martes, 10 de julio de 2018

Relato 224


   
                                        Guía
  
De volver, habría sido un héroe nacional. Seguro. Vendría herido, medio desnudo, entrapajado, tranqueando, lleno de arañazos, habiendo escapado a machetazos de la selva y de las sombras, renegando de la noche y de la maldita isla Negra, destrozado, empapado, todavía vivo, tal vez loco, pero, en fin, triunfante.
         Con él se fueron en barca de remos cinco amigos jóvenes, tan alegres por el güisqui como atrevidos por el riesgo y la noche sin estrellas les envolvió en un manto negro de funestos presagios. Para cuando el ciclón se desató todo se fue al garete.
         Nadie lo había pronosticado, extrañamente.
         De haber habido sobrevivientes, el guía del grupo los hubiera salvado, seguro, con su carisma enigmático y su medallón de cuero en el cuello.
         Sin embargo, ninguno de los seis pudo elegir, se alejaron demasiado de la costa, seguramente ni presintieron el peligro. Sucedió muy rápido.
         Arrastrados por la poderosa corriente de los Sargazos, la negrura de la luna nueva se les cayó encima, todo se torció, se desató una horrible borrasca, nunca habían visto nada parecido. El cielo se incendió de fantasmas y de rayos, hincándose como espadañas en los corales y palmerales, en los cuerpos y en las almas, y en segundos la mar se convirtió en un ovillo bizarro y mortal.  
        El ciclón apareció como un caracolillo en la lejanía, se les vino encima en un parpadeo, zarandeó la barcaza en la que iban, la elevó al vacío unos metros y la descargó de golpe, estrellándola contra el lejano arrecife como una cáscara de cacahuete.
         La explosión fue tremenda, la chalupa se deshizo, salieron despedidos. Sucesivos golpes de mar acabaron de desperdigar los restos de la madera y sus seis ocupantes contra el acantilado, a merced de las enormes olas, y sus cuerpos sin salvavidas flotaban en el océano como títeres descabezados.
         Desbordados, asustados, los cinco muchachos clamaron auxilio al vacío, a un mundo inhóspito en la soledad de la noche enfurecida. De nada les valió, sólo el bramido inmisericorde del oleaje responde a los náufragos, nadie salvo el guía era experto, algunos ni nadar sabían, tampoco les hubiera salvado, nada ni nadie. Desaparecieron en el océano, los cinco, su intrépida aventura concluyó en las rocas del arrecife. Su futuro quedó hundido en las aguas frías.
         Lo que empezó siendo un excitante paseo nocturno en barca de cinco amigos ricachones de vacaciones por el Caribe, se transformó en una trampa mortal: el primer huracán tropical, Agnes, se desencadenó antes de lo previsto.    
         La mar, repleta de trampas, de torbellinos y agujeros negros, les engulló  y en la remota isla Negra, salvadora, sin saber cómo, entre gigantescas olas, cayó él, el guía del grupo, en el cieno de la orilla, medio muerto.
         Arena quemada, resbaladiza y gruesa, atestada de charcos de agua de lluvia, aguachas infectas de cocodrilos, de pequeñas crías espantadas que se lanzan a las piernas de los náufragos desprevenidos hincando voraces sus ristras de dientes todavía tiernos.
         Allí se quedó exhausto, derrotado, ajeno al dolor de las mordeduras, a la soledad, al miedo, al estruendo ensordecedor del mar que le quedaba atrás. Ecos de palabras vacías, rumor incesante. Casi con seguridad que aún jadeaba.
        Lo rescataron unos días después, desfigurado; sin embargo, era él, el guía, con su medallón de cuero en el cuello y sin pizca ya de carisma. Lamentablemente, lo hallaron hecho un harapo, apenas restos de carne en el cuerpo, huesos pulcramente rascados en una calavera reluciente. Nada heroico. No hay nada ni nadie heroico si acaba siendo devorado por la mar insaciable.
        Tuvieron que mandar de la península a otro guía y otro barco con urgencia. El resto de viajeros necesitaba salir de aquel espantoso islote paradisíaco, concluir la desgraciada odisea y regresar a sus casas civilizadas.
        Sin embargo, ya nada volvió a serles como antes del naufragio.
        Nada.

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