Verán
—Márchate
—gritó— no quiero verte nunca más.
—Pero, Lucía.
—¡Ni Lucía ni leches! Coge tus cosas y
lárgate de esta casa o llamo a la policía.
—Verán, es cierto. Anoche me pasé, me
pasé cien pueblos. No sé por qué lo hago, por qué bebo, no sé por qué me ensaño
luego con ella, con mi Lucía. Si ahora la vieran sentirían lástima, la misma
que sentía yo. Me avergüenzo, les aseguro que me avergüenzo de mis actos, de lo
que le hice, no se lo merece, lo juro, no sé que me pasó, debía estar loco,
debía estar completamente majareta.
—Por favor, Lucía, no me eches de casa.
¿A dónde iré?
—Por mí te puedes ir al mismo infierno,
o te buscas una pelandusca y os vais a vivir a la morgue o a una bodega, que
viene a ser lo mismo, pero como que me llamo Lucía, tú no vas a volver a
ponerme las manos encima nunca más, ¡me oyes!, nunca más, antes te mato. ¿Me
escuchas, Alberto?, antes te mato. Te lo juro por mi santa madre que Dios
guarde en su seno, que esta vez voy en serio, muy en serio.
—Y
juntó los dedos ante sus labios hinchados, aún sangrantes, y reparé en su
rostro tumefacto, en la bolsa de sus ojos inyectados en sangre, en las cejas
despobladas, llenas de cortes y hematomas, en las mejillas, demacradas y
recubiertas por una piel pardusca y amoratada. ¡Madre, vaya Cristo que armé!, y
les confieso que tuve miedo de mi esposa, estaba fuera de sí, enajenada. Tuve
miedo de esa mujer humillada y resuelta, miedo del odio de su mirada, de la agresividad
de sus palabras, del fulgor del cuchillo de cocina que tomó de la encimera y que
empuñaba con la mano derecha, amenazándome.
—Perdóname, Lucía, perdóname otra vez.
—Qué te vayas, ¿entiendes?, ¡qué te
vayas ya!. Ni ropa ni leches, coges el andante y a la calle, no quiero verte ni
un segundo más. ¡Ni un segundo más!
—Y, verán, me levantó el cuchillo,
saben, lo alzó y me señaló la puerta, me hacía gestos para que me fuera, sí o
sí, para que dejara casa, nuestra casa, después de treinta años de matrimonio.
¿Qué podía hacer yo, entonces?
—¡Lucía! —le supliqué.
—¡A la calle! —me contestó blandiendo
el cuchillo ante mí.
—Entonces, me dirigí hacia la puerta
con las manos levantadas, no quería incitarla, estaba sudando, me repetía:
mantén la calma, mantenla. Respiraba ruidosamente y carraspeé. Eché una última
mirada al comedor de pino macizo, a las sillas y a la figura de porcelana del estante:
una pareja de cisnes con los cuellos entrelazados. De la pared colgaba, saben,
una fotografía nuestra de hacía años, de cuando aún creíamos que la vida era
hermosa, de cuando nos amábamos y queríamos llenar la casa, nuestra casa, de
hijos, de muchos hijos.
—¿Me la puedo llevar? —le pregunté.
—Lucía miró la fotografía y luego me
miró a mí y volvió a la fotografía y moviendo el cuchillo de un lado a otro me
contestó que no.
—Pues, me voy —le dije, entre apenado y
dubitativo.
—Llévatela —añadió, cuando estaba a punto de franquear la puerta.
—Y, verán, señores del atestado, cuando
me acerqué para descolgar la foto ella salió corriendo a la escalera con el
cuchillo en la mano y empezó a gritar: socorro, socorro. Entonces vinieron
todos a por mí.
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