martes, 22 de noviembre de 2016

Relato 139

                                                 Lágrimas
        
        —Desnúdate —le dijo.
          No fue una orden tajante ni una súplica. Yo, que estaba allí, les puedo asegurar que se trató más bien de un deseo vehemente expresado con ternura por un hombre seguro y obviamente acostumbrado a mandar. Ella se tomó su tiempo. No le dijo nada, simplemente le echó un vistazo, le sonrió pícaramente y se puso ante el espejo del armario, mirándose y mirándolo a él reflejado, que en aquel momento ya se había  sentado en la cama. Iba pulcramente vestido con un traje azul marengo y una corbata con jirafitas amarillas. No dejaba de observarla. Ella sonreía y empezó a quitarse la primera prenda, la chaqueta. Abrió el armario y la colgó con sutileza, contorsionándose una exageración encima de sus tacones altos. Movía el culo insinuante como si fuera un saltamontes al acecho, mientras repasaba la chaqueta con la mano para eliminar toda arruga. Reparé que fue entonces cuando el hombre empezó a tocarse la entrepierna por primera vez. Ella cerró de un golpe suave el armario y se dio la vuelta. Estaría a unos dos metros de él y abría y cerraba coquetamente sus pestañas postizas como si fuera un parabrisas y lo mismo hacía con sus torneadas piernas, recubiertas todavía por una medias negras, de rayas, que se abrían y cerraban, acompasadas. Él no decía nada, simplemente miraba y se tocaba. Ella se dejaba admirar y se reía y exhibía unos dientes blanquísimos, insinuantes, y entreabría sus labios rojos, exquisitamente perfilados.
         El hombre se desabrochó la bragueta y hurgó dentro, por los calzoncillos (eran boxers largos y azulados) hasta poder liberar el miembro. Intentó decir algo, pero ella le hizo callar poniéndose los dedos a la altura de la boca, moviéndolos de un lado a otro, incluso introduciéndose uno de ellos ligeramente en la boca, dentro y fuera, por unos segundos. Él, medio cerraba los ojos, se removía en el asiento y aceleraba su mano derecha. ¡Y eso que ella aún estaba vestida! ¡Aún vestida! Empezó a quitarse la blusa transparente (debajo eran evidentes las dos enormes protuberancias que tenía como pechos semiocultos bajo un sostén negro, de punto, con redondeles bordados). Empezó a quitarse —digo— la blusa por el botón del escote, liberando una tras otra las dos bolas que se tambaleaban como gelatina recién flameada y se adivinaban pezones prominentes con una guinda de adorno. La piel blanca apareció de repente helando la mirada, y luego el ombligo, y las curvas de la cadera, quedando de arriba desnuda. Se abrió de brazos para deshacerse graciosamente de la blusa y sus pechos apuntaban desafiantes y tersos directos hacia aquel fascinado hombre.
        Le vi palidecer, incluso temblar, no paraba de agitarse y eso sin moverse del pie de la cama. Tenían reservada la habitación para unas dos horas y como siempre la ventana estaba cerrada, sólo una lámpara de araña en el centro de la sala, colgando del techo y las lamparillas de las dos mesitas. Querían intimidad. Él estaba casado. Ella también, pero con otro hombre. Le gustaban los encargos especiales, sólo era eso. 

        Yo les observaba en silencio, gozaba, yo lo sabía todo. Cuando mi mujer empezó a quitarse delicadamente las medias sólo pudimos oír un profundo jadeo, un suspiro largo, agónico y desesperado, y fijarnos como un sarpullido lechoso salía disparado de aquel hombre hacia el techo manchando la lámpara de lágrimas blancas.

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