martes, 27 de diciembre de 2016

Relato 144

                             Venecia  (8)          (Ver relato 133)
La Basílica domina al frente, (Angelina escribe en verde, sin previo aviso, San Marcos, imagino) con la torre del campanile a su derecha y las dos procuradorías (la nueva y la vieja) a su izquierda con más de trescientos cincuenta metros de arcadas donde hay infinidad de bares y cafeterías (como el Florián desde donde también hoy te escribo) y se apiñan turistas sedientos. Entre medio el museo Correr, hoy, el museo municipal de Venecia, un edificio burocrático que enmarca tres cuartas partes partes de la piazza y en el extremo de la procuradoría vieja. En el ala norte de la piazza, como puedes ver en la foto, se encuentra la torre de'll Orologio (del rellotge, decís) con su gran reloj central que señala la hora, los días, el curso de los planetas y estrellas. Arriba, en la torre, están los moros (así les conocemos) que dan las horas golpeando con sus grandes mazos la campana. El palazzo ducale es el edificio gótico de porte tan elegante que está a la derecha de la foto, en el extremo oriental de la piazza del que ya te hablaré otro día y el espacio que ves a su delante es la piazzeta, donde palpita el corazón de Venecia. Rodeada de edificios singulares como la Loggetta, la biblioteca marciana y el propio palazzo ducale, se abre a la laguna en un muelle donde destacan dos grandes columnas: el león de San Marcos en una y San Teodoro en la otra. Majestuosa piazza repleta de la gente más extraña y variopinta, como en tu Rambla... En fin, empiezo por el Campanile: es de ladrillo y  la torre más alta de Venecia con casi cien metros. Antiguamente señalaba la llegada de los barcos y avisaba de los incendios y hoy es atracción turística de visita imprescindible. Desde lo alto, a las doce del mediodía desciende en el primer domingo de carnaval la conocida colombina, todo un acontecimiento, y el águila lo hace cuando concluye el carnaval en el siguiente domingo. Es del XII pero ha sido reconstruido muchas veces. El catorce de julio de 1902 este campanile se desplomó herido por una hendidura mortal. Milagrosamente no hubo víctimas. Un sindicalista llamado Grimani, durante la colocación de la primera piedra, pronunció la famosa dov'era e com'era (donde estaba y como era) que se convirtió en el lema de esta reconstrucción (Ya ves, estoy empollada, es mi trabajo). El campanario actual es del veinticinco de abril de 1912, día de San Marcos, restaurada por un tal Moretti y de momento sigue en pie. Es similar a las torres que tenéis delante de la fuente mágica, pero a mí ésta me parece más hermosa. Desde arriba (hay ascensor) se ve todo el conglomerado de islas, el gran canal, el mar Adriático, las cordilleras alpinas y hasta mi casa de la calle Contarini. Arriba del campanile se encuentra la estatua del arcángel Gabriel, de tres metros, con grandes alas y cuando los vientos soplan con fuerza la figura entera oscila. Aquí decimos que cuando el ángel gira pronto habrá aqua alta y nunca falla. El aqua alta son las mareas altas y suelen presentarse dos veces al año, por primavera y por otoño, dos veces al día y duran unas cuatro horas a lo largo de algunos días. Naturalmente esta piazza se inunda, y si la marea sube metro sesenta sucede la catástrofe, se inunda toda Venecia. Es típico, de foto, pero no te recomiendo vivirlo, ya te expliqué, es horroroso. Entonces es cuando ponemos las pasarelas en la piazza que te conté en una postal. No olvides, Albert, que Venecia es una isla, que forma parte de un archipiélago de ciento dieciocho islas pequeñas unidas entre sí por cuatrocientos cincuenta y cinco puentes y todas, absolutamente todas se están hundiendo. Algún día los turistas y nosotros iremos con escafandra, viviremos en el fondo del mar como las llaves de tu Matarile y sino al tiempo. Si sobrevivimos. Otro imprescindible de aquí es la visita al palazzo ducale. De ese también me encargo yo. Ya te contaré en una próxima. Besos, Ciao! X X X  
PD. ¿Te habrás dado cuenta de que estoy escribiendo en verde, verdad, tonto?
                                                                             (Continuará)


martes, 20 de diciembre de 2016

Relato 143

                                          Elegidos

Podría deciros que soy un matarife, pero os engañaría. Sin embargo, soy un criminal contumaz, he matado hasta ahora seis personas. De esto hace cierto tiempo, pero como parece que la policía se ha olvidado de mí, volveré a matar. No es por vanidad, sino por justicia ¡Estáis avisados! Seguro que sabréis de mí por los periódicos, aparecí en los titulares de los diarios de Barcelona hará unos quince años, soy el asesino astrólogo, el mismo quien ahora os escribe y habla. Comprenderéis que no dé en este aviso publico muchas pistas, soy alguien buscado por la ley, y aunque los investigadores estén perdidos ante mi proceder minucioso e inteligente, debo ser cauteloso. No me jacto, voy con mucho cuidado, ahora con el ADN el asesinato se ha vuelto un oficio peligroso. Matar y salir inmune es más complicado. Desgraciadamente, no puedo negarme, me debo a un imperativo máximo. Por causas desconocidas (tal vez kármicas) la naturaleza me ha elegido y estoy comprometido con la causa divina. No voy solo en este servicio, somos centenares los elegidos en el mundo para aniquilar y cumplir la palabra de la sombra de Dios. Centenares de miles. Me complace el servicio social, lo reconozco. Por seguridad permitidme que sea escueto, sólo os diré de mí que no soy hombre ni mujer, una especie de andrógino. Llamadme, si gustáis, XYZ. Me han calificado de asesino en serie, frío y calculador. Esto me irrita, porque es incierto. Quienes así me condenan desconocen que no soy más que un servidor del mandato celestial. Debo esclarecerlo. Volveré a exponerme, volveré al juego del gato y del ratón, volveré a asesinar, aunque sólo sea para aclarar este terrible malentendido. No es nada personal. No violo ni me interesa el sexo, eso es para gente primaria y yo soy alguien evolucionado. Disfruto matando, eso sí, ver correr la sangre de los interfectos seleccionados me excita, pero respetando siempre las órdenes recibidas. No son al azar, ni mucho menos. Quizá os sorprenda pero quien muere, aún siendo violentamente, lo ha pedido con antelación, está escrito en su carta astral de nacimiento. No soy más que un leal sirviente de los designios de Quien sí sabe, de la  sombra de Dios, uno entre muchos. Contemplar el horror en la cara de las víctimas es lo que más me enerva, es como un orgasmo. La muerte es lo más verdadero que hay, creedme. Es un momento intenso, constituye el clímax, la culminación de un largo proceso de seguimiento, de un plan preciso y un deber inexcusable. En mi caso casi una liturgia, un acto sagrado. Procuro ser un buen oficiante, respetuoso, me esmero en hacerlo lentamente para que la víctima sea consciente del tránsito al que la someto mientras la acompaño tiernamente para ayudarle en este lance que de no ser por mí, sería solitario, triste, casi vulgar. Pero allí estoy yo, auxiliándola, siguiéndole los ojos, ¡pobres, tan desorbitados!, llenos de duda, espanto, incertidumbre, a punto de reventar contra las cuencas enrojecidas. Les permito una muerte digna, y les estimulo a que perciban la belleza de ese instante santo e irrepetible, el instante de su propia muerte. Por lo general, huyen desesperados, casi nadie se atreve a vivir su agonía, no quieren darse cuenta, les asusta, se aferran a la isla desierta de esta vida. Me entristece comprobarlo, se irritan, vociferan, suplican, gimen como niños, quieren rehuir mi cálido abrazo, incluso tratan de agredirme, ¡pobres criaturas!, y se defienden como si pudieran escapar de su destino. Nadie puede escapar de su destino, ni mis víctimas ni los elegidos, ni yo mismo ni vosotros, lectores. Entendedlo bien, nadie. ¡Eso es imposible, pues todo está escrito en las estrellas! Antes de morir con frecuencia les capto una expresión de extrañeza, indefensión a veces, estupor siempre, y poco antes de rendirse, veo perfilar en sus labios y rostro una incógnita, un ¿por qué? ¡No os podéis imaginar cuanta verdad acompaña la muerte! Y sin embargo casi todos mueren sin saber por qué mueren y peor, sin saber por qué han vivido. Os confundís si me llamáis sádico. En absoluto. No soy más que un esforzado trabajador (uno más) que trata de cumplir el encargo (el asesinato selectivo) con la mayor delicadeza posible. No en vano sigo siendo un ferviente defensor de la justicia de la sombra de Dios, de quien no soy más que su instrumento.
         Me conocéis (por la prensa sensacionalista) como el asesino astrólogo, según mi costumbre de dejar junto a la víctima una carta de su signo zodiacal. La policía científica jamás encuentra huellas pues siempre utilizo guantes (mi segunda piel) y en cada uno de los seis asesinatos que he cometido hasta ahora, he tenido el ingenio y la suficiente habilidad (valiéndome de mi condición de andrógino) de disfrazarme en cada caso de personajes diferentes, según lo requería el caso. Todo está milimétricamente estudiado, todo tiene un sentido, (aunque la poli no lo valore y me desprecie) y cada asesinato obedece a un designio superior. No olvidéis que las estrellas mandan. La sombra de Dios me eligió a mí para cumplir con el destino de seres anónimos gracias a mis conocimientos de astrología. A otros muchos por otras habilidades. No es por vanidad, pero veo necesario facilitar a la poli (ignora mucho) algunas pistas para que armen el rompecabezas y limpien mi nombre de asesino en serie por el de un mero servidor. No pretendo asustaros pero os avanzo que esta noche cometeré el séptimo asesinato y la víctima se encuentra entre vosotros, lectores, que me estáis leyendo. No os espantéis, la persona elegida no tiene nada que hacer y la muerte, le prevengo, será dulce, casi empalagosa. Es inevitable, yo sólo soy el brazo ejecutor. Además, ella lo ha pedido con antelación.
          Me estrené como asesino un martes, el dieciséis de octubre de 2001. Marta, la víctima, había nacido un trece de abril de 1978 con el sol natal a veintitrés grados de Aries. Sigo escrupulosamente el orden de las estrellas. El Zodiaco empieza en el punto vernal, a cero grados de Aries, de modo que Marta, una ariana, fue el primer encargo que recibí de mi Superior para, asesinándola, dar inicio a la rueda zodiacal de la mala fortuna. En el día de su muerte el novilunio ocupaba la oposición de su sol radical, mientras que Marte transitaba por Capricornio en cuadratura. La muerte violenta estaba anunciada desde que Marta nació. Trabajaba de asistente social. Era una mujer rubia, de cabello rizado y nariz respingona que ocupaba un cargo importante en el barrio de la Verneda. Recuerdo que era amable y muy voluntariosa por teléfono y que se mostró muy dispuesta a visitar a mi madre paralítica en casa. La cité con engaños (el piso lo había alquilado bajo nombre falso) y cuando confiada se aproximó a mi supuesta madre (era un manojo de escoba, vestida con un delantal a rayas) le golpeé en la cabeza (donde mejor sino para una Aries) con un martillo y cuando se giró llena de sangre la tomé entre mis brazos y le acompañé en la muerte sin necesidad de atizarle ningún martillazo más. Se desangró rápido. Ya lo he dicho: se me quedó mirando interrogativa y le dije que yo no tenía nada que ver, que estaba escrito en su carta natal, que el destino me había puesto en su camino con un martillo en la mano (sentido de Marte en Capricornio) para que se cumpliera lo inexorable. Cuando me recuperé guardé mi disfraz en una bolsa que luego quemaría en la chimenea de casa y  sin dejar rastro alguno de mi presencia en la casa me fui. La carta se la dejé debajo del martillo, cuando la sangre ya se había coagulado.
         La siguiente víctima fue naturalmente un Tauro. Tendría unos cuarenta y cinco años, desconozco el año pero sé que era del tres de mayo. Su muerte violenta le sobrevino un uno de noviembre cuando estaba visitando la tumba de su madre en el cementerio de las Corts. Se llamaba José, era cocinero, orondo y una excelente persona. Fue por envenenamiento y doloroso. Entre las flores que llevaba para ofrendar a su madre se encontraba mezclado con los crisantemos habituales unas cuantas cabezuelas de opio, cargadas de gas mostaza. Se las vendí (iba de encantadora florista) en la entrada del cementerio e incluso le acompañé amablemente (se le veía, pobre, muy compungido por su madre) ante la tumba. Allí, rompí las cápsulas y le propuse que oliera la fragancia. Ingenuo, picó. Empezó a convulsionarse de pie hasta caer al suelo, donde entre otras personas le atendimos. Sus ojos estaban hinchados y echaba espuma y sangre oscura por la boca. Traté de reconfortarle con mi presencia en estos sus últimos momentos, pero me ignoraba. Eso me desconcertó. Con la excusa de buscar auxilio desaparecí de la escena llevándome el ramo de flores. Luego lo incineré. Alguien (el médico Esteva Hoffman) intentó reanimarlo con el boca a boca y cayó también fulminado. Era el Géminis que tocaba. Nacido el veintiocho de mayo de 1960 en aquel fatídico día de noviembre en el que intentó ayudar a un hombre desconocido (a José) que se moría, Urano (lo inesperado) transitaba por su sol radical y además Plutón (el planeta infernal y tóxico) ocupaba la conjunción exacta con su ascendente radical. Una combinación claramente mortífera. El médico murió al instante con la boca emborronada de sangre de José. Había sido un doble encargo, que resolví con finura y elegancia, pero la policía no vio relación alguna entre aquellas dos muertes y servidor, y por eso tuve que mandarles por franqueo ordinario las dos cartas zodiacales que evité dejar por precaución en el lugar del crimen. En fin, torpes, muy torpes.
         El siguiente asesinato sucedió el veintitrés de abril de 2005, y recayó sobre una mujer sensible pero muy pesimista de nombre Andrea. Nacida el catorce de junio de 1971 era una mujer divorciada, que vivía sola. Me las ingenié para caerle bien en el puesto de libros del Hogar del escritor, en el paseo de Gracia. Me hice pasar por el autor de un libro de fama (no os voy a decir por quien, por si decido utilizarlo de nuevo) y ella me solicitó un ejemplar firmado. Escribí: Para Andrea Bifonte, con este libro te entrego mi corazón. Y añadía: con toda mi estima y mis mejores deseos para un futuro de amor. Cuando abandoné el puesto, me estaba esperando. Seducirla fue muy fácil, os ahorro los detalles. En su casa, a la noche, en el baño, la ahogué. Fue muy simple, ella se mostró muy confiada. Simplemente le propuse hacer el amor en la bañera repleta de agua y cuando se sumergió le hundí la cabeza y esperé un par de minutos. Me puso perdido de salpicaduras, pero ella murió bajo el agua, como corresponde a una Cáncer. En ese sábado, veintitrés de abril, el planeta Neptuno transitaba su sol radical y Saturno en dirección primaria estaba en conjunción exacta con la Luna, regente de su carta natal al tener también el ascendente en Cáncer. El destino llamó a su puerta y yo estaba allí para obedecerlo y dejar mi carta de visita. Muy sencillo, no hay ningún dramatismo, sólo opera ley divina.
         La muerte más espectacular fue la de León. Se estrelló contra el collado de Falset cuando practicábamos parapente. Ante un Leo de pura cepa sólo hay que proponerle algo imposible para que lo haga. Son así. Estábamos en lo alto del collado de la Teixeta para practicar nuestro deporte favorito, (yo me hice pasar por experto saltador y había arreglado nuestro encuentro en el club) pero hacía un viento endemoniado. Le dije que lo dejáramos, que era imposible, que ya volveríamos otro día. Seleccioné el ritmo, tono y  palabras apropiadamente para provocar en León una reacción contraria. A más le proponía desistir, más se enardecía. Luego todo vino rodado. Insistió tanto que no me quedó más remedio que proponerle que saltaría después de él. Saltó y el fuerte viento lo arrastró contra la gran mola (como cualquiera hubiera previsto), la tela se rasgó, él no pudo controlar el desequilibrio y en pocos segundos se estrelló contra el fondo del barranco. Mi compañía fue algo más tarde, cuando descendí a pie por una zona algo practicable y pude acompañarle en la muerte. Estaba destrozado, pero consciente. Las piernas descoyuntadas y los tobillos rotos e hinchados. Suerte del casco en la cabeza aunque la tenía lacerada. Le manaba sangre a borbotones por las mejillas. Lo estreché entre mis brazos, le pedí que viviera esos momentos tan intensos, pero mirándome extrañado, se quedó inmóvil y ya no dijo nada. Le cerré los ojos y le puse la carta entre los labios, para dejar constancia de mi actuación, aunque era obvio que había sido un accidente. Sucedió el sábado veintinueve de julio de 2006, el día anterior a su cumpleaños (cumplía treinta y tres) y Saturno en tránsito se encontraba cuadrando su posición radical, el cual estaba conjunto al Sol. De otro lado Mercurio (el planeta alado) se encontraba ese día en oposición a su sol de nacimiento. Demasiados factores de riesgo para salir ileso.
         Ágata fue la sexta víctima. Mujer muy inteligente y suspicaz. Tuve que andarme con gran tiento y diligencia pues estuvo a punto de desenmascararme. Era prostituta, alta, morena y con una ceja caída. Le propuse un servicio, nos pusimos de acuerdo con el precio, quedamos en el hotel Rialto, de la Ramblas, habitación 606, a las veintitrés del día seis de Junio de 2007, miércoles. Fue mi último asesinato y seguramente el más violento. Me ensañe, sin pretenderlo, al verla desnuda en la cama, abierta de piernas diciéndome: métemela, métemela. Obedecí, como un lacayo. El bate de béisbol la reventó por dentro. Siempre han estado delicados los Virgos del bajo vientre. Se desangró. Tuve que taparle la boca con cinta americana para evitar los gritos. Fue muy desagradable, me dejó mal sabor de boca, al mirar mis manos ensangrentadas, casi vomito. Estas mismas manos que ahora escriben y se pliegan para orar, también asesinan sin piedad. Escalofriante. La orden me la había dado la sombra de Dios justo un mes antes: mátala con escarmiento. Estaba escrito en su carta natal. Nacida el jueves cuatro de septiembre de 1980 tenía el Sol en semi-cuadratura con Marte en escorpión (El sexo), el cual recibía la oposición de saturno conjunto a Marte en Tauro desde la casa VIII (la de la muerte). Añadir finalmente que el objeto punzante venía determinado por la posición de Marte en tránsito sobre la constelación radical formada por Sol, Mercurio y Venus, conjuntos en el ascendente radical. La carta se la introduje en la vagina. Ha sido el encargo más horrible que he desempeñado hasta ahora y mi último servicio. He necesitado tomarme años de asueto para recuperarme de la impresión que me causó la muerte de Ágata. La prensa me destrozó, tratándome de sádico y perverso. Yo sólo cumplí una orden superior, no cometí a mi entender ningún delito, obedecí para cumplir con mi destino y con el de la víctima. Ella me eligió de alguna manera que desconozco (misterioso hado) para que llevara a cabo la muerte que ella misma había inconscientemente solicitado. Suena lioso, pero es verdadero. La sombra de Dios manda y yo obedezco: he aquí la clave del destino de cada uno de nosotros.

         Como os he dicho ha transcurrido bastante tiempo sin encargos, pero esto ha llegado a su fin. Las Navidades me sacan de quicio. Esta noche voy a matar a uno de vosotros. Esto es lo que me han encargado. La persona ya está seleccionada y todas las pesquisas realizadas; puedo deciros (no el sexo) pero sí que es lógicamente del siguiente signo, el de Libra. Que no tiemble ni se azore, la muerte es inevitable y tiene garantizada mi acompañamiento. No es algo que se pueda decir siempre. Una pista: estudia Bellas artes y en sus ratos de ocio toca el violín y pinta acuarelas. Nacida a principios de octubre y será una muerte dulce, no violenta, un embeleso. Seguramente no se dará ni cuenta, para mi desgracia y la suya. Será mi vuelta al duro servicio espiritual. XYZ os saluda afectuosamente y os desea unas horribles Navidades.  

martes, 13 de diciembre de 2016

Relato 142

                                           Fin

¿Qué sucede aquí? Acabo de salir del cine, de ver Melancolía, y la noche se enciende, las calles tiemblan, los edificios se derrumban, todo el mundo corre ¡Oh, Dios mío! ¿Qué sucede…


martes, 6 de diciembre de 2016

Relato 141

                                       Verán
       
        —Márchate —gritó— no quiero verte nunca más.
        —Pero, Lucía.
        —¡Ni Lucía ni leches! Coge tus cosas y lárgate de esta casa o llamo a la policía.
        —Verán, es cierto. Anoche me pasé, me pasé cien pueblos. No sé por qué lo hago, por qué bebo, no sé por qué me ensaño luego con ella, con mi Lucía. Si ahora la vieran sentirían lástima, la misma que sentía yo. Me avergüenzo, les aseguro que me avergüenzo de mis actos, de lo que le hice, no se lo merece, lo juro, no sé que me pasó, debía estar loco, debía estar completamente majareta.    
        —Por favor, Lucía, no me eches de casa. ¿A dónde iré?
        —Por mí te puedes ir al mismo infierno, o te buscas una pelandusca y os vais a vivir a la morgue o a una bodega, que viene a ser lo mismo, pero como que me llamo Lucía, tú no vas a volver a ponerme las manos encima nunca más, ¡me oyes!, nunca más, antes te mato. ¿Me escuchas, Alberto?, antes te mato. Te lo juro por mi santa madre que Dios guarde en su seno, que esta vez voy en serio, muy en serio.
         —Y juntó los dedos ante sus labios hinchados, aún sangrantes, y reparé en su rostro tumefacto, en la bolsa de sus ojos inyectados en sangre, en las cejas despobladas, llenas de cortes y hematomas, en las mejillas, demacradas y recubiertas por una piel pardusca y amoratada. ¡Madre, vaya Cristo que armé!, y les confieso que tuve miedo de mi esposa, estaba fuera de sí, enajenada. Tuve miedo de esa mujer humillada y resuelta, miedo del odio de su mirada, de la agresividad de sus palabras, del fulgor del cuchillo de cocina que tomó de la encimera y que empuñaba con la mano derecha, amenazándome.
        —Perdóname, Lucía, perdóname otra vez.
        —Qué te vayas, ¿entiendes?, ¡qué te vayas ya!. Ni ropa ni leches, coges el andante y a la calle, no quiero verte ni un segundo más. ¡Ni un segundo más!
         —Y, verán, me levantó el cuchillo, saben, lo alzó y me señaló la puerta, me hacía gestos para que me fuera, sí o sí, para que dejara casa, nuestra casa, después de treinta años de matrimonio. ¿Qué podía hacer yo, entonces?
        —¡Lucía! —le supliqué.
        —¡A la calle! —me contestó blandiendo el cuchillo ante mí.
        —Entonces, me dirigí hacia la puerta con las manos levantadas, no quería incitarla, estaba sudando, me repetía: mantén la calma, mantenla. Respiraba ruidosamente y carraspeé. Eché una última mirada al comedor de pino macizo, a las sillas y a la figura de porcelana del estante: una pareja de cisnes con los cuellos entrelazados. De la pared colgaba, saben, una fotografía nuestra de hacía años, de cuando aún creíamos que la vida era hermosa, de cuando nos amábamos y queríamos llenar la casa, nuestra casa, de hijos, de muchos hijos.
        —¿Me la puedo llevar? —le pregunté.
        —Lucía miró la fotografía y luego me miró a mí y volvió a la fotografía y moviendo el cuchillo de un lado a otro me contestó que no.
        —Pues, me voy —le dije, entre apenado y dubitativo.
        —Llévatela —añadió, cuando estaba a punto de franquear la puerta.

         —Y, verán, señores del atestado, cuando me acerqué para descolgar la foto ella salió corriendo a la escalera con el cuchillo en la mano y empezó a gritar: socorro, socorro. Entonces vinieron todos a por mí.      

martes, 29 de noviembre de 2016

Relato 140

                                            Absència

 Queia la tarda. Les ombres s’anaven acomodant pels racons de la casa. Immensa, tota per a ella sola. Neguitosa guaita pel balcó, el carrer és solitari. S’esgarrifa, té frescor, es plega de braços; així s’abriga. El bufet és un santuari. Fotos dels qui no hi són, moltes, rialles desaparegudes, espelmes enceses, s’olora el silenci; una casa enorme tota per a ella sola i se li cau a sobre, sencera, com la tarda. Les cadires alineades davant la taula del menjador, buides. S’hi asseu en una sense esma. Des fa temps el rellotge de paret no funciona. Resta aturat, quiet, com un estaquirot, com ella, ma padrina. Enfosqueix.
            Una daga blava, afilada, un clarobscur del cel s’escola per la balconada i se li clava al cor. Encara el veu assegut en la seva butaca preferida. El veu. Pere! ―exclama, esparverada, però no respon ningú. És absurd, no hi ha Pere, fa mesos que no hi és, li està parlant a la foscor; amb tot, allí hi veu la seva rialla comprensiva, el seu rostre alegre, sa tendresa de bon jan, hi veu al company de tota la seva vida, i per uns segons es reconforta i sospira, però sap que és sola, sola i gran, gran i vídua, vídua i sola i a fosques plora i l’espelma pampallugueja i la casa se li cau a sobre; i des de l’ombra ell somriu, li somriu immòbil amb les cames creuades assegudet en la seva butaca preferida; li sembla atent i ella li parla: “un ram de flors ―li diu ―t’he dut un ramet de flors silvestres, violetes, roses i blauets, i t’he netejat la làpida de les fulles mortes, i a més del que t’he contant aquest matí m’ha passat això, això i això...Què et sembla què he de fer?” I ell l’aconsella en silenci i li fa companyia i li dóna vida. Li dóna vida. Y ella l’escolta en la foscor i li va fent cas mentre a poc a poc va sentint dintre seu com li creix una serpent agra i llefiscosa que li estreny el coll, i li fa mal, és llavors quan com un volcà explota tota la ràbia continguda, quan fora de sí li escridassa: “Carnús, que ets un carnús, per què vas haver d’anar-te’n abans que jo? Per què?, ets un maleït carnús. No havíem fet tu i jo un pacte! Mira que marxar tu abans”.
            I ma padrina deixa de donar cops a l'aire, baixa els braços, s'enfonsa, cansada i plora. Animosa per naturalesa, se sent fluixa, des fa uns mesos no val res, li fa mal el cap, el cor, el ventre, els genolls, la vida. Li pesa la vida, sobretot la vida absent. No sap què més pot fer per seguir amb el seu home, i panteixa i gemega en silenci com cada tarda, com cada dia, desconsolada, gairebé com un espectre en dol.

             Mentre, la nit, impertorbable, es va apoderant de la casa sencera que tota sola se li cau a sobre, immensa, aclaparadora, com una negra llosa.                            

martes, 22 de noviembre de 2016

Relato 139

                                                 Lágrimas
        
        —Desnúdate —le dijo.
          No fue una orden tajante ni una súplica. Yo, que estaba allí, les puedo asegurar que se trató más bien de un deseo vehemente expresado con ternura por un hombre seguro y obviamente acostumbrado a mandar. Ella se tomó su tiempo. No le dijo nada, simplemente le echó un vistazo, le sonrió pícaramente y se puso ante el espejo del armario, mirándose y mirándolo a él reflejado, que en aquel momento ya se había  sentado en la cama. Iba pulcramente vestido con un traje azul marengo y una corbata con jirafitas amarillas. No dejaba de observarla. Ella sonreía y empezó a quitarse la primera prenda, la chaqueta. Abrió el armario y la colgó con sutileza, contorsionándose una exageración encima de sus tacones altos. Movía el culo insinuante como si fuera un saltamontes al acecho, mientras repasaba la chaqueta con la mano para eliminar toda arruga. Reparé que fue entonces cuando el hombre empezó a tocarse la entrepierna por primera vez. Ella cerró de un golpe suave el armario y se dio la vuelta. Estaría a unos dos metros de él y abría y cerraba coquetamente sus pestañas postizas como si fuera un parabrisas y lo mismo hacía con sus torneadas piernas, recubiertas todavía por una medias negras, de rayas, que se abrían y cerraban, acompasadas. Él no decía nada, simplemente miraba y se tocaba. Ella se dejaba admirar y se reía y exhibía unos dientes blanquísimos, insinuantes, y entreabría sus labios rojos, exquisitamente perfilados.
         El hombre se desabrochó la bragueta y hurgó dentro, por los calzoncillos (eran boxers largos y azulados) hasta poder liberar el miembro. Intentó decir algo, pero ella le hizo callar poniéndose los dedos a la altura de la boca, moviéndolos de un lado a otro, incluso introduciéndose uno de ellos ligeramente en la boca, dentro y fuera, por unos segundos. Él, medio cerraba los ojos, se removía en el asiento y aceleraba su mano derecha. ¡Y eso que ella aún estaba vestida! ¡Aún vestida! Empezó a quitarse la blusa transparente (debajo eran evidentes las dos enormes protuberancias que tenía como pechos semiocultos bajo un sostén negro, de punto, con redondeles bordados). Empezó a quitarse —digo— la blusa por el botón del escote, liberando una tras otra las dos bolas que se tambaleaban como gelatina recién flameada y se adivinaban pezones prominentes con una guinda de adorno. La piel blanca apareció de repente helando la mirada, y luego el ombligo, y las curvas de la cadera, quedando de arriba desnuda. Se abrió de brazos para deshacerse graciosamente de la blusa y sus pechos apuntaban desafiantes y tersos directos hacia aquel fascinado hombre.
        Le vi palidecer, incluso temblar, no paraba de agitarse y eso sin moverse del pie de la cama. Tenían reservada la habitación para unas dos horas y como siempre la ventana estaba cerrada, sólo una lámpara de araña en el centro de la sala, colgando del techo y las lamparillas de las dos mesitas. Querían intimidad. Él estaba casado. Ella también, pero con otro hombre. Le gustaban los encargos especiales, sólo era eso. 

        Yo les observaba en silencio, gozaba, yo lo sabía todo. Cuando mi mujer empezó a quitarse delicadamente las medias sólo pudimos oír un profundo jadeo, un suspiro largo, agónico y desesperado, y fijarnos como un sarpullido lechoso salía disparado de aquel hombre hacia el techo manchando la lámpara de lágrimas blancas.

martes, 15 de noviembre de 2016

Relato 138

                                             Trayecto
      
         —Lamento repetírselo, Sr. Narváez, pero debe usted dejar de conducir.
        —Por favor, doctora, se lo ruego, no me pida eso, por lo que más quiera.
        —En la anterior visita le dije muy claramente que usted no estaba en condiciones de conducir, me dijo que de acuerdo, incluso me dio su palabra y sin embargo me acaba de decir que sigue conduciendo.  
        —Tenga en cuenta que siempre hago el mismo trayecto, de Barcelona a Lloret y de Lloret a Barcelona, que voy por la autopista, de día, que voy con mucho cuidado, que me lo conozco de memoria, que necesito ir a Lloret. ¿Me entiende, usted, doctora? Para otros recorridos, por supuesto que voy siempre con mi hijo (y me señalo a mí), sino me perdería. ¿Entiende, doctora?
        —Perfectamente, Sr. Narváez, pero mire usted, este es el problema: la memoria. A su edad no puede conducir bajo ninguna condición, así de simple, sus reflejos no son los necesarios, su vista tampoco, le puede surgir cualquier imprevisto y entonces todos tendremos que lamentarlo (y me miró a mí), debe dejarlo definitivamente por su bien y el bien ajeno, se lo aseguro, Sr. Narváez. Si no me hace caso tendré que avisar a tráfico, puedo hacerlo y debería hacerlo.
        Padre calló, me miró, le brillaban los ojos, le vi apretar las mandíbulas y repasarse los labios con la lengua como si buscara palabras para responderle. Estoy seguro que en aquel momento estaba lamentando haberle dicho a la neuróloga la verdad, haberle dicho que aún conducía, estoy seguro. Podría haberle dicho, por ejemplo: No, no conduzco. No lo he hecho desde que usted me lo prohibió y entonces me señalaría a mí y añadiría: aquí está mi hijo para corroborarlo, siempre que necesito desplazarme y él está disponible, conduce mi hijo, sí, eso es, mi hijo es quien me lleva a todas partes, y entonces me preguntaría ¿verdad, Alex?, y yo asentiría y padre continuaría: pues yo ya no puedo conducir, como usted me dijo. Seguro que estaba pensando que de haberle dicho todo esto se habría ahorrado la bronca y la humillación de esta jovencita de treinta y pocos que con bata blanca y aires de suficiencia le estaba amenazando con denunciarle a Tráfico, a él, un conductor modélico. Se habría ahorrado tragarse las palabras y pasar esta vergüenza ante su hijo. Tenía las manos cogidas y apoyadas sobre el regazo, y se estrujaba los dedos como si quisiera desnudarse la piel. Hubo un silencio largo.
         Reparé entonces en mi padre. Calvo desde hacía mucho tenía manchas oscuras en la piel de la cabeza, llevaba el traje de siempre, el de chevió verdoso con chaleco y una corbata rayada a juego. ¿Será también este traje el que le pongan cuando esté en la caja?, pensé en aquel momento, aunque sé que es un disparate. Con todo, ochenta y ocho años no dan para mucho más. No he conocido a nadie más fuerte que mi padre, ni más trabajador, ni más activo. Sin embargo, debo reconocerlo, ahí sentado con su trajecito verde me pareció de repente un pobre anciano, un desvalido, alguien amado que me estaba implorando con una mirada medio perdida que dijera algo, que le defendiera ante aquella joven insensible que le quería arrebatar la única libertad que le quedaba.
        —Doctora Royo, —dije— no se preocupe, padre no va a conducir más. No hace falta que avise a Trafico, yo le llevaré a todas partes, incluso a Lloret, todas las veces que hagan falta. Sabe usted, allí está la tumba de su esposa, de mi madre, recientemente fallecida. No padezca por nada, le agradecemos su interés, gracias.

        Y levantándonos nos fuimos sin darnos la vuelta. Padre me miraba como cuando yo era su amado niño en Lloret, y me sonreía pícaramente.

martes, 8 de noviembre de 2016

Relato 137

                                        Quizás

Dijo que el espacio y el tiempo absolutos de Newton se habían acabado, que desde Einstein el espacio y el tiempo configuraban una nueva dimensión, la cuarta, y que dependía de la materia y de la energía. Que lo absoluto se nos está acabando a medida que avanza la ciencia —enfatizó— y que actualmente lo único que se mantiene absoluto es la velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo de la luz. 
        Me encontraba en la segunda fila de la sala, junto a una columna de mármol muy cerca de la puerta de salida. El local estaba abarrotado y tenía la intención de irme tan pronto terminara la charla. Mi pequeña Ángela me esperaba, la había dejado con una canguro y no disponía de mucho tiempo. Había hecho lo imposible para asistir a esta conferencia y tomaba notas de lo  que decía la mujer que la estaba dando, una mujer sabia, doctora en física y química, muy respetada en el paraninfo y que iba desgranando una especie de lección magistral mientras deambulaba de un lado al otro de la tarima con el micro pegado en la boca, sonriendo y empleando el tono afable y didáctico de quien está acostumbrada a dar clases. 
        Dijo que Einstein había dado el segundo paso hacia la liberación de los absolutos y situó el primero en la revolución copernicana, cuando el ser humano dejó de ser el centro del universo. Explicó que el tiempo es una noción subjetiva, como decía Kant —apuntó— y que es un concepto científicamente necesario, pero cuestionado.  Dijo que habían voces reconocidas —citó al físico Barbour, de Oxford— que sostienen que hasta la propia noción del tiempo es una falacia y pronosticó con buen humor que con el tiempo se llegará a demostrar que el tiempo no existe, e hizo una pausa y todos reímos la ocurrencia, sin duda para distender la charla. Luego adujo que no era más que un concepto matemático, todavía útil, pero irreal y que el universo era ajeno al tiempo subjetivo y a los intereses humanos, y que simplemente fluye como en una película y que como tal algún día será posible rebobinarlo. Nos aclaró que la distancia más corta en el espacio-tiempo no es la línea recta, sino la línea que se pliega y nos habló de la teoría de las cuerdas, de la que era una defensora. Esta teoría aún en fase de investigación —recalcó— pretende aunar en una sola las teorías gravitacional y cuántica y considera que el Universo posee muchas más dimensiones de las que ahora se le suponen, y que tanto las partículas físicas como las ondas no son más que simples vibraciones de cuerdas increíblemente minúsculas con capacidad para vibrar y transmitir información, que dijo era el valor más universal posible, otro absoluto, señaló, y todos reímos de nuevo la gracia de los absolutos.     
        Fue entonces, en esta pausa, cuando se me vino a la cabeza la frase inicial del Génesis, aquella de que  En el principio fue el verbo y pensé: ¿qué era la palabra sino información?
        —Perdone, doctora, —le pregunté —¿Dónde sitúa la teoría de  las cuerdas a Dios?
        Se produjo ruido de voces, oí hasta chasquidos de lengua y noté miradas de desaprobación seguido de un silencio espeso, casi insultante.
        —Dios es una hipótesis que situamos en la resultante de las vibraciones de las cuerdas, en la música de la gran orquesta, un producto final: la sinfonía. Dios no estaría en el principio, Dios no es creador ni ordenador de nada, Dios, dentro de nuestra teoría, no es más que un encuentro, una consecuencia inevitable de la correcta alineación o comunicación entre diversas capas o dimensiones vibratorias hasta obtener por ensayo y error la vibración más armónica, la suprema vibración armónica. No es un absoluto, sino un producto final —concluyó.

         Cuando reanudó la conferencia, miré el reloj, tenía que irme, me levanté y discretamente me fui. Afuera, la noche cubría el cielo con un manto espeso y húmedo, plagado de estrellas. Encendí un cigarrillo y observé cómo el humo se adentraba en la niebla. Avancé ligero hacia el Metro con las manos metidas en los bolsillos del anorak, echando de vez en cuando caladas y vistazos furtivos a la sotana estrellada e inmensa que cubría mi cabeza. Ahí reside interconectado, columpiándose en infinitas cuerdas invisibles el pasado de toda la humanidad, de los que viven y de los que han muerto, puede incluso de los que han de venir —me dije,  mirando al cielo sin detenerme— y también nuestro pasado, el de mi Ángela, y el de su madre, y tal vez algún día, se me ocurrió de pronto mientras fluía veloz como una sombra entre vehículos aparcados, quizás algún día tenga la oportunidad de poder enmendarlo. 

martes, 1 de noviembre de 2016

Relato 136

                                         Oscuro

La callejuela estaba poco iluminada, tal vez  porque algunas farolas tenían las bombillas fundidas, rotas o desconectadas, lo que fuera, pero eso era algo que a él no le inquietaba. Me refiero a mi amigo Enrique Gracia Montes, de sesenta y seis años, enviudado recientemente, que abordó el callejón oscuro despacio y con los ojos pegados al suelo, caminando muy atento a los desconchados del adoquinado y a sus agujeros, con las manos metidas en el abrigo, un cigarrillo negro humeante entre los labios y una gorra vieja de marinero como sombrero. Si la escasa luz lo permitiera, si pudierais verle de cerca, verías un rostro demacrado, hendido por profundas arrugas, una nariz sobresaliente y unos ojos pequeños,  chispeantes de anís, hundidos en el fondo de unas cuencas de piel abarquillada. Si pudierais verlo de cerca verías la viva sombra de un hombre descoyuntado, eso es lo que, sin duda alguna, veríais. Juan se detuvo ante unos zapatos rojos con hebilla, de tacón alto y medias de malla, negras. Levantó la vista lentamente, escupió de modo rutinario el cigarrillo tras una larga calada, retuvo el aire unos instantes  y luego, evitando echarle el humo a la cara, le preguntó:
       
            —¿Cuánto?

        No sé qué le respondió la joven, sólo que él hizo un gesto con los hombros como si pensara “qué diablos” y apresurando el paso por la estrecha callejuela, aún con las manos en el bolsillo, se vinieron  a mi apartamento.   

martes, 25 de octubre de 2016

Relato 135

                                      Posesivos

        —Sabes, Anna, mi amigo Juan es un tipo raro. Le conozco desde hace muchos años, pero últimamente está como una cabra. Cada vez que hablo con él insiste en que no le cite por sus apellidos verdaderos (Ramos Garcés) sino que los simplifique por el de Ego. Además dice que los posesivos deberían casi desaparecer del diccionario y dejarlos sólo como indicativos en el uso cotidiano y también los pronombres personales, pero yo le digo que cómo haremos para diferenciar lo que es de uno de lo que es de otro. Dice que esto carece de importancia, que nadie tiene derecho a poseer nada, pues el sustento común es el planeta y de hecho —se empecina— todo pertenece al fin y al cabo al planeta. Yo alucino. Pero él está empeñado y siempre me dice: que sí, Adolfo Ego (insiste también en llamarme así) que los posesivos no existen, que son partículas del lenguaje para comunicarnos y diferenciar responsabilidades, un invento del fisco, pero que no denotan posesión de nada, que nadie puede poseer porque nada es de alguien. Que el error nace con el lenguaje que está contaminado, pues vamos a ver (y entonces se pone muy serio) una cosa es la palabra y otra muy distinta el objeto denotado. 
         —Mira— y me señala la mesa —ves, esto es una mesa.
         —Sí, claro, —le contesto.
  —Y, ¿por qué es una mesa?
         —Pues porqué en castellano nos hemos puesto de acuerdo en llamar a esta cosa, mesa, al igual que hacen los franceses o los ingleses cuando le nombran table, o aquí en Cataluña cuando le decimos taula. Son convenciones para entendernos y por eso tenemos una Real Academia de la Lengua para ir actualizando vocablos a medida que van apareciendo nuevos objetos.  ¿Sí o no, Juan Ego?
         —Sí y no, amigo Adolfo Ego, sí y no es un oximorón. A ver, esta mesa está aquí, ambos la estamos viendo con toda claridad, cuadrada, con sus vetas marrones y sus cantos redondeados, de acuerdo, es una mesa, tenemos muchas imágenes distintas de mesa en nuestras cabezas tantas como experiencias respectivas y con todo podemos detectar que esta cosa que tenemos aquí delante se parece al prototipo mental presente en el cerebro de cada cual y decimos mesa, de acuerdo,  pero vamos a ver, señálame un mi o un tuyo o siquiera un yo.
         —Yo soy yo, y tú eres tú y esta mesa es de este bar, de su propietario, para ser exactos, del Sr. Alquezar.
        —Pero no te das cuenta, amigo Adolfo Ego, que estás haciendo un uso inapropiado del lenguaje. La mesa está aquí, la vemos, la tocamos, sostiene estas cervezas, de acuerdo, pero el yo y el tú y tantas y tantas partículas como las preposiciones y las conjunciones y muchos otros elementos del lenguaje no tienen cuerpo físico, no existen en la realidad cotidiana, son puras entelequias mentales. Uno no va caminando por la calle y se encuentra un qué interrogativo preguntándote por el bar Alquezar, por ponerte un ejemplo.      
        —¿Y eso a donde nos lleva?
        —Simple, que salvo los objetos físicos tangibles nada es lo que parece y aún éstos depende de quien y cuando se miran. En principio hay muchas cosas del lenguaje que no tiene correspondencia con la realidad, que no existen, que son un invento humano. Además, las palabras que se corresponden con objetos van cargadas por la emoción particular con las que cada cual las ha asimilado en su memoria. Cada objeto incide diferente en cada persona, emociona distinto, impresiona distinto. Cada uno crea en su cerebro una imagen mental propia, y aún así, somos capaces de ponernos de acuerdo sobre algún objeto físico que ambos estamos percibiendo al unísono y esto es algo fantástico.
        —Pero tú estás hablando del nominalismo, ¿verdad, Juan Ego?
        —No exactamente. Cuando salgamos del bar la mesa seguirá estando aquí, aunque nosotros no la percibamos, tal vez algún día deje de estar, pero de momento no es previsible, nada es seguro, claro, pero presumiblemente continuará. Los nominalistas decían que dejaba de existir por el simple hecho de que la dejaban de ver. En otras palabras negaban la posibilidad de la abstracción, de referirse a algo no presente físicamente. Si cerramos los ojos podemos imaginar esta mesa, incluso las cervezas o podemos hablar sin verlo del mostacho del Sr. Alquezar o de su delantal a cuadros tan manchado. ¿Verdad que podemos hacerlo sin que nos sea necesario percibirlo ahora mismo físicamente?
        —Claro, porque tenemos la imagen de este hombre gordinflón en nuestras cabezas, porque hemos hablado con él  en ocasiones anteriores y la memoria nos ayuda a describirlo en un sencillo ejercicio de abstracción.
        —Es decir, Adolfo Ego, gracias a la memoria, la abstracción es posible. Sostengo que sólo podemos abstraer aquello que recordamos, de forma que la abstracción de lo que no está en la  memoria no es accesible a nuestra mente y todo intento de ir más allá y dar rienda suelta a la imaginación es un error.
        —La abstracción no es sólo una imagen mental simplificada de algo propio percibido exteriormente o sentido internamente, ya que podemos abstraer cosas que no existen, imaginar fantasías, dar veracidad a ideas divinas. La abstracción de algo no experimentado por la mente es factible pero no verdadero,  pensamos con palabras, no con objetos, no podemos ir más allá de las palabras sin riesgo de equivocarnos. La metafísica no es posible pensarla, sólo sentirla. ¿Es eso lo que quieres decir?
        —Ahí está el problema, Adolfo Ego, que concedemos realidad a palabras que no las tienen y entonces es un todo vale. De ahí el lío monumental en que la sociedad se mueve, otorgando verdad a partículas auxiliares del lenguaje que carecen de entidad real y a abstracciones mentales que no tiene ningún soporte físico. De ahí mi rechazo frontal a todo uso del lenguaje que vaya más allá del indicativo y especialmente con el abuso de pronombres personales y posesivos, verdadero bastión del egoísmo humano. Son muchísimas las personas que se creen poseer realmente cosas y hasta seres vivos cuando ni siquiera se poseen a sí mismos y todo porque están cegados por un uso aberrante del lenguaje. ¿Cómo que no lo ves? El exceso de importancia que se concede a los posesivos alimenta y nutre el ego de cada persona y para clarificar los términos es por lo sugiero llamar a cada cual por su ficticio apellido, el del ego, el auténtico motivador de los actos humanos en su buena mayoría. 
        —¿Y las emociones, qué sucede con las emociones, pues no hay que yo vea emociones corriendo por la acera o cruzando el semáforo, acaso no existen las emociones, Juan Ego?     
        —Entonces, Anna, es cuando se apasiona, se me queda mirando fijamente y alzando un poco la voz vuelve al rollo de siempre: que la emoción es una cosa distinta de la palabra emoción, que la emoción existe sencillamente porque se manifiesta irrefrenablemente, pero que están adulteradas por el abusivo uso del lenguaje, que el lenguaje ha cosificado las emociones hasta lo increíble, que ya nadie sabe lo que es el amor o la caridad o el respeto y que sucede igual con los sentimientos que se han vuelto prosaicos, que el mal uso del lenguaje ha brutalizado el mundo y ha vuelto insensibles e inclementes a los seres vivos pensantes o no, enfermando a la sociedad. Vivimos demasiado aprisa para recaer en la importancia de los detalles y nos matamos por palabras que en muchas ocasiones sólo señalan. No se ve aún que las palabras son meras auxiliadoras de la realidad con un carácter limitativo y sin entidad propia.

        —En fin, Anna, te podría seguir y seguir hablando de él pero es un pesado de mucho cuidado, siempre está repitiendo lo mismo, ya me tiene aburrido. No quise discutirle, ni le propuse nada más, me acabé la cerveza, le dije que había quedado contigo, con Anna Ego, sonreí y salí, dejando cuatro euros sobre la mesa. Cada vez tengo más claro que Juan Ego no tiene remedio, aunque sí, es cierto eso de que nos tomamos las palabras demasiado en serio ¡A mí me están afectando! Creo que un día de estos dejaré de verlo, no vaya a querer quitarme también el nombre y me enferme al quedarme únicamente en el estoico anonimato (que también es un nombre, por cierto). 

martes, 18 de octubre de 2016

Relato 134

                                         Rebanadas
       
         —¿Integral o blanco?
        —Tanto da con tal que no se rompan.
        —¿Oye, Lidia?, a ver, en este de integrales, de Siluetas, dice en letras de molde que no se rompen, claro que de la publicidad no puedes fiarte.
        —Pues de algo habrá que fiarse. Coge dos paquetes de esta marca. ¡Ah, Carlos!, coge también uno de azúcar de kilo y uno pequeño de maicena, y a ver si encuentras canela en rama. Me voy al pescado, que veo poca cola.
        —Vale. ¿Oye, qué vas a hacer crema?
        —Sí, claro, el domingo, para cuando vengan tus padres, que les encanta.
        —¡Ah, es verdad!, mis padres.
        —He pensado que si encuentro cuatro lenguados nos irá perfecto. Lo haré a la plancha y le pondré unos cuantos níscalos que seguro les gustará. De entrantes un aperitivo con vermú, un poco de ensalada mixta y comida resuelta.
        —Recuerda que a padre no le van las espinas.
        —Ya. La última vez comimos rape y con el lenguado sólo hay que tener cuidado con las espinas de los lados, la del medio es grande. Si hace falta, hasta se las puedo quitar. ¿Como lo ves, Carlos?
        —Vale. La última vez fue cuando hablaron de aquello, ¿verdad, Lidia?
        —Sí.
        —Ya me gustaría tener el valor que ellos demuestran.
        —Y a mí, Carlos, y a mí. Pero igual la edad influye. Yo creo que sí.
        —84 años, y van y nos dicen que han firmado un testamento vital ante notario. Da yuyo ¿verdad? Y que me han nombrado albacea. ¡Madre mía!
        —Sí, pero algún día nos lo tendremos que plantear también nosotros. Tu madre tiene mucha razón cuando dice que ella no quiere vivir si no puede ser ella misma. ¿Qué sentido tiene prolongar artificialmente una vida conectándola a una máquina? ¿Dónde está ahí la dignidad humana? ¿Has encontrado la canela?
        —Sí, pero no suelta, ahora la venden envasada en un frasquito que van unas cuatro o cinco ramitas. No sé, Lidia, si tuviera un accidente y me quedara en coma no estoy seguro de que quisiera que me desconectarais, soy todavía bastante joven, podría tener esperanza, pues la investigación del cerebro está avanzando mucho, no sé.   
        —Me imagino, Carlos, que vivir como un vegetal no es vivir como un ser humano. ¿Quién es la última? Ah usted, ¡gracias! Somos jóvenes pero hemos de planteárnoslo. Creo que hay que pensar en uno mismo y en los demás, pues si al que le ocurre el accidente se queda que no puede decidir, entonces, ¿quién decide por él? ¿Quién decide si vive o no? Quién habla con el médico y en qué se apoya. En cambio ahora, gracias a la antelación de tus padres, tú dispones de un documento firmado por ellos donde expresan libremente su voluntad de no querer seguir viviendo si ha de ser de modo artificial. Sólo se trata de eso, de saber quien les resuelve la tostada, de cuando se rompe o no.
        —Como en las rebanadas de pan,¿verdad, Lidia?, integrales o blancas.
        —Eso mismo, como en las rebanadas. ¡A mí!, me toca a mí, cuatro lenguados,  por favor, bien frescos.

martes, 11 de octubre de 2016

Relato 133

                                     Venecia  (7)     (Ver relato 122)


Pues, sí, Angelina Doneta (¡con una t, si'l vous plait!) es una mujer romántica, como no, siendo veneciana, me gusta volar y soltar la imaginación y como tú dices "estoy inoculada con el virus del platonismo". ¿Te extrañas? No ves que por mis venas corre sangre salitrosa de Venecia. Y muy satisfecha. Además por alguna parte he leído que la filosofía occidental es anotaciones al margen de la gran obra de Platón. Pa que aprendas, chaval. También realista, no te rías, aunque no pise tierra firme en una isla. Me gusta, Albert, me gusta el cariz que va tomando la historia de las fotos que llevaste a revelar. Así que te quedaste pasmado al descubrir que todos los carretes contienen fotos de la misma mujer, una de mediana edad, de los años cincuenta, que pasea por esta piazza y por todas partes de Venecia siempre sola. ¿Cómo puede salir siempre sola, quien le hace las fotos? Me dices que te fascina su rostro y quieres saber más de ella, quién es, como se llama o se llamaba, qué hacía, en fin, reconstruir su biografía. ¿Cómo lo harás? Lo veo complicado, Albert, pero muy romántico, qué quieres que te diga. Además, ves como seguimos viviendo en los ojos de quien mira las fotos con ganas de verlas. Ves como no es tan descabellado lo que te decía en una postal. Ahora yo estoy en la piazza, sentada de nuevo en una mesa del Florián tomándome otro Spritz, me entona, hoy hace una humedad exagerada (ya empezamos, ¿hoy, cuándo es hoy, Angelina?, la humedad bochornosa debe ser una constante allí, hoy debe ser allí cada día) y si entrecierro los ojos casi veo a la mujer de tu foto, con la sonrisa helada, el abrigo largo a media pierna y su bolso negro como tú la describes y su pelo, claro, abombado, años cincuenta, la veo ahora y veo a mi madre. De pequeña, Albert, venía con ella, me traía aquí a jugar. Reseguía a peu coix (decís) el dibujo geométrico de este pavimento que ahora mismo piso: son losas de piedra de Istria. En el centro de la piazza unas bandas decorativas en blanco y negro forman el rectángulo que yo saltaba a la pata coja. Llevaba trenzas, aún recuerdo la presillas naranjas y los turistas, al verme, se apartaban para dejarme paso. Madre reía, mientras hacía punto. Tengo tiempo, un par de horas, los franceses están visitando la basílica, del interior se encarga la guía local, yo del resto. Esta semana, franceses, la pasada ingleses, la próxima españoles, y tú ¿cuándo vas a venir tú? (Ya veré, no me lo pintas nada bonito, lo de las mosquitas me aterroriza, si Angelina supiera cómo se me pone la piel de las picaduras, hasta he de recurrir a la cortisona, quita, quita, cuando fumiguen la ciudad). Esta piazza fue reconstruida a finales del XIX elevándola un poco y con una ligera pendiente hacia el centro, donde yo hice de tiovivo un día, hace tiempo. Tiene forma de cuenco para facilitar la recogida y drenaje del agua de lluvia, lugar donde paradójicamente por reflujo se inunda la plaza. En fin. En la foto de la postal puedes ver la basílica, creo que aún no te he hablado de la basílica, ¿verdad? (pues, no, de la basílica no, aún no y ya tengo ganas antes de que se hunda). Te lo explico en la próxima, no me cabe ni una coma, Besos, Ciao! X X                Continuará...

martes, 4 de octubre de 2016

Relato 132

                                









                                    Extrañamiento

Una vez le preguntaron a Picasso a propósito del Guernica si el toro simbolizaba la España profunda, celtíbera y el Levantamiento. Cansado, respondió que el toro era un toro y la mujer una mujer. Con estas precauciones me acerco al cuadro de Hopper de más arriba. Ignoro en principio el título que le puso, que podría serme una pista para indagar en el espíritu creador del artista. Abordo, pues, el análisis de la obra desde mi propia percepción. Lo que veo es una mujer sola, de medio lado, desnuda, bien peinada, pelirroja, con un paño en las manos, la cama deshecha, cerca de un ventanal iluminado, hacia donde mira. Parece absorta mirando la calle, en contemplación. Fuera está la luz. Es un paisaje urbano, se ve la cornisa de un edificio clásico, una ciudad que se difumina y el cielo azul. Colores tenues, contrastes suaves, dominan los grises cálidos. Representa un dormitorio tan desnudo como ella. Sin mesita, sin lámpara, sin silla, sin compañía.  Bajo el ángulo oscuro, casi en el centro de la composición una cama con dos almohadas, la que se ve, muy arrugada. Sigue un trozo de pared gradualmente iluminada, donde dominan los violetas y amarillos y un dintel de colores quebrados. Más allá, una puerta estrecha se aleja en perspectiva en lo que parece un pasillo en penumbra. Si dividimos el cuadro en tres partes iguales y verticales se observará que la figura femenina ocupa la central muy cerca del tercio izquierdo, hacia donde dirige la vista, es decir, hacia donde Hopper quiere focalizar la mirada del espectador.  La mujer está de pie, el frontal iluminado, su reverso en sombra. No se le ven los pies, pues de mitad de pantorrillas hacia abajo no entran en la escena. El suelo es de las partes más oscuras, junto con las ventanitas del edificio de fuera. Bajo la ventana, cerca de un cojín, un azul oscuro quiebra la oscuridad. El cortinaje de una verticalidad imponente descansa entre pliegues a su lado. De donde vienen las cortinas no se ve. En el alféizar del ventanal es donde Hopper sitúa la máxima luz del cuadro. Nos dice que lo que importa se encuentra en el tercio izquierdo, o sea, en el futuro. El central es el presente y el derecho el pasado. Ella mira hacia el futuro luminoso y da la espalda al pasado en sombra. Se encuentra en un cruce, en un momento decisivo, en estado de contemplación. Parece cavilar acerca de su futuro y lo hace desde lo que a mi me parece un doble extrañamiento. De un lado echa de menos la luz, la añora (sólo se puede añorar lo que se ha conocido)  la busca en la ciudad clásica, en el orden, en la amplitud. Anhela la seguridad de la tradición.  Atrás queda un largo camino (pasillo) tenebroso, angosto, oscuro. El presente se limita a ser sólo un sueño inquieto, (almohada revuelta) se siente prisionera, ausente y  traza un anhelo: liberarse, y alumbra  en su mirada perdida un ansia: despertar.

         En el otro sentido de extrañamiento se sabe en un lugar extraño, la habitación vacía es todo su mundo, (parecido al Bertleby de Neville), el suelo oscuro, los pies no pisan suelo, no pisa este mundo, le es ajeno. Es un alma desnuda, apenas lleva un trozo de ropa blanca, en busca de alojamiento. Semblante serio, expectante, anhela la iluminación. Es un tránsito solitario. Añorante. Sabe de qué habla, la ha conocido. Intuye que existe más allá de este mundo cautivo, que la esclaviza. La luz del conocimiento es una vieja llamada: he aquí el nervio central. A mi entender es un cuadro sutil que homenajea la verticalidad, lo espiritual. Aborda la verdad con poca carga. Sabe intuitivamente que está ahí delante, ante nuestros ojos y Hopper nos lo muestra con colores tenues y sin estridencias. Intenta desproveerse de todo condicionamiento del mundo, centrando su mirada más allá del ventanal, más allá de lo material y efímero. Pero este es el drama y la gran paradoja del género humano: que no puede. No puede abandonar la balsa mientras está cruzando el río. Materia y espíritu conviven en desarmonía. De ahí el desasosiego humano. Eso me parece quiere reflejar Hopper con este cuadro. 

martes, 27 de septiembre de 2016

Relato 131



                                      Husmeadores

Puede que sea indecoroso, incluso infame por mi parte, y les ruego benevolencias anticipadas por algo que podrían calificar de osadía, tal vez desvergüenza, pero no he podido resistirme a publicar en este blog unas páginas manuscritas que, por azar, encontré hace unos días en el suelo, hechas una pelota del tipo de las que juegan los niños, mientras paseaba por el parque de la Pegaso, del distrito barcelonés de Nou barris. Estaban en muy mal estado, completamente arrugadas y pegajosas, que con gran esfuerzo y paciencia por mi parte (también curiosidad, lo admito) pude desenredar y transcribir minuciosamente el texto que ocultaba y que someto a su consideración, confiando no les sea indecoroso. Estaba escrito en tinta roja:

         “¡Estúpido lector!" ¿Cómo se atreve a husmear en historietas ajenas? Éste es el canto final de un hombre desesperado. Sí, desesperado y desahuciado. Desde que mi madre me parió con dolor y menosprecio sólo he sido un apéndice de vida. ¿Para qué querrá usted sumergirse en la pocilga de este trozo de carne? No les va a hacer ningún bien, se lo aseguro.  Me abandonó en un frío portal, donde solían hacerlo las putas, aún con el cordón colgando. Alguien me oyó llorar y me trasladó a la puerta de un hospicio. Era miércoles de ceniza. De esto hace veintisiete años, absurda vida. ¡Déjenlo, no vale la pena! Todo en mí ha sido una desgracia continuada. ¿Por qué desearán mancharse de porquería conmigo? Es estúpido. Nada tiene sentido, nada. He vivido muerto y sólo en estos momentos últimos me siento vivo. Me alimentaron con leche infantil y para mi desgracia sobreviví. Portaba el sida. Puto cabrón, puta madre, puta vida. Había un director que me vejaba. Me decía: —Felipe, acércate a mi regazo. No he importado nunca a nadie, todos me han utilizado. Sólo veía miradas perdidas entre mis colegas del orfanato. Nos zurraban cuando no queríamos hacer lo que nos pedían. Nos exigían de todo, para su beneficio. Teníamos que devolverles el favor de habernos permitido vivir. ¡Qué puta vida de soledad la mía! Mejor no sigan, no es nada agradable. Cuando tenía siete años me escapé por primera y única vez. Afuera era peor. Me molieron a palos cuando regresé, —para que aprendiera a obedecer—. Unos tipos me quisieron adoptar, reían a carcajadas y él me acariciaba el mentón con sus peludas manos. No tenían los papeles en regla. Luego pasó una pareja mayor que se sentía sola y buscaban alguna chiquilla para cuidar y que les cuidara cuando fueran viejos y se fijaron en mi sonrisa triste y les di lástima y me llevaron con ellos, aunque no fuera niña. Me dieron el apellido de Garzón. Duraron poco, cuando se enteraron que era seropositivo renegaron de mí y me echaron a la calle. Apenas sé leer y escribo malamente mis intimidades como pueden ver. Con catorce años malvivía del pillaje. Devolvía toda la rabia que llevaba acumulada dentro a una sociedad que me seguía marginando y que era una mierda. Me sentía un fracasado porque todo en mí era un fracaso. A nadie importaba y nadie me importaba. Vivir seguía siendo un juego sin sentido en donde jamás pedí las cartas. Por fortuna me estoy liberando de esta pesadilla. Me enganché pronto a la cola. Me pasaba días enteros inhalándola. Robaba todo lo que podía para colocarme. Era el único momento de mi vida que no tenía que rendir cuentas a nadie y donde me sentía plenamente feliz aunque durara poco, cada vez duraba menos. Puta mierda que me consumía en vida. Nací en mal día y mi desgraciada suerte viene marcándome la piel con hierro candente. Por doler me duele hasta la lúnula de las uñas. Soy un bulto de carne merodeado por piaras de ricos cerdos y mediocres buitres al acecho. Por favor, no sigan, no más desgracias, mi vida ha sido un completo desastre. Me enamoré de una prostituta a la que le pasaba cola. A veces ella me pasaba caballo. Tenía el sida también, así, ¿a qué preocuparnos? Estaba todo el pescado vendido. Murió ayer, aquí a mi lado, bajo este puente de piedra romano. Una desgracia como cualquier otra, todo mi álbum es una colección de calamidades. Por eso, déjelo, se lo ruego, deje que cada cual tenga sus miserias en paz, soy un despojo humano al que ni los carroñeros quieren ya. No sea más estúpido, no ve que esto es el lamento exasperado de un naufrago que se ahoga en una maldita tierra de nadie. ¿Decís Dios? Todo mentira. No lo he visto recogiendo comida caducada frente a los supermercados, ni cuando se fue mi Loli, tampoco cuando en cenizo día mi madre decidió parirme, ni lo veo ahora entre la sangre que corre por mis brazos, deslizarse roja, fluida, humedeciendo los cabellos de mi amada muerta. ¿Decís cobarde?  Sí, lo admito, no he tenido coraje de tirarme desde arriba del puente, nunca me ha ido la violencia. Me estoy liberando. Mi inútil existencia huye por este reguero de sangre y con ella estoy escribiendo este postrer hálito amargo. Por fin he podido decidir. Si habéis tenido la desvergüenza de llegar hasta aquí, interfecto lector, que os den, que la vida es una gran estafa para la mayoría y yo os dejo con placer mientras apuro mi última bocanada de cola en este infecto mundo. ¡Que os den, husmeadores!”
                                                     

         Y aquí concluía el texto, y aunque la última palabra se alargaba mucho dando muchas redondeles a las os y eses puedo conjeturar con casi total seguridad que quería decir lo que dice. Aparte de este detalle final, el redactado es fidedigno, aunque corregido hasta la exasperación de continuas faltas ortográficas, que me he permitido ahorrarles en la trascripción. Movido por la curiosidad y dudoso en si difundir o no este macabro testimonio pregunté por el barrio y resultó que hacía unas tres semanas habían encontrado muertos bajo el puente de Alcántara a dos pordioseros esqueléticos en medio de una charca de sangre completamente reseca. Que lo sepan.