Diario
Me
duela adentro. Padre está perdiendo mucho y rápido y no puedo evitarlo. Ayer
fui a verle a la Residencia hablamos mientras le daba la comida.
―Y tú, ¿cómo te llamas, padre?
―¿Quién, yo?
―Sí, tú, ¿te acuerdas?
―Sí, claro, yo me llamo José Luis
Peralta Expósito.
―Muy bien, padre, ¿y yo?
―¿Tú?
―Sí, yo. Abre un poco más la boca, por
favor.
―No lo sé, señora, ahora mismo no me
acuerdo.
―Soy tu hija, Sara, tu Sarita de cada
día, padre, como tú me llamabas.
―Perdóname, hija, se me ha olvidado.
―Hace tiempo escribiste tu biografía,
tenías muy buena memoria.
―¿Quién, yo?
―Sí. Escribiste que habíais traído al
mundo a una niña preciosa y que le llamarías Sara, como tu esposa. Que lo
pasasteis mal porque venía de nalgas y que a mami le pusieron anestesia total
en contra de su voluntad que quería un parto natural. También dices que cuando
me viste llorar por primera vez te parecí un borreguito indefenso y que tú
también lloraste, pero de alegría. Ya han pasado cuarenta y ocho años, padre.
―¿Que tengo cuarenta y ocho años?
―No, no es eso. Toma un poco más,
termínate al menos esta cucharada.
Me apena, no puedo evitarlo. Ver a este
hombre, mi padre, en otro tiempo invencible y ahora convertido en una piltrafa
humana me destroza. Esta enfermedad le está devorando el cerebro por dentro y
le está robando su identidad. ¿Quiénes somos en realidad? Asisto atónita a su
derrumbamiento y no puedo evitar que me duela, que me derrumbe cada vez que
vengo a verle.
―Hace unos años, padre, cuando estabas
mejor me dijiste: cuida de tu madre, por nada del mundo la lleves a una
Residencia, a mi joyita no, no lo resistiría, ella es una paloma libre. ¿Me has
oído, padre?
―¿Qué dice, señora?
―Nada, padre, que yo también te quiero.
―Sara, por favor, quieres venir?
Sara cierra su Diario, el que estaba
releyendo por la página de hoy de hace seis años, se levanta de la butaca de su
despacho, se atufa el cabello hacia atrás, se friega los ojos, cierra la luz
del flexo y alzando la voz responde:
―Voy, madre.