martes, 27 de noviembre de 2018

Relato 244


                                        Amigo

Amigo, el por qué le maté no importa ahora, ni el cómo ni el cuándo, lo que ahora importa es qué voy a hacer con este cadáver que tengo ante mis pies y cómo demonios me las voy a apañar para continuar viviendo sin él, cargando con su ausencia y con la culpa de esta muerte, esto es lo que verdaderamente importa.
        Muertes, lo que se dice muertes se producen miles a diario y de todo tipo, violentas, accidentales, asesinados o por enfermedad, todas las muertes son naturales, faltaría más, pero este tipo extraño que me está mirando con ojos compasivos tras unas gafas de pasta y con un hilillo de sangre todavía tibio cayéndole de los labios, a éste, amigo, lo he matado yo. Esto es lo que realmente importa.
        Las muertes anónimas no me interesan, las veo por la tele a diario, casi no me afectan. Sin embargo, ésta sí. A éste, amigo, lo he estrangulado yo y no me ha resultado fácil, nada fácil. No porque fuera corpulento, que no lo era, enclenque más o menos como yo mismo, ni porque le hubiera dejado de amar o de odiar, que tampoco, o que le tuviera miedo, que sí, o escrúpulos, eso no importa. No importa el por qué le haya matado sólo deciros que el difunto llevaba conmigo más de sesenta y cinco años, sesenta y cinco años de honda compenetración, nada fácil, os lo aseguro.
        Lo contemplo ante mí, ahí, tendido en el suelo con su traje de trabajo y la corbata a topos amarillos, lo veo tan tranquilo, tan apacible, parece mentira y mi corazón se enternece, —lamento haberte matado, lo lamento pero no me has dado otra opción —le digo en voz baja, mientras me seco el sudor del rostro con un pañuelo gris. ¿Qué voy a hacer, contigo?
        Estoy indefenso, amigo, él siempre había resuelto todos los problemas por los dos, yo, a su lado, era invisible, completamente invisible, invisible todo el tiempo. Y ahora, estoy solo, me he quedado sin él después de tantos años, vacío de nombre y apellidos, vacío de apoyos y de seguridad, sin mi cara mundana, vulnerable, tembloroso, me pregunto, ¿qué haría él con este muerto?    Yo no lo sé, es la primera vez que mato a alguien y espero no volver a hacerlo. Deseo no volver a hacerlo, me gustaría no volver a hacerlo nunca más. Sin embargo, esta muerte era inevitable, o él o yo, la cosa no podía continuar, no podía continuar así de ignorante, así de ignorado. Me he liberado de su vida pero aún no de su cuerpo, este es el problema, amigo, este es el problema.
        Debo deciros que le he amado tanto como le he odiado o más, que iba con él a todas partes ya fuera de día o de noche, que le he conocido a fondo y sé bien de sus desmanes sociales, de su egoísmo, de su fachada pretenciosa. Debo deciros que ha reprimido mi palabra siempre, que ha reprimidos mis silencios siempre, que me ha menoscabado siempre. Sistemáticamente ha rehusado escucharme, ¿cómo puede darse así una convivencia sana?
         Incluso cuando le insinué que podría morir estrangulado, se revolvió inconscientemente con una estridente carcajada. He tenido mucha paciencia, amigo, le he seguido a todas partes como si fuera su doble, su lado invisible. Con todo, llega un día, un día glorioso, en el que cualquier ser humano quiere inevitablemente matar a su propia sombra y, entonces, lo lleva a cabo.
        Y ésta es, amigo, la cuestión definitiva, ¿qué debo hacer con este muerto?

martes, 20 de noviembre de 2018

Relato 243


                                  Encargada

        ¿A la calle, hija?
        —Sí, de un día para otro. Es desesperante, otra vez sin trabajo.
        —Lo sentimos, hija, te apoyamos en lo que necesites. ¿Qué te dijo la encargada?
        —Que no había superado el periodo de prueba, sin más explicaciones, me dio el finiquito y se quedó tan fresca.  
        —Pero, ¡si fuiste la dependienta líder de ventas del mes pasado de todas las tiendas de Barcelona!
        —Ya, y me lo curré mucho, pero según ella no doy el perfil.
        —No lo entiendo.
        —Ni yo. Un trabajo que me gustaba.
        —Si hasta te quedabas más tarde para completar las ventas.
        —Sí. Luego la encargada cambiaba el tíquet para ponérselo a su nombre, por las comisiones. Aquel día, el que me quedé hasta las nueve, hice una venta de 625 euros y se la adjudicó ella por la cara. Y no te lo pierdas al día siguiente se pavoneaba de la venta con los jefes y las otras dependientas.
        —¿Y tú no le dijiste nada?
        —Que la venta la había hecho yo, y no ella.
        —¿Y?
        —Que yo estaba de prueba y ella mandaba.
        —Pues, vaya joya. Debe tener buenos padrinos.
        —Yo mantuve la calma, ya sabes, padre, el trabajo en esa tienda de Tea Xop me interesaba, y en ningún momento le levanté la voz. Estoy dolida. Superé con un excelente el cursillo de formación de un mes, me lo curré mucho; no hay derecho, padre, no hay derecho...
        —No lo hay, hija, es injusto. Déjame abrazarte. Me entristece que te pase eso, tú vales mucho para la venta. Le preguntaste por qué te echaban.
        —Sí. Varias veces. No concretó, me respondió con evasivas, me he quedado con las ganas de saberlo. Cuando insistí me dijo que había informado a sus jefes que yo no era suficiente líder para sustituirla. Que para ser líder hay que tener mala leche, dice.
        —¡Si tú eres una líder natural, si has llevado un negocio propio!
        —Sí, pero al estar con los dos meses de prueba no quise comentar nada.
        —¿ Y sustituirla?
        —Sí, para cuando esté de baja. Quiere quedar embarazada.
        —¡Qué edad tiene tu encargada?
        —Es una cría, la Claudia tiene unos 28. El mundo es extraño, padre, favorece a los pavones y castiga a los prudentes.
        —Sí, muy extraño. Demasiado. ¿Por qué no pruebas de hablar con sus jefes?, no te quedes con las ganas de saberlo. Aquí yo veo gato muy encerrado.
        —Sí, lo haré, que al menos sepa por qué me ha echado.
        —¡Qué menos!

martes, 13 de noviembre de 2018

Relato 242


                                    Despedida

Por un momento piensa que las palabras que acaba de cruzar con el botones pueden ser las últimas que pronuncie, las últimas que vibren en su garganta, ¡qué miedo!, las últimas que escuche alguien. Pero, no, luego vendrán más, no muchas, algunas. Cierra tras de sí la puerta de la habitación 313, deja la tarjeta magnética encima de la mesita, la pequeña maleta Roller junto a la cama. No creo que la abra. Siempre hoteles y más hoteles, sin una casa propia, la misma moqueta granate, los cajones vacíos, el armario con perchas desvencijadas, vacías de vida, la desolación le parece irrespirable. Abre el balcón, aún lleva la chaqueta de cuadros, la corbata gris, la mueca triste. Anochece. Afuera, en la plaza del Sol, un bullicio de gente joven se arremolina en grupitos sentados en el suelo de la plaza, alrededor de unas cervezas. Ríen, hablan, gesticulan, disfrutan, despreocupados, el mundo les pertenece. Siempre ha sido taciturno, esta noche se siente además nostálgico. Ojalá estuviera con ellos. Se imagina un titular: Poeta estrellado durante la noche en Barcelona. El recurso al suicidio le mantiene vivo, le da margen de maniobra, una excusa. 313 es un capicúa.  El trece le persigue desde que nació un trece de diciembre. Le dedicó un librito que tuvo cierto éxito: Trece poemas y tú. De eso hace tiempo, de joven. Ahora le pesan los años, la tristeza, la soledad, el silencio. Esta noche intentaré guardar silencio, pero no va a poder. No tiene bastante fortaleza para guardar silencio. Hay demasiado bochinche en la plaza, en su cabeza, un runrún constante, un hervidero de voces que martillea su cerebro desde niño. Sólo las mujeres se lo apacigua. Marca un número en el móvil, el del primer nombre femenino de la agenda. Espera de pie en el balcón. El aire es cálido aun siendo noviembre. Suceden unos tonos interminables, los jóvenes celebran algo en círculo, otros se añaden, las terrazas de los bares se llenan. Viene más gente de otras calles, serpentinas de colores. Una voz responde al fin, una voz lejana.
        —Ana, soy yo —dice, sin dejarla hablar —,ven a verme, estoy aquí, he vuelto, en el hotel de Gracia. Oye ruidos de platos, la tele y una respuesta:
         —No puedo, sabes que es imposible, lo nuestro pasó, ya no existe.
        —Ana, necesito verte, esta noche lo necesito, cenemos juntos, para que el pasado sea presente.
        —No puedo, estoy con la cena, mi hijo llora, Carlos está por llegar, no puedo, déjame.
        La cantinela crece en su cabeza, en la plaza del Sol, en el barrio de Gracia. Imagina otro titular: Desde el balcón de un tercero se precipitó al vacío un poeta en Barcelona.  El tiempo se acorta, no se resigna, llama a otra mujer, no quiere morir solo esta noche. Sin respuesta. Insiste, marca otros números, agota la agenda, nadie contesta. Ninguna de sus amantes responde, nadie está para él disponible. Aguantar no sirve de nada. Hace tiempo que sabía que llegaría este momento, y el runrún que no cesa.
        En una hoja de papel del hotel escribe:
        Queridas Ana, Esmeralda, Carmela, Rocío, Rosa, Enriqueta, Elvira y Yolanda, queridas, os he amado a mi manera, os he llamado y no queréis saber nada de mí, necesitaba veros, estoy en el hotel de Gracia, quiero despedirme de vosotras: ojalá os pudráis en vida antes de que yo muerto. Os deseo lo peor, adiós.  (Lo siento, Julia).

martes, 6 de noviembre de 2018

Relato 241

                                       Regreso

Cuando regresó a casa, después de dar una vuelta en el coche fúnebre, ya 

nadie le hizo caso, definitivamente.