martes, 26 de enero de 2016

Relato 96

                                    Despedida (1ª parte)   

Lo tuyo, padre, es una muerte anunciada y esa sí de verdad y una preparación para todos. Por fin está llegando tu despedida y la nuestra. Algún día había de ser y ahora, en el mes que precede a tu nacimiento lo has elegido como el momento adecuado. Lo que tú digas, como siempre. Te acompaño hoy, diecisiete de diciembre, como hice ayer y en días pasados, sigues tozudo en tu marcha, en eso de la tozudez no te ha ganado nunca nadie. Llevas días encamado, sin comer ni beber, sólo el suero, la respiración asistida, el cuidado de todos, el final se acerca. Tú lo has decidido así, y resulta admirable tu entereza. Estás semiconsciente y aún así te acaricio los cabellos y retengo tus manos entre las mías, las acaricio, sin que denote movimiento alguno, solo el acto reflejo de apretar los dedos, sin un propósito claro. Me gustaría algún gesto tuyo, alguna señal, algo que me hiciera saber que sabes que estoy contigo, pero bastante tienes con lo que te ocupa, necesitas todo para ti. Lo entiendo, me basta con acompañarte.
        Quiero aún así, ahora, hablarte de ti y de mí. Gracias, padre, por tu fortaleza, por tu presencia enorme, por haberme traído al mundo, por haberte hecho feliz, por haberme hecho a mí. Yo he estado siempre contigo, en especial en los días malos, trabajando juntos en la pastelería desde mi más tierna edad, soportando tus desprecios a mi mano izquierda, a mi zurdera, a tus insultos y celos de pequeño, he resistido a tus agresiones, a tu violencia, al batidor que me tiraste a la cabeza, hiriéndome, cuando dije "ésta" a tu esposa, mi madre. Yo era un crío, padre, ¿cómo pudiste hacerme algo así? También a la humillación que me infringiste cuando a gritos me obligaste a fregar a mano el suelo del obrador en presencia de los trabajadores. ¿Por qué me maltrataste tanto? Yo era un orgulloso, un ignorante, lo que era, no lo olvides, lo aprendí de vosotros. ¿Por qué me castigaste? ¿Por qué no reconociste casi nunca la ayuda que te estaba dando? Trabajando duro a tu lado los días festivos, y los laborables de seis a nueve cuando luego salía hacia el colegio, y negándome más tarde, a mis dieciséis años, que fuera a jugar el campeonato de ajedrez porque era domingo y había que trabajar. Solo accediste, recuérdalo, si empezaba el curro antes, a las cuatro de la madrugada y así lo hice.
         Me explotaste, padre, me obligaste a trabajar como si fuera un negro, y aún así guardo tus pocos momentos de cariño como un tesoro. Tú, tan cerrado, tan bloqueado emocionalmente, (alguna vez te vi llorar por tus padres) tan obsesionado por el trabajo que te olvidaste de nosotros, de tus tres hijos. En las pocas ocasiones que salimos juntos a disfrutar las recuerdo todas, como tú recuerdas la única vez que tu madre te dio un beso. Fue en el mercado de san Antonio, un domingo, de mayor, cuando ibas a casa después del trabajo, al mediodía, me lo contaste muchas veces. Ella sin más se despidió de ti dándote un beso en la mejilla, "adeu, fill", y te quedaste deslumbrado. Fue su única muestra de cariño que recibiste en tu vida. ¿Cómo ibas a darnos afecto cuando tú no lo habías recibido?
        Pero me duele decirte esto, padre, me duele que no me hayas abrazado cariñosamente, que siempre haya sido una especie de burro de carga a tu lado, poquísimos momentos felices juntos, sólo de mayor, aunque siempre he estado cerca y tu presencia era importante para mí. Ahora te vas, todo llega, y debo decirte, padre, que me trataste como a un esclavo. Me aparté de ti, hice mi vida al margen de la tuya, te he respetado, a pesar de tu carácter autoritario y agresivo. Aún así te he querido siempre sin remedio y sobretodo comprendido, siempre me has acompañado en las situaciones difíciles que te he confiado, en las escasas que te he confiado, pues he confiado poco en ti, nunca o casi nunca estabas. Demasiado ocupado en trabajar y en tus asuntos. Me va bien llorar un poco, me he sonado la nariz en un pañuelo de papel y lo he tirado al váter, para qué guardar malos recuerdos, rencores y mucosidades. Te voy a leer esto que estoy escribiendo, necesito liberarlo, decírtelo, "díselo todo antes de que se vaya" —me dijo mi hijo el otro día, él que entiende de estos asuntos. Lo haré. No quiero guardarme reproches, daño ni resquemores, ni zonas oscuras dentro, quiero que lo sepas todo de mí referente a ti, las oportunidades se me acaban, que no me quede con dolor alguno, quedarnos tú y yo en paz, nada en el fondo del cajón. Sé que me has querido con locura y también que te he decepcionado cuando después de la mili decidí no continuar con el negocio familiar, el oficio de pastelero que me enseñaste. No podía cohabitar contigo, con tus exigencias permanentes, con tus irrisorios agradecimientos, sin ningún reconocimiento, me tomaste por un competidor por tu esposa, tenías celos de mí, eso es lo que yo sentía. 
      Sé que moriste un poco, padre, cuando no continué con tu pastelería, pero tú tampoco nos diste, ni a mi hermano ni a mí ninguna facilidad, querías seguir llevando la nave a tu manera y allí no se levantaba una brizna de hierba sin tu permiso. Como Atila. Tampoco ayudaba la imagen que nos transmitiste, la del esfuerzo, sudor y lagrimas. Ni el padecimiento ni la lucha por sobrevivir, ni los nervios, prisas y gritos, ni las preocupaciones siempre económicas, ni un trabajo inagotable y agotador, ni tu eterna insatisfacción. Y el sacrificio intenso sin compensación afectiva. Fuiste cruel con nosotros, padre. Con el ejemplo que nos diste ninguno de tus hijos quiso continuar con tu profesión ¿Cómo hacerlo?   
Así nadie, padre, nadie. Te quedaste solo, pues lo tuyo es el individualismo, el liderar, el mandar, tú el primero en el tajo, y los demás detrás y a obedecer, sin ningún detalle ni agradecimiento de corazón. Seguí yendo a trabajar a tu tienda en las noches de días señalados como Reyes, san Juan o san Pedro, durante años, a echarte una mano, desinteresadamente y casi lo tomabas como una obligación. Sabía que me necesitabas. He de poder leerte eso que te escribo...


martes, 19 de enero de 2016

Relato 95

                                              Pasión              

 Juro que en la sala del gran museo sólo le vi (y con mis propios ojossu camisa roja. Y me emocioné como un valiente y temblé como el crepúsculo. Podía sentir el  bum-bum, bum-bum, bum-bum de mi taquígrafo dentroaquí, en el pecho. Silenciosa, por mi rostro, resbalaba una gota de rocío  atronadora y sigiloso como un presentimiento me acerqué a Silvia, quien callada, silbaba,  encendida, impaciente, y sin decirle un te quiero, silente, insolente, la besé en sus labios rojos, profundos, insinuantes, entreabiertos, tiernos, cálidos, húmedos, lascivos, perversos. Olían a rosa, a Fresia, a frambuesa y a mariposa recién hecha. Todo el mundo se nos quedó mirando, pero nosotros a lo nuestro, en otro mundo estábamos por entero, todo. Camisa roja y corazón taquígrafo fundidos en el centro de la gran sala del Universosolos, sólo por un beso eterno, por un beso que prometía el cielo.


 1 = Pleonasmo.  2 = Sinécdoque.   3 = Comparación. 4 = Onomatopeya.  5= Metáfora.  6 = Antítesis.  7 = Aliteración. 8 = Asíndeton. 9= Sinestesia     10= Hipérbaton.  11= Concatenación. 12= Anáfora. 13 = Dilogía.  14= Prosopopeya. 15 = Paranomasia.

martes, 12 de enero de 2016

Relato 94

                                         Padre                                               (Al mío)

Creo, padre, que has decidido dejar el obrador de tu pastelería. No me extraña, pero te voy a extrañar, te vamos a extrañar. Debes estar cansado, después de toda la vida trabajando, ya va siendo hora debes pensar de que me tome un descanso, un largo descanso. Lo que tú decidas, padre, está bien, siempre está bien cuando un hombre de tu edad decide si continuar viviendo o no. La otra tarde se lo dijiste a mi hermana. He vivido como he querido, he hecho lo que más me ha gustado, trabajar como pastelero, el oficio más dulce del mundo, he tenido pastelería propia como tuvo mi padre, he sido un artista del chocolate, del Cornet, reconocido internacionalmente. Le demostré que podía ser alguien importante. He recibido premios y honores, he alcanzado la cima en este oficio, y estoy satisfecho. He levantado un hogar, una familia, tres hijos, una esposa a la que adoro, y siempre me habéis apoyado, y por todo ello, hija, os quiero dar las gracias. Qué más puede desear un hombre tan trabajado como yo con noventa años. Sabes lo que te digo: ¡Qué me quiten lo bailado!. Estoy bien, hija, estad tranquilos, miro hacia atrás y volvería a hacer lo mismo. Seguro. Hasta aquí hemos llegado —concluiste con una sonrisa franca. 
      ¡Sonreíste, padre, sonreíste en tu estado! Entonces no sabíamos, ¡cómo íbamos a saberlo!, que sería por última vez. Mi hermana me lo contó a la noche, estaba tan contenta: y al final ha sonreído, repetía sin cesar. ¡Qué feliz nos hiciste, padre! ¡Qué contenta se puso también madre al saberlo! Entonces no entendimos que era tu particular y espontánea despedida. Todo eso se lo dijiste claro y distinto a mi hermana con toda tu lucidez cuando aún podías articular palabras y ya no te tenías en pie, estando encamado. 
     Fue la última ocasión, luego empezaste un declive gradual que nadie sospechó, que ninguno de nosotros vimos venir, debacle que aún continua, creo que ahora estás agonizando. No te entendimos, perdona, padre, nuestra ignorancia, no entendimos que fue tu momento del resumen vital y que habías decidido tirar la toalla. Al contrario, pensamos que aceptabas tu ingreso en el centro residencial, que te resignabas, que reconocías que no había alternativa posible y que a partir de ahí todo iba a ir mejor. Sin embargo, al día siguiente todo se precipitó, dejaste de hablar, te expresabas embarullado, aún podías mirarnos, reconocernos, sonreír levemente y besarnos, pero tú estabas distinto, menos colaborador, más distante, como si empezaras a desasirte de este mundo y de nosotros. Te pasabas horas ausente mirando la pared blanca de delante de la cama señalándola como si saludaras a algún viejo conocido, sin saber decirnos qué veías ni con quien  intentabas conversar, aun siendo evidente para ti. Sabíamos que no eran alucinaciones, no estabas tomando ninguna droga, desde el principio nos opusimos, los médicos estuvieron de acuerdo en administrarte solamente medicina natural. Y por encima de todo respetar tu deseo de marcharte de este obrador con dignidad. Bebías del vaso que te acercábamos a la boca, aunque ya temblabas y estabas perdiendo el reflejo de levantar la mano. Enjuagabas el agua antes de tragarla, moviendo los carrillos con soltura. Siempre te ha gustado el sabor del agua embotellada y más la de Bezoya, baja en minerales. Desde las piedras al riñón de hace años no tomas otra agua. Te empezaba a costar tragar la comida y veníamos cada mediodía para dártela, hasta que un día empezaste a escupirla y cerrabas la boca con determinación, moviendo la cabeza, irritado, señalándonos que no. Seguramente ahí empezó el fin. Sabías, padre, porque te lo habíamos dicho decenas de veces que lo último que había que hacer era dejar de comer, que si eso ocurría era el final. Lo sabías y decidiste dejar de comer. Y de beber. De eso hace seis días. 
      Y empezó el suero inyectado para hidratar tus músculos y las heridas en la espalda, las llagas y el colchón de aire y las curas paliativas. Unos días antes, uno que hizo bueno, salimos con la silla de ruedas tú, yo y madre a la calle, tal vez la última ocasión que pisaras la calle y nos fuimos al jardín de delante de la residencia, un hermoso jardín lleno de chopos que el otoño iba desnudando y anduvimos por una alfombra de hojas amarillentas muy hermosas y gruesas. Llevé la silla bajo uno de los enormes árboles, el sol se filtraba por su copa, madre nos acompañaba, hice fotos, las estoy viendo ahora, estáis radiantes, las guardo como un tesoro. Te puse en las manos una hoja grande que escogí del suelo,  —ten padre, cógela —te dije —siéntela. Tú me miraste con timidez, te deslumbraba el sol, te ajusté la gorra, torpemente moviste las manos para intentar agarrar la hoja que te ofrecía, te costaba, al fin la retuviste, me mirabas como un niño mira a su madre. —Siente el color del otoño en tus manos, nota el grosor, tócala. —añadí. La examinaste con los dedos, casi la desmenuzabas, —¿Está rugosa, verdad? Asentiste con la cabeza, y esbozaste una tenue sonrisa. —¿Y carnosa, verdad? Y de nuevo dijiste que sí moviendo el rostro. Luego salimos del jardín y nos sentamos en una  banco de piedra. Te mirábamos, te cogíamos de las manos, te abrazábamos y te besábamos, y te exhortábamos a que nos dijeras algo, cómo estabas, cómo te sentías, cómo podíamos hacer más por ti. 
     Entonces, padre, nunca lo olvidaré, tú me miraste y con un simple gesto me respondiste a todo, moviste la cabeza negando. Me estremecí. Así no querías seguir viviendo, te entendí, sé que lo supiste porque sonreíste un segundo y retornaste a tu mueca seria. Gracias, padre. Así de dependiente, de invalido, de perdido, sin poder aportar nada más de ti, así no te interesaba vivir. No sé si madre se dio cuenta, pero no le dije nada. Al fin y al cabo tú y yo con pocas palabras nos hemos entendido siempre. Fue el primer día que saliste de la residencia, el primero desde que ingresaste,  y ya seguro que va a ser el último que salgas vivo del centro. Estábamos tan contentos madre y yo que te llevamos a tomar un café con leche en la terraza de un bar chino que estaba abierto en domingo. Ese día era el domingo seis de diciembre. Sujetabas la taza con mi ayuda, quemaba, ibas con cuidado, ya escupías el trocito de croissant que te di, ya no querías comer, te lo bebiste todo. Para nosotros fue tu regalo final. Gracias, padre. 
     Hacía poco más de un mes que habías ingresado en la residencia en silla de ruedas, sólo un mes.  Aún podías andar con ayuda del caminador y el Alzheimer no te impedía tener bajo control los esfínteres e incluso comer sólo, con indicaciones. Solo un mes. Luego el bajón ha sido vertiginoso, nos has sorprendido a todos, no lo esperábamos. Puede que con los pañales, te dejó de importar el control de tus necesidades fisiológicas y te abandonaste, debiste sentir que no valía la pena malvivir en esas condiciones y fue cuando de alguna manera decidiste irte. Dejaste de comer solo, ni con ayuda, vino la infección de orina y ahora la pulmonar en la que estás sumido, la tristeza que corroe tu energía vital, el pulmón izquierdo, que te ha postrado en la cama donde aún continuas, con antibiótico inyectado, llevas seis días y seis noches seguidas sin comer y con suero y no reaccionas, con antitérmicos, con oxígeno e infinitos mimos del personal sanitario y de las cuidadoras, mucho mejor atendido que en casa, padre, mucho mejor. 
      Tú nos lo decías al principio, estad tranquilos, yo estoy bien aquí, iros. Sabías que no había sido una decisión fácil para nosotros. Incluso una noche viniste a mí en sueños y me abrazaste con afecto y ternura en una señal que yo interpreté de agradecimiento. Me conmoviste, padre, gracias por venir, nadie esperaba una hecatombe tan repentina, te lo aseguro. Sigues ahí, hombre valiente, tumbado, sin dolor, en la habitación 320, con la boca abierta, exigiendo el aire que se te escapa, respiras fuerte, ruidosamente, seis días sin alimentarte, has perdido mucho peso, la piel la mantienes tersa, elástica, tus poderosas manos que sujetaron las mías de pequeño cuelgan de tus flancos, blandas e inertes, las cojo y las cobijo entre las mías, les doy el calor que quisiera para ti y no reaccionan. Y te escucho respirar acelerado y te acompaño en silencio, y a veces te hablo y te digo que te quiero y que todo está bien y que lo que decidas lo damos por perfecto y que tienes mi permiso, el nuestro, para marcharse cuando quieras y en paz que te lo perdono todo, padre, todo, porque sé que nunca hubo mala intención en ti, inconsciencia si acaso y porque te quiero y admiro, te he querido siempre. 
      Y esta mañana he llorado un poco, lo necesitaba para aliviar mi tensión y me ha ido bien, me ha reconfortado. No sé si mañana continuarás por aquí. Te asusta la muerte, a mí también. Sigues con la mirada perdida, los ojos semiabiertos, absorto, ya ni pestañeas, no dices nada ni expresas nada, ni siquiera aprietas las manos cuando te las acaricio. Tú, el hombre de más coraje y fuerte que he conocido. Ayer esbozaste una ligera sonrisa a madre cuando con su energía habitual te pidió que la besaras. Es lo máximo de lo que eres capaz de aportar en estos momentos. Estás más allá que aquí, te estás preparando la casa en otro lugar, dice mi hijo, que entiende de esas cosas. Y hoy, dieciséis de diciembre, toda la familia sigue pendiente de ti, como tú estuviste de nosotros cuando estábamos mal. Gracias, padre, por haber estado siempre cuando te hemos necesitado. Ve en paz, a dónde sea y cuando quieras ¡Seguimos contamos contigo! 
                                     

PD. Padre falleció el dieciocho de diciembre, hacia las dos de la tarde, poco después de irnos. 

martes, 5 de enero de 2016

Relato 93

                                        Carta   

             Queridos reyes magos:
         Vuestra magia es una caca. Aún estoy esperando la bici de cuatro cohetes a propulsión que os pedí el año pasado y también la pelota del mundo con los países que no están en guerra. ¿Cómo voy a poder verlos sin cohetes en la bici y sin saber a dónde ir? Dice la seño que a un piloto francés de nombre raro, San no sé, le gusta tanto viajar que se ha quedado viviendo en el espacio dando vueltas alrededor de la bola del mundo como un astronauta. Y  que ve todos los mares de la tierra igual a grandes bañeras y que cambian de azules a verdes y de más colores a pardos y  hay barcos de pesca con redes y otros muy grandes con arpones para ballenas y unos largos y aplanados que llevan petróleo y otros con turistas y piscinas, que parecen casas flotantes de lujo y unos que llevan cañones y soldados y hasta aviones pequeños, que son grises y muy feos y la seño dice que los sigue de muy lejos por si acaso no le fueran a disparar y que no puede hacerles fotos porque no tiene móvil, pero yo sí y podría dejárselo, si tuviera mi bici a chorro, que ya os la pedí el año pasado y vosotros, reyes magos, que andáis muy revueltos por Oriente, no me hacéis ni caso.
         También ve todos los bosques de la tierra, ahora menos que cuando él nació, dice la seño, por la intensa deforestación y que cambian de verdes claros a oscuros, muchos verdes diferentes y árboles enormes en la selva con algunos animales como el chimpancé, el mono saltarín, el orangután, que se parece a la seño, y está a punto de extinguirse, los rinocerontes, las gacelas, ¡ah! y los elefantes que hay de dos tipos, unos de África y otros de Asia y según la seño entre ellos no se conocen. Y los ríos que desembocan en  mares muy grandes y que parecen serpientes meneándose por el campo como lagartijas y también a las manos de la seño, muy arrugadas, aunque eso no lo dice ella. Y  los puntos blancos en el campo que son casitas y las grandes ciudades con sus edificios altos y rascacielos y torres con antenas que le dan miedo dice la seño como a mí las agujas en el culete, y los coches y los autobuses y la contaminación y las escuelas, las plazas y la gente corriendo o paseando con sus perros y sus gatos en los parques o jugando en el estanque con sus barquitos de vela.
         Los columpios no puede verlos porque él está muy lejos, muy arriba, casi al cielo y no lleva prismáticos, dice la seño. También que no pasa por encima de los países que están en guerra porque podrían lanzarle una bomba aérea o nuclear o algo así. Yo también quiero una bola donde estén los países que no están enfadados y volar con mi amigo, el navegante espacial, y verlos desde encima y sin peligro. ¡Eso ha de ser tan divertido! Y yo quiero hacer lo mismo, y necesito la bici a propulsión. A veces, en el patio, levanto los ojos para ver si lo veo pasar, pero debe ir a mucha velocidad con sus cohetes a chorro, el sol me deslumbra y no lo veo nunca. Por la noche no vuela porque no tiene linterna ni móvil.
         Le pregunto a la seño por qué se matan los mayores y se nos mima tanto a los peques como nosotros y ella no sabe porque existen las guerras ni los países en guerra ni las armas de guerra, dice que cada vez hay más y de más complicadas que ni ella las entiende y eso me extraña y que es antibélica o algo así y que en Oriente, vosotros, los reyes magos, las guerras no las habéis podido parar nunca. Y eso también me extraña. No sé qué clase de magia tenéis, pero yo creo que es una caca. Ahora ya no estoy seguro de si voy a querer la bici de cuatro cohetes a propulsión o no, ni la bola del mundo de los países en paz, o no. Creo que me voy a esperar a ser algo mayor y a que paréis las guerras con una magia de verdad, no sea caso que me maten los armados o me maree con tanto dar vueltas al mundo. Mejor este año os voy a pedir el libro de mi amigo, el cosmonauta, que la seño dice que se llama El pequeño príncipe, como yo, añade siempre riéndose. Y no sé por qué.