martes, 31 de julio de 2018

Relato 227


                                            Vaho

Descabalga por fin, suda, jadea, mira el techo. Ella a él. Esto no puede seguir. ¿Por qué? Tu mujer, ¿cómo tanto engaño? Con los hijos, feliz, suficiente. Cínico. Te amo a ti. Cásate conmigo. Imposible, lo nuestro funciona así. He conocido un hombre ¿Un hombre? Tierno, amable, ingenuo. No funcionará, tú como yo, libres ¿Libres? Furtivos, salvajes, apasionados, egoístas. Necesito estabilidad. Te equivocas. Le diré sí. ¿Seguiremos? No. Se levanta, desnudo, se ducha, se viste, se mira espejo, ajusta corbata. Ella, tendida, mirando techo. Vaho, luces calle, intermitentes naranjas, humedad, niebla. No nos veremos más. Va hacia la puerta, se gira, la contempla, desnuda, tendida, llora, Roxana, por favor. No insistas, Amancio. Se va. Se levanta, ducha, vaho, lágrimas, espejo, vestido y zapatos.

martes, 24 de julio de 2018

Relato 226


                                 Tocayo

Domingo, duchándote, y hoy, veinticuatro de julio, a la incineradora. Quién te lo iba a decir, tocayo, quién nos lo iba a decir. Tu hermano y tutor oía la ducha, pero no te oía a ti, entró en el baño y allí te encontró, sentado en la bañera, uno de tus lugares favoritos, te pasabas horas allí, el agua corría por el suelo y tú, con la cabeza apoyada en la mampara, te fuiste en secreto, en la intimidad del baño, tu espacio seguro. Quién te lo iba a decir, tocayo, quién nos los iba a decir.
        Naciste con un corazón atrofiado, sucesivas intervenciones y marcapasos guiaron tu vida, repercutieron en tu edad mental, apenas llegaste a los diez, fuiste un niño prodigioso que no quiso crecer. O no te dejaron. Requerías muchos cuidados, tus padres vivían pendientes de ti, como ahora lo hacía tu hermano y tutor. El dos de julio cumpliste sesenta y tres, hablé contigo, estabas contento, habías llegado griposo a la casilla 63 del lago de las ocas, otro de tus juegos predilectos junto con el dominó y las cartas, habías triunfado, eras invencible, tu colosal memoria te respaldaba. Nunca te olvidaré. Quién te lo iba a decir, tocayo, quién nos lo iba a decir.
         Hablamos poco, tenemos el mismo nombre, te gustaba decirme tocayo y a mí oírtelo decir y decírtelo: tocayo. Estabas comiendo y no querías hacer esperar a tu hermano ni a tu cuñada ni a tu sobrina de veinte años, con quien jugabas cuando era una cría a barquitos en la bañera; quién te lo iba a decir, quién nos lo iba a decir que te quedaba tan poca vida hace apenas un mes.
        La ceremonia de despedida ha sido austera, como fue tu vida, sonreías en la caja, te dejaron bien los maquilladores, parada cardiorrespiratoria, el forense se extrañó que con tu historial hubieras vivido tanto. No sabía que querías llegar vencedor a la casilla 63 y sabes, Xavier, tampoco se lo dije. En el libro de duelo te he dado las gracias por haberte conocido, por tu generosidad.
        Ahora serás incinerado y tus huesos convertidos en polvo. Ya sabes. Podrás liberarte de las cargas del pasado y volver a la casilla de salida del juego de la vida con otros dados, tocayo, pues la partida empieza de nuevo para ti.
         A jugar, tocayo.
        Máxima suerte.      

martes, 17 de julio de 2018

Relato 225


                                         Felicidad

Jamás había visto una persona tan feliz. Siempre estaba de buen humor, con la sonrisa en la cara, iluminándosela, daba igual con quien hablara o el tema que trataran, siempre le veía relajado, amable, afectuoso y atento. Parecía disponer de todo el tiempo para el interlocutor, era algo que me llamaba la atención, yo, generalmente actúo diligentemente y con poco esmero en la socialización. Con el trato frecuente adquirimos cierta confianza.
        Un día le pregunté a qué se debía su talante agradable y que emanara tanta empatía según me parecía a mí.  Me confió su secreto: vivo como si cada relación fuera nueva, como si la estrenara, como si no la hubiera conocido antes, como si el ayer no hubiera existido, como si sólo existiera este momento, vivo al día sin rémoras del pasado ni del futuro, en definitiva  ̶—añadió, mirándome a los ojos —abordo el presente con inocencia y sin expectativas, sin que me pesen ni frenen las emociones pasadas.
        —Uf, respondí, eso lo veo muy difícil, no te parece que "un vivir como si" tiene mucho de ficticio, que se parece a vivir en un teatro.
        —Eso es, el teatro de la vida, me acerco al otro sin distancias ni prejuicios, cada día es diferente, relacionándome sin cargas emocionales, éste es mi secreto, vivir libre de ataduras del pasado, vivir en armonía amorosa, sin miedo al otro ni al pasado ni al futuro. Es un vivir volcado al presente, concluyó.
        —Felicidades, le dije, pero esto no me parece posible, somos historia andante, el pasado cristaliza en el presente y proyecta el futuro, no se puede abandonar el bagaje personal como la serpiente muda de piel.
         —Sin embargo, sí se puede, basta con romper con los esquemas del pensamiento tradicional, vive sin buscar compararte, seguro de tu plenitud en cada momento. Todo lo que necesitas lo llevas contigo, nada de fuera puede aumentarte o menguarte, nada del mundo que te rodea puede perturbarte ni afectarte, eres completo ahora mismo, siempre sucede lo que ha de suceder y estás aquí para presenciarlo, dar fe, impregnarte y observarlo.
        Como mi cara era un poema de extrañeza, continuó:
        —Toma la vida como un cúmulo de experiencias para el crecimiento espiritual, de lo invisible en ti, donde lo que importa no es lo que te pasa, sino qué haces con  lo que te pasa, qué te aporta, qué le aportas al mundo.
         —¿Y esto cómo lo haces? ¿Cómo se puede vivir con las emociones tan integradas y al tiempo tan desapegado de todo?  —pregunté, estupefacto. 
         —Olvidándome del mí y del ti. De hecho nada de eso existe, somos un solo ser con la naturaleza. La paz llega al descubrir esta alianza  y al dejar el yo a un lado. La separación es la causa del sufrimiento humano y verla te lleva a la plenitud del ser. Elude la separación, fusiónate con el entorno y serás feliz —me respondió.
         —Ah, es eso, —contesté —creí que sería algo diferente, algo nuevo. 
        —Lo es, respondió, mientras se alejaba.
           
        Pasados unos días seguía Sócrates tan feliz charlando de lo suyo en el ágora, me acerqué de cara, le saludé, pero hizo como si no me conociera. 

martes, 10 de julio de 2018

Relato 224


   
                                        Guía
  
De volver, habría sido un héroe nacional. Seguro. Vendría herido, medio desnudo, entrapajado, tranqueando, lleno de arañazos, habiendo escapado a machetazos de la selva y de las sombras, renegando de la noche y de la maldita isla Negra, destrozado, empapado, todavía vivo, tal vez loco, pero, en fin, triunfante.
         Con él se fueron en barca de remos cinco amigos jóvenes, tan alegres por el güisqui como atrevidos por el riesgo y la noche sin estrellas les envolvió en un manto negro de funestos presagios. Para cuando el ciclón se desató todo se fue al garete.
         Nadie lo había pronosticado, extrañamente.
         De haber habido sobrevivientes, el guía del grupo los hubiera salvado, seguro, con su carisma enigmático y su medallón de cuero en el cuello.
         Sin embargo, ninguno de los seis pudo elegir, se alejaron demasiado de la costa, seguramente ni presintieron el peligro. Sucedió muy rápido.
         Arrastrados por la poderosa corriente de los Sargazos, la negrura de la luna nueva se les cayó encima, todo se torció, se desató una horrible borrasca, nunca habían visto nada parecido. El cielo se incendió de fantasmas y de rayos, hincándose como espadañas en los corales y palmerales, en los cuerpos y en las almas, y en segundos la mar se convirtió en un ovillo bizarro y mortal.  
        El ciclón apareció como un caracolillo en la lejanía, se les vino encima en un parpadeo, zarandeó la barcaza en la que iban, la elevó al vacío unos metros y la descargó de golpe, estrellándola contra el lejano arrecife como una cáscara de cacahuete.
         La explosión fue tremenda, la chalupa se deshizo, salieron despedidos. Sucesivos golpes de mar acabaron de desperdigar los restos de la madera y sus seis ocupantes contra el acantilado, a merced de las enormes olas, y sus cuerpos sin salvavidas flotaban en el océano como títeres descabezados.
         Desbordados, asustados, los cinco muchachos clamaron auxilio al vacío, a un mundo inhóspito en la soledad de la noche enfurecida. De nada les valió, sólo el bramido inmisericorde del oleaje responde a los náufragos, nadie salvo el guía era experto, algunos ni nadar sabían, tampoco les hubiera salvado, nada ni nadie. Desaparecieron en el océano, los cinco, su intrépida aventura concluyó en las rocas del arrecife. Su futuro quedó hundido en las aguas frías.
         Lo que empezó siendo un excitante paseo nocturno en barca de cinco amigos ricachones de vacaciones por el Caribe, se transformó en una trampa mortal: el primer huracán tropical, Agnes, se desencadenó antes de lo previsto.    
         La mar, repleta de trampas, de torbellinos y agujeros negros, les engulló  y en la remota isla Negra, salvadora, sin saber cómo, entre gigantescas olas, cayó él, el guía del grupo, en el cieno de la orilla, medio muerto.
         Arena quemada, resbaladiza y gruesa, atestada de charcos de agua de lluvia, aguachas infectas de cocodrilos, de pequeñas crías espantadas que se lanzan a las piernas de los náufragos desprevenidos hincando voraces sus ristras de dientes todavía tiernos.
         Allí se quedó exhausto, derrotado, ajeno al dolor de las mordeduras, a la soledad, al miedo, al estruendo ensordecedor del mar que le quedaba atrás. Ecos de palabras vacías, rumor incesante. Casi con seguridad que aún jadeaba.
        Lo rescataron unos días después, desfigurado; sin embargo, era él, el guía, con su medallón de cuero en el cuello y sin pizca ya de carisma. Lamentablemente, lo hallaron hecho un harapo, apenas restos de carne en el cuerpo, huesos pulcramente rascados en una calavera reluciente. Nada heroico. No hay nada ni nadie heroico si acaba siendo devorado por la mar insaciable.
        Tuvieron que mandar de la península a otro guía y otro barco con urgencia. El resto de viajeros necesitaba salir de aquel espantoso islote paradisíaco, concluir la desgraciada odisea y regresar a sus casas civilizadas.
        Sin embargo, ya nada volvió a serles como antes del naufragio.
        Nada.

martes, 3 de julio de 2018

Relato 223


                                               Quién

        —Pablo, por favor, no lo hagas, ahora no quiero.
        Pablo obedece y la deja estar. Ambos están en un dormitorio ovalado, el camastro en el centro de la estancia,rodeada de espejos, las luces encendidas, los látigos y demás herramientas de sometimiento colgados de la pared. Ella está desnuda. Hay un trípode con una cámara encima en un extremo de la sala, enfocándoles y un operador. La cámara les está grabando.
        Él hace ver que respeta la actitud sumisa de su pareja pero de repente y sin mediar palabra la abofetea y ella cae en una escena ensayada cientos de veces calculadamente encima de la cama dentro del enfoque de la cámara.
        —No discutas mis órdenes —le espeta él, gritando, amenazadamente. Ella, tendida, hace ver que llora y gimotea.
        —Te voy a castigar por tu rebeldía —continua.
        Él escoge un látigo de la pared, uno de crin aceituno de caballo y se lo muestra, se lo restriega por la cara, ella sigue atemorizada.
        —No, por favor, eso no —le grita y hace el ademán de levantarse, pero él se lo impide y hábilmente le ata las piernas con una cinchas en las patas de la cama.
         Ella, inmovilizada, de bruces, con las piernas abiertas, brazos también, gime llorosa, mirando cámara. El rimel se le ha corrido y le ha manchado la cara. El primer plano queda magnífico, se le ve el miedo impreso en los gestos y en la mirada.
        Él empieza a calentarle las nalgas con el látigo, suave al principio, luego con mayor velocidad, se le van enrojeciendo. Ella gime y se retuerce de dolor en una escena mil veces representada, aparenta que se va poniendo cada vez más ardiente, insta que deje de azotarla, pero él continua, y sigue por las piernas, brazos y espalda. Ella se contornea sobre las sábanas como una serpiente enrojecida.     
        —Zorra, con quién te acuestas, dime con quién —le vocifera él, aparentemente enojado, dejándole señales visibles en la espalda y en las nalgas.
        —Para, por favor —implora ella, pero él continua con más fuerza.
        Cuanto más le suplica más se excita, en el viejo y peligroso juego del ensañamiento.
        Sin embargo, algo está sucediendo, la escena se está descontrolando, generalmente a la tercera súplica él se detiene; ese es el acuerdo previo y cambia de herramienta de castigo, pero en esta ocasión Pablo persiste con el látigo y ella empieza a sentirse verdaderamente maltratada.
        Pablo parece estar fuera de sí, exacerbado, como queriendo ajustar cuentas con su esposa. Entonces sucede algo no previsto en el guión, de atrás le viene, justo cuando mantenía el látigo en alto, un objeto contundente que le abre la cabeza con un golpe seco, ¡cata crac! y cae al suelo como un pelele animado.
        Demasiado cerca para quedar dentro del enfoque.