Guía
De volver, habría
sido un héroe nacional. Seguro. Vendría herido, medio desnudo, entrapajado,
tranqueando, lleno de arañazos, habiendo escapado a machetazos de la selva y de
las sombras, renegando de la noche y de la maldita isla Negra, destrozado, empapado,
todavía vivo, tal vez loco, pero, en fin, triunfante.
Con
él se fueron en barca de remos cinco amigos jóvenes, tan alegres por el güisqui
como atrevidos por el riesgo y la noche sin estrellas les envolvió en un manto
negro de funestos presagios. Para cuando el ciclón se desató todo se fue al
garete.
Nadie
lo había pronosticado, extrañamente.
De haber habido sobrevivientes, el guía del
grupo los hubiera salvado, seguro, con su carisma enigmático y su medallón de
cuero en el cuello.
Sin
embargo, ninguno de los seis pudo elegir, se alejaron demasiado de la costa,
seguramente ni presintieron el peligro. Sucedió muy rápido.
Arrastrados
por la poderosa corriente de los Sargazos, la negrura de la luna nueva se les
cayó encima, todo se torció, se desató una horrible borrasca, nunca habían
visto nada parecido. El cielo se incendió de fantasmas y de rayos, hincándose
como espadañas en los corales y palmerales, en los cuerpos y en las almas, y en
segundos la mar se convirtió en un ovillo bizarro y mortal.
El ciclón apareció como un caracolillo
en la lejanía, se les vino encima en un parpadeo, zarandeó la barcaza en la que
iban, la elevó al vacío unos metros y la descargó de golpe, estrellándola contra
el lejano arrecife como una cáscara de cacahuete.
La explosión fue tremenda, la chalupa se
deshizo, salieron despedidos. Sucesivos golpes de mar acabaron de desperdigar
los restos de la madera y sus seis ocupantes contra el acantilado, a merced de las
enormes olas, y sus cuerpos sin salvavidas flotaban en el océano como títeres descabezados.
Desbordados, asustados, los cinco muchachos clamaron
auxilio al vacío, a un mundo inhóspito en la soledad de la noche enfurecida. De
nada les valió, sólo el bramido inmisericorde del oleaje responde a los
náufragos, nadie salvo el guía era experto, algunos ni nadar sabían, tampoco
les hubiera salvado, nada ni nadie. Desaparecieron en el océano, los cinco, su intrépida
aventura concluyó en las rocas del arrecife. Su futuro quedó hundido en las
aguas frías.
Lo que empezó siendo un excitante paseo
nocturno en barca de cinco amigos ricachones de vacaciones por el Caribe, se
transformó en una trampa mortal: el primer huracán tropical, Agnes, se
desencadenó antes de lo previsto.
La
mar, repleta de trampas, de torbellinos y agujeros negros, les engulló y en la remota isla Negra, salvadora, sin
saber cómo, entre gigantescas olas, cayó él, el guía del grupo, en el cieno de
la orilla, medio muerto.
Arena
quemada, resbaladiza y gruesa, atestada de charcos de agua de lluvia, aguachas
infectas de cocodrilos, de pequeñas crías espantadas que se lanzan a las
piernas de los náufragos desprevenidos hincando voraces sus ristras de dientes
todavía tiernos.
Allí se quedó exhausto, derrotado, ajeno al
dolor de las mordeduras, a la soledad, al miedo, al estruendo ensordecedor del
mar que le quedaba atrás. Ecos de palabras vacías, rumor incesante. Casi con
seguridad que aún jadeaba.
Lo rescataron unos días después,
desfigurado; sin embargo, era él, el guía, con su medallón de cuero en el
cuello y sin pizca ya de carisma. Lamentablemente, lo hallaron hecho un harapo,
apenas restos de carne en el cuerpo, huesos pulcramente rascados en una
calavera reluciente. Nada heroico. No hay nada ni nadie heroico si acaba siendo
devorado por la mar insaciable.
Tuvieron que mandar de la península a otro
guía y otro barco con urgencia. El resto de viajeros necesitaba salir de aquel
espantoso islote paradisíaco, concluir la desgraciada odisea y regresar a sus
casas civilizadas.
Sin embargo, ya nada volvió a serles
como antes del naufragio.
Nada.