndome de mi condición de andrógino) de disfrazarme en cada caso de personajes diferentes, según lo requería el caso. Todo está milimétricamente estudiado, todo tiene un sentido, (aunque la poli no lo valore y me desprecie) y cada asesinato obedece a un designio superior. No olvidéis que las estrellas mandan. La sombra de Dios me eligió a mí para cumplir con el destino de seres anónimos gracias a mis conocimientos de astrología. A otros muchos por otras habilidades. No es por vanidad, pero veo necesario facilitar a la poli (ignora mucho) algunas pistas para que armen el rompecabezas y limpien mi nombre de asesino en serie por el de un mero servidor. No pretendo asustaros pero os avanzo que esta noche cometeré el séptimo asesinato y la víctima se encuentra entre vosotros, lectores, que me estáis leyendo. No os espantéis, la persona elegida no tiene nada que hacer y la muerte, le prevengo, será dulce, casi empalagosa. Es inevitable, yo sólo soy el brazo ejecutor. Además, ella lo ha pedido con antelación.
          Me estrené como asesino un martes, el dieciséis de octubre de 2001. Marta, la víctima, había nacido un trece de abril de 1978 con el sol natal a veintitrés grados de Aries. Sigo escrupulosamente el orden de las estrellas. El Zodiaco empieza en el punto vernal, a cero grados de Aries, de modo que Marta, una ariana, fue el primer encargo que recibí de mi Superior para, asesinándola, dar inicio a la rueda zodiacal de la mala fortuna. En el día de su muerte el novilunio ocupaba la oposición de su sol radical, mientras que Marte transitaba por Capricornio en cuadratura. La muerte violenta estaba anunciada desde que Marta nació. Trabajaba de asistente social. Era una mujer rubia, de cabello rizado y nariz respingona que ocupaba un cargo importante en el barrio de la Verneda. Recuerdo que era amable y muy voluntariosa por teléfono y que se mostró muy dispuesta a visitar a mi madre paralítica en casa. La cité con engaños (el piso lo había alquilado bajo nombre falso) y cuando confiada se aproximó a mi supuesta madre (era un manojo de escoba, vestida con un delantal a rayas) le golpeé en la cabeza (donde mejor sino para una Aries) con un martillo y cuando se giró llena de sangre la tomé entre mis brazos y le acompañé en la muerte sin necesidad de atizarle ningún martillazo más. Se desangró rápido. Ya lo he dicho: se me quedó mirando interrogativa y le dije que yo no tenía nada que ver, que estaba escrito en su carta natal, que el destino me había puesto en su camino con un martillo en la mano (sentido de Marte en Capricornio) para que se cumpliera lo inexorable. Cuando me recuperé guardé mi disfraz en una bolsa que luego quemaría en la chimenea de casa y  sin dejar rastro alguno de mi presencia en la casa me fui. La carta se la dejé debajo del martillo, cuando la sangre ya se había coagulado.
         La siguiente víctima fue naturalmente un Tauro. Tendría unos cuarenta y cinco años, desconozco el año pero sé que era del tres de mayo. Su muerte violenta le sobrevino un uno de noviembre cuando estaba visitando la tumba de su madre en el cementerio de las Corts. Se llamaba José, era cocinero, orondo y una excelente persona. Fue por envenenamiento y doloroso. Entre las flores que llevaba para ofrendar a su madre se encontraba mezclado con los crisantemos habituales unas cuantas cabezuelas de opio, cargadas de gas mostaza. Se las vendí (iba de encantadora florista) en la entrada del cementerio e incluso le acompañé amablemente (se le veía, pobre, muy compungido por su madre) ante la tumba. Allí, rompí las cápsulas y le propuse que oliera la fragancia. Ingenuo, picó. Empezó a convulsionarse de pie hasta caer al suelo, donde entre otras personas le atendimos. Sus ojos estaban hinchados y echaba espuma y sangre oscura por la boca. Traté de reconfortarle con mi presencia en estos sus últimos momentos, pero me ignoraba. Eso me desconcertó. Con la excusa de buscar auxilio desaparecí de la escena llevándome el ramo de flores. Luego lo incineré. Alguien (el médico Esteva Hoffman) intentó reanimarlo con el boca a boca y cayó también fulminado. Era el Géminis que tocaba. Nacido el veintiocho de mayo de 1960 en aquel fatídico día de noviembre en el que intentó ayudar a un hombre desconocido (a José) que se moría, Urano (lo inesperado) transitaba por su sol radical y además Plutón (el planeta infernal y tóxico) ocupaba la conjunción exacta con su ascendente radical. Una combinación claramente mortífera. El médico murió al instante con la boca emborronada de sangre de José. Había sido un doble encargo, que resolví con finura y elegancia, pero la policía no vio relación alguna entre aquellas dos muertes y servidor, y por eso tuve que mandarles por franqueo ordinario las dos cartas zodiacales que evité dejar por precaución en el lugar del crimen. En fin, torpes, muy torpes.
         El siguiente asesinato sucedió el veintitrés de abril de 2005, y recayó sobre una mujer sensible pero muy pesimista de nombre Andrea. Nacida el catorce de junio de 1971 era una mujer divorciada, que vivía sola. Me las ingenié para caerle bien en el puesto de libros del Hogar del escritor, en el paseo de Gracia. Me hice pasar por el autor de un libro de fama (no os voy a decir por quien, por si decido utilizarlo de nuevo) y ella me solicitó un ejemplar firmado. Escribí: Para Andrea Bifonte, con este libro te entrego mi corazón. Y añadía: con toda mi estima y mis mejores deseos para un futuro de amor. Cuando abandoné el puesto, me estaba esperando. Seducirla fue muy fácil, os ahorro los detalles. En su casa, a la noche, en el baño, la ahogué. Fue muy simple, ella se mostró muy confiada. Simplemente le propuse hacer el amor en la bañera repleta de agua y cuando se sumergió le hundí la cabeza y esperé un par de minutos. Me puso perdido de salpicaduras, pero ella murió bajo el agua, como corresponde a una Cáncer. En ese sábado, veintitrés de abril, el planeta Neptuno transitaba su sol radical y Saturno en dirección primaria estaba en conjunción exacta con la Luna, regente de su carta natal al tener también el ascendente en Cáncer. El destino llamó a su puerta y yo estaba allí para obedecerlo y dejar mi carta de visita. Muy sencillo, no hay ningún dramatismo, sólo opera ley divina.
         La muerte más espectacular fue la de León. Se estrelló contra el collado de Falset cuando practicábamos parapente. Ante un Leo de pura cepa sólo hay que proponerle algo imposible para que lo haga. Son así. Estábamos en lo alto del collado de la Teixeta para practicar nuestro deporte favorito, (yo me hice pasar por experto saltador y había arreglado nuestro encuentro en el club) pero hacía un viento endemoniado. Le dije que lo dejáramos, que era imposible, que ya volveríamos otro día. Seleccioné el ritmo, tono y  palabras apropiadamente para provocar en León una reacción contraria. A más le proponía desistir, más se enardecía. Luego todo vino rodado. Insistió tanto que no me quedó más remedio que proponerle que saltaría después de él. Saltó y el fuerte viento lo arrastró contra la gran mola (como cualquiera hubiera previsto), la tela se rasgó, él no pudo controlar el desequilibrio y en pocos segundos se estrelló contra el fondo del barranco. Mi compañía fue algo más tarde, cuando descendí a pie por una zona algo practicable y pude acompañarle en la muerte. Estaba destrozado, pero consciente. Las piernas descoyuntadas y los tobillos rotos e hinchados. Suerte del casco en la cabeza aunque la tenía lacerada. Le manaba sangre a borbotones por las mejillas. Lo estreché entre mis brazos, le pedí que viviera esos momentos tan intensos, pero mirándome extrañado, se quedó inmóvil y ya no dijo nada. Le cerré los ojos y le puse la carta entre los labios, para dejar constancia de mi actuación, aunque era obvio que había sido un accidente. Sucedió el sábado veintinueve de julio de 2006, el día anterior a su cumpleaños (cumplía treinta y tres) y Saturno en tránsito se encontraba cuadrando su posición radical, el cual estaba conjunto al Sol. De otro lado Mercurio (el planeta alado) se encontraba ese día en oposición a su sol de nacimiento. Demasiados factores de riesgo para salir ileso.
         Ágata fue la sexta víctima. Mujer muy inteligente y suspicaz. Tuve que andarme con gran tiento y diligencia pues estuvo a punto de desenmascararme. Era prostituta, alta, morena y con una ceja caída. Le propuse un servicio, nos pusimos de acuerdo con el precio, quedamos en el hotel Rialto, de la Ramblas, habitación 606, a las veintitrés del día seis de Junio de 2007, miércoles. Fue mi último asesinato y seguramente el más violento. Me ensañe, sin pretenderlo, al verla desnuda en la cama, abierta de piernas diciéndome: métemela, métemela. Obedecí, como un lacayo. El bate de béisbol la reventó por dentro. Siempre han estado delicados los Virgos del bajo vientre. Se desangró. Tuve que taparle la boca con cinta americana para evitar los gritos. Fue muy desagradable, me dejó mal sabor de boca, al mirar mis manos ensangrentadas, casi vomito. Estas mismas manos que ahora escriben y se pliegan para orar, también asesinan sin piedad. Escalofriante. La orden me la había dado la sombra de Dios justo un mes antes: mátala con escarmiento. Estaba escrito en su carta natal. Nacida el jueves cuatro de septiembre de 1980 tenía el Sol en semi-cuadratura con Marte en escorpión (El sexo), el cual recibía la oposición de saturno conjunto a Marte en Tauro desde la casa VIII (la de la muerte). Añadir finalmente que el objeto punzante venía determinado por la posición de Marte en tránsito sobre la constelación radical formada por Sol, Mercurio y Venus, conjuntos en el ascendente radical. La carta se la introduje en la vagina. Ha sido el encargo más horrible que he desempeñado hasta ahora y mi último servicio. He necesitado tomarme años de asueto para recuperarme de la impresión que me causó la muerte de Ágata. La prensa me destrozó, tratándome de sádico y perverso. Yo sólo cumplí una orden superior, no cometí a mi entender ningún delito, obedecí para cumplir con mi destino y con el de la víctima. Ella me eligió de alguna manera que desconozco (misterioso hado) para que llevara a cabo la muerte que ella misma había inconscientemente solicitado. Suena lioso, pero es verdadero. La sombra de Dios manda y yo obedezco: he aquí la clave del destino de cada uno de nosotros.

         Como os he dicho ha transcurrido bastante tiempo sin encargos, pero esto ha llegado a su fin. Las Navidades me sacan de quicio. Esta noche voy a matar a uno de vosotros. Esto es lo que me han encargado. La persona ya está seleccionada y todas las pesquisas realizadas; puedo deciros (no el sexo) pero sí que es lógicamente del siguiente signo, el de Libra. Que no tiemble ni se azore, la muerte es inevitable y tiene garantizada mi acompañamiento. No es algo que se pueda decir siempre. Una pista: estudia Bellas artes y en sus ratos de ocio toca el violín y pinta acuarelas. Nacida a principios de octubre y será una muerte dulce, no violenta, un embeleso. Seguramente no se dará ni cuenta, para mi desgracia y la suya. Será mi vuelta al duro servicio espiritual. XYZ os saluda afectuosamente y os desea unas horribles Navidades.  

martes, 13 de diciembre de 2016

Relato 142

                                           Fin

¿Qué sucede aquí? Acabo de salir del cine, de ver Melancolía, y la noche se enciende, las calles tiemblan, los edificios se derrumban, todo el mundo corre ¡Oh, Dios mío! ¿Qué sucede…


martes, 6 de diciembre de 2016

Relato 141

                                       Verán
       
        —Márchate —gritó— no quiero verte nunca más.
        —Pero, Lucía.
        —¡Ni Lucía ni leches! Coge tus cosas y lárgate de esta casa o llamo a la policía.
        —Verán, es cierto. Anoche me pasé, me pasé cien pueblos. No sé por qué lo hago, por qué bebo, no sé por qué me ensaño luego con ella, con mi Lucía. Si ahora la vieran sentirían lástima, la misma que sentía yo. Me avergüenzo, les aseguro que me avergüenzo de mis actos, de lo que le hice, no se lo merece, lo juro, no sé que me pasó, debía estar loco, debía estar completamente majareta.    
        —Por favor, Lucía, no me eches de casa. ¿A dónde iré?
        —Por mí te puedes ir al mismo infierno, o te buscas una pelandusca y os vais a vivir a la morgue o a una bodega, que viene a ser lo mismo, pero como que me llamo Lucía, tú no vas a volver a ponerme las manos encima nunca más, ¡me oyes!, nunca más, antes te mato. ¿Me escuchas, Alberto?, antes te mato. Te lo juro por mi santa madre que Dios guarde en su seno, que esta vez voy en serio, muy en serio.
         —Y juntó los dedos ante sus labios hinchados, aún sangrantes, y reparé en su rostro tumefacto, en la bolsa de sus ojos inyectados en sangre, en las cejas despobladas, llenas de cortes y hematomas, en las mejillas, demacradas y recubiertas por una piel pardusca y amoratada. ¡Madre, vaya Cristo que armé!, y les confieso que tuve miedo de mi esposa, estaba fuera de sí, enajenada. Tuve miedo de esa mujer humillada y resuelta, miedo del odio de su mirada, de la agresividad de sus palabras, del fulgor del cuchillo de cocina que tomó de la encimera y que empuñaba con la mano derecha, amenazándome.
        —Perdóname, Lucía, perdóname otra vez.
        —Qué te vayas, ¿entiendes?, ¡qué te vayas ya!. Ni ropa ni leches, coges el andante y a la calle, no quiero verte ni un segundo más. ¡Ni un segundo más!
         —Y, verán, me levantó el cuchillo, saben, lo alzó y me señaló la puerta, me hacía gestos para que me fuera, sí o sí, para que dejara casa, nuestra casa, después de treinta años de matrimonio. ¿Qué podía hacer yo, entonces?
        —¡Lucía! —le supliqué.
        —¡A la calle! —me contestó blandiendo el cuchillo ante mí.
        —Entonces, me dirigí hacia la puerta con las manos levantadas, no quería incitarla, estaba sudando, me repetía: mantén la calma, mantenla. Respiraba ruidosamente y carraspeé. Eché una última mirada al comedor de pino macizo, a las sillas y a la figura de porcelana del estante: una pareja de cisnes con los cuellos entrelazados. De la pared colgaba, saben, una fotografía nuestra de hacía años, de cuando aún creíamos que la vida era hermosa, de cuando nos amábamos y queríamos llenar la casa, nuestra casa, de hijos, de muchos hijos.
        —¿Me la puedo llevar? —le pregunté.
        —Lucía miró la fotografía y luego me miró a mí y volvió a la fotografía y moviendo el cuchillo de un lado a otro me contestó que no.
        —Pues, me voy —le dije, entre apenado y dubitativo.
        —Llévatela —añadió, cuando estaba a punto de franquear la puerta.

         —Y, verán, señores del atestado, cuando me acerqué para descolgar la foto ella salió corriendo a la escalera con el cuchillo en la mano y empezó a gritar: socorro, socorro. Entonces vinieron todos a por mí.