martes, 12 de enero de 2016

Relato 94

                                         Padre                                               (Al mío)

Creo, padre, que has decidido dejar el obrador de tu pastelería. No me extraña, pero te voy a extrañar, te vamos a extrañar. Debes estar cansado, después de toda la vida trabajando, ya va siendo hora debes pensar de que me tome un descanso, un largo descanso. Lo que tú decidas, padre, está bien, siempre está bien cuando un hombre de tu edad decide si continuar viviendo o no. La otra tarde se lo dijiste a mi hermana. He vivido como he querido, he hecho lo que más me ha gustado, trabajar como pastelero, el oficio más dulce del mundo, he tenido pastelería propia como tuvo mi padre, he sido un artista del chocolate, del Cornet, reconocido internacionalmente. Le demostré que podía ser alguien importante. He recibido premios y honores, he alcanzado la cima en este oficio, y estoy satisfecho. He levantado un hogar, una familia, tres hijos, una esposa a la que adoro, y siempre me habéis apoyado, y por todo ello, hija, os quiero dar las gracias. Qué más puede desear un hombre tan trabajado como yo con noventa años. Sabes lo que te digo: ¡Qué me quiten lo bailado!. Estoy bien, hija, estad tranquilos, miro hacia atrás y volvería a hacer lo mismo. Seguro. Hasta aquí hemos llegado —concluiste con una sonrisa franca. 
      ¡Sonreíste, padre, sonreíste en tu estado! Entonces no sabíamos, ¡cómo íbamos a saberlo!, que sería por última vez. Mi hermana me lo contó a la noche, estaba tan contenta: y al final ha sonreído, repetía sin cesar. ¡Qué feliz nos hiciste, padre! ¡Qué contenta se puso también madre al saberlo! Entonces no entendimos que era tu particular y espontánea despedida. Todo eso se lo dijiste claro y distinto a mi hermana con toda tu lucidez cuando aún podías articular palabras y ya no te tenías en pie, estando encamado. 
     Fue la última ocasión, luego empezaste un declive gradual que nadie sospechó, que ninguno de nosotros vimos venir, debacle que aún continua, creo que ahora estás agonizando. No te entendimos, perdona, padre, nuestra ignorancia, no entendimos que fue tu momento del resumen vital y que habías decidido tirar la toalla. Al contrario, pensamos que aceptabas tu ingreso en el centro residencial, que te resignabas, que reconocías que no había alternativa posible y que a partir de ahí todo iba a ir mejor. Sin embargo, al día siguiente todo se precipitó, dejaste de hablar, te expresabas embarullado, aún podías mirarnos, reconocernos, sonreír levemente y besarnos, pero tú estabas distinto, menos colaborador, más distante, como si empezaras a desasirte de este mundo y de nosotros. Te pasabas horas ausente mirando la pared blanca de delante de la cama señalándola como si saludaras a algún viejo conocido, sin saber decirnos qué veías ni con quien  intentabas conversar, aun siendo evidente para ti. Sabíamos que no eran alucinaciones, no estabas tomando ninguna droga, desde el principio nos opusimos, los médicos estuvieron de acuerdo en administrarte solamente medicina natural. Y por encima de todo respetar tu deseo de marcharte de este obrador con dignidad. Bebías del vaso que te acercábamos a la boca, aunque ya temblabas y estabas perdiendo el reflejo de levantar la mano. Enjuagabas el agua antes de tragarla, moviendo los carrillos con soltura. Siempre te ha gustado el sabor del agua embotellada y más la de Bezoya, baja en minerales. Desde las piedras al riñón de hace años no tomas otra agua. Te empezaba a costar tragar la comida y veníamos cada mediodía para dártela, hasta que un día empezaste a escupirla y cerrabas la boca con determinación, moviendo la cabeza, irritado, señalándonos que no. Seguramente ahí empezó el fin. Sabías, padre, porque te lo habíamos dicho decenas de veces que lo último que había que hacer era dejar de comer, que si eso ocurría era el final. Lo sabías y decidiste dejar de comer. Y de beber. De eso hace seis días. 
      Y empezó el suero inyectado para hidratar tus músculos y las heridas en la espalda, las llagas y el colchón de aire y las curas paliativas. Unos días antes, uno que hizo bueno, salimos con la silla de ruedas tú, yo y madre a la calle, tal vez la última ocasión que pisaras la calle y nos fuimos al jardín de delante de la residencia, un hermoso jardín lleno de chopos que el otoño iba desnudando y anduvimos por una alfombra de hojas amarillentas muy hermosas y gruesas. Llevé la silla bajo uno de los enormes árboles, el sol se filtraba por su copa, madre nos acompañaba, hice fotos, las estoy viendo ahora, estáis radiantes, las guardo como un tesoro. Te puse en las manos una hoja grande que escogí del suelo,  —ten padre, cógela —te dije —siéntela. Tú me miraste con timidez, te deslumbraba el sol, te ajusté la gorra, torpemente moviste las manos para intentar agarrar la hoja que te ofrecía, te costaba, al fin la retuviste, me mirabas como un niño mira a su madre. —Siente el color del otoño en tus manos, nota el grosor, tócala. —añadí. La examinaste con los dedos, casi la desmenuzabas, —¿Está rugosa, verdad? Asentiste con la cabeza, y esbozaste una tenue sonrisa. —¿Y carnosa, verdad? Y de nuevo dijiste que sí moviendo el rostro. Luego salimos del jardín y nos sentamos en una  banco de piedra. Te mirábamos, te cogíamos de las manos, te abrazábamos y te besábamos, y te exhortábamos a que nos dijeras algo, cómo estabas, cómo te sentías, cómo podíamos hacer más por ti. 
     Entonces, padre, nunca lo olvidaré, tú me miraste y con un simple gesto me respondiste a todo, moviste la cabeza negando. Me estremecí. Así no querías seguir viviendo, te entendí, sé que lo supiste porque sonreíste un segundo y retornaste a tu mueca seria. Gracias, padre. Así de dependiente, de invalido, de perdido, sin poder aportar nada más de ti, así no te interesaba vivir. No sé si madre se dio cuenta, pero no le dije nada. Al fin y al cabo tú y yo con pocas palabras nos hemos entendido siempre. Fue el primer día que saliste de la residencia, el primero desde que ingresaste,  y ya seguro que va a ser el último que salgas vivo del centro. Estábamos tan contentos madre y yo que te llevamos a tomar un café con leche en la terraza de un bar chino que estaba abierto en domingo. Ese día era el domingo seis de diciembre. Sujetabas la taza con mi ayuda, quemaba, ibas con cuidado, ya escupías el trocito de croissant que te di, ya no querías comer, te lo bebiste todo. Para nosotros fue tu regalo final. Gracias, padre. 
     Hacía poco más de un mes que habías ingresado en la residencia en silla de ruedas, sólo un mes.  Aún podías andar con ayuda del caminador y el Alzheimer no te impedía tener bajo control los esfínteres e incluso comer sólo, con indicaciones. Solo un mes. Luego el bajón ha sido vertiginoso, nos has sorprendido a todos, no lo esperábamos. Puede que con los pañales, te dejó de importar el control de tus necesidades fisiológicas y te abandonaste, debiste sentir que no valía la pena malvivir en esas condiciones y fue cuando de alguna manera decidiste irte. Dejaste de comer solo, ni con ayuda, vino la infección de orina y ahora la pulmonar en la que estás sumido, la tristeza que corroe tu energía vital, el pulmón izquierdo, que te ha postrado en la cama donde aún continuas, con antibiótico inyectado, llevas seis días y seis noches seguidas sin comer y con suero y no reaccionas, con antitérmicos, con oxígeno e infinitos mimos del personal sanitario y de las cuidadoras, mucho mejor atendido que en casa, padre, mucho mejor. 
      Tú nos lo decías al principio, estad tranquilos, yo estoy bien aquí, iros. Sabías que no había sido una decisión fácil para nosotros. Incluso una noche viniste a mí en sueños y me abrazaste con afecto y ternura en una señal que yo interpreté de agradecimiento. Me conmoviste, padre, gracias por venir, nadie esperaba una hecatombe tan repentina, te lo aseguro. Sigues ahí, hombre valiente, tumbado, sin dolor, en la habitación 320, con la boca abierta, exigiendo el aire que se te escapa, respiras fuerte, ruidosamente, seis días sin alimentarte, has perdido mucho peso, la piel la mantienes tersa, elástica, tus poderosas manos que sujetaron las mías de pequeño cuelgan de tus flancos, blandas e inertes, las cojo y las cobijo entre las mías, les doy el calor que quisiera para ti y no reaccionan. Y te escucho respirar acelerado y te acompaño en silencio, y a veces te hablo y te digo que te quiero y que todo está bien y que lo que decidas lo damos por perfecto y que tienes mi permiso, el nuestro, para marcharse cuando quieras y en paz que te lo perdono todo, padre, todo, porque sé que nunca hubo mala intención en ti, inconsciencia si acaso y porque te quiero y admiro, te he querido siempre. 
      Y esta mañana he llorado un poco, lo necesitaba para aliviar mi tensión y me ha ido bien, me ha reconfortado. No sé si mañana continuarás por aquí. Te asusta la muerte, a mí también. Sigues con la mirada perdida, los ojos semiabiertos, absorto, ya ni pestañeas, no dices nada ni expresas nada, ni siquiera aprietas las manos cuando te las acaricio. Tú, el hombre de más coraje y fuerte que he conocido. Ayer esbozaste una ligera sonrisa a madre cuando con su energía habitual te pidió que la besaras. Es lo máximo de lo que eres capaz de aportar en estos momentos. Estás más allá que aquí, te estás preparando la casa en otro lugar, dice mi hijo, que entiende de esas cosas. Y hoy, dieciséis de diciembre, toda la familia sigue pendiente de ti, como tú estuviste de nosotros cuando estábamos mal. Gracias, padre, por haber estado siempre cuando te hemos necesitado. Ve en paz, a dónde sea y cuando quieras ¡Seguimos contamos contigo! 
                                     

PD. Padre falleció el dieciocho de diciembre, hacia las dos de la tarde, poco después de irnos. 

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